Wilkie Collins

LA DAMA DE BLANCO



(The Woman in White, 1860)



Prefacio a la presente edición (1861)

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La dama de blanco ha sido acogida con tan señalado interés por un inmenso círculo de lectores, que esta edición apenas necesita una introducción que la presente.

He intentado, mediante repetidas enmiendas y una minuciosa revisión, que esta obra fuese digna del constante favor del público. Algunos errores técnicos que me habían escapado cuando escribí el libro se han corregido. Ninguno de estos pequeños defectos menoscaba el interés del relato, pero debían rectificarse en cuanto fuera posible, por respeto a mis lectores; en esta edición, pues, ya no existen.

Se me han expuesto algunas dudas en forma capciosa en orden a la presentación más o menos correcta de los puntos legales que incidentalmente aparecen en esta historia. Por ello, he de mencionar que no he regateado esfuerzos tanto en este aspecto como en otros, para no llevar intencionadamente a engaño a mis lectores. Un hombre de leyes de gran experiencia profesional ha guiado amable y cuidadosamente mis pasos siempre que el curso de la narración me ha conducido por los laberintos de la ley. Antes de aventurarme a poner mi pluma en el papel, he sometido todas mis dudas a este caballero, y su mano ha corregido todo cuanto se refería a materias legales antes de su publicación. Puedo añadir apoyado por altas autoridades judiciales, que estas precauciones no han sido tomadas en vano. La «ley» contenida en este libro ha sido discutida, desde su publicación, por más de un competente tribunal y se decidió que era fundado cuanto en él se expone.

Antes de terminar quiero añadir unas palabras de agradecimiento por la gran deuda de gratitud que he contraído con mis lectores.

Por mi parte, no siento afectación de ningún género al manifestar que el éxito de esta obra ha sido extraordinariamente grato para mí, ya que implica el reconocimiento del principio literario que he sostenido desde que por primera vez me dirigí a mis lectores como novelista.

Sostengo la vieja opinión de que el primer objetivo en una novela ha de ser el de narrar una historia, y jamás he creído que el novelista que cumple adecuadamente con esta primera condición esté en peligro de descuidar por ello el trazo de los personajes, por la sencilla razón de que el efecto producido por el relato de los acontecimientos no depende tan sólo de éstos, sino esencialmente del interés humano que se encuentre relacionado con ellos. Al escribir una novela pueden presentarse personajes bien dibujados sin por ello llegar a contar una historia satisfactoriamente sin describir los personajes; su existencia, como realidad reconocible, es la sola condición en que puede apoyarse la narración.

El único relato capaz de producir una profunda impresión en los lectores es aquel que logra interesarles acerca de hombres y mujeres, por la perfectamente obvia razón de que ellos son también hombres y mujeres.

La acogida que se ha dispensado a La dama de blanco ha confirmado en la práctica esta opinión y me ha satisfecho de tal modo que me ha dado confianza para el futuro. He aquí una novela que ha sido bien recibida precisamente porque se trata de una Historia; he aquí una historia cuyo interés —que conozco por el testimonio voluntario de los mismos lectores— no se ha separado nunca de los personajes. Laura, Miss Halcombe, Anne Catherick, el Conde Fosco, Mr. Fairlie y Walter Hartright me han conseguido amigos en todas partes donde han sido conocidos. Espero que no esté muy lejano el día en que pueda encontrarme de nuevo con ellos, cuando intente, a través de otros personajes, despertar su interés en otra historia.

Wilkie Collins

Harley-Street, Londres

Febrero de 1.861

Preámbulo

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Esta es la historia de lo que puede resistir la paciencia de la Mujer y de lo que es capaz de lograr la tenacidad del Hombre.

Si en el mecanismo de la Ley para investigar cada caso sospechoso y conducir cualquier proceso la influencia lubricante del oro desempeñase un papel secundario, los sucesos que vamos a narrar en estas páginas podrían haber reclamado la atención pública ante los Tribunales de Justicia.

Pero la Ley, en algunos casos, está inevitablemente a las órdenes del que presenta la bolsa más repleta y por ello contamos la historia por primera vez en este lugar tal como debió haberla oído algún día el Juez; así va a escucharla ahora el Lector. Ninguna circunstancia importante, de principio a fin de esta declaración, ha de relatarse de oídas. Cuando el que escribe estas líneas introductorias (de nombre Walter Hartright) haya estado en relación más directa que otros con los sucesos de que habla él mismo lo contará. Cuando falle su conocimiento de los hechos dejará su lugar de narrador, y su tarea la continuarán, desde el punto en que él lo haya dejado, personas que pueden hablar de las circunstancias de cada suceso con tanta seguridad y evidencia como él mismo ha hablado en anteriores ocasiones.

Por tanto esta historia la escribirá más de una pluma, tal como en los procesos por infracciones de la Ley el Tribunal escucha a más de un testigo, con el mismo objeto, en ambos casos, de presentar siempre la verdad de la manera más clara y directa; y para llegar a una reconstrucción completa de los hechos intervienen personas que tuvieron una estrecha relación con ellos en cada una de sus sucesivas fases, que relatan palabra por palabra, su propia experiencia.

Oigamos primero a Walter Hartright, profesor de dibujo, de veintiocho años de edad.

PRIMERA ÉPOCA


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Comienza la historia Walter Hartright, de Clement’s Inn, Londres

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Era el último día de Julio. El largo y caliente verano llegaba a su término, y nosotros, los fatigados peregrinos de las empedradas calles de Londres, pensábamos en los campos de cereales sombreados por las nubes o en las brisas de otoño a orillas del mar.

En lo que a mí se refiere, el agonizante verano me estaba quitando la salud, el buen humor y, si he de decir la verdad, también dinero. Durante el último año no administré mis ingresos tan cuidadosamente como otras veces, y esa imprevisión me obligaba ahora a pasar el otoño de la manera más económica entre la casa de campo que poseía mi madre en Hampstead y mi apartamento en la ciudad.

