Mari Cruz Ramos Bravo

 

Los zapatos de Rita

 

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Primera edición: mayo de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Mari Cruz Ramos Bravo

Portada: Begoña Latasa Ortiz

 

ISBN: 978-84-17029-26-5

ISBN Digital: 978-84-17029-27-2

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

Para mi madre.

El Ángel que un día pisó la tierra.

Sigues viviendo dentro de mí…

 

 

 

Para mis hijos, Abraham y Susana, ellos son el sol que me alumbra cada día, el aire en mis pulmones que me ayudan a respirar para seguir viviendo.

Por su puesto, para mi querido padre Hipólito. Mis hermanos, Félix, Rufi, Mari Carmen, Miguel y Julio. Nuestra mejor herencia es el amor que nos inculcaron.

¡Por ella. Siempre juntos!

 

Para Javier D’Onofrio, mi compañero de vida…

 

Va por todos los ¡BRAVOS!

 

 

Mi agradecimiento a todas las personas que colaboraron en este libro.

 

 

CAPÍTULO 1

El día, ya tocaba a su fin. La tenue luz del sol se colaba tímidamente por encima de los tejados de la pequeña aldea cercana a Trujillo. En una fría tarde de invierno, Lorenzo quiso hacer un regalo a sus habitantes ofreciéndoles sus últimos rayos para caldear con unos grados el pequeño pueblo de poco más de cuarenta familias. Cuando Rita llegó a casa, Brígida, su madre, no podía parar de gritar:

– ¿De dónde vienes? ¡Con el frío que hace! ¿Y esos zapatos? ¿De dónde los has sacado?

Su madre, era una mujer con mucho temperamento pero tenía buen corazón, lo que pasaba es que las formas le perdían, a la mínima, se ponía a gritar, eso daba una imagen de ella que no era la propia, también tenía sus virtudes, entre otras: la caridad, siempre estaba dispuesta a ayudar a las vecinas, que recurrían a ella sin dudar. De cabello castaño y ondulado, le gustaba llevarlo recogido en una coleta baja rozándole la nuca; su cara redonda con las cejas arqueadas, le daban el aspecto de la mujer bonachona que era.

Rita ya había cumplido los siete años, salerosa donde las haya, casi tanto como picarona. A su hermano Domingo le traía por el camino de la amargura haciéndole bromas que no siempre le gustaban, siendo como era la hermana mayor, abusaba de ello todo lo que quería y un poco más. Eso sí, tampoco tenía que hacer demasiado esfuerzo ya que conocía su punto débil a la perfección. –¡Eres un miedica…!.

Y conseguía hacerle llorar. En cambio, ella siempre se estaba riendo; la alegría la acompañaba, por donde quiera que pisasen sus pies. Cualquier cosa, por insignificante que fuera, podía ser motivo para soltar una carcajada.

Menudita, más bien pequeña para su edad, su belleza destacaba muy notablemente por encima de las demás niñas del pueblo. Motivos no le faltaban. Su padre y su madre, ya se habían encargado de dejarle esa herencia.

Apenas paraba en casa, solamente lo necesario. Después de ayudar a su madre en las tareas de la casa e ir a los recados, salía corriendo a explorar el mundo que tenía a su alrededor; todo le llamaba la atención, lo mismo estaba largo rato mirando cómo se movían las hojas de un árbol o se tiraba horas viendo la lluvia caer contra el suelo. Lo que para otros parecía insignificante, para ella era todo un mundo.

Aquel día, llegaba a casa con unos zapatos tres palmos más grandes que sus pies. Apenas podía caminar, tropezaban mil veces y una más, pero nunca llegaba a caer al suelo. A cada paso, se le juntaban una puntera contra la otra y así hasta el siguiente paso, los zapatos hacían intención de salirse, ella encogía los dedos para atraparlos.

Corría el año 1942, la guerra civil de España había dejado la zona devastada quedando sólo piojos y mucha hambre. Hasta entonces los habitantes vivían del cultivo de cereales, pero hacía tiempo que esas tierras no se cultivaban por culpa de la contienda y los pocos recursos se iban terminando. Eso les obligaba salir a la calle para buscar comida. Pedían por las casas e iban al campo, con lo cual casi todos los días volvían con las manos vacías, ya que la mayoría estaba como ellos.

