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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 458 - diciembre 2018

© 2009 Jackie Braun Fridline

Bebé por sorpresa

Título original: Boardroom Baby Surprise

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

© 2011 Jackie Braun Fridline

Escapar del pasado

Título original: The Daddy Diaries

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-754-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Bebé por sorpresa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Escapar del pasado

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SENTADA en la elegante recepción de la empresa Windy City, S.A., Morgan Stevens se agarró al brazo de la silla, jadeando tan discretamente como le era posible.

«Respira», se dijo a sí misma. «Aspira, inspira, aspira…».

El dolor de la contracción estaba empezando a pasar cuando la secretaria volvió a la recepción.

El nombre reflejado en la plaquita que había sobre la mesa era Britney y le iba perfectamente. Era una chica joven, atractiva, delgada como una modelo, que llevaba un elegante traje de chaqueta negro, una blusa con estampado en tonos rosa y zapatos de tacón de aguja. En comparación, Morgan se sentía como una foca con su vestido premamá en tonos pastel y las cómodas sandalias planas que eran el único calzado en el que podía acomodar sus hinchados pies.

–Lo siento, pero el señor Caliborn está muy ocupado y no puede recibirla en este momento –se disculpó Britney, con una sonrisa tan sincera como la de un cocodrilo–. Le sugiero que pida una cita para la próxima vez.

¿Para qué?, se preguntó Morgan. ¿Para que se hubiera ido cuando llegase? No, de eso nada. Llevaba meses intentando ponerse en contacto con Bryan Caliborn y no pensaba marcharse de allí.

Suspirando, se llevó la mano al abultado abdomen. Casi nueve meses intentando ponerse en contacto con él y la única respuesta que había recibido, si se podía llamar así, era una carta de su bufete de abogados advirtiéndole que el señor Caliborn disputaba su demanda de paternidad. De hecho, decía no conocerla. Consideraba sus demandas una extorsión y la demandaría por daños y perjuicios si seguía haciéndolas.

Insultada y dolida por tales amenazas, Morgan decidió ir a verlo en persona. Si no quería hacerse responsable del niño le parecía muy bien, pero decir que no se conocían… bueno, eso era intolerable.

Jamás hubiera pensado que Bryan Caliborn era un hombre despiadado y sin corazón. Y tampoco le había parecido tonto, pero debía serlo si no sabía que lo único que hacía falta era una prueba de ADN para confirmar que estaba diciendo la verdad.

Morgan había esperado, aparentemente en vano, no tener que exigir esa prueba.

Levantándose como pudo de la silla, le devolvió la sonrisa a la joven secretaria con una igualmente poco sincera.

–Muy bien –le dijo–. Por favor, busque un día y una hora en la que el señor Caliborn esté disponible.

–Déjeme comprobar su agenda…

Morgan sabía que no tenía sentido discutir con la secretaria. Ella misma lidiaría con el evasivo empresario a solas. Y lo haría en aquel mismo instante.

Mientras Britney miraba la agenda de su jefe, Morgan se dirigió hacia la puerta por la que la joven había aparecido un momento antes, que debía ser el despacho de Bryan. Pero cuando la abrió descubrió que no era un despacho sino una sala de juntas… llena de hombres de negocios, todos con trajes de chaqueta, alrededor de una mesa ovalada de cerezo. Había carpetas abiertas ante ellos, gráficos y documentos por todas partes.

Todos volvieron la cabeza para mirar a Morgan, pero fue el hombre sentado a la cabecera de la mesa quien llamó su atención.

¿Guapo? No. La palabra que mejor lo definía sería «apuesto». Tenía el pelo oscuro, casi negro, y unos ojos del mismo color. Su rostro era anguloso, de pómulos marcados, con unas cejas oscuras que en aquel momento estaban tan fruncidas como el rictus de su boca. Y tenía la nariz un poquito torcida, pero eso le daba más carácter.

