Cover

Illustration

Miguel Pajares es antropólogo social y presidente de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado. Su primera novela, Cautivas, publicada en el año 2013, fue finalista al Premio Nadal en su 68.ª edición y al premio a la mejor primera novela de género negro en la Semana Negra de Gijón de 2014. El tema que en ella abordó fue la trata de mujeres. Con su segunda novela, La luz del estallido, continuó cultivando el género negro de denuncia social, adentrándose esta vez en el racismo más extremo. Ha escrito varios libros de ensayo y numerosos artículos. El primero de sus libros, La inmigración en España, se publicó en 1998, y después le siguieron otros ocho títulos, centrados en temas como la lucha contra el racismo, la inmigración, el asilo y los derechos humanos. En los veinticinco años que lleva trabajando sobre esos temas, ha sido asesor o miembro de distintas instituciones, como el Foro para la Integración Social de los Inmigrantes, el Comité Económico y Social Europeo, o el Sistema de Observación Permanente de las Migraciones de la OCDE.

La misteriosa muerte de la prestigiosa activista norteamericana Susan Moore en aguas del puerto de Barcelona desencadenará una investigación que llevará al policía Samuel Montcada a recorrer medio mundo con el fin de desenmascarar un crimen global que va más allá del asesinato.

Sin embargo, la muerte de Susan Moore no es más que la punta del iceberg de una trama mundial llevada a cabo por organizaciones de reconocido prestigio que, disfrazadas con sus políticas de ayuda al Tercer Mundo, no solo perjudican al desarrollo, sino que crean desequilibrios socioeconómicos para beneficio de unos pocos.

Con la ayuda de un economista, un exagente de la CIA y una policía guatemalteca, Montcada irá desvelando al lector una realidad política, económica y social de muchos países en desarrollo, que a medida que avance el libro lo harán estremecer.

Y es que Miguel Pajares, una vez más, nos conduce por un complejo laberinto de instituciones y Gobiernos que están detrás de crímenes en masa de los que, sin saberlo, muchas veces acabamos siendo cómplices.

CRÍMENES DE HAMBRE

Miguel Pajares

Illustration

Primera edición: septiembre del 2018

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Miguel Pajares, 2018

© de la presente edición, 2018, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño de portada: Ernest Mateu

ISBN: 978-84-17077-61-7

Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Mientras el dolor no os abrase las entrañas,
mientras un día de hambre y abandono —siquiera un día—
no os haya devuelto a la vasta humanidad, no la comprenderéis.

RAFAEL BARRETT

Primera parte

LAS DENUNCIAS DE SUSAN MOORE

1

Cada vez que hacía este recorrido, el camino le parecía más intransitable.

Quizás la furgoneta era demasiado vieja.

O acaso se acumulaban nuevas piedras en el terreno. Inexplicablemente, ya que hacía meses que no llovía y tampoco podía decirse que pasaran muchos vehículos por allí como para cambiar las piedras de sitio. De hecho, el mayor temor de Mónica Juárez era que se le averiase la furgoneta y no pudiera pedir socorro a nadie.

Aunque hoy lo malo era el calor. Debió de haber salido más temprano, pensó, porque eran ya las doce del mediodía y aún le quedaba al menos una hora para llegar. El camino de vuelta lo haría cuando se hubiese puesto el sol; no se quedaría a dormir en casa de Valeria, aunque ella insistiera.

Una de esas piedras fortuitas provocó un bote de la furgoneta y se golpeó con la cabeza en el techo. «¡Viejo cacharro! ¡Mierda de amortiguadores!», maldijo en voz alta. Se detuvo a descansar y salió del vehículo con la botella de agua en la mano. Bebió, se echó un poco por el cuello y dejó que su vista se perdiera en el horizonte. Desde el montículo en el que estaba, se veía una amplia extensión de tierras áridas y cuarteadas; pobladas en algunas zonas por tallos secos de maíz que descansaban sobre el suelo, unos tumbados, otros ladeados, cuales víctimas de una batalla. La lluvia no llegaría hasta junio. Mayo, con un poco de suerte. Valeria y su familia no podrían aguantar los meses que aún faltaban para la próxima cosecha. Ni ellos ni todos los demás que vivían en el poblado. Sabía las escenas que la esperaban al llegar. Y, de hecho, hoy hubiera preferido no hacer este viaje. Pero Yolanda había insistido: la semana próxima viajaba a Nueva York y quería llevarse todos los documentos.

Mónica subió a la furgoneta y reinició la marcha. Más piedras; más subidas y bajadas por montículos que parecían estar ahí solo para hacer difícil el camino; más tierras baldías… Corredor Seco, naturalmente.

Un poco molida por el último tramo ascendente, el más irregular de todos, divisó los postes que le anunciaban que había llegado. Unos postes inclinados que amenazaban con desmoronarse en cualquier momento y que aguantaban decenas de cables, de los que, a buen seguro, ninguno llevaba electricidad. Enseguida vio las primeras chabolas y a cuatro niños con escasos harapos que se entretenían arrastrando un destartalado coche de juguete en el que uno de ellos estaba sentado. Avanzó por lo que podía considerarse una calle, dado que tenía casas y chabolas a los lados, y le sorprendió no ver adultos por allí. Solo algunos niños más. Hasta que, en un giro, vio al fondo un numeroso grupo de gente en torno a una casa.

Le dio un vuelco el corazón.

La niña.

La niña de María. De Pedro y María.

Se acercó un poco más, detuvo la furgoneta, se bajó y siguió caminando.