Aquella tarde, recuerdo, estaba el ambiente cargado y melancólico; la atmósfera londinense resultaba más asfixiante que nunca, y apenas se oía el lejano murmullo del tráfico callejero; el pequeño latido de la vida en mi interior y el gran corazón de la ciudad que me rodeaba parecían decaer al unísono, lánguidamente, con el sol en su declinar. Levanté la cabeza del libro que intentaba leer y que más bien me hacía soñar y dejé mis habitaciones, saliendo al encuentro del fresco aire de la noche, paseando por los alrededores. Era una de las dos tardes semanales que solía pasar con mi madre y mi hermana, así que dirigí mis pasos hacia el Norte, camino de Hampstead.

Los acontecimientos que he de referir me obligan a explicar ahora que mi padre había muerto hacía ya algunos años y que mi hermana Sarah y yo éramos los únicos supervivientes de una familia de cinco hijos. Mi padre también había sido profesor de dibujo. Sus esfuerzos le habían proporcionado éxitos en su profesión y su ansiedad, que movía su amor por nosotros, para asegurar el porvenir de los que dependíamos de su trabajo, le llevaron, desde su matrimonio, a dedicar al pago de un seguro de vida una parte de sus ingresos más sustancial de lo que la mayor parte de los hombres destinarían a este propósito. Gracias a su admirable prudencia y abnegación, después de su muerte mi madre y mi hermana pudieron mantener la misma situación holgada con la misma independencia que tuvieron mientras él vivió. Yo heredé sus relaciones, y tenía sobrados motivos para sentirme lleno de gratitud ante la perspectiva que me aguardaba en mi inicio en la vida.

Cuando llegué ante la verja de la casa de mi madre, el sereno crepúsculo centelleaba todavía en los bordes más altos de los brezos, y a mis pies veía Londres sumergido en un negro golfo, en la oscuridad de la noche sombría. Apenas toqué la campanilla me abrió ya bruscamente la puerta mi ilustre amigo italiano el profesor Pesca, que acudió en lugar de la sirvienta y se adelantó alegremente para recibirme.

Tanto por su personalidad como, debo añadir, por mi propia conveniencia, el profesor merece el honor de una presentación formal. Las circunstancias han hecho que tenga que ser éste el punto de partida de la extraña historia de familia que tengo el propósito de revelar en estas páginas.

Conocía a mi amigo italiano por haberle encontrado en algunas casas aristocráticas, en las que él enseñaba su idioma y yo el dibujo. Todo cuanto yo sabía entonces de su pasado era que había ocupado un cargo importante en la Universidad de Padua; que había tenido que abandonar Italia por cuestiones políticas (la naturaleza de las cuales jamás dejó entrever a nadie), y que hacía muchos años que estaba establecido en Londres como profesor de idiomas.

Sin ser lo que se dice un enano —pues estaba perfectamente proporcionado de pies a cabeza— Pesca era, en mi opinión, el hombre más pequeño que había visto, aparte de los que se exhiben en barracas. Si su físico resultaba llamativo, se distinguía aún más de sus congéneres por la inofensiva excentricidad de su carácter. Lo que parecía obsesionarle era la idea de mostrar su agradecimiento a la nación que le había ofrecido asilo y medios para ganarse la vida, por lo que hacía cuanto le era posible por convertirse en un perfecto inglés. No se contentaba con expresar su entusiasmo por las costumbres del país cargando siempre con paraguas, sombrero blanco y unas inevitables polainas sino que aspiraba a ser un inglés tanto en sus gustos y costumbres como en su indumentaria. Encontrando que nuestro pueblo se distinguía por su afición a los deportes, el hombrecillo, ingenuamente, era un apasionado de todos nuestros entretenimientos y juegos y se unía a ellos siempre que encontraba ocasión, con el firme convencimiento de que podía adoptar nuestras diversiones nacionales mediante un esfuerzo de voluntad, tal como había adoptado las polainas y el sombrero blanco.

Lo había visto arriesgar ciegamente sus piernas en una caza de zorros y en un campo de críquet, y poco después, pude ver el peligro que corrió su vida en la playa de Brighton.

Nos encontramos allí casualmente y nos bañamos juntos. Si nos hubiéramos dedicado a alguna práctica específica de mi nación, me hubiera visto obligado a preocuparme, por supuesto, del profesor Pesca; pero como los extranjeros, por lo general, pueden cuidarse de sí mismos en el agua tan bien como nosotros, no se me ocurrió que se podía incluir el arte natatorio en la lista de pruebas de valor que él se creía capaz de superar improvisadamente. Inmediatamente después de haber dejado ambos la orilla, me detuve, descubriendo que mi amigo no había llegado hasta mí y me volví para buscarle. Con pasmo y horror advertí entre la orilla y yo la presencia de dos bracitos blancos que durante unos instantes bregaron por encima de las aguas hasta desaparecer de la vista. Cuando me sumergí en su busca, el pobrecillo estaba tendido en el fondo embutido en la oquedad de una roca, y mucho más diminuto de lo que me había parecido hasta entonces. Durante los pocos minutos que transcurrieron mientras le saqué, el aire libre lo revivió, y pudo subir los escalones de la máquina con mi ayuda. Con la parcial recuperación de su vitalidad, recobró también su maravilloso delirio de grandeza al respecto de la natación tan pronto como sus dientes dejaron de castañetear y pudo pronunciar alguna palabra; me dijo sonriendo y como sin darle ninguna importancia que «había sufrido un calambre».

Cuando se reunió de nuevo conmigo en la playa repuesto ya por completo, dejó por un momento su artificiosa reserva británica y brotó su cálida naturaleza meridional, apabullándome con sus impetuosas muestras de afecto —exclamaba apasionadamente con la clásica exageración italiana, que en lo sucesivo su vida estaría a mi disposición— y afirmando que jamás volvería a ser feliz hasta encontrar la oportunidad de probar su gratitud rindiéndome un servicio tal que yo debiese recordar hasta el fin de mis días.