Morgan tragó saliva. Incluso sentado era evidente su considerable estatura y su buena forma física. Aunque nunca en su vida se había sentido atraída por un hombre con ese aspecto, algo en aquél resultaba definitivamente atractivo. Pero se dijo a sí misma que era sólo porque en él había algo que le resultaba familiar.

Sin embargo, en cuanto oyó su voz se dio cuenta de que no le resultaba familiar en absoluto. Nunca había escuchado una voz así. No rompía el silencio, lo pulverizaba. Sus palabras llenaron la sala como un trueno cuando preguntó:

–¿Qué significa esto?

–Lo siento –empezó a decir Morgan, dando un paso atrás y chocando con la secretaria, que la tomó del brazo. El gesto parecía más para contenerla que para devolverle el equilibrio, lo cual irritó a Morgan lo suficiente como para decir:

–Necesito hablar con Bryan Caliborn y necesito hablar con él ahora mismo. He pensado que podría estar aquí.

–Y está aquí –todos los ojos se volvieron hacia el hombre que estaba al final de la mesa, que ahora estaba levantándose.

Debía medir un metro noventa y cinco y cada centímetro irradiaba poder y autoridad. De nuevo, Morgan tuvo la impresión de conocerlo, aunque no sabía de qué.

–¿Dónde está?

Yo soy Bryan Caliborn.

–No –Morgan sacudió la cabeza, convencida de haber oído mal–. Usted no…

No terminó la frase. No pudo porque rompió aguas en ese momento y a sus pies; sobre el pulido suelo de madera, se formó un charquito. La secretaria soltó el brazo de Morgan y dio un paso atrás, como temiendo manchar sus caros zapatos de Marc Jacobs.

Los hombres sentados alrededor de la mesa lanzaron una exclamación al unísono, levantándose de sus sillas como si la condición de Morgan fuera contagiosa. Sólo el hombre que decía ser Bryan se movió. Dejando escapar un par de maldiciones en voz baja, dio la vuelta a la mesa para acercarse a ella.

–Lo siento –se disculpó Morgan, aunque se sentía más mortificada que otra cosa.

Quería marcharse, quería salir corriendo pero en ese momento empezó a sentir otra contracción y se dio la vuelta, esperando poder llegar al sofá de recepción para aguantar el dolor sentada.

Pero sólo pudo dar un paso antes de tener que agarrarse al quicio de la puerta para no caer al suelo. Usando la otra mano para sujetar su abdomen, Morgan intentó contener un grito de dolor. Nada estaba yendo como ella había planeado. Nada había ido como ella había planeado en mucho tiempo.

–Britney, llama a una ambulancia –ordenó el hombre alto–. Veo que está usted de parto.

¿De parto? Algo la estaba partiendo por la mitad, desde luego. Ninguno de los libros que había leído, ninguna de las clases que había tomado la había preparado para ese tipo de dolor. Pero asintió con la cabeza, temiendo que si hablaba dejaría escapar no sólo un gemido sino un alarido de dolor. Porque le dolía mucho.

Tenía que sentarse. Tenía que tomar alguno de los remedios naturales de los que le habían hablado en las clases de preparación al parto. Necesitaba a su madre. Sólo una de esas cosas era una opción, pero antes de que cayera al suelo unos fuertes brazos la sujetaron para llevarla hasta lo que parecía un despacho.

El hombre alto la dejó sobre un sofá de cuero y volvió un minuto después con lo que parecía una gabardina arrugada y un vaso de agua. Después de colocar la gabardina hecha una bola bajo su cabeza sobre el brazo del sofá le ofreció el vaso de agua.

Morgan no quería agua y temía vomitar si se llevaba algo al estómago en ese momento, pero lo aceptó de todas formas y tomó un sorbito.

La rígida postura del hombre alto le decía que era un hombre al que no le gustaba ser desafiado. Y aunque ella en general no permitía que nadie le dijese lo que tenía que hacer, en aquel momento no estaba en condiciones de discutir.

–La ambulancia llegará enseguida –dijo la secretaria, asomando la cabeza.

