Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Caitlin Crews. Todos los derechos reservados.

UN REINO PARA UN JEQUE, N.º 2188 - octubre 2012

Título original: In Defiance of Duty

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1079-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

BONITA vista.

Kiara no se giró hacia la voz profunda y autoritaria aunque se apoderó de ella y le llegó hasta los huesos haciéndola estremecerse. Sintió que se acercaba antes de que él tomara asiento en la silla situada al lado de la suya. Había una especie de expectación en el aire que la rodeaba, una quietud electrificada, como si todo Sídney guardara silencio ante él. Imaginó aquel modo de andar seguro de sí mismo, el modo en que su morena y poderosa masculinidad hacía girar las cabezas allí donde iba. El modo en que sin duda estaría mirándola fijamente mientras se acercaba.

Pero lo cierto era que le estaba esperando.

–Qué manera tan terrible de iniciar un coqueteo –señaló Kiara con displicencia. Pero no podía evitarlo. Decidió que no le miraría a menos que se lo ganara. Fingiría estar absorta por la visión del mar en el puerto y por el atardecer, no por su aparición–. Sobre todo aquí. Esta vista en particular es muy famosa en el mundo entero.

–Entonces eso debería hacerla más bonita todavía –respondió él con un tono algo humorístico bajo la capa de seducción de su voz–. ¿O eres de los que creen que las vistas se estropean si las contempla demasiada gente?

Kiara estaba sentada en una mesita en la explanada inferior del magnífico edificio de la Ópera de Sídney. El sol había empezado a adquirir unos ricos tonos dorados al lanzar su tenue luz sobre las tranquilas aguas del puerto como si estuviera tentando a los altos rascacielos de la ciudad a apartar la vista del maravilloso espectáculo del atardecer.

Kiara conocía aquella sensación. Y eso que ni siquiera estaba mirando al hombre que tomó asiento a su lado como si fuera el dueño de la silla, de la mesa y de ella misma.

–No trates de cambiar de tema –le dijo con sequedad, como si no estuviera completamente afectada por el poder y el carisma que emanaba–. Eres tú el que ha recitado una vieja y desgastada frase. Yo solo lo he comentado. No creo que eso me convierta en una aburrida.

Kiara sabía instintivamente que su particular belleza masculina sería igual de poderosa si se atrevía a girar la cabeza para mirarle. Podía sentirlo en los nervios del estómago. Así que no lo hizo. Jugueteó con la taza de café que había apurado hacía unos instantes e incluso se tocó las puntas del ondulado cabello castaño claro que llevaba recogido en una coleta. Las manos la traicionaron aunque trató de recostarse en la silla fingiendo que no era consciente de su presencia. Una presencia de pelo negro como la tinta y ojos extrañamente claros, de facciones árabes y cuerpo escultural que ella captó de reojo y que impactó a todos los que estaban en el bar del edificio de la ópera.

Kiara se fijó en el grupo de mujeres maduras que estaban en la mesa de al lado, el modo en el que se giraron para mirarle y cómo se rieron luego comentando en voz baja como colegialas.

–Dime cómo se juega a esto –dijo él tras un instante de silencio–. ¿Tengo que cortejarte con mi ingenio? ¿Apreciando la belleza del lugar? Tal vez podría contarte una serie de mentiras bonitas y convencerte para que vinieras conmigo al hotel. Solo por una noche. Algo anónimo y furtivo. ¿Crees que eso funcionaría?

–No lo sabrás a menos que lo intentes –respondió Kiara conteniendo una mueca cuando unas imágenes carnales le cruzaron la mente–. Aunque creo que, si planteas tus opciones así, con tanta sangre fría, no conseguirás nada. Deberías pensar en términos de seducción, no de hojas de cálculo –sonrió a su pesar, pero siguió mirando hacia delante–. Si no te importa que te dé un consejo.

–Me entusiasma que lo hagas, por supuesto –respondió él con tono frío e irónico.

Sin embargo, Kira sintió llamas de fuego por la piel. Y más profundamente. Se revolvió en el asiento cruzando y recruzando las piernas, lamentando que él ocupara tanto espacio aunque no se hubiera movido.