– Señora Engracia, ¿me daría un poco de comida? – rogaba Rita alargando la mano; ella no soportaba tener que ir a pedir, pero no le quedaba otra…

Con suerte y sólo a veces le llamaban a Rufino, su padre, para hacer algún trabajo. Aunque él era un hombre pequeño de una extremada delgadez, eso no le suponía ninguna dificultad para hacer la labor que fuese necesaria, desde arreglar una valla hasta matar un cerdo para hacer chorizos en casa de doña Guadalupe, la rica del pueblo. Los reales que ganaba Rufino no eran suficientes para mantener a sus cinco hijos. Brígida, le preparaba la comida para todo el día, que sólo se basaba en un trozo de pan y un poco de tocino. La mayoría de los días regresaba con ello a casa. Sabía que los niños no habrían tenido nada que llevarse a la boca. Muchas noches se iban a dormir con una sopa hecha de agua, pan y el tocino con el que él volvía. Él siempre llegaba con buen humor, se ponía hacer tonterías para sacar a los niños una sonrisa y así no sentir el rugir de sus estómagos. En el pueblo era muy querido y respetado. Solía reunir a los jóvenes para todas las fiestas y se encargaba de los preparativos, los bailes de disfraces… Le adoraban por sus grandes ideas y buen humor.

De repente se oyó un golpetazo, ¡plom! Era su hermano Domingo. Entró corriendo y al abrir la puerta golpeó una silla que se hallaba cerca. Domingo era su hermano del alma. Más pequeño que ella, menudito y bajo como todos en la familia y de la misma belleza que Rita, por dentro y por fuera. Siempre estaban juntos, ella le llamaba «el miedica».

– ¿De dónde habéis sacado esos zapatos Domingo? –Brígida su madre gritaba, no se podía explicar de dónde los podría haber sacado.

Domingo miró a su hermana asustado por los gritos esperando que Rita le hiciera una señal para que pudiera hablar. Cuando su madre se dirigió a él dando la espalda a Rita, ésta aprovecho para poner el dedo índice sobre sus labios. Fue suficiente para que Domingo guardara silencio… (Sólo su hermana y él conocían el secreto de los zapatos…)

Rita, coge el cántaro y ve a la fuente con tu hermano. Y tú Domingo llévate el botijo. No tardéis que cuando llegue tu padre no tiene agua para lavarse.

Los dos caminaban acelerando el paso, apenas quedaba luz del día y no querían que se les hiciese de noche antes de regresar. La fuente no estaba demasiado lejos. Un camino de tierra salía de detrás de la casa en línea recta apenas cien metros. Al final se encontraba la fuente. El sol en su ocaso pareciera querer meterse dentro de ella para beber. Rita no paraba de tropezar a cada paso que daba.

– ¡Jo! ¡Otra vez! –se quejaba Rita mientras intentaba no caerse.

– ¡Ja, ja, ja, ja...! –Domingo la miraba y se reía a carcajadas.

– Sí… ríete, pero yo no me hago daño en los pies y tú vas descalzo…

– Anda Rita, déjamelos un poquito…

– ¡No, que a ti te quedan grandes!

– Pues me parece que a ti también- dijo Domingo con un hilo de voz por si ella se enfadaba.

– Pero menos que a ti, y te vas a caer.

– Y tú también te vas a caer.

– ¡No ves que no! Me tropiezo pero encojo los dedos, así no se me salen y no me caigo.

Rita llevaba el cántaro en su mano derecha, y al mismo lado a domingo con el botijo en la mano izquierda. El insistía incansable.

– Anda hermanita, déjame los zapatos…Si no me los dejas, le diré a madre de donde les has sacado.

– ¡No, no se lo digas!

– Vale, pero no me vuelvas a llevar allí que me da mucho miedo.

De repente, otro nuevo tropiezo, pero esta vez sin éxito. Por mucho que apretó los dedos de los pies no pudo sujetar los zapatos. Pero eso no fue lo peor. En su tropiezo, se produjo un sonido, justo el que hace dos objetos de barro al chocar.

¡Crack! Domingo se quedó completamente blanco, como si le hubiesen sacado toda la sangre del cuerpo. Mientras, Rita rodaba por los suelos.