–No es necesaria una ambulancia –empezó a decir Morgan. Por no decir que sería muy cara para alguien que acababa de perder el seguro médico junto con su puesto de profesora cuando terminó el curso escolar una semana antes. Y con la economía en la situación en la que estaba, el Ministerio no tenía fondos para extras como las clases de música.

Lo peor de la contracción había pasado, de modo que bajó las piernas para sentarse en el sofá. Ahora podía irse, salir de allí tan elegantemente como pudiera. Su coche estaba en el aparcamiento y podía llegar al hospital Northwestern de Chicago en menos de veinte minutos, si el tráfico y su viejo coche se lo permitían.

Lo que la detuvo no fue el hombre alto, aunque dio un paso en su dirección, sino un retrato en la pared, a la derecha de la puerta. En él había dos hombres del brazo, uno moreno y serio, el otro de pelo más claro y expresión más alegre.

Morgan parpadeó. Ella conocía esos sonrientes ojos claros, ese pelo castaño desordenado y esa expresión bulliciosa. Aquél era el hombre con el que había pasado siete días maravillosos y, poco característico en ella, despreocupados, en la isla de Aruba.

Bryan.

Debió haber pronunciado el nombre en voz alta porque cuando giró la cabeza el hombre también estaba mirando la fotografía, con sus labios tan apretados que era difícil decir dónde terminaba el superior y empezaba el inferior.

–Lo conoce –dijo Morgan, señalando la fotografía–. ¿Conoce a Bryan Caliborn?

–Yo soy Bryan Caliborn –dijo él–. Ese es Dillon, mi hermano menor.

Dillon…

Su hermano menor…

Las palabras se registraron lentamente en su cerebro, abriéndose paso entre una niebla de incredulidad. Aunque una parte de ella quería decir que no era posible, la prueba, con su metro noventa y cinco de estatura, estaba literalmente delante de ella, con los brazos cruzados, su expresión seria e intratable.

Bryan… o más bien Dillon, el padre de su hijo, no le había dicho su verdadero nombre. Aquélla no era precisamente la clase de revelación que una mujer que estaba a punto de dar a luz necesitaba. Y se preguntó sobre qué más cosas le habría mentido. Qué otras verdades le habría ocultado con sus ardientes besos y esas impecables maneras que le parecían tan seductoras como su sonrisa.

Con su mejor tono de maestra de escuela, le espetó:

–Quiero verlo. Y no se atreva a decirme que tengo que pedir cita. Como puede ver, no estoy es condiciones de esperar una hora y menos una semana.

–Me temo que no es posible –tuvo la audacia de decir Bryan–. Dillon está muerto.

Toda la rabia la abandonó, evaporándose como la lluvia sobre el asfalto húmedo, reemplazada por la perplejidad… perplejidad y una docena de emociones que se mezclaban en un caos absoluto. Morgan dio un paso adelante para dejarse caer sobre el sofá de nuevo porque las piernas no la sujetaban.

–¿Ha muerto?

Bryan asintió con la cabeza.

–¿Pero cómo? ¿Cuándo? –le preguntó. Aunque las respuestas no importaban. ¿Qué iban a cambiar? No sólo estaba a punto de convertirse en madre soltera, sino que su hijo nunca conocería a su padre.

Morgan tragó saliva, llevándose una mano al abdomen al sentir una ola de náuseas. En realidad, tampoco ella había conocido al padre de su hijo.

–Hace seis meses, en un accidente de esquí en Vail, Colorado –la voz de Bryan Caliborn sonaba ronca, dolida. ¿O había otra emoción en esos ojos de color ónice?

–Yo… no lo sabía.

–Tampoco yo –dijo él, señalando su abdomen–. ¿Dónde conoció a Dillon?

–En Aruba, en el mes de agosto.

Había ido allí sola, usando los billetes que había comprado para sus padres como regalo en su treinta aniversario. Sus padres nunca habían tenido una luna de miel y Morgan había querido darles una sorpresa, pero unos días antes de emprender el viaje sus padres habían muerto debido a un escape de monóxido de carbono.