Hice cuanto pude para detener aquel torrente de lágrimas y manifestaciones de afecto, insistiendo en tratar aquel episodio humorísticamente; al final, como imaginaba, el sentimiento de obligación que sentía Pesca hacia mí fue atenuándose. ¡Poco pensaba yo entonces, —como tampoco lo pensé cuando acabaron nuestras alegres vacaciones— que la oportunidad de brindarme un servicio que tan ardientemente ansiaba mi agradecido amigo iba a llegar muy pronto, que él la aceptaría al momento y que con ello alteraría el curso de mi vida, cambiándome de tal modo que casi no era capaz de reconocerme a mí mismo tal como había sido en el pasado!

Y así sucedió; si yo no hubiese arrancado al profesor de su lecho de rocas en el fondo del mar, en ningún caso hubiera tenido relación con la historia que se relatará en estas páginas, ni jamás, probablemente, hubiera oído pronunciar el nombre de la mujer que ha vivido constantemente en mi imaginación, que se ha adueñado de toda mi persona y que con su influencia dirige hoy mi vida.

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Así terminó mi primera jornada en Limmeridge, después de un día lleno de emociones.

La señorita Halcombe y yo guardamos nuestro secreto. Después de haber descubierto aquel extraordinario parecido yo ya no esperaba que ninguna otra luz aclarase el misterio de la mujer de blanco. En la primera oportunidad que se le presentó, la señorita Halcombe llevó con cautela la conversación a los viejos tiempos e hizo que su hermanastra hablase de su madre y de Anne Catherick. Pero los recuerdos de la señorita Fairlie respecto a la pequeña eran sumamente vagos e imprecisos. Evocaba el parecido entre ella y la alumna favorita de su madre como algo supuestamente existente en el pasado, pero no dijo nada del regalo de los trajes blancos ni de las palabras singulares con que la niña había expresado torpemente su gratitud por ello. Recordaba que Anne había permanecido tan sólo unos meses en Limmeridge, y que luego regresó a su casa de Hampshire, pero no tenía idea de si la madre y la hija volvieron alguna vez a Limmeridge o de si se supo algo de ellas. Las investigaciones de la señorita Halcombe, leyendo las pocas cartas de su madre que quedaban sin revisar, fueron inútiles para disipar la incertidumbre que nos consternaba tanto. Habíamos identificado a la desventurada mujer que yo encontré aquella noche como Anne Catherick, por tanto algo habíamos adelantado relacionando la probable anormalidad y retraso en el cerebro de la pobre niña con su extraña inclinación por vestirse toda de blanco y con su gratitud infantil, que conservó durante todos aquellos años hacia la señora Fairlie, y ahí, por lo que sabíamos, los resultados de nuestra investigación terminaban.

Transcurrieron los días, pasaron las semanas, y las huellas doradas del otoño empezaron a notarse entre el follaje verde de los árboles. ¡Qué tiempos tan apacibles y felices y qué rápidos volaron! Ahora mi historia resbala sobre ellos como ellos resbalaron sobre mí entonces. De todos los tesoros de goces y delicias que derramasteis sobre mi corazón con tanta liberalidad, ¿qué es lo que me queda que tenga interés y valor bastante para apuntarlo en estas páginas? Nada. Tan sólo la más triste de todas las confesiones que pueda hacer un hombre. La confesión de su locura.

Hablar del secreto que descubre esta confesión no requiere esfuerzos, porque de forma indirecta se me había escapado ya en mi anterior relato. Las pobres y débiles palabras que no fueron capaces de describir a la señorita Fairlie han conseguido traicionar las sensaciones que despertó ella en mí. A todos nos sucede lo mismo: nuestras palabras parecen gigantes cuando pueden perjudicarnos y resultan pigmeos cuando intentan prestarnos un buen servicio.

Yo la amaba.

¡Dios mío! ¡Cómo me doy cuenta de toda la tristeza y sarcasmo que se encierran en estas tres palabras! Puedo lanzar un suspiro sobre mi lúgubre confesión como la más emotiva mujer que lea estas líneas y que me compadezca. Puedo reírme con la misma actitud con que el más duro de los hombres la alejaría de sí con desprecio. ¡La amaba! Sentid conmigo o despreciadme, lo confieso con la misma resolución inconmovible del que posee una verdad.

¿No existía disculpa para mí? De seguro que se podría encontrar alguna, teniendo en cuenta las condiciones en las que prestaba mis servicios en Limmeridge.

Las horas de la mañana transcurrían mansamente en la quietud y retraimiento de mi estudio. Tenía bastante trabajo con restaurar los dibujos de mi patrono, labor que ocupaba gratamente a mis ojos y a mis manos mientras que la imaginación quedaba libre para deleitarse con el lujo pernicioso de sus pensamientos desenfrenados. Peligrosa soledad que se prolongaba lo suficiente como para enervarme y no lo bastante para fortalecerme. Peligrosa soledad a la que seguían tardes y noches, día tras día y semana tras semana, que me permitían gozar a mí solo de la compañía de dos mujeres, una de las cuales poseía gracia, inteligencia y una educación refinada, y la otra reunía todo el encanto de la belleza, de la dulzura y sinceridad que pueden conquistar y purificar el corazón de un hombre. No pasó un día de esta peligrosa intimidad del profesor con sus discípulas en el que mis manos no estuvieran muy cerca de las de la señorita Fairlie y mi mejilla no rozase casi con la suya cuando juntos nos inclinábamos sobre su álbum de dibujos. Cuanto más atentamente observaban ellas los movimientos de mis pinceles, más profundamente respiraba yo el perfume de sus cabellos y la fragancia cálida de su aliento. Una parte de mi obligación consistía en vivir bajo la luz de sus ojos, y a veces cuando me inclinaba sobre su seno, tan cerca, temblaba ante la idea de tocarla; otra, sentirla inclinarse sobre mí para ver lo que yo le señalaba, cuando su voz se apagaba para decirme alguna cosa y los lazos de su pamela acariciaban mi rostro llevados por el viento antes de que pudiese retirarlos.