– ¡Hermanita, hermanita! –dijo soltando el botijo y acercándose a ella.

La chiquilla era todo un poema. Los zapatos ya no estaban puestos en los pies. Sentada en el suelo del camino, se echó las dos manos a su rodilla izquierda, abrazándola y soplando la herida que se había hecho al caer. Domingo se agachó y soplaba también, como si eso fuese a curar la herida de su hermana.

– ¡No llores hermanita!

– Mira… ¡mira qué herida me he hecho…!

– Eso no es nada…esta que tengo yo es mucho más grande que la tuya y no lloré.

– ¡Mentira! Yo te vi cuando te la hiciste y llorabas mucho más que yo.

Rita se levantó sacudiéndose el vestido. Tenía la cara hecha un barrizal entre la tierra del suelo y las lágrimas. Domingo de puntillas intentaba limpiárselas.

– ¡Quita! Me las limpio yo, que ya soy mayor -decía mientras se limpiaba ella sola ¡Halaaaa, halaaaa!

Se puso a llorar de nuevo, esta vez con mucha más rabia. Acababa de descubrir el cántaro hecho pedazos en el suelo.

De regreso a la casa y agarrados de la mano, llorando, sucios y descalzos, mirando hacia atrás apenas se podían ver los zapatos y el cántaro hecho añicos desperdigados por el camino. Lo único que salió indemne del tropiezo fue el botijo que llevaba Domingo de la mano. Los dos juntos sin soltarse de la mano y apretando los puños, lloraban temblorosos temiendo llegar a casa. Sus padres al ver llegar a los niños en esas condiciones de lo último que se preocuparon fueron del cántaro. Brígida, después de conseguir calmarles, les dio la poca cena que había y los acostó.

 

 

 

CAPÍTULO 2

Rita llevaba muchos días, incluso meses, sin poder dormir bien. Precisamente coincidía en el tiempo con el incidente de los zapatos y del cántaro. Casi todas las noches se despertaba sobresaltada dando gritos. Su madre estaba muy preocupada por tanta intranquilidad de la niña, esa mañana se despertó frotándose los ojos. Brígida estaba sentada junto a la chimenea cosiendo unos calcetines de Rufino.

– Buenos días nos dé Dios, – dijo Rita.

– Buenos días hija. Esta noche te volviste a despertar gritando. ¿Qué te pasa hija? – le dijo soltando la labor.

La niña se dio un giro frotándose de nuevo los ojos haciéndose la desentendida, Brígida sabía que algo ocultaba y no quería decir, pero la dejaba tranquila, algún día se lo contaría por su propia voluntad.

– Despierta a Domingo y lavaros bien; ayer vi a la maestra y me preguntó por vosotros. Estuve hablando para que hoy vayáis a la escuela. -Rita daba saltos como loca de alegría, salió disparada a la cama de su hermano, dando gritos y despertando a todos los demás.

– ¡Domingo, Domingo, despierta! –le decía mientras con las dos manos agitaba su cuerpecillo –que vamos a la escuela a aprender.

Luciano, Ángel y Anastasio (sus hermanos mayores) también se levantaron.

Ellos ya llevaban un tiempo yendo a la escuela. Hoy marcharían todos juntos. Los mayores cada vez acudían con menor asiduidad. Las necesidades de la casa eran muchas, y si alguien les reclamaba para hacer algún trabajo, dejaban de asistir a la escuela. Otros días, tenían que buscar la comida y se iban a pedir de casa en casa. Con suerte, alguien les daría un trozo de pan o unas mondas de patatas. Nunca querían pero las circunstancias y la obediencia hacia sus padres les obligaban a ir con ganas o sin ellas. Otro recurso era salir al campo a coger cardos que luego pelaban y se llenaban las manos de pinchos. Con ellos Brígida hacía un caldo muy rico que a todos les gustaba menos a Rita; aun así, ella prefería ir al campo antes que a mendigar.

Un día, llegó como loca. Doña Guadalupe, la señora rica del pueblo, le había dado un trozo de tocino. Normalmente le solía dar las mondas de manzana. A su madre todo le venía bien; de cualquier cosa hacia una sopa. La alimentación se basaba en pan, mondas de patatas, cardos y si había un poco de suerte tocino.