Comenzó a saludar a hombres y mujeres, mencionando sus nombres. Los hombres le respondían al saludo de forma casi inaudible. Ellas, un poco más alto: «Hermana», «Bienvenida, hermana»… Todos con un respetuoso movimiento de cabeza.

Mientras se acercaba a la puerta de la casa, los que había por allí se apartaban para hacerle paso. Era igual de bajita que ellos, vestía unos pantalones y una camiseta casi tan ajada como la ropa que vestían ellos, tenía las mismas arrugas en el rostro y el mismo color de piel tostada por el sol que ellos, estaba casi tan cansada de vivir como ellos, pero ella era la hermana Mónica, y contaba con su devoción.

En la habitación había poca luz y sus ojos necesitaron unos instantes para adaptarse a la penumbra. Unas quince personas se encontraban de pie. María estaba sentada, con Valeria a su lado agarrándole las dos manos.

La niña reposaba sobre la cama.

Pálida. Descarnada. Pero, aun así, bella. Al menos, más bella que el último día que vino Mónica al poblado, hacía poco menos de un mes. Y, sin duda, mejor vestida de lo que había estado nunca.

Se acercó a ella, le acarició su fría cara, le puso sobre el pecho el crucifijo que acababa de descolgarse del cuello y se agachó para besarle la frente.

Fue como una señal para que varios de los presentes rompieran a llorar. Especialmente, María.

Mónica lo entendió como un desahogo colectivo. Al fin y al cabo, esto era lo más parecido a una extremaunción que podía recibir la niña. Aquí no vendría ningún sacerdote. Como tampoco habría venido ningún médico.

María se levantó para recibir el abrazo de Mónica. Esta la estrechó contra su pecho, pero después la condujo de nuevo a la silla. Allí se agachó ante ella, le agarró las manos, como antes había hecho Valeria, y le habló. Le habló de esperanza y le habló del Cielo, pese a que sabía que el Cielo quedaba muy lejos para María, después de haber perdido también a sus otros dos hijos. Sus propias palabras se cruzaban con otras que le pasaban por la mente, tales como justicia e incluso venganza, palabras que no podía decirle a María, ni a ninguna otra persona del poblado, porque la justicia y la venganza estaban a años luz del alcance de esta gente.

Después buscó con la mirada a Pedro y lo encontró encogido en un rincón de la habitación. Se acercó a él.

—Hiciste lo que pudiste, Pedro.

—No.

—Sí, los dos lo hicisteis.

—Era la única que nos quedaba. Debí llevarla la semana pasada al hospital para que nos dijeran lo que tenía. Pero pareció que mejoraba y…

«Para que nos dijeran lo que tenía», repitió Mónica para sí. No se necesitaba ningún médico para saber lo que tenía la niña:

Hambre.

Como muchos otros niños del poblado. Como la mayoría de la gente de los poblados cercanos. Como tantos miles de los habitantes del Corredor Seco.

Hambre que mata.

Mónica Juárez pasó la noche en la casa de María y Pedro. Les habló durante horas, unos ratos en español y otros en quekchí, pero con el alba se tumbó para dormir un par de horas. Después se despidió de ellos y se fue a visitar a Valeria. Otra mujer que había perdido dos hijos, aunque de eso hacía más tiempo.

—He traído los papeles para que les pongas tu huella. Pero antes me gustaría leértelos.

—No hace falta.

No hacía falta, efectivamente. Mónica se había limitado a escribir lo que Valeria le había explicado: cómo había sucedido todo. Pero, aun así, se los leyó, porque cabía la posibilidad de que la historia de Valeria se hubiera mezclado con las de otras familias en las notas de Mónica y que hubiera errores en el escrito. Después de todo, la de Valeria era la historia número ochenta y siete.

Después del entierro de la niña, Mónica se fue con su vieja furgoneta, llevándose los papeles firmados por Valeria, pero dejando en aquel pequeño pueblo un trozo de su alma, como lo había dejado en tantos otros sitios. Volvía a viajar a pleno sol, pero no podía demorar más la marcha, porque Yolanda esperaba esos papeles.

Mientras descendía por el camino, y veía aquel valle seco, inmenso, inmensamente muerto, volvió a pensar en lo que ahora hubieran podido estar viendo sus ojos: un valle verde, lleno de altos tallos de maíz, con huertas alternando con los campos de cereales, con granjas en las zonas cercanas a los pueblos… Todo estaba preparado. Los ingenieros habían dicho dónde había que hacer los pozos, los planos para canalizar agua del río Negro estaban hechos, los proyectos también, las oenegés que participaban habían acabado el diseño de todas las acciones, la venta de las tierras al proyecto estaba apalabrada, la ubicación de las escuelas y los hospitales estaba fijada, se sabía el coste de todas y cada una de las cosas que había que hacer… Decenas de miles de personas tenían, al fin, una vida por delante. Una vida digna. Sin hambre.

Pero pasó aquello.

Y todo volvió a ser como siempre.

No le gustaba pensar en eso, pero era imposible evitarlo cada vez que realizaba este trayecto.

El camino pedregoso dio paso a otro en mucho mejor estado y la furgoneta pudo adquirir más velocidad. También el paisaje cambió. Una enorme plantación de palma llegaba, por ambos lados del camino, hasta donde alcanzaba la vista. Aquello sí estaba irrigado, pero aquellas plantas solo servían para alimentar a los coches, no a las personas. Como las plantaciones que ella sabía que vería un poco más adelante de caña de azúcar, también destinadas a la fabricación de combustible.

Pero tampoco en esto quería pensar ahora.