Las veladas que seguían a estas excursiones pictóricas de la tarde variaban, más bien que refrenaban, estas inocentes e inevitables familiaridades. Mi entusiasmo natural por la música, que ella interpretaba con tanta sensibilidad y con tal femenina ternura, y su lógico deseo de devolverme con su arte los placeres que yo le proporcionaba con el mío, formaban otra cadena que nos unía más y más. Los incidentes de la conversación, la simple costumbre que supone una cosa tan sencilla como nuestros sitios en la mesa, las bromas de la señorita Halcombe, que se burlaba siempre de su entusiasmo como alumna y de mi afán por cumplir como maestro, la inofensiva aprobación somnolienta de la pobre señora Vesey con la que nos unía a la señorita Fairlie y a mí en el modelo de jóvenes que jamás la perturbábamos..., cada una de estas nimiedades y otras muchas conseguían envolvernos a los dos en una atmósfera familiar y nos conducían imperceptiblemente al mismo final sin escapatoria.

Debí haber recordado siempre mi posición y haberme mantenido secretamente alerta. Así lo hice, pero cuando ya era demasiado tarde. Toda la discreción, toda la experiencia que me habían asistido cuando se trató de otras mujeres y que me sostuvieron contra diversas tentaciones, me abandonaron frente a ésta. Desde hacía años esto había sido mi profesión: encontrarme en tan estrecho contacto con muchachas jóvenes de distintas edades y más o menos guapas. Yo había aceptado estas situaciones como parte de mi oficio, consiguiendo dejar todos los sentimientos propios de mi edad en los suntuosos vestíbulos de mis patronos con la misma frialdad con que dejaba mi paraguas antes de subir a sus estancias. Aprendí y comprendí hacía mucho tiempo con toda indiferencia y como un hecho consumado, que mi situación en la vida podía considerarse suficiente garantía de que cualquier sentimiento que pudiera despertar en mis alumnas no podía ser más que mero interés, y sabía que se me admitía entre las más bellas y cautivadoras mujeres de la misma manera con que se admite la presencia de un inofensivo animal doméstico. Este provechoso conocimiento me había llegado muy pronto, y me había guiado firme y rectamente por mi angosta senda miserable y estrecha, impidiéndome apartarme nunca de ella, desviarme a la derecha o a la izquierda. Y ahora mi cotizado talismán y mi propia persona estábamos separados por primera vez. Sí, el dominio de mí mismo, que había adquirido con tanto esfuerzo, lo había perdido por completo como si nunca lo hubiera poseído; lo había perdido como lo pierden cada día otros hombres en otras tantas situaciones críticas a las que las mujeres los abocan. Me doy cuenta ahora de que debía haberme controlado desde el principio. Debía haberme preguntado: ¿Por qué en cualquier cuarto de la casa me sentía mejor que si estuviera en mi propio hogar cuando ella entraba, y me parecía tan árido como vacío cuando lo abandonaba? ¿Por qué advertía y recordaba siempre las más insignificantes variaciones en su atavío como nunca había advertido ni recordado las de ninguna otra mujer? ¿Por qué la miraba, la escuchaba y la tocaba (cuando nos dábamos la mano mañana y tarde) como jamás había mirado, escuchado ni tocado a mujer alguna en mi vida? Debí haber escrutado mi propio corazón para descubrir estos brotes nuevos y arrancarlos al nacer. ¿Por qué esta labor tan fácil y sencilla de cuidar de mí mismo me resultaba demasiado trabajosa? La explicación ya está escrita con aquellas tres palabras que me han bastado y sobrado para hacer mi confesión. Yo la amaba.

Pasaron días, transcurrieron semanas, hacía ya casi dos meses de mi llegada a Cumberland. La monotonía deliciosa de la vida que llevábamos a nuestro apacible retiro me arrastraba como una suave corriente arrastra al nadador que descansa sobre sus olas. Todo recuerdo del pasado, todo pensamiento del futuro, toda conciencia de lo falso y desesperado de mi situación callaban dentro de mí, sumergidos en traicionera calma. Las sirenas que cantaban en mi propio corazón habían cerrado mis ojos y mis oídos ante el peligro y yo navegaba a la deriva acercándome a los nefastos escollos. La advertencia que por fin me despertó, que me llenó de conciencia acuciante y acusadora de mi propia debilidad, fue la más clara, sincera y grata puesto que me llegaba silenciosamente de ella.

Fue una noche en que nos despedimos como siempre. Ni aquella vez ni antes había pronunciado una sola palabra que pudiese traicionar mis sentimientos o sorprenderla con la revelación de la verdad. Pero cuando nos volvimos a ver a la mañana siguiente, el cambio que observé en ella me lo dijo todo.

Yo rehuía entonces —y sigo rehuyendo ahora— penetrar en el santuario inviolable de su corazón y dejarlo al descubierto ante los extraños como he dejado el mío. Me limitaré a decir que el momento en que ella adivinó mi secreto fue, y estoy firmemente convencido de ello, el mismo en que ella adivinó el suyo, el momento que le hizo cambiar de la noche a la mañana su actitud frente a mí. Si era demasiado noble para engañar a nadie, también lo era para engañarse a sí misma. Cuando brotó en su corazón la duda que yo había hecho callar en el mío, su sinceridad se impuso y dijo con su habitual lenguaje franco y sencillo: «Lo siento por él y por mí».

Yo no supe entonces comprender esto ni otras cosas que declaraban sus miradas. Pero comprendí muy bien el cambio de su trato, más amable, más dispuesta a complacer mis deseos, y también más distante y triste, buscaba con ansiedad cualquier ocupación en que concentrarse cuando nos quedábamos a solas. Comprendí por qué entonces aquellos labios finos y sensibles sonreían tan poco y como a la fuerza, y por qué aquellos transparentes ojos azules me miraban a veces con la piedad de un ángel y otras con el pasmo inocente de los niños. Pero la transformación de Laura llegaba aún a más. Había frialdad en su mano, una rigidez innatural en su rostro, en todos sus movimientos traslucía un temor permanente y un reproche insistente hacia sí misma. Aquellos no eran los indicios ocultos que podían descubrir en ella o en mí que sentíamos algo en común. El cambio que en ella se había producido conservaba algo de aquella atracción secreta que existía entre nosotros, pero también había en él otra fuerza secreta que empezaba a separarnos.