Brígida corría escopetada por la calle

¡Buenos días Brígida!

¡Buenos días! Catalina –le contestó a la maestra.

¿Dónde anda Rita que hace tiempo no va por la escuela? Allí tengo su sillita.

Como todo quedó desolado por la guerra, la escuela no fue menos. Cada niño tenía que llevarse su propia silla. Catalina la cogió tal afecto a la niña que siempre la ponía sentada a su vera.

Brígida cabizbaja rompió a llorar y le contestó.

– Ay señorita Catalina…la niña se me muere… Hace muchos días que no come, no tenemos nada para darle...Rufino y los chicos salen todos los días desesperados y desde hace tiempo regresan con las manos vacías

¡No, no puede ser...! Yo a Rita la adoro.

– Ya lo sé…

– ¿Cómo no habéis ido a casa a por comida? ¡Algo habría!

La maestra se echaba las manos a la cabeza, no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.

– En el pueblo todos pasamos mucha hambre, cada vez hay menos para comer.

– Pero algo tendría mujer… no podemos consentir que la niña se nos muera. –la maestra se enojó.

– Está muy débil –dijo Brígida agarrándose el borde de la falda y llevándosela hacia la cara para secarse las lágrimas que corrían por sus mejillas.

– Venga Brígida, vamos a mi casa a ver qué podemos encontrar. Tranquilízate mujer.- la consolaba agarrándola por la cintura y encaminándose a casa de Catalina.

Ahora eran muchos los que salían a buscar cardos y comida. En la aldea cada vez había menos de todo y más hambre. Ya ni en la tierra, donde hacía muchos años se cultivaba trigo, se podía encontrar ni un grano. Los padres, impotentes, veían cómo los débiles, los niños pequeños, iban muriendo.

Las dos mujeres salieron a paso ligero hacia la casa. El hogar de Catalina era también muy humilde. En su interior se veía la chimenea encendida y una puerta que daba a la alcoba.

– Brígida, coge esa olla, ponla al fuego con agua y todo lo que vayamos encontrando lo metemos en ella para hacer un caldo. Vino mi hermana la de Trujillo y me trajo algunas cosas. Pobre…a ellos tampoco les sobra mucho, con tres hijos que tienen…

Brígida agarró el recipiente lo llenó con agua de un cántaro que estaba en el suelo a su derecha, y se inclinó para dejarle encima de unas trébedes que reposaban con sus tres patas sobre el fuego del hogar. Se incorporó dirigiéndose a la puerta por donde había visto entrar a Catalina. Una cama, un baúl y la caja despensa eran todos los enseres que poseía la habitación.

Se la encontró rebuscando en la caja de madera vieja.

– Mira Brígida –la dijo dándose la vuelta mientras sujetaba una taleguilla blanca donde se podría apreciar un pequeño bulto. –Este es el trigo que me trajo mi hermana, todavía queda un poco. –estiró los brazos para ponérselo en sus manos. De nuevo se giró y siguió hablando, mientras iba retirando cosas de la caja. En ella había de todo un poco; los enseres de la cocina, un plato, dos cucharas, un tenedor, un cuchillo, un vaso y otro plato que contenía toda la comida que existía en la casa. –Mira, en el plato me queda un trozo de tocino, un pimiento seco y una patata.

Ay mi niña ¡Qué contenta venia el día que fue a pedir a casa de Doña Guadalupe y le dio un trozo de tocino…!-a Brígida se le llenaron los ojos de lágrimas – ¡Pero no te puedes quedar sin nada!–. Catalina la cogió del vestido, con una sonrisa en los labios, agarró el plato y tiró de ella. Se agacharon las dos frente a la olla.

– Vamos a partir todo a la mitad y así te quedas tranquila, mujer –Dijo Catalina cortando todo con un cuchillo.

– ¿Y cómo tienes una patata?

Algunos padres de los niños de la escuela me traen cosillas en agradecimiento y como a veces voy a casa de Doña Guadalupe a dar clases a su hijo, me paga con esto.

¡A, claro! exclamó Brígida. Esos viven bien, son los más ricos del pueblo, por eso le dieron el trozo de tocino a mi Rita.