–Hasta el momento –continuó ella con tono segu ro–, debo decirte que no estoy en absoluto impresionada.

–¿Con la vista? –ahora no ocultó lo más mínimo que se estaba divirtiendo–. Espero que no seas una de esas jóvenes mundanas superficiales que se aburren enseguida de todo lo que les ofrece el mundo.

–¿Y si lo soy?

–Me llevaría una gran decepción.

–Por suerte –respondió Kira con ironía–, no podrías haberte implicado demasiado en algo que hubiera terminado con mentiras y una furtiva visita a un hotel, ¿verdad? Supongo que la desilusión sería menor.

–Pero estoy cautivado –protestó él de un modo que la hizo reírse a su pesar.

–¿Por mi perfil? –Kiara sonrió y sacudió la cabeza–. Es lo único que has visto de mí.

–Tal vez sea tu perfil superpuesto sobre esta famosa vista –sugirió–. Estoy tan impresionado como cualquier turista. Lástima que no haya traído la cámara.

Kiara olvidó que su intención era no mirarle y giró la cabeza.

Fue como mirar al sol. Abrasador. Mareante. Era guapo, de eso no cabía ninguna duda, pero no había nada de delicado en él. Era un ejemplo de ferocidad controlada. Estaba hecho de músculos y de líneas marcadas. Tenía el cabello oscuro, la piel morena y los ojos sorprendentemente azules. Estaba sentado a su lado con aparente naturalidad, pero Kiara no se dejó engañar. Era todo concentración embutida en un cuerpo atlético cubierto con un traje oscuro y camisa blanca como la nieve. Transmitía la sensación de que no había nada en el mundo que no pudiera conseguir con sus manos, desconcertantemente elegantes.

Kiara sintió un escalofrío salvaje.

–Hola –dijo él en voz baja cuando sus miradas se cruzaron. Curvó la boca en una sensual sonrisa–. Esta vista también me gusta.

Kiara forzó un suspiro.

–No eres muy bueno en esto, ¿verdad?

–Al parecer no –sus ojos imposibles, que era una mezcla de azul, verde y gris, brillaron–. Enséñame, por favor. Mi vocación es servir.

Kiara no se rio ahora. No le hizo falta. Fue él quien curvó las comisuras de los labios con arrogancia masculina, como si fuera tan incapaz de imaginarse sirviendo como a ella.

–Podría estar esperando a alguien –Kiara se olvidó de la vista, estaba como hipnotizada por él. Sonrió–. A mi celoso amante, por ejemplo. Si te ve aquí, podría sacar toda su agresividad. Con los puños, por ejemplo.

–Ese es un riesgo que estoy dispuesto a asumir.

No cabía duda del punto de seguridad que encerraba su sonrisa, y Kiara se preguntó qué clase de mujer podía encontrar aquello tan atractivo como le parecía a ella. Sin duda debería avergonzarse, pero no fue así.

–¿Es una amenaza violenta? –le preguntó coqueta–. Eso es muy poco atractivo –mintió entonces.

–Eso es justo lo que pareces, poco atraída –afirmó él sonriendo todavía con más seguridad.

–O tal vez sea una mujer que está sola en la ciudad y busca una aventura –continuó ella con el mismo tono despreocupado–. Pero parece que tú solo quieres hablar de las vistas. O hacer comentarios deprimentes sobre una noche de furtiva y salvaje pasión. Ninguna de las dos cosas me llevaría a tener una cita contigo, ¿verdad?

–¿Estamos hablando de tener una cita? –volvió a curvar los labios–. Creí que esto se trataba de sexo. Sexo imaginativo, o al menos eso espero. No una cita aburrida con flores, caballerosidad y modales educados.

Kiara tardó un instante en recuperar el aliento tras el modo en que pronunció la palabra «sexo», como si fuera un hechizo. ¿Cómo era posible que aquel hombre fuera tan peligroso? ¿Y por qué no podía defenderse contra él?