Prefería pensar en lo que Yolanda Ramos iba a hacer con los papeles que ella llevaba meses proporcionándole. ¡Por fin toda esa documentación se ponía en marcha! Las palabras justicia y venganza volvían a su mente. Pero qué difícil era que todo saliera bien. Se enfrentaban a fuerzas demasiado poderosas.

Así llegó a las carreteras asfaltadas y finalmente a las afueras de la ciudad. Se desvió para coger una calle sin asfaltar que llevaba a la vivienda de Yolanda, una vieja casa de campo que ahora ya no estaba en el campo, porque la urbanización había llegado hasta sus aledaños. Aparcó en un llano al que daba la casa de Yolanda y otras dos cercanas.

Yolanda Ramos la recibió con un abrazo. Una vez más, Mónica se preguntó cómo podían ser tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo. Físicamente eran bien distintas: Yolanda era alta, delgada y guapa, mientras que Mónica era lo contrario de todo eso y además le llevaba veinte años. Yolanda vestía de forma elegante, y siempre, fuera la hora que fuese, iba bien arreglada y con un moderado toque de maquillaje, mientras que Mónica no podía ser más descuidada con sus formas de ataviarse, y lo de maquillarse jamás se le había pasado por la cabeza. Yolanda era abogada y atea recalcitrante, mientras que Mónica era monja. No podían ser más dispares. Pero nunca había sentido con ninguna otra persona una comunión de ideas e intereses como la que sentía con Yolanda. Llevaban años trabajando juntas en distintos proyectos y se conocían y se querían como si fueran hermanas.

Después de leer los papeles que Mónica le entregó, Yolanda dijo:

—Vamos a llevarlos a la cuadra, que ahora los guardo allí.

—¿En la cuadra?

—Sí… —La abogada dudó—. Es que estos últimos días he visto unos hombres… Bueno, será una tontería mía, pero creo que vigilaban la casa.

—¡Ay, Dios! A ver si van a robarnos los papeles, pues.

—Tranquila. Están bien guardados. Ahora lo verás.

La cuadra era una construcción tan vieja como la casa pero en mucho peor estado, que se encontraba a unos quince metros de la vivienda. Estaba llena de trastos inservibles, herramientas, aperos en desuso y, sobre todo, polvo. Yolanda abrió una trampilla que se hallaba debajo de lo que alguna vez fue el comedero de los animales y extrajo una caja de madera, de unos veinte centímetros de alta y algo así como medio metro cuadrado de superficie. Contenía todos los documentos preparados por las dos mujeres y perfectamente ordenados.

Cuando iba a cerrarla de nuevo, con los papeles traídos por Mónica dentro, Yolanda dijo:

—Ah, espera, que los que me diste la semana pasada los tengo aún en casa. Voy a por ellos.

Mónica se entretuvo observando la colocación de los documentos dentro de la caja. No cabía duda de que Yolanda era una persona metódica. Otra diferencia con ella misma.

De pronto oyó el ruido de un coche que se aproximaba a gran velocidad y finalmente frenaba derrapando delante de la casa. Ella se dirigió a la puerta de la cuadra para ver quién osaba llegar con tanto alboroto, pero antes de abrirla, oyó voces de hombres, y lo que hizo fue mirar por un ventanuco.

Lo que vio la dejó atónita. Eran tres hombres y estaban armados. El más alto parecía gringo. Lo era, porque enseguida comenzó a dar órdenes a los otros dos y, aunque lo hacía en español, su acento era claramente norteamericano. A uno, al que llamó Nájera, le dijo que se quedara vigilando donde estaba y al otro que entrara con él en la casa.

A Mónica comenzó a golpearle el corazón en el pecho con fuerza y su primera intención fue gritar para avisar a Yolanda, pero de inmediato se dio cuenta de que eso sería completamente inútil. La casa de su amiga no tenía puerta trasera y, por tanto, no había escapatoria para ella. Además, lo más probable era que esos hombres vinieran a por los documentos, de modo que lo mejor que podía hacer era esconderlos de nuevo sin perder ni un segundo. Con esta determinación, se volvió hacia la caja de madera que los contenía, la cerró y la metió bajo la trampilla. Y justo cuando acababa de hacerlo, oyó algo que la dejó paralizada de terror:

Una ráfaga de metralleta.

¡¿Habían matado a Yolanda?!

Se sobrepuso como pudo y volvió al ventanuco. A tiempo para ver salir a los dos hombres de la casa.

—La monja no está —gritó el gringo—. Hay que buscarla. Su furgoneta sigue aquí, de modo que no puede andar muy lejos.

Uno se metió en la furgoneta y los otros dos se fueron hacia la parte de atrás de la casa. Eso le daba a Mónica unos segundos, pero no tardarían en fijarse en la cuadra y venir hacia ella. Una parte de su cerebro le dijo que tenía que hacer algo rápidamente, pues, de lo contrario, esos hombres la matarían también a ella, como a buen seguro habían hecho con Yolanda. Pero la otra parte se negaba a reaccionar. Estaba abatida, le faltaba la respiración, las piernas casi no la sostenían y las lágrimas le nublaban la vista. ¿Qué era su vida sin Yolanda? ¿De dónde sacaría las fuerzas para seguir con la lucha que tantos años llevaban desarrollando juntas? Yolanda, su mejor amiga, su hermana, su hija… La abogada lo había sido casi todo para ella. Se enjugó las lágrimas y miró de nuevo por el ventanuco, hacia la puerta abierta de la casa, con la esperanza que sabía ilusoria de ver aparecer a Yolanda. Su juicio le decía que no iba a aparecer, porque la habían asesinado, pero su ánimo le impedía apartar la vista de aquella puerta, porque el deseo de verla era más fuerte que el de seguir con vida. Y porque carecía de la energía necesaria para hacer ninguna otra cosa.