Aunque ella no tenía por costumbre poner disculpas para su comportamiento, el dolor de perderlos así ayudaba a explicar por qué una persona tan normalmente sensata como ella se había enamorado del falso Bryan Caliborn. Estaba sola, triste. Él era encantador y una distracción de la amarga realidad.

–¿Estuvo usted… con mi hermano? –Bryan levantó una ceja mientras, de nuevo, miraba su abultado abdomen.

–Sí.

Si se había sentido incómoda antes, ahora se sentía doblemente avergonzada, aunque no debería. De modo que se levantó, dispuesta a marcharse, aunque dónde iba a ir después del hospital no lo tenía nada claro. Estaba entre trabajo y trabajo, entre casa y casa y en una ciudad que no era la suya y donde no conocía a nadie.

Pero un par de paramédicos llegaron en ese momento con una camilla plegable.

–No, no es necesario –dijo Morgan–. Puedo ir al hospital yo sola. Las contracciones aún no son muy seguidas.

Mientras estaba diciéndolo empezó otra. ¿Cuántos minutos habían pasado desde la última? No se atrevía siquiera a mirar el reloj.

–Sí, es necesario –objetó Bryan–. Si lo que dice es verdad, ese niño es un Caliborn.

–Si es verdad… –Morgan apretó los dientes y no por la contracción. Se habría marchado de allí, pero uno de los paramédicos, un hombre amable de pelo y bigote gris, puso una mano en su brazo.

–Primero vamos a examinarla, ¿le parece? No queremos que el niño nazca mientras está en un atasco en medio de la avenida Michigan.

Le recordaba a su padre y por esa razón Morgan dejó que la llevase de nuevo al sofá.

Una vez sentada, el hombre se arrodilló delante de ella para tomarle la tensión. Mientras inflaba el tensiómetro, Morgan miró a Bryan, que la observaba con expresión indescifrable. Estaba empezando a acostumbrarse a esa expresión y podía imaginar lo que estaba pensando.

 

 

Maldito Dillon. Maldito fuera por haber hecho aquello. Y maldito por haber muerto.

Bryan hubiera querido estrangular a su hermano pequeño, agarrarlo del pescuezo como solía hacer cuando eran niños y meterle un poco de sentido común en la cabeza. Pero ya no podía hacerlo. Y saber eso reabría una herida que apenas había empezado a curar. ¿Por qué había tenido Dillon que matarse en ese estúpido accidente?

Aún no podía creer que su hermano hubiera muerto, enterrado ahora en el panteón familiar en el cementerio de Winchester, junto con sus abuelos paternos y una tía abuela soltera. ¿Cómo era posible que un hombre tan joven, tan lleno de vida, estuviera muerto?

Bryan siempre había querido creer que Dillon sólo era un chico joven y despreocupado que cargaba a su cuenta todas sus juergas.

Lo había hecho muchas veces después de haberse gastado el dinero de su propio fideicomiso a los veintitantos años y siendo Vail la última de sus excursiones. Bryan se había puesto furioso cuando lo llamaron para confirmar los gastos de la tarjeta de crédito. Sólo los mejores hoteles y los mejores restaurantes para su hermanito. Enfadado como nunca, había llamado a Dill a la suite que le costaba un par de miles de dólares por noche y le dejó un airado mensaje:

–¡Crece de una vez! –le había gritado–. Tienes treinta años, por el amor de Dios. Hay un puesto para ti en la empresa si algún día te dignas a atrabajar. Tienes que empezar a ganarte el sueldo y dejar de gastarte mi dinero. Si vuelves a hacerlo te juro que llamo a la policía.

Por supuesto, no lo hubiera hecho. Pero entonces estaba fuera de sí.

Ahora, en su despacho, a la vez aterrorizada y preciosa mientras contestaba a las preguntas del paramédico y hacía gestos de dolor con cada contracción, estaba el mejor ejemplo de la estupidez de su hermano. Y, como siempre, tendría que ser él quien solucionara el problema. Había hecho eso por Dill durante toda su vida y, aparentemente, también tenía que hacerlo de manera póstuma.