Mientras el caldo cocía las dos mujeres seguían hablando, y después de un buen rato...

– Esto ya está –dijo Catalina, clavando el tenedor en la patata. -Coge el puchero. Toma el trapo, ten cuidado no te vayas a quemar que está hirviendo.

Con mucho cuidado le agarró por el asa con el paño, se pusieron de pie y se encaminaron hacia la casa de Brígida. Desde la lejanía empezaron a oír jaleo de gritos. Según se fue acercando Brígida reconoció las voces. Eran sus hijos. Aceleraron el paso todo lo deprisa que les permitía el vaivén del caldo.

– Brígida no aguantó más.

¡Toma, toma, que son mis hijos! –dándole el puchero, echó a correr santiguándose una y otra vez.

¡Rita! ¡Hermanita! -gritaba Domingo.

La casa estaba cerca. A ella se le hacía eterno. Parecía que daba un paso adelante y otro hacia atrás, mientras se iba encomendando a Dios.

– ¡No Dios mío! ¡Mi Rita no…! Ten compasión de mí.

Cuando llegó a la puerta los chicos estaban gritando y llorando yendo de un lugar hacia otro. Rufino que se encontraba allí, les hizo una señal inclinando la cabeza para invitarles a salir a la calle. Domingo no paraba de gimotear y no se quería salir.

¡Yo quiero estar con mi hermanita! –su padre le cogió del brazo, lo sacó a la calle con los tres mayores y volvió a la alcoba.

Brígida tenia a la niña sobre su regazo veía como la vida se le escapaba por momentos. Su cabecita caída hacia atrás apoyada en el brazo de su madre con el cuerpo inerte, los ojos cerrados, la boca con los labios entreabiertos, el brazo izquierdo caído sobre el muslo de Brígida, los pies desnudos y renegridos de ir siempre descalza. Llego Catalina con el puchero. Mientras Brígida no paraba de encomendarse a Dios.

¡Ay Catalina que se me va! ¡Ay Dios mío, ayúdame que no voy a poder con esto! –con la niña en los brazos no paraba de mecerse.

¡Venga! ¡Venga Brígida! cógele la cabecita que vamos a intentar darla el caldo. –consiguió que se callara por un momento. Rufino se agachó y sujetó con mucha delicadeza la cabecita de la niña. A él no se le oía, pero por su cara resbalaban lágrimas de dolor.

– ¡Vamos…vamos…!- decía Catalina a cada cucharada que le ponía en los labios.

Brígida tragaba su propia saliva como si fuese la garganta de su hija, y así tragase con ella.

¡Toma más! ¡Anda mi niña, traga! –decía Catalina insistiendo con cada cucharada de caldo.

¡Sigue Catalina, que algo le entrará en el cuerpo! –decía Brígida mientras lloraba.

– Otra cucharada, ¡vamos bonita!–Su padre le frotaba suavemente la garganta para que así el líquido pudiese bajar mejor

Después de un tiempo eterno, en una de las cucharadas, la niña cerró y volvió abrir la boca. Rufino y Brígida se miraron.

¡Ya, ya! venga ya bonita.

En una de las cucharadas su padre sintió en la yema de sus dedos como se movía la garganta de arriba abajo. La niña ya estaba tragando. Todos esbozaron una pequeña sonrisa. Poco a poco y muy lentamente, su cuerpecillo iba tomando vida.

¡Rita, mi niña! –decía Rufino.

Las lágrimas iban desapareciendo reemplazándose por una tímida sonrisa.

El líquido de vida ya no escurría por la comisura de los labios, desaparecía dentro de su boca. Con los ojos abiertos, y un lento movimiento del brazo que seguía sobre el muslo de su madre, lo elevó hasta su pecho.

– Rita hija come, que te vas a poner buena –decía Brígida–. No paraban de decirle cosas para animarla.

– Me parece…que ya…estoy…mejor, –decía la niña con un hilo de voz.

Las sonrisas pasaron a las risas de felicidad. Brígida y Catalina siguieron dándola el caldo. Rufino salió a la calle a consolar a los chicos, – hijos, ya se está poniendo bien.

Todos comenzaron a dar botes de alegría.