Sin embargo, vio asomar de nuevo al gringo que llevaba la metralleta, y lo vio cómo miraba hacia la cuadra y comenzaba a caminar en dirección a ella.

Mónica se apartó del ventanuco y apoyó la espalda en la puerta. Solo le quedaban unos segundos de vida. ¿Qué iba a hacer, dejar que la mataran sin más? ¿Sin ni siquiera haber intentado averiguar quiénes eran los asesinos de Yolanda? ¿Sin tratar de poner los documentos en manos de la abogada de Nueva York que estaba esperándolos? ¿No había sido una luchadora durante toda su vida?

La visión de otra ventana en la pared opuesta pareció devolverle algunas fuerzas y un poco de lucidez. Se lanzó hacia ella, la saltó y salió corriendo hacia el edificio que vio más próximo. Lo bordeó para desaparecer lo antes posible de la vista del gringo, y acabó zigzagueando por las calles del barrio más cercano. Hasta que sus piernas y sus pulmones dijeron basta y ella cayó entre las sombras de un zaguán lleno de trastos. Allí se acurrucó detrás de una pila de sacos y pudo dar rienda suelta a su llanto.

2

El inspector Samuel Montcada no sabía a ciencia cierta cuál era su misión.

Tenía que velar por la seguridad de Susan Moore, pero nadie le había dicho por qué o de qué estaba amenazada.

—Tú, que has estado en Washington y sabes inglés —fue lo que le espetó su jefa, la intendente Pilar Truyol.

Así era: había estado en Washington DC. Casi cinco meses y a gastos pagados, ya que se trató de una estancia de formación para policías de varios países europeos financiada por el FBI. Y, claro, aprendió inglés. Sobre todo, a partir del segundo mes, cuando se lio con su profesora. Una arcana fantasía sexual que él había tenido de adolescente, como tantos otros, liarse con esa profesora que deja ver los muslos cuando toma asiento, la había cumplido a los cincuenta y tantos. Solo que, de adolescente, la profesora que le llevaba de cabeza tenía diez años más que él, y la de Washington tenía veinte menos. Pero inglés había aprendido de sobra, porque la profesora no dejaba de hablar ni en los trances de éxtasis. En estos, Samuel aprendía ese inglés que no se enseña en las clases, sensual o libidinoso, pasional o de burdel, delicado o concupiscente, dependiendo de los momentos; y la profesora se lo enseñaba, ora entre caricias suaves, ora entre impúdicos arrebatos, pero siempre con un precioso acento, más británico que americano, pese a que ella no era ninguna de las dos cosas. Wei se llamaba, y era china. O tal era su origen familiar. Samuel había seguido hablando con ella por teléfono tras su vuelta a Barcelona; al principio con conversaciones largas y diarias, pero últimamente más cortas y menos frecuentes. Mala señal. Tendría que hacer algo porque no quería perder esa relación. Aunque sabía que con un océano en medio no iba a ser fácil conservarla.

Pero ¿qué tenía esto que ver con hacer de acompañante de Susan Moore? Nada, realmente. Solo era uno más de los cuatro o cinco trabajos pueriles que había realizado desde que volvió de los Estados Unidos, hacía ahora más de dos meses, tiempo en el que no se habían producido homicidios en Barcelona. Este había sido traspasado desde el Área de Escoltas porque andaban escasos de agentes.

Sin embargo, era el primero, de esa retahíla de trabajos, en el que tenía que acompañar a una mujer atractiva, y eso al menos ofrecía algún aliciente. Entre los cuarenta y los cuarenta y cinco, Susan Moore lucía una media melena rubia, curvada hacia el cuello, y un traje negro que quizás no lo había elegido para moldear su figura, pero tampoco impedía que Samuel vislumbrara unas formas sugestivas entre los pliegues de la tela. Elegante, en cualquier caso.

Por lo que sabía, la petición de protección para Susan Moore la hizo la asociación Attac, concretamente una tal Joana Ferrer, aunque Samuel no había hablado con ella, y lo que Susan iba a hacer era impartir una conferencia en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona. La misión de Samuel consistía en acompañarla desde el aeropuerto hasta el hotel, cosa que ya había hecho, desde el hotel a la facultad, cosa que estaba haciendo en ese momento, vigilar el entorno mientras daba la conferencia y volver a dejarla sana y salva en el hotel. O acaso también acompañarla al día siguiente al aeropuerto. Esto era todo lo que le había explicado su jefa.

La subinspectora Eulalia Planells le había contado algo más sobre la norteamericana, quizás porque para ella no era una persona desconocida, o porque se había entretenido en indagar por Internet. Susan era doctora en Ciencias Políticas, o algo parecido, y periodista. Según Eulalia, era una activista muy reconocida del altermundialismo y de la lucha contra el cambio climático, y en los últimos meses, tras la publicación de su último libro, se había paseado por todas las capitales europeas impartiendo conferencias.

En cuanto bajaron del taxi, delante de la puerta de la facultad, una mujer fue de inmediato hacia ellos y se abrazó con la norteamericana. Susan se la presentó a Samuel como Joana Ferrer.

De unos cincuenta años, cara afable que rezumaba inteligencia, delgada y vestida como cualquiera de los estudiantes que se movían por allí, a Samuel le pareció que Joana Ferrer encajaba a la perfección en el entorno académico en el que se encontraban. Y eso lo llevó a preguntarse por su propia indumentaria, la habitual de este tiempo frío de finales de marzo: pantalón tejano, parka impermeable y el gorro de lana gris con el que se cubría la cabeza completamente afeitada. ¿Le daba todo ello pinta de poli? Esa fue la pregunta que se hizo en ese instante, y la que, suponía, se hacían todos los policías del mundo cuando no iban de uniforme.