–La cosa funciona así: tú finges estar interesado en tener una cita conmigo –le informó–. Finges que quieres conocerme mejor. Cuanto más te esfuerces, más romántico parecerá todo. Para mí, quiero decir. Y esa, por supuesto, es la ruta más rápida hacia el sexo frenético en una habitación de hotel –Kiara se encogió de hombros como si aquel asunto no fuera con ella.

–¿Y no puedo sugerir directamente sexo frenético? –le preguntó él como si estuviera muy sorprendido. Pero el brillo indulgente de sus ojos indicaba otra cosa–. ¿Estás segura?

–Solo si tienes pensado pagar por ello –Kiara sonrió–. Eso es perfectamente legal aquí. Y no, invitarme a mí a una copa no es lo mismo.

–En tu país hay demasiadas normas –dijo con voz pausada mientras su mirada adquiría un brillo más salvaje–. El mío es mucho más… directo.

Kiara sintió el modo en que la miró, el fuego que la recorrió como una caricia, haciéndole desear estar vestida de una manera más provocativa. Haciéndola desear desnudar la piel ante su mirada. La chaqueta negra que llevaba sobre la sudadera también negra, los vaqueros oscuros y las botas le resultaron de pronto opresores.

Deseó poder quitarse todo y lanzarlo al mar. Se preguntó qué tenía aquel hombre para despertar semejante deseo en ella.

Pero ya lo sabía.

–¿Directo? –repitió sintiendo el fuerte tirón de aquel rostro, de aquellos ojos. Deseaba acercarse más a su perversa boca. Quería algo más de lo que era deseable estando allí en público. Durante un instante se olvidó del juego y de sí misma por completo.

–Si quiero algo –aseguró él con voz pausada y acaramelada–, lo tomo.

Kiara sintió su voz dentro de ella, eléctrica y abrumadora. Durante un instante solo pudo limitarse a mirarle y se quedó atrapada en su mirada como si la hubiera hecho prisionera.

–Entonces supongo que debo considerarme afortunada de no estar en tu país –dijo tras un instante, sorprendida de que le sonara tan firme y tan segura la voz–. Esto es Australia. Me temo que somos bastante civilizados.

–Todos los habitantes de los países nuevos sois iguales –aseguró él con un tono que parecía una caricia–. Tan desenvueltos, presumiendo siempre de lo civilizados que sois. Pero tenéis un pasado vergonzoso, ¿no es así? Y surge desde el interior dejando al descubierto la mentira de esas fachadas cuidadosamente arre gladas.

Kiara se dio cuenta de dos cosas al mismo tiempo. La primera era que podría estar escuchándole eternamente hablar. Sobre países, sobre pasados, sobre lo que quisiera. Su voz despertaba algo en su interior, algo indefenso y seductor que la dejaba sin aliento y la hacía centrarse en él de tal modo que, si el mundo se caía en pedazos, no se daría cuenta. Como no se había dado cuenta de que el sol había desaparecido por completo en el horizonte dando paso a la oscura y dulce noche de Sídney. Lo único que podía ver era a él.

Y la segunda cosa que había descubierto era que se moriría si no le tocaba.

–Por muy fascinantes que sean tus teorías sobre los países jóvenes y su vergonzoso pasado –dijo en voz baja manteniéndole la mirada–, creo que prefiero pasar de toda esta charla inútil y desnudarme. ¿Qué te parece?

Él volvió a sonreír y Kiara se estremeció de la cabeza a los pies. Él le tomó la mano y se la llevó a la boca. Fue un beso delicado, un gesto de caballerosidad pensado para la gente que les rodeaba, pero Kiara lo sintió como una promesa.

–Nada me gustaría más –dijo él con los ojos brillantes–. Pero me temo que he quedado con mi esposa para cenar. Siento desilusionarte.

–Estoy segura de que lo entenderá –Kiara jugueteó con sus dedos–. ¿Quién querría interponerse en el camino del sexo acrobático e inventivo?

–Es muy celosa –él sacudió la cabeza con pesadumbre–. Es como una enfermedad… ¡ay! ¿Me has mordido?

–No actúes como si no te gustara –era un desafío.