Bryan se pasó una mano por la cara. Aquel problema iba a ser mucho más difícil de resolver que cualquier otro… asumiendo que Morgan no estuviera mintiendo sobre la paternidad del niño, claro. Era una posibilidad debido a la fortuna de los Caliborn, pero dado el estado de las finanzas de su hermano si ésa era su intención iba a llevarse una desagradable sorpresa.

Desgraciadamente, determinar la verdad no era tan fácil como pedir una prueba de ADN. No porque el padre en cuestión hubiera fallecido ya que su propio ADN podría usarse para confirmar el parentesco biológico entre el niño y los Caliborn. Pero era eso precisamente lo que lo hacía dudar. No tenía la menor prisa por pasar por algo así… otra vez.

Sin embargo, debía decir que Morgan Stevens no parecía el tipo de mujer por el que su hermano se había sentido atraído. A Dill siempre le habían gustado las mujeres llamativas… rubias de escándalo, morenas pechugonas y alegres pelirrojas cuya idea de la vida consistía en leer revistas del corazón mientras estaban en la peluquería. En una ocasión, una de las chicas que lo había acompañado a una cena familiar creía que Austria era el diminutivo de Australia.

Morgan parecía inteligente y educada, a juzgar por sus mensajes telefónicos y sus cartas. Llevaba un vestido ancho y más bien feo y, a pesar de su avanzado estado de embarazo, no parecía tener el tipo de una conejita del Play Boy.

¿Qué habría visto Dillon en aquella chica?

Bryan no tenía que preguntarse qué había visto ella en Dill. Su hermano era un chico muy guapo, encantador y muy generoso con el dinero, algo que podía permitirse ya que el dinero era de Bryan.

Una buscavidas.

Era un término anticuado, pero Bryan había conocido a muchas mujeres de ese tipo y sabía a quién aplicar el término. Las estrellas del rock no eran las únicas que tenían groupies. Los empresarios también las atraían, aunque la verdad era que solían ser más refinadas y lo que buscaban era un anillo de pedida y una tarjeta de crédito de los grandes almacenes Bergdorf Goodman.

Bryan pensó en su ex mujer entonces. Había vuelto a casarse en Texas con un magnate del petróleo cuya fortuna hacía palidecer la de los Caliborn. Y le había dado un hijo al magnate; un hijo que, durante un tiempo, había hecho creer a Bryan que era suyo.

El escándalo había sido la comidilla de Chicago durante meses. El resultado de la prueba de ADN había sido filtrado a la prensa incluso antes de que él lo viera. Los periodistas del corazón lo habían pasado en grande y lo harían de nuevo si aquello se hacía público.

El gemido de Morgan interrumpió sus amargos pensamientos. Tenía los ojos cerrados y apretaba los labios en un gesto de dolor, su frente cubierta de sudor. Parecía increíblemente joven y asustada.

–Me parece… que no puedo hacerlo…

A Bryan no le gustaba la gente débil. En los negocios lo consideraba un defecto intolerable. Curiosamente, la vulnerabilidad de aquella chica lo conmovía. Hacía que deseara tomar su mano, acariciar su mejilla y decirle que todo iba a salir bien. Una reacción absurda, por supuesto. De modo que se cruzó de brazos y se apoyó en el borde de su escritorio.

–Claro que puedes, todo va a salir bien –dijo el paramédico–. Túmbate en el sofá. Voy a ver cuánto has dilatado.

Bryan se irguió de inmediato. Él no era un experto en embarazos, pero había oído esa expresión antes y sabía lo que significaba. De camino a la puerta le dijo:

–Estaré fuera.

Nervioso, se puso a pasear por la zona de recepción. Él estaba acostumbrado a hacerse cargo de cualquier situación y tomar las acciones necesarias, pero en aquel momento no sabía qué hacer. ¿Debía llamar a sus padres, que estaban de vacaciones fuera del país, y decirles… qué? ¿Qué podía decirles? ¿Enhorabuena, estáis a punto de ser abuelos?