—Usted fue la que nos pidió hacer este acompañamiento, ¿verdad? —le dijo a Joana Ferrer.

—Sí. No creo que vaya a pasar nada, pero…

—¿Hay algo en lo que quiere que nos fijemos especialmente?

—Bueno… Cualquier cosa que pueda parecer… Yo también estaré atenta, y si veo a alguien que me resulte extraño, se lo diré. Pero le adelanto que hay mucha gente: el aula magna está ya casi llena y la antesala también. ¿Cuántos policías tienen vigilando?

—Pues…, la verdad es que solo somos dos, una subinspectora y yo.

Joana Ferrer hizo un gesto a medio camino entre la sorpresa y el disgusto, pero se limitó a volverse hacia la puerta y decir:

—Vamos, que no hay que hacer esperar a los asistentes.

Samuel siguió a las dos mujeres y enseguida vio a la subinspectora Planells aproximándose a él. Se quitó el gorro. Cuando volvió de los Estados Unidos con la cabeza afeitada y barba de una semana, ella le había dicho que estaba muy guapo. «Te pareces a Josep Guardiola», afirmó. Lo que le gustó más que la comparación que hizo Wei cuando acabó de afeitársela y lo puso frente al espejo: «Clavadito a John Malkovich». Aunque Eulalia había añadido: «Así dejarás de quejarte de que estás quedándote calvo».

—Hola, Eulalia. ¿Has visto algo que te llamara la atención?

—¿Aparte de que te hayas bajado de un taxi con una rubia imponente?

—Algo más.

—No, nada especial. Pero antes de venir he estado buscando información y creo que deberíamos haber montado un dispositivo de seguridad mayor.

—¿Por qué?

—Porque es una mujer importante.

—¿Y?

—En el discurso que hizo en París, hace dos semanas, los del Frente Nacional intentaron impedir su entrada en la universidad, hubo hostias entre ellos y los estudiantes que la apoyaban, y tuvo que intervenir la policía.

—¡Joder! ¿Y cómo es que nadie nos dijo nada de eso?

En el ascensor, los dos policías se mantuvieron en silencio mientras Susan y Joana hablaban en inglés sobre los dos hijos adolescentes de la primera. Quedaba en evidencia que Joana los conocía y que la relación entre las dos mujeres venía de lejos. Después accedieron a un vestíbulo amplio que, efectivamente, estaba lleno de gente. Joana arrastró a Susan a paso rápido en dirección a la puerta del aula magna, lo que no impidió que, entre los presentes, jóvenes la mayoría, corriera un murmullo y giraran la mirada hacia ellas, como si se advirtieran unos a otros de que una diosa acababa de hacer su aparición.

—Tú síguelas de cerca —le dijo Samuel a Eulalia—. En la sala te colocas por la parte delantera; yo me quedaré por detrás.

Mientras los dos policías se distanciaban, Samuel trató de observar a todo el mundo, para ver si alguien hacía algo diferente que los demás, o si vestía ropas que tuvieran algo de especial, o si miraba de forma rara… Se fijó en las personas de más edad, que pudieran no ser estudiantes, y, sobre todo, en las que parecían solas. Una cara, de un hombre de unos sesenta años que se encontraba muy cerca de la puerta del aula magna, le llamó la atención porque le resultó conocida. Al punto supo de quién se trataba: Alfredo Cardoso, un agente del Centro Nacional de Inteligencia al que Samuel había conocido cuatro años atrás y con el que incluso llegó a comer después de una reunión. ¿Qué hacía aquí? ¿Tan mal pagaba el Estado a sus espías como para que se unieran a los movimientos de protesta? Pero el tipo entró en la sala y, cuando el inspector trató de avanzar hacia él, se vio frenado por el cuello de botella que se había formado en la puerta.

Ya dentro, Samuel vio a Susan y a Joana subiendo al escenario, a Eulalia de pie en uno de los pasillos laterales, y a mucha gente tratando de ocupar los asientos que aún estaban libres o quedándose apoyados en las paredes, pero a quien no vio fue al agente del CNI. No conocía tanto su cogote como para reconocerlo entre la gente sentada.

El inspector se quedó junto a la puerta, a ratos dentro del aula magna, buscando con la mirada a Alfredo Cardoso, y otros ratos fuera para ver quién se movía por la antesala. La tercera vez que entró, estaba ya hablando Susan Moore. Lo hacía de pie, frente a un atril, y en un inglés que le recordó al que utilizaba Wei cuando daba las clases, aunque sonaba un poco más nasal.

—… se dio por supuesto que la empresa privada era más eficiente que la pública y que cualquier servicio que pudiera ser operado por una empresa privada no debería estar en manos públicas; de modo que los Gobiernos tenían que vender todos los activos capaces de ir al sector privado y dar beneficios, fuesen aerolíneas, servicios de telefonía, empresas energéticas…

El inspector tuvo que reconocer que había magnetismo en su voz, su figura y la vehemencia con la que hablaba, lo que explicaba el profundo silencio que imperaba en la sala. Pero él se obligó a sí mismo a dejar de prestarle atención. Volvió a salir y vio cómo se acercaba el profesor Ángel Nadal, un académico jubilado que lo había ayudado en algunos casos tiempo atrás. Venía acompañado por un hombre de unos treinta y cinco años, que contrastaba con la altura de Nadal, porque no mediría más de metro sesenta. Además, era algo obeso. También contrastaba en la vestimenta: mientras el jubilado Nadal vestía tejanos y sudadera, al estilo de los estudiantes que andaban por allí, su joven acompañante llevaba americana a cuadros y corbata. Eso sí, el nudo de la corbata estaba flojo y ladeado, la chaqueta no estaba abotonada y un lateral de la camisa se le salía por encima del cinturón del pantalón.