Él le soltó la mano pero se acercó más y le tiró suavemente de la coleta, echándole la cabeza hacia atrás para obligarla a mirarle a los ojos.

–Tal vez pueda arriesgarme a sufrir un arrebato de celos de mi esposa –murmuró.

Se acercó todavía más hasta que sus rostros estuvieron a escasos centímetros.

–Creo que podrás soportarlo –aseguró Kiara.

Entonces salvó la distancia que les separaba y le besó.

El jeque Azrin bin Zayed al-Din, príncipe de Khatan, pensó encantado que su esposa siempre le resultaba exquisita.

Tenía los labios suaves y dulces, indicativo de la pasión a la que no podían sucumbir en público. Lo que resultaba tan frustrante como delicioso.

Quería algo más que probarla después de dos semanas separados. Quería tomarla con una ferocidad que podría haberle sorprendido tras cinco años de matrimonio si no fuera porque estaba acostumbrado a desearla siempre con ardor.

Un ardor por el que no se podía dejar llevar en aquel momento.

Se apartó y trató de controlar la dureza que formaba parte de su naturaleza, sobre todo en lo que a su mujer se refería, y sonrió al observar su expresión de asombro, como si hubiera olvidado dónde estaban. Azrin podría pasarse la vida mirándola. Le encantaba su hermoso rostro ovalado con la delicada nariz y aquella boca decadente que fue lo primero en lo que se fijó. El cabello era una mezcla de dorados y marrones que le caía por los hombros en delicadas ondas. A menos que, como aquella noche, hubiera optado por recogérselo. Parecía más alta de lo que en realidad era. Tenía el cuerpo firme y tonificado por años de ejercicio y trabajo duro y tendía a vestirse de manera conservadora, como correspondía a su posición, aunque con un punto pícaro.

–Si me hubieras hablado así cuando nos conocimos –dijo retándola–, no creo que hubiera ido detrás de ti. Demasiado audaz e irrespetuoso.

Kiara puso los ojos en blanco, tal y como él esperaba.

–Te hablé de este mismo modo –replicó sonriendo–. Y te encantó.

–Es verdad –Azrin se puso de pie y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

Ella se la sostuvo durante demasiado tiempo, como si quisiera aferrarse a aquel contacto. Azrin sintió el tirón en lo más profundo de su interior. La deseaba. Quería lamer cada centímetro de su piel, volver a reconocerla como si las dos semanas que habían estado separados pudieran haberla cambiado. Quería averiguarlo por sí mismo. Con la boca y con las manos.

Kiara se acurrucó a su lado mientras caminaban por la explanada hacia el impresionante grupo de edificios de Sídney, donde se encontraba el ático que podía considerarse lo más parecido a una primera residencia para dos personas que viajaban tanto como ellos.

Le pasó el brazo por los delicados hombros y se contentó con el beso que le dio en la coronilla. El cabello le olía a sol y a flores, pero no podía tocarla como él quería.

Al menos en aquel momento y en aquel lugar.

Nada de demostraciones públicas de afecto para el príncipe de Khatan y su princesa, que provocaba escándalo solo por el hecho de haber nacido en un país extranjero. Azrin conocía las normas. No podía haber nada que sugiriera que no se tomaba en serio el rígido código moral de su país. No podía haber pruebas de que la pasión entre Azrin y la princesa seguía siendo tan intensa que había días en los que incluso no salían de la cama. Confiaba en que aquella noche llevara directamente a uno de aquellos días aunque sabía que había muchas cosas que hacer ahora, muchos detalles de los que ocuparse y poco tiempo para…

Debería contárselo. Inmediatamente. Sabía que debía hacerlo, no tenía excusas para esperar. Pero una parte de él se negaba a aceptar lo que estaba sucedien do.

Solo quería una noche, nada más. La última noche de la vida que ambos habían disfrutado durante tanto tiempo que Azrin había llegado a creer que era otra persona. ¿Qué significaba una noche más?

–Te he echado de menos, Azrin –susurró Kiara apretándose contra su cuerpo mientras caminaban–. Dos semanas es mucho tiempo.