La muerte de Dill había sido terrible para Julia y Hugh Caliborn. La muerte de un hijo, tuviese la edad que tuviese, era un golpe insoportable porque trastocaba el orden natural de las cosas. Supuestamente, unos padres nunca deberían enterrar a un hijo.

Bryan imaginó a su madre al saber del niño de Morgan. Se pondría a llorar de emoción y querría reclamarlo como el heredero de su hijo perdido. Sin duda, querría darle todos los caprichos y a Morgan también, claro. Había hecho lo mismo con su ex mujer y el niño que tan engañosamente había declarado hijo de Bryan.

Cuatro meses antes del parto, su madre ya había convertido una de las habitaciones de la casa en un cuarto para el niño y le había regalado a su ex mujer prácticamente toda la sección de bebés de los grandes almacenes más lujosos de Chicago.

Había estado en el hospital durante el parto, llorando de felicidad. Y, dieciocho meses después, cuando descubrieron que Caden Alexander Caliborn no era un Caliborn en absoluto había llorado de nuevo, casi tan destrozada como él.

Bryan apretó los puños. Hasta que supiera con total certeza que aquella chica no estaba intentando engañarlo tenía que proteger a sus padres. Y eso significaba no decir nada sobre Morgan ni a sus padres ni a la prensa.

–Britney, ni una palabra de esto debe salir del edificio –le dijo a la secretaria–. Si alguno de los que estaban en la sala de juntas pregunta algo sobre la joven o por qué ha venido aquí preguntando por mí dile que me llame por teléfono, ¿de acuerdo?

–Por supuesto, señor Caliborn. Usted sabe que puede contar conmigo… para lo que quiera –la sonrisa de Britney era un poco demasiado personal para su gusto, pero Bryan decidió no hacer caso. En otro orden de cosas, Britney era una empleada eficiente y leal.

Su aparente encandilamiento con él desaparecería con el tiempo, especialmente si no hacía nada para animarla.

Cuando se dio la vuelta, los paramédicos se llevaban a Morgan en la camilla, pálida como una sábana.

–¿Vendrá usted con nosotros? –le preguntó el hombre de pelo gris–. Tenemos sitio en la ambulancia si quiere acompañar a su esposa al hospital.

¿Su esposa? Bryan notó que Britney dejaba escapar un gemido y apretó los dientes. Otro rumor que disipar.

–No es mi esposa –contestó. Luego miró su dedo anular, recordando la alianza que había llevado una vez y que para él había sido un símbolo de amor y fidelidad. Sólo cuando Camilla pidió el divorcio descubrió que su mujer no había respetado ni lo uno ni lo otro.

Pero pensara lo que pensara el paramédico de su respuesta, la disimuló bien.

–Tal vez podría hacer usted algunas llamadas entonces. Estaría bien que la joven tuviera a alguien ayudándola durante el parto, aunque no parece que vaya a estar mucho tiempo en el paritorio.

Bryan asintió con la cabeza, mirando a Morgan.

–¿A quién debo llamar?

Ella tenía los ojos cerrados, aunque ya no estaba jadeando.

–A nadie.

–¿Pero su familia, sus padres? Deme su número de teléfono y Britney los llamará ahora mismo.

Una lágrima rodó por el rostro de Morgan entonces y, de nuevo, Bryan se sintió absurdamente conmovido por su vulnerabilidad. Y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, alargó una mano para secar la lágrima.

Morgan abrió los ojos al notar el contacto. Verdes, se dio cuenta. De un verde rico, profundo, como dos preciosas esmeraldas.

Bryan se aclaró la garganta.

–¿Me da el número de sus padres?

–No, es imposible…

–¿No podemos ponernos en contacto con ellos de alguna forma?

–No, no puede ser –suspiró Morgan. Y Bryan experimentó una angustia poco familiar al notar la desolación que había en su voz–. No tengo a nadie.