—Samuel, ¿tú por aquí?

Hablaron unos segundos, en los que Nadal le presentó a su acompañante como Mario Batet, profesor de economía, pero enseguida dijo que llegaban tarde a la conferencia de Susan Moore y se despidieron.

Durante toda la hora que duró la conferencia, el inspector siguió moviéndose en torno al umbral de la puerta, hasta que el aula magna comenzó a tronar en aplausos y Samuel se internó en busca de Eulalia.

—¿Qué? ¿Has visto algo?

—No —dijo ella—. ¿Y tú?

—¿Te acuerdas de Alfredo Cardoso, aquel agente del CNI que comió con nosotros?

—Cómo no. En la comida no paró de contar chistes. Machistas y racistas, por cierto. ¿Está por aquí?

—Lo vi en el vestíbulo, pero parece que después se esfumó.

—Raro, ¿no? Bueno, ¿y qué…?

—Lo mejor será que nos aproximemos los dos al escenario y nos situemos muy cerca de la conferenciante para salir de aquí.

Así lo hicieron, de modo que la acompañaron para salir del aula magna, del vestíbulo y de la universidad. Aunque todo ello les tomó su tiempo, por la cantidad de gente que se acercaba a la estrella para felicitarla o saludarla, y por el rato que ella empleó en despedirse de Joana Ferrer.

Finalmente, los dos policías y la conferenciante acabaron dentro del coche que habían dispuesto para llevarla al hotel. En el recorrido, ella se mostró muy simpática y agradecida por el servicio que le habían prestado los policías. Eulalia hizo comentarios sobre algunas de las cosas que Susan había dicho en la conferencia, evidenciando que, a diferencia de Samuel, la había escuchado con atención. Él tuvo la sensación de que las dos mujeres conectaban bien.

En el vestíbulo del hotel, fue Eulalia la que dijo que vendría a recogerla al día siguiente por la mañana para llevarla al aeropuerto. Samuel se quedó con las ganas.

3

No hubo viaje al aeropuerto.

A las ocho de la mañana, el cuerpo sin vida de Susan Moore se encontraba tendido sobre el suelo de piedra del puerto de Barcelona, en el muelle de la Barceloneta, al borde de las aguas sucias y oscuras de las que acababan de sacarlo, y envuelto por un liviano vestido rojo que todavía chorreaba.

La mañana de este último martes de marzo era gélida y gris, y al inspector Samuel Montcada le produjo un escalofrío ver ese cuerpo con tan poca ropa, pero lo que le generó un malestar mucho mayor fue la evidencia de que estaba sin vida, cuando el día anterior él había recibido el encargo de proteger a Susan Moore durante su estancia en Barcelona. La rabia que sentía lo llevó a gritar a unos guardias urbanos que apartaran de una vez a los curiosos y a los periodistas que se habían acercado, y que se apartaran ellos también, para que los de la policía científica pudieran comenzar a balizar la escena.

Se quitó el gorro de la cabeza, se golpeó con él en la pierna y se lo volvió a poner. Intentó calmarse, contener su ira y comportarse con la máxima objetividad posible para iniciar una investigación que no tenía pinta de que fuera a ser sencilla.

Observó a la subinspectora. Estaba de pie, rígida, a dos metros del cadáver. Con la mano izquierda se sujetaba el codo derecho, y con la otra mano se tapaba la boca. Su gesto compungido mostraba incredulidad y espanto. Quizás también se sentía culpable por no haber dado a Susan Moore la protección adecuada. En cualquier caso, también necesitaría ser espoleada para ponerse a trabajar con celeridad.

Se le acercó.

—Eulalia, sigamos con el cantante.

Simon Jones, cantante británico de sobrada fama, pero con más éxitos musicales en el pasado que en el presente, era el dueño del barco de recreo atracado justo delante de donde ellos se encontraban, y el que había llamado a la policía a las siete de la mañana cuando vio emerger, junto a su barco, el cuerpo de Susan Moore. Él mismo lo había sacado del agua sin esperar a que llegara la policía y lo había depositado en la orilla del muelle. Ahora estaba sentado sobre un bordillo, con cara llorosa, tiritando, con la ropa completamente mojada y medio cubierto con una manta que alguien le había echado por encima. El inspector y la subinspectora habían hablado ya con él, pero la conversación quedó interrumpida cuando llegaron los de la científica.

Le pidieron que se pusiera en pie.

—A ver, estaba diciéndonos que Susan Moore había pasado la noche en su barco.

—¿La noche? No… No sé… Desde las doce de la noche no sé lo que ocurrió. Desde las doce, o…

Parecía confundido. La vista se le extraviaba de un lado para otro como si él no pudiera controlarla, y sus cabellos rubios, lustrosos según las fotografías que Samuel recordaba de él, ahora parecían girones enganchados de cualquier forma sobre su cabeza.

—Yo tengo la culpa —añadió gimoteando—. Bebimos tanto…

—Cálmese. ¿Su estancia en Barcelona también se debía a que venía Susan Moore a impartir una conferencia?

—No… Fue casualidad. Pero, como sabía que daba esa conferencia, pues…

—Pues ¿qué?