–No ha habido más remedio –Azrin trató de sonreír.

Estaría encantado de dejar atrás aquella parte de su vida, pensó mientras se dirigían hacia el bonito puerto de Sídney para disfrutar de la agradable noche, los restaurantes y las vistas.

Estaría más que encantado de vivir sin aquellas semanas de separación que ellos trataban de mantener en diez días o menos. La interminable rueda de viajes internacionales a esta o aquella ciudad por todos los rincones del globo para robar un día, una noche o incluso una tarde juntos. Encontrándose con su mujer en hoteles que se convertían en intercambiables en ciudades en las que no tenían casa, y sin darse apenas cuenta de en qué casa estaban cuando estaban en alguna. Nueva York, Singapur, Tokio, París, la capital de su propio país, Arjat an-Nahr. Siempre teniendo que planear ver a su mujer según las exigencias de sus agendas.

No echaría de menos en absoluto aquella parte de su vida. Se dijo que todo valdría la pena con tal de acabar con aquello. Al menos ahora estarían juntos. Sin duda eso era lo importante.

–No deberías haberte quedado tanto tiempo en Arjat an-Nahr –le estaba diciendo Kiara con tono juguetón–. Me siento tentada a creer que te importa más tu país que tu pobre y abandonada esposa.

Azrin sabía que estaba bromeando. Por supuesto que sí. Pero aquella noche le molestó. Sugería cosas respecto a su futuro que él no quería oír. Que no podía aceptar ni aunque fuera en tono humorístico.

–Algún día seré rey –le recordó–. Entonces todo pasará a un segundo plano, Kiara. Incluso tú.

Y él, por supuesto. Especialmente él.

Ella alzó la vista para mirarle con aquellos maravillosos ojos marrones que se deslizaron por su rostro en la oscuridad. Azrin sabía que le conocía muy bien y se preguntó qué estaba viendo. La verdad no, por supuesto. Ni ella podría averiguarla con una mirada escrutadora. Nadie sabía la verdad excepto los médicos de su padre, su madre y él mismo.

–Sé con quién me casé –le dijo Kiara con dulzura.

Pero Azrin no estaba tan seguro de ello. Entonces ella sonrió y volvió a adquirir un tono ligero de nuevo, animándole a seguirla hacia aguas más superficiales.

–Después de todo, siempre te tomas muchas molestias para recordármelo.

Azrin se dijo que solo era un cambio. Todo cambiaba, incluso ellos mismos. No era ni bueno ni malo, era la naturaleza de las cosas.

Y siempre había sabido que aquel día llegaría. ¿A quién había querido engañar durante los últimos cinco años?

–¿Te refieres a que te he pedido que mantengas la voz baja mientras finges que soy un desconocido seguro de sí mismo que está ligando contigo en un bar para que los periódicos no compartan este juego tuyo con el mundo entero? –no podía mostrarse muy duro, sobre todo cuando aquellos ojos marrones tan cálidos parecían conectarse directamente con su sexo. Y con su corazón–. ¿Eso es tomarse molestias, Kiara, o tiene que ver con la preservación de la intimidad?

–Sí, mi señor –murmuró ella fingiendo obediencia. Incluso inclinó la cabeza en señal de falso respeto–. Lo que usted diga, mi señor.

La también fingida mueca de exasperación de Azrin la llevó a soltar una carcajada, y sintió que aquella música le atravesaba como un rayo.

No podía arrepentirse de aquellos últimos cinco años.

Siempre se había tomado su deber como príncipe heredero tan en serio como su posición de director ejecutivo en el Fondo de Inversión del gobierno de Khatan, uno de los más importantes del mundo. Kiara estaba dedicada en cuerpo y alma a su papel de vicepresidenta de los famosos viñedos de su familia en el sur de Australia, un trabajo que la llevaba a viajar por todo el mundo y que la hacía estar tan ocupada como él. El suyo siempre había sido un matrimonio moderno, el primero en la historia de su familia.