 

 

CAPÍTULO 3

Los rayos del sol, con su fuerza indicaban que ya había llegado el verano. Rufino golpeaba con firmeza el tacón de unos zapatos que sujetaba fuertemente entre sus rodillas. Catalina la maestra, después de lo que paso con Rita, hacía ya tres años, se ocupó de que no le faltara comida a la niña y se la llevó a su casa por una temporada.

Rufino, cada vez tenía menos trabajo, y ella con lo poco que ganaba de maestra y las clases que le daba al hijo de Doña Guadalupe, tenía suficiente para las dos. Un día se acercó a la casa de Brígida con la intención de hablar con Rufino.

– Buenos días Brígida. ¿No está Rufino? Quería hablar con él.

– Sí, está detrás de la casa. Domingo, ve a llamar a tu padre.

Cuando él entró, las dos mujeres estaban sentadas junto a la mesa.

– Siéntate ––la dijo Brígida apuntando con la mano hacia una silla.

Mientras él llegaba, Catalina ya la había adelantado algo a Brígida sobre el motivo de su visita. La mujer se incorporó un poco. Haciendo un carraspeo con la garganta y comenzó a hablar una vez sentado Rufino con ellas.

– Sabemos que tienes muy buenas manos para todo; perdona mi atrevimiento. Se me había ocurrido que si no te importaría arreglar zapatos.

– Hombre, a mí no me importaría, pero no sé dónde quieres ir a parar.

– Pues te digo: La idea me surgió por Doña Guadalupe. Un día que fui a dar clases a su hijo se le había roto el tacón de unos zapatos, me preguntó si sabía de alguien que se lo pudiera arreglar, porque si no los tenía que llevar a Trujillo. Le dije acordándome de ti, Rufino. «El de Brígida es muy mañoso, sería capaz de arreglar los tuyos y todos los del pueblo si se le pone a mano». Ella me dijo que lástima que aquí no tuviéramos un sitio para esas necesidades. Ahí me surgió la idea.

– Ya….A mí no me parece mala idea, y sé que lo podría hacer, pero para eso necesitaría herramientas y un lugar, aquí en casa ya sabes cómo andamos de sitio.

– Mira Rufino, yo esta tarde tengo que ir a dar clases a su hijo, si quieres le comento y a ver qué se puede hacer.

Al llegar a casa de Doña Guadalupe no lo dudó ni un momento, en vez de empezar por el principio (las clases de su hijo) optó, por el final, hablar con Doña Guadalupe a santo de los zapatos.

– Antes de empezar quiero hablar con usted.

– ¿Ah, sí, Catalina? Faltaría más; Siéntese.

– Estuve diciendo a Rufino lo de arreglar los zapatos. Él está dispuesto, le parece muy buena idea, pero claro no tiene herramientas ni sitio y mucho menos dinero para poder comprar lo que necesita para empezar.

¡Ja, ja, ja! reía doña Guadalupe–, – pero si eso son dos pesetas.

– Sí… claro…dos pesetas que él no tiene.

– Detrás de la casona tú sabes que yo tengo un cuarto.

– Sí, lo conozco desde siempre.

– Está lleno de trastos, pero bueno, como tiene a los chicos parados lo pueden ir limpiando. Respecto al dinero, que no se preocupe, yo se lo presto. Hablaré con él sobre de cómo me lo podrá ir devolviendo.

– Pues no hay más que hablar. Se lo comunico y que él venga hacer tratos con usted.

Y así se fraguó el negocio del calzado.

Rufino seguía afanoso machacando el tacón del zapato. Una punta… ¡Zas, otra punta…Zas, zas! Cuando clavó el tacón, le dio la vuelta y lo miraba girándolo. Una sonrisa indicaba que estaba orgulloso del trabajo realizado. Le sacó brillo con un paño, y se levantó para ponerlo en una estantería destinada a los zapatos arreglados y terminados dispuestos para recoger por sus dueños. No era un negocio muy boyante, pero daba para comer algo. Los pueblos de alrededor eran pequeños, y tampoco tenían quien reparase el calzado; les pillaba más cerca que de Trujillo, y por eso se lo llevaban a Rufino. Cuando colocó el zapato en su sitio dio por terminada su jornada. Cerró la puerta y se encaminó hacia casa.