—Le propuse cenar juntos.

—¿En su barco? —Samuel pensó que, de ser así, Susan les habría dicho algo cuando se despidieron de ella en el hotel.

—No. Yo iba a ir a su hotel. Pero hablamos por teléfono y cambiamos de idea. Ella me propuso… No, yo le… Bueno, cogió un taxi y se vino aquí. Me dijo que la esperara con dos pizzas. Yo… compré las pizzas y la esperé.

—¿Eran muy amigos? —preguntó Eulalia.

—Mucho… No sé… Sí, muy amigos.

—Muy bien —dijo Samuel—. Llegan con las pizzas al barco y…

—Bebimos mucho. Mucho. Nos reíamos… No sé… Pero yo había dormido poco la noche anterior y me quedé dormido a…, a las doce, o más tarde. No sé… Desperté en algún momento y ella no estaba. Pensé que se había vuelto a su hotel. Me había dicho…, no sé, que no tardaría en marcharse porque tenía que ir por la mañana al aeropuerto. Yo volví a dormirme.

—¿Cómo descubrió el cadáver esta mañana?

—Me desperté… No me encontraba bien. Salí a cubierta, me apoyé sobre la barandilla y la vi. Vi el mismo vestido rojo que anoche llevaba puesto. Supe de inmediato que era ella. Mi querida Susan…

En ese instante, el inspector pensó que la muerte de Susan Moore debería ser comunicada enseguida a sus seres queridos. Recordó que tenía dos hijos adolescentes. Además, habría que hacerlo antes de que los medios de comunicación lo difundieran a los cuatro vientos. Susan Moore era una activista mundialmente conocida, y que hubiera muerto en circunstancias extrañas, después de una noche con un cantante más conocido aún, implicaba una difusión explosiva de la noticia. Pensó que la forma más rápida de llegar a la familia sería a través de Joana Ferrer. ¿Sabría ya esta mujer que su amiga había muerto? También a ella tenía que darle la noticia.

Samuel le dijo a un agente que entrara con Simon Jones al barco para que se vistiera con ropa seca —sin que tocara nada que no fuera la ropa que iba a ponerse— y lo llevara después a la comisaría.

A continuación, pidió a la Central que le facilitaran el número de teléfono de Joana y la llamó.

Joana Ferrer no sabía nada sobre lo ocurrido, de modo que los inicios de la conversación fueron complicados para Samuel, pero después pudo hacerle algunas preguntas de forma más o menos sosegada. Unas sobre la familia de Susan y cómo darles la noticia, y otras acerca del cantante. Joana confirmó que Susan tenía amistad con Simon y dijo que este colaboraba estrechamente con los movimientos altermundialistas y había cantado muchas veces a beneficio de causas solidarias. Samuel quiso concluir la conversación, porque vio que la jueza acababa de llegar, pero antes de despedirse de Joana, la citó en la comisaría de Les Corts al día siguiente a las diez de la mañana.

La jueza tomó las riendas de la investigación y no tardó en hacer el levantamiento del cadáver. Conversó con el inspector sobre las pesquisas a realizar y ambos concluyeron que había que actuar con la máxima celeridad porque, en caso de que no se tratara de un simple accidente, la posibilidad de esclarecer los hechos disminuiría con rapidez con el paso de las horas. «Me temo que será un caso complejo», dijo su señoría.

Pero a las doce de la noche ya no había caso.

Samuel llegó a su casa a esa hora, cuando su hijo ya estaba dormido. Al entrar en el piso notó olor a fritos, y sobre la mesa vio los restos de lo que Raúl se había preparado. Por suerte, había dejado en el plato un trozo de tortilla y una salchicha. El inspector se lo comió, acompañándolo de una cerveza y unas almendras que encontró por la cocina, y después se sentó en el sofá.

Se limitó a mirar fijamente al televisor apagado.

Pese a las muchas muertes que había investigado en su vida, esta vez sentía un profundo malestar del que no lograba identificar las razones. Parecía que una voz le repetía machaconamente que a Susan Moore no le tocaba estar muerta; o que a él le habría tocado hacer algo para que no lo estuviera. Ahora lamentaba, además, no haber escuchado con atención su discurso, como si fuera algo que podría conservar de ella y se le había escapado.

Puede que lamentara también que el caso estuviera a punto de cerrarse ante la evidencia de que se trataba de un accidente. Parecía que, si su muerte hubiera sido otra cosa, y él hubiera logrado esclarecerla, habría podido sentir que hacía algo por esa mujer.

Pero las cosas estaban ya lo suficientemente claras.

El empleado del hotel que estuvo en la recepción la noche anterior confirmó que Susan Moore salió unos quince minutos después de las diez de la noche y que bajo su abrigo asomaba un vestido rojo. Ese empleado había pedido el taxi un momento antes y la acompañó hasta la puerta misma del vehículo. Habían localizado al taxista que la llevó desde el hotel hasta el muelle de la Barceloneta y este había explicado que Susan se encontró con un hombre al que abrazó amigablemente. El hombre llevaba dos cajas de pizza en la mano. Le mostraron al taxista la fotografía de Simon Jones y lo reconoció como tal hombre. Y los tiempos también cuadraban: según el taxímetro, Susan montó en el taxi a las 22.14, más o menos lo que dijo el empleado del hotel, y se bajó a las 22.32.

El taxista, además, dijo que no se fue de inmediato porque quiso fumar un cigarrillo fuera del taxi, y que, a falta de otra cosa mejor que hacer, se quedó mirando cómo la pareja caminaba por el muelle y accedía a uno de los yates a través de una pequeña pasarela.