Lleno de dudas y perplejidades, de una vaga intuición de que con mis propias fuerzas y sin ayuda de nadie debía descubrir algo que se me ocultaba, presté más atención a lo que hacía y decía la señorita Halcombe esperando encontrar una indicación. Dentro de la intimidad en que vivíamos era imposible que se produjesen cambios graves en cualquiera de nosotros sin que los demás los advirtiesen. El cambio de la señorita Fairlie se reflejaba en su hermanastra. Aunque a la señorita Halcombe no se le escapó ni una palabra que indicase que sus sentimientos hacia mí habían cambiado, sus ojos penetrantes me observaban ahora sin cesar. A veces aquellas miradas suyas parecían descubrir una cólera contenida; otras veces, un contenido temor; otras no expresaba nada que yo pudiera comprender. Transcurrió otra semana, en la que a los tres nos envolvió una violencia secreta. Mi situación agravada por el reconocimiento, que se despertaba en mí demasiado tarde, de mi miserable flaqueza y de mi irreflexión, se hacía insoportable.

Sentía que debía cortar de una vez y para siempre aquella opresión en que vivía, pero estaba fuera de mi alcance el decidir la manera de actuar con eficacia o de hablar con oportunidad.

La señorita Halcombe fue quien me libró de aquella situación desesperada y humillante. Sus labios me dijeron la verdad amarga, inesperada y necesaria; su bondad cordial me sostuvo en aquel choque horrible; su sensatez y su valor se impusieron al peor suceso que pudo acontecerme a mí y al resto de los moradores de Limmeridge.

Continúa la historia Vincent Gilmore, procurador de Chancery Lane, Londres

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Escribo estas líneas a petición de mi amigo Walter Hartright. Intento con ellas relatar algunos acontecimientos que afectaron seriamente a los intereses de la señorita Fairlie y que tuvieron lugar poco después que el señor Hartright abandonara Limmeridge.

No tengo la necesidad de decir si mi opinión sanciona o no el hecho de que se descubra tan extraordinaria historia de familia, en la cual mi relato constituye una parte muy importante. El señor Hartright ha asumido esta responsabilidad y las circunstancias que van a exponerse demostrarán que se ha ganado con creces el derecho de hacerlo, si así lo considera oportuno. El plan que él ha trazado para presentar esta historia a los demás de la manera más real y auténtica exige que la vayan contando —en cada etapa sucesiva del curso de los acontecimientos— aquellos que tuvieron participación directa en ellos cuando ocurrieron. El que aparezca yo ahora en el papel de narrador es una consecuencia necesaria de este proyecto. Estuve presente durante la estancia de Sir Percival Glyde en Cumberland, y al menos un resultado importante de su breve visita a la mansión del señor Fairlie fue debido a mi intervención personal. Por tanto, es mi deber añadir estos nuevos eslabones a la cadena de acontecimientos y recogerla en el mismo lugar en que, tan sólo por el momento, la ha soltado el señor Hartright.

Llegué a Limmeridge el viernes 2 de noviembre.

Pensaba permanecer en casa del señor Fairlie hasta la llegada de Sir Percival Glyde. De llegar a fijar la fecha de la boda de Sir Percival con la señorita Fairlie, yo regresaría a Londres con las instrucciones necesarias para ocuparme en seguida de preparar el contrato de matrimonio para la futura esposa.

No tuve el honor de saludar al señor Fairlie el mismo viernes. Desde hacia años era, o se figuraba ser, un enfermo y no se encontró con fuerzas para concederme una entrevista. El primer miembro de la familia que vi fue a la señorita Halcombe. Me recibió en la puerta de la casa, y me presentó al señor Hartright, que vivía en aquella desde hacía algún tiempo.

No vi a la señorita Fairlie hasta muy avanzado el día, a la hora de cenar. No tenía muy buen aspecto y me dio pena advertirlo. Es una criatura encantadora, dulce y amable, tan amistosa y atenta con todos los que la rodean como lo fue su admirable madre, aunque hablando de su físico, es el retrato de su padre. La señora Fairlie tenía ojos y pelo oscuros, y su hija mayor, la señorita Halcombe me la recuerda mucho. La señorita Fairlie tocó aquella noche el piano, pero me pareció que no tan bien como otras veces. Jugamos una partida de whist. Fue una verdadera profanación lo que hicimos de este noble juego. Me hizo muy buen efecto el señor Hartright desde que me lo presentaron, pero pronto descubrí que su comportamiento acusaba las taras naturales de su edad. Hay tres cosas que ninguno de los jóvenes de la presente generación son capaces de hacer. No pueden saborear el vino, no pueden jugar al whist y tampoco pueden decirle un piropo a una dama. El señor Hartright no era una excepción a la regla común. Aparte de esto en esos pocos días y en el poco tiempo que lo traté me pareció un joven modesto y al que poco faltaba para ser un caballero.

Así, pues, transcurrió el viernes. No aludo a los asuntos más importantes que ocuparon ese día mi atención, la carta anónima a la señorita Fairlie, las medidas que juzgué oportuno adoptar cuando me comunicaron lo sucedido y la convicción que tenía de que toda posible explicación de los hechos íbamos a obtenerla sin problemas de Sir Percival, ya que todo se ha expuesto, según creo, en el relato anterior.

El sábado se marchó el señor Hartright antes de que yo bajase a desayunar. La señorita Fairlie no salió de su cuarto en todo el día y me pareció que la señorita Halcombe no estaba muy animada. La casa no era ya lo que fue en tiempo del señor Philip Fairlie y su señora. Me fui a dar un paseo yo solo hasta el mediodía; anduve por lugares que había descubierto cuando estuve en Limmeridge la primera vez, hacía treinta años, para tratar algún asunto de familia. Pero tampoco eran lo que habían sido.