– Rufino – le dijo Brígida al verle llegar–. Toma, ha llegado esta carta para ti, es de Salamanca, seguro que es de tus padres.

– Trae padre, – le dijo Anastasio que estaba allí presente, – sí, es de Salamanca. Don Antonio Bravo.

Anastasio metió el dedo índice por un lado del sobre y tiró poco a poco hasta abrirlo del todo, sacó el papel que venía dentro. Los tres mayores aunque torpemente, ya sabían leer y escribir.

 

«Querido Rufino:

 

Te escribo estas cuatro letras para decirte que ayer enterramos a tu madre.

No sabemos qué le pudo pasar, solo que no despertó por la mañana.

Mi hermano, que es el que escribe, y su mujer, han querido he insistido que me quede con ellos.

La vida se me va. Hemos estado mucho tiempo separados y lo poco que me quede, quiero pasarlo contigo.

Ya lo decidí: mañana me pongo en camino.

Un beso de tu padre Antonio Claudio Bravo, el escribano.»

 

Antonio, era un hombre muy culto para aquella época, sabía leer y escribir. Pero la mala suerte quiso que un día cortando leña le saltara una astilla del hacha en el ojo. Tuvo tal infección, que cuando quisieron darse cuenta, no se lo pudieron salvar, quedando ciego de él. Con la edad, fue perdiendo poco a poco la vista del que tenía sano quedando ciego completamente. Necesitaba la ayuda de su mujer para todo, por eso, al morir ella, no quería ser una carga para su hermano y su cuñada.

Rita estaba encantada con el trabajo de su padre. Si había algo que le gustase, eso eran los zapatos. Todos los días se acercaba a verle y ya de paso se les probaba todos. La daba igual de hombre o de mujer.

– Mira padre. ¿Ves qué bien me quedan?

– Rita, quítate eso que te vas a tropezar y romper la cabeza.

La niña cumplía ese año los 12 y todavía andaba descalza.

– Si te los quitas, te doy una sorpresa.

– Sí, sí, mira que ya me los he quitado.

– Alcanza la talega que está encima de ese banco.

Rita se levantó de un brinco del suelo dejando a un lado los zapatos con los que estaba jugando.

– Toma padre…

– Es para ti.

¡Para mí!

– Sí… Sácalo a ver qué hay.

Abrió la saca, y mirando en el interior…

¡Ala, ala, ala!

Rita saltaba, se daba la vuelta, se echaba las manos a la cabeza rascándosela y gritaba. Se lanzó hacia su padre, llenándole de besos por toda la cara, con los brazos rodeándole el cuello.

¡Ah que me ahogas niña! –decía Rufino riéndose.

– Gracias, gracias, gracias…– decía entre un beso y otro.

Rufino, con unas suelas y restos de material, le había hecho unas sandalias de tiras para el verano, ¨Pero no fue muy buena idea¨…

 

 

 

CAPÍTULO 4

Rufino y Antonio se fundieron en un gran abrazo golpeándose la espalda como lo suelen hacer los hombres.

– ¡Hola hijo!

– ¡Padre! ¿Cómo está usted?

– ¡Qué alegría después de tanto tiempo!. Si no fuese por lo de tu madre…; cómo la hubiese gustado estar aquí.

Rufino se separó con la cabeza agachada para que su padre no pudiera tocarle la cara llena de lágrimas.

– ¿Qué le pasó a madre?

– No lo sé hijo. La noche antes se quejaba de que la dolía un brazo y la espalda, decía que tenía frío, me pareció raro pero bueno… Yo le dije que se acostara, que habría cogido algún catarrillo, que se tomara un vaso de leche, y a la mañana siguiente seguro se levantaría bien. Cuando me desperté la sentí fría, me di la vuelta y noté que no se movía, me asusté y llamé a tu tío.

Rufino le dio un toque en la espalda.

– Saldremos adelante. Aquí nos tienes a todos para lo que haga falta. -Antonio le puso una mano en el hombro para que Rufino le sirviera de guía hasta entrar a la casa. Brígida estaba de espaldas, dando vueltas al contenido de una olla de barro. Los chicos mayores se estaban aseando en un rincón compartiendo la única palangana. Ángel se lavaba la cara