De la autopsia aún no tenía el informe completo, pero ya sabía varias cosas. La primera, que el nivel de alcohol en sangre era muy elevado: la borrachera de Susan había sido monumental. La segunda, que el agua encontrada dentro de los pulmones era del puerto, es decir, que había entrado viva en esas aguas y había salido muerta. La tercera, que el ahogamiento se produjo antes de la una de la madrugada. Y, finalmente, el aparato digestivo de Susan evidenciaba que había comido pizza.

Pero lo que resultaba determinante era la grabación que había hecho una cámara de videovigilancia pública del puerto que apuntaba precisamente hacia la zona en la que se encontraba el barco de Simon Jones. Pese a que se trataba de horas nocturnas, las figuras de Simon y Susan se veían con bastante claridad, gracias a las luces del barco y las farolas del puerto.

Cuando el reloj de esa cámara marcaba exactamente las 22.35, es decir, tres minutos después de que el taxímetro registrara la hora de llegada al puerto, Simon Jones —con las pizzas en una mano— y Susan Moore llegaban hasta el yate y cruzaban la pasarela que conectaba el muelle con la cubierta. Enseguida se metían en el camarote, pero a través de las ventanas se les seguía viendo gracias a la iluminación interior: comían las pizzas. Salían de nuevo a cubierta a las 23.03. En cubierta estaban un rato en el que iban bebiendo lo que parecía whisky; después volvían adentro; más tarde volvían a salir; seguían bebiendo; esta secuencia se repetía y cada vez se les veía más ebrios: más risas, más movimientos cimbreantes… La última vez que Simon salía a cubierta, el reloj de la cámara marcaba las 23.50; después volvía adentro y se tumbaba en un sofá. A partir de ese momento, a él se le vio siempre en la misma posición. Se había quedado dormido, claramente. Susan, sin embargo, salió y volvió a entrar dos veces más, siempre con bebida en la mano y ya completamente borracha.

La última vez, se sentó sobre la barandilla del barco, apuró su vaso echando la cabeza muy hacia atrás, la venció el peso del tronco y cayó por la borda.

La hora que marcaba la cámara en ese instante era las 0.35.

La autopsia decía que había muerto entre las 23.30 y las 2.00.

Caso cerrado.

Hora de irse a dormir.

En la habitación, a oscuras y arrebujado entre las sábanas, Samuel siguió dándole algunas vueltas a todo eso, pese a que quería apartarlo de su mente porque sabía que ya no quedaba nada por aclarar y lo único que lograría sería desvelarse. Por suerte, otros pensamientos fueron desplazando a los anteriores. Unas evocaciones más placenteras que en las últimas semanas se habían repetido cada noche, antes de que el sueño las hiciera languidecer: los momentos que había pasado con Wei.

La recordaba en instantes muy variados, lapsos de esos tres meses que había convivido con ella, pero uno que le venía a la mente con frecuencia era el que supuso el punto de arranque de la relación.

Cuando llevaba más de un mes asistiendo a las clases intensivas que ella daba, se la encontró un día en el parque, camino de la escuela, y descubrió así que hacían un recorrido parecido desde sus respectivas casas, de modo que acopló su salida a la de ella para hacer también el camino de vuelta juntos. Y al día siguiente, de nuevo yendo a clase, se las arregló para encontrarla otra vez en el parque. «Volvemos a coincidir, ¡qué curioso!», dijo él. «Sí, pero si quieres podríamos quedar a una hora concreta en la entrada del parque», repuso ella, desbaratando así la excusa de la coincidencia pergeñada por Samuel. Cuatro días más hicieron juntos el camino de ida y vuelta, sin que ocurriera nada especial, aparte de que él se sentía cada vez más seducido por su cuerpo largo, su sonrisa y sus movimientos desenfadados, y de que se contaran todo lo que tocaba contarse sobre sus parejas anteriores y su actual soltería. Pero al quinto día se abrieron las nubes y brilló el sol. Se sentaron en un banco del parque para hacer frente al astro y Wei no tardó en subirse la falda hasta convertirla en una faja. «Las chinas tenemos que aprovechar el sol», dijo, y Samuel tuvo que disimular su deseo de acariciar las bellas piernas puestas al desnudo. Aunque, unos minutos después, en una muestra de talento para hacer lo que toca en cada situación, ella lo agarró del brazo, se recostó un poco más en el asiento, apoyó la cabeza sobre su hombro y dijo: «Estamos bien aquí, ¿no, Samuel?». Ese fue el pistoletazo de salida. El momento que él aprovechó para hacer lo que acababa de desear, si bien, con el recato que imponía el lugar público en el que se encontraban.

Aquel momento lo había rememorado casi cada noche desde que volvió a Barcelona. Aquel y otros. Lo de Wei se parecía más a un amor juvenil que a ninguna de las relaciones que había tenido en las últimas décadas. Un amor de estudiante. Al fin y al cabo, eso había sido él durante su estancia en Washington.

4

A las diez de la mañana, el inspector Montcada se encontraba en su despacho trabajando en un nuevo caso que le había encomendado su jefa, cuando una cabo de su equipo entró para decirle que una mujer lo esperaba en la entrada de la comisaría.

—¿Quién?

—Joana… Me ha dicho también el apellido, pero…

—¡Hostia, Joana Ferrer! —Samuel se había olvidado por completo de que ayer la citó para hoy en la comisaría.

Bajó al vestíbulo.

Tardó en reconocer a Joana, porque de ayer a hoy parecía haber envejecido diez años. Así que lo primero que se le ocurrió fue algo parecido a un pésame.