A las dos de la tarde el señor Fairlie me mandó un recado diciendo que se encontraba lo suficientemente bien como para recibirme. El sí que no había cambiado en ningún aspecto desde que le conocí. Su conversación giraba en torno al mismo tema que siempre; él mismo, sus dolencias, sus maravillosas monedas y sus incomparables aguafuertes de Rembrandt. En cuanto pretendí enfocar la conversación hacia el asunto que me había llevado a aquella casa, cerró los ojos y dijo que le «trastornaba». Persistí en trastornarle volviendo una y otra vez sobre el mismo punto. Mas todo lo que pude sacar en claro fue que consideraba el matrimonio de su sobrina como una cosa hecha que su padre había sancionado y que él también sancionaba; que era un matrimonio envidiable y que personalmente estaría encantado cuando terminasen las molestias que ocasionaba aquel asunto. En cuanto a los contratos, podía consultar con su sobrina y luego estudiar todo lo que me pareciese, dado lo bien que yo conocía todos los asuntos de familia, para prepararlo todo y limitar su participación en el asunto a decir su «sí» de tutor en el momento convenido, porque por supuesto apoyaría con infinito placer mis deseos y los de todos los demás. Mientras tanto, yo podía ver cómo estaba, un pobre enfermo condenado a vivir encerrado en su cuarto. ¿Acaso me parecía que quería que le atormentasen? No. Pues entonces, ¿por qué atormentarlo?

Quizá me hubiera asombrado de esta increíble ausencia de responsabilidad e interés por parte del señor Fairlie en su calidad de tutor, si no estuviese tan enterado de los asuntos de la familia como para recordar que el señor Fairlie era un hombre soltero y que la propiedad de Limmeridge sólo le interesaba por cuanto él la habitaba. Así que, tal y como se hallaban las cosas, no salí ni sorprendido ni decepcionado por el resultado de la entrevista. El señor Fairlie simplemente había justificado mis expectativas, sin más.

El domingo fue un día gris dentro y fuera de la casa. Llegó una carta para mí del procurador de Sir Percival Glyde acusando recibo de mi informe y de la copia del anónimo. La señorita Fairlie se reunió con nosotros por la tarde; estaba pálida y desanimada, muy distinta de como era ella siempre. Habló un rato conmigo, y en la conversación me aventuré a mencionar de paso a Sir Percival. Escuchó y no contestó nada. Cuando hablamos de otras cosas seguía muy gustosa la conversación, pero pasó en silencio este tema. Empecé a sospechar que tal vez estaba arrepentida de su compromiso, y tal como les pasa a muchas jóvenes el arrepentimiento llega demasiado tarde.

El lunes llegó Sir Percival Glyde.

Le encontré, tanto en su aspecto como en sus modales, sumamente atractivo. Me pareció algo más viejo de lo que esperaba, su frente se ensanchaba en una calvicie y su rostro parecía rugoso y gastado. Pero sus movimientos eran tan ágiles y su alegría tan contagiosa como los de un muchacho. Saludó a la señorita Halcombe con una cordialidad deliciosa y natural, y cuando le fui presentado se mostró tan desenvuelto y afable que enseguida nos tratamos como viejos amigos. La señorita Fairlie no se hallaba presente cuando llegó, pero entró en el cuarto unos diez minutos después. Sir Percival se levantó y la saludó con elegante distinción. Expresó con ternura y respeto su evidente preocupación al ver el triste cambio que se había producido en el aspecto de la joven y la delicadeza y el recato de su tono, de su voz, de sus palabras, pusieron de manifiesto al mismo tiempo su refinada educación y su buen sentido. A pesar de estas circunstancias vi con sorpresa como la señorita Fairlie continuaba cohibida y violenta en su presencia, y a la primera oportunidad se fue del salón. Sir Percival pareció no darse cuenta ni de su cohibición en el momento de saludarlo, ni de su repentino abandono de nuestra reunión. Mientras estuvo presente no la agobió con sus cumplidos, y cuando salió no turbó a la señorita Halcombe comentando su desaparición. Ni en esta ocasión ni en ninguna otra mientras estuve con él en Limmeridge fallaron ni su tacto, ni su buen gusto.

En cuanto la señorita Fairlie salió del salón él mismo nos evitó el embarazoso deber de empezar a hablar del anónimo, abordando el tema por su propia iniciativa. Volviendo de Hampshire se había detenido en Londres, había visto a su procurador y había leído los documentos que yo envié, poniéndose inmediatamente en camino para Cumberland, ansioso de tranquilizarnos ofreciendo la explicación más rápida y completa que puede formularse con palabras. Al oírlo expresarse en ese sentido le mostré la carta original que conservaba para que él la estudiase. Me dio las gracias y se negó a leerla, diciendo que ya había visto la copia y que deseaba que el original quedase en nuestras manos.

Las aclaraciones que nos dio inmediatamente eran tan claras y satisfactorias como yo había esperado que fuesen.

Nos contó que la señora Catherick le había prestado hacía varios años algunos señalados servicios a él y a otras personas de su familia. Fue doblemente desgraciada por casarse con un hombre que la abandonó y porque su única hija tenía desde muy temprana edad, perturbadas sus facultades mentales. Aunque al casarse se había establecido en una región de Hampshire muy alejada de donde se hallaban las posesiones de Sir Percival Glyde, éste procuró no perderla nunca de vista; sus sentimientos amistosos hacia la pobre mujer, que le guardaba en consideración a los servicios prestados, estaban reforzados en gran medida por la admiración que despertaba en él la paciencia y el valor con que sobrellevaba sus calamidades. Al correr del tiempo, los síntomas de la dolencia mental de su desgraciada hija se agravaron tanto que se hizo necesario someterla a los cuidados de un médico. La misma señora Catherick reconocía aquella necesidad, pero a la vez experimentaba esa repugnancia natural en una persona modesta y respetable ante la idea de recluir a su hija en un manicomio de beneficencia como si fuese una indigente. Sir Percival respetó su prejuicio, como respetaba toda libertad de sentimientos en cualquiera de las clases sociales, y para pagar de algún modo a la señora Catherick la lealtad que había demostrado en otros tiempos hacia él y hacia su familia, resolvió sufragar los gastos de la estancia y tratamiento de su hija en un sanatorio particular y de su confianza. Con gran sentimiento de la madre y de él mismo, la pobre criatura había descubierto la parte que las circunstancias le indujeron a tomar en su reclusión y había concebido, como es lógico, el mayor odio y desconfianza hacia él. El anónimo que había escrito después de su escapada era una consecuencia obvia de este odio y desconfianza de los cuales había dado varias pruebas también mientras estuvo recluida. Si la impresión que la carta anónima causó en la señorita Halcombe o en el señor Gilmore contradecía sus manifestaciones, o si deseaban algunos detalles más del mismo manicomio —nos facilitó sus señas—, así como los nombres de los dos médicos que dieron los certificados necesarios para realizar el ingreso, estaba dispuesto a contestar cualquier pregunta y disipar cualquier duda. Había cumplido con su deber respecto a la infeliz muchacha dando órdenes a su procurador para que no ahorrase ni dinero ni molestias en buscarla y ponerla de nuevo al cuidado de los médicos que la trataban. Ahora sólo deseaba cumplir con su deber respecto a la señorita Fairlie y su familia de la misma manera noble y recta.