Azrin había supuesto una apuesta por el futuro en su país, tanto si quería como si no. Nadie le había preguntado su opinión al respecto. Sus sentimientos eran irrelevantes y él lo sabía. Mientras su padre estaba orgullosamente atado a las antiguas tradiciones, se suponía que Azrin representaba el nacimiento de la edad moderna en el viejo mundo de Khatan, aquella isla pequeña y rica en petróleo situada en el Golfo Pérsico.

Siempre había sabido que cuando accediera al trono se esperaría de él que llevara a su país hacia la nueva era, algo que su padre no había podido o no había querido hacer. Se suponía que debía liderar a su pueblo hacia un futuro más libre e independiente sin el baño de sangre y los conflictos que habían vivido algunos de sus países vecinos.

Y Kiara había sido un primer paso en esa dirección, aunque él no la había visto bajo aquella perspectiva cuando la conoció. Era una mujer occidental del siglo XXI en todos los aspectos, independiente y ambiciosa, la cuarta generación de una familia de vinicultores australianos y con una carrera impresionante por derecho propio. Casarse con ella había supuesto comprometerse con un futuro muy distinto al de la vieja escuela de las tres esposas tradicionales de su padre.

Azrin y Kiara eran considerados la imagen del nuevo Khatan. Eso no cambiaría ahora, solo se analizaría y se criticaría más. Se especularía más sobre ellos. Se les examinaría con lupa. Su matrimonio dejaría de ser solo suyo, se convertiría en dominio público igual que el resto de su vida. Era inevitable.

Azrin siempre había sabido que aquel día llegaría, pero no esperaba que fuera tan pronto.

–¿Dónde tienes la cabeza en este momento? –le preguntó Kiara deteniéndose y obligándole a él a detenerse también–. Estás muy lejos de aquí.

El muelle de Sídney estaba rebosante de transbordadores y usuarios que regresaban a casa después del trabajo, grupos de turistas y clientes de los restaurantes que habían salido a cenar.

–Sigo todavía en Khatan –reconoció Azrin. Y era cierto. Le tomó la mano en la suya y entrelazaron los dedos antes de ponerse en marcha otra vez. Azrin la guió hacia la zona de puestos y artistas callejeros–. Pero preferiría estar dentro de ti. Contigo desnuda. Creo que has sugerido algo así antes, ¿verdad?

–Así es –aseguró Kiara con tono despreocupado–. Creí que lo habías olvidado, mi señor.

–Nunca olvido nada que tenga que ver con tu cuerpo desnudo, Kiara –aseguró él en voz baja–. Créeme.

Azrin se dio cuenta de que no estaba preparado, pero debía estarlo. Lo que él quisiera, lo que sentía, ya no importaba. Lo que importaba era quién era y por tanto en quién iba a convertirse. Tenía que aprender a guardarse para sí sus deseos y sus sentimientos como había hecho durante muchos años antes de conocer a Kiara. Había sido muy egoísta por su parte pasar aquellos últimos cinco años fingiendo que podría ser de otra manera.

Le abrió a Kiara la puerta del largo coche negro que les aguardaba en la acera y luego tomó asiento a su lado. Aunque eran príncipes, un jeque real y su esposa legítima, habían pasado varios años comportándose como cualquier otra pareja poderosa del mundo. Creían en sí mismos, pensó Azrin. Desde luego él sí.

El príncipe y la princesa de Khatan eran accesibles. Normales. Trabajaban mucho y no podían verse tanto como les gustaría. La suya no era una historia de harenes y exotismo, excesos reales y la vida absurda de los privilegiados. Eran una pareja muy trabajadora que trataba de hacer las cosas lo mejor posible cada día. Como cualquier otra.

Pero no eran como cualquier otra pareja y nunca lo serían.

No eran una pareja normal. Habían estado fingiendo que lo eran, se dijo Azrin con pesar.

Él sería rey. Ella su reina. Había más expectativas en los papeles que iban a representar a partir de ahora que en los que habían estado ejerciendo durante todo aquel tiempo. Todo cambiaba, se repitió. Todo el mundo cambiaba.

Pero no aquella noche.

Capítulo 2

K