Fui el primero en contestar a esta declaración. Veía con claridad la conducta que debía seguir. Una de las grandes perfecciones de la Ley es la de que puede discutir cualquier aseveración humana hecha en cualquier circunstancia y expresada en cualquier forma. Si se hubiesen requerido mis servicios profesionales para presentar un pleito contra Sir Percival, en base a su propia declaración, sin duda alguna hubiera podido conseguirlo. Pero mi deber no era ése; mis funciones eran puramente de orden judicial. Tenía que sopesar la explicación que habíamos escuchado; debía concederle toda la fuerza que le prestaba la intachable reputación del caballero que nos la ofrecía y decidir honradamente si las probabilidades presentadas por el mismo Sir Percival eran francamente favorables o desfavorables. Abrigaba la convicción de que le eran favorables y le declaré honradamente que, a mi parecer, su explicación era plenamente satisfactoria.

La señorita Halcombe, después de mirarme con gravedad, dijo por su parte algunas palabras en el mismo sentido, pero con cierta vacilación que no me pareció muy apropiada en semejantes circunstancias. No puedo afirmar que Sir Percival Glyde se diera cuenta de ello. Mi opinión es que se dio y por eso decidió volver a tratar del asunto, aunque podía, con toda propiedad, darlo por concluido.

—Si esta sincera exposición de los hechos hubiera sido dirigida sólo al señor Gilmore —dijo—, hubiera considerado innecesario volver a insistir en este desagradable asunto. Me atrevo a pensar que el señor Gilmore, como caballero, se fiará de mi palabra y, una vez hecha esta justicia, ha terminado la discusión entre nosotros. Pero mi actitud con respecto a una señorita no es la misma. Le debo (a lo que no hubiera accedido con ningún hombre) una prueba de la autenticidad de mi explicación. Usted no puede solicitar esta prueba, señorita Halcombe, pero es mi deber hacia usted, y más aún hacia la señorita Fairlie, el ofrecerla. ¿Puedo pedirle a usted que escriba ahora mismo a la madre de esa pobre mujer, a la señora Catherick, pidiéndole una confirmación de todo cuanto les he dicho?

Vi que la señorita Halcombe palidecía y parecía turbada. A pesar de la delicadeza con que había expresado su sugerencia Sir Percival, tanto ella como yo comprendimos que estaba contestando con gran comedimiento a la duda que su comportamiento acababa de delatar.

—Espero, Sir Percival, que no me hará la injusticia de pensar que desconfío de usted —dijo con rapidez.

—Por supuesto que no, señorita Halcombe. Hago mi propuesta únicamente por atención a usted. ¿Me perdonará mi obstinación si me atrevo a repetirla?

Diciendo esto fue hacia el escritorio, acercó una silla y abrió el cajón para sacar papel.

—Permítame suplicarle que escriba la carta —insistió—, como un favor personal. No la ocupará más que unos minutos. Sólo tiene que preguntar a la señora Catherick dos cosas. Primera, si su hija ha sido recluida en el sanatorio con su conformidad y conocimiento. Segunda, si yo merezco su gratitud por la parte que he tomado en ello. El señor Gilmore está ya completamente tranquilo respecto a este desdichado asunto..., y usted también lo está. Así que por favor deme a mí ahora esa tranquilidad escribiendo esta nota.

—Me obliga usted a satisfacer su ruego, sir Percival, aunque preferiría denegarlo.

Con estas palabras la señorita Halcombe se levantó de su asiento y fue hacia el escritorio. Sir Percival le dio las gracias, le alargó una pluma y regresó a su sitio junto a la chimenea. Sobre la alfombrilla estaba tendido el galgo italiano de la señorita Fairlie. Sir Percival tendió la mano hacía él y lo llamó con voz apacible.

—Ven aquí, Mina —dijo—; nosotros nos conocemos ¿verdad?

El animalito, tan cobarde y cabezota como suelen serlo los perros favoritos, le miró con furia, se desvió de la mano que se le extendía, se estremeció, dio un ladrido quejumbroso y se ocultó bajo el sofá. Es absurdo pensar que Sir Percival se hubiera desconcertado porque un perro le recibiese de tal manera mas, no obstante, observé que de pronto se retiró hacia la ventana. Quizá era de natural irascible. Si es así, podría comprenderlo. Yo también soy irascible algunas veces.

La señorita Halcombe no tardó en escribir la carta. Cuando terminó se levantó del escritorio y se la alargó a Sir Percival. Este se inclinó, la aceptó, la dobló inmediatamente, sin echar ni una ojeada a su contenido, la selló, escribió las señas y se la devolvió en silencio. En mi vida he visto nada que se hiciera con mayor soltura y gracia.

—¿Insiste usted en que yo envíe esta carta, Sir Percival? —dijo la señorita Halcombe.

—Le suplico que la envíe usted —contestó—. Y ahora que está escrita y sellada permítame que le haga dos o tres últimas preguntas referentes a la desventurada mujer a quien se refiere. He leído la comunicación que el señor Gilmore tuvo la amabilidad de remitir a mi procurador describiendo las circunstancias bajo las cuales habían identificado a la autora del anónimo. Pero hay algunos puntos sobre los que esa nota no dice nada. ¿Anne Catherick vio a la señorita Fairlie?

—Por supuesto que no —dijo la señorita Halcombe.

—¿La vio usted?

—No.

—¿Entonces no vio a nadie de la casa salvo a un cierto señor Hartright que accidentalmente la encontró en el cementerio?

—A nadie más.

—El señor Hartright estaba en Limmeridge como profesor de dibujo, según he oído. ¿Es miembro de una de las sociedades de acuarelistas?

—Creo que sí —contestó la señorita Halcombe.

Calló durante algunos instantes, como si estuviese pensando en estas últimas palabras, y añadió:

—¿Han averiguado ustedes dónde vivía Anne Catherick mientras estuvo aquí?

—Sí, en una granja del páramo que se llama Todd’s Corner.

—Todos tenemos ante esa desgraciada criatura, el deber de seguir su pista —continuó diciendo Sir Percival—. Puede haber dicho en Todd’s Corner algo que nos haga posible encontrarla. Voy a ir allí para ver si consigo averiguar algo. Mientras tanto, señorita Halcombe, como no puedo tratar yo mismo este penoso tema con la señorita Fairlie, ¿sería demasiado pedirle que le diese usted las explicaciones necesarias, no antes, por supuesto, de que llegue la respuesta a la carta?

La señorita Halcombe prometió hacerlo. Le dio las gracias, saludó sonriente y nos dejó para dirigirse a sus habitaciones. Cuando abría la puerta, el galgo cabezota asomó su larga cabeza bajo el sofá, le ladró y le enseñó los dientes.

—Una buena mañana de trabajo, señorita Halcombe —dije en cuanto nos quedamos solos—. Ya hemos terminado con las preocupaciones que nos embargaban.

—Sí —repuso ella—. Sin duda. Me alegro mucho de que esté usted satisfecho.

—¡De que yo esté satisfecho! De seguro que con esa carta en sus manos también lo estará usted.

—Sí... ¿cómo es posible otra cosa? Ya sé que es imposible —siguió diciendo dirigiéndose más a sí misma que a mí— pero estoy a punto de lamentar que Walter Hartright no se hubiese quedado más tiempo para poder presenciar esta explicación y escuchar esta propuesta de escribir la carta.

Quedé un poco sorprendido y... quizá también, un poco irritado por estas últimas palabras.

—Es cierto que los acontecimientos han hecho que el señor Hartright tenga que ver bastante con la historia del anónimo —contesté—, y estoy dispuesto a admitir que en todo momento se ha comportado con gran delicadeza y discreción. Pero no acabo de comprender qué influencia provechosa hubiera podido ejercer su presencia sobre el efecto que hayan podido hacernos a usted o a mí las justificaciones de Sir Percival.

—Era una absurda fantasía —dijo distraída—. No vale la pena hablar de ello. Su experiencia debe ser, y lo es, la mejor guía a que puedo aspirar, señor Gilmore.

No me agradó demasiado ver que dejaba sobre mí el peso de toda la responsabilidad de una taxativa. Si lo hubiese hecho el señor Fairlie no me hubiera sorprendido pero la resuelta e inteligente señorita Halcombe era la última persona de este mundo de la que yo pudiese esperar que soslayara el exponerme su propia opinión.

—Si existe todavía alguna duda que le preocupa —dije—, ¿por qué no me la confiesa en seguida? Dígame francamente, ¿tiene algún motivo para desconfiar de Sir Percival Glyde?

—Ninguno.

—¿Ve usted algo inverosímil o contradictorio en su explicación?

—¿Cómo voy a decir que lo veo después de la prueba de su veracidad que me ha ofrecido? ¿Puede haber otro testimonio más a su favor, señor Gilmore, que el de la misma madre de la mujer?

—Ninguno. Si la contestación de su carta es satisfactoria, yo por lo menos no sé si un amigo de Sir Percival puede exigirle más.

—Entonces vamos a enviar la carta al correo —dijo levantándose para marcharse— y no tratemos más este tema hasta que llegue la respuesta. No dé importancia a mis dudas. No tienen otra justificación sino la de que estos días pasados estuve demasiado preocupada por Laura; y las preocupaciones, señor Gilmore, acaban trastornando a cualquiera por muy fuerte que sea.

Dio la vuelta bruscamente y salió de prisa. Su voz, tan firme de ordinario, tembló al decir estas últimas palabras. Tenía una naturaleza apasionada, vehemente y sensible, mujeres como ella se encuentran una entre diez mil en estos tiempos triviales y superficiales. La conocía desde su niñez, la había visto afrontar, mientras crecía, más de una penosa crisis familiar, y mi larga experiencia me hizo dar importancia a sus vacilaciones en las circunstancias que acabo de describir como no se la hubiera dado a las de ninguna otra mujer en caso semejante. No veía causa alguna para que dudase o se preocupase y, sin embargo, consiguió transmitirme sus dudas y preocupaciones. En mi juventud me hubiera irritado e indignado conmigo mismo por la irrazonable intranquilidad de mi ánimo. Pero los años me habían dado mayor comprensión, lo tomé con filosofía y me fui a dar un paseo.

Continúa la historia con extractos del diario de Marian Halcombe

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Limmeridge, 8 de Noviembre

El señor Gilmore nos abandonó esta mañana. Es evidente que su entrevista con Laura le ha sorprendido y apenado mucho más de lo que él quisiera reconocer. Me chocaron tanto su aspecto y su actitud cuando nos separamos, que temí que ella, sin darse cuenta, hubiera descubierto el auténtico secreto de su depresión y de mi intranquilidad. Esta duda me atormentaba tanto cuando se marchó, que decliné la invitación de pasear a caballo con Sir Percival y fui en vez de ello al cuarto de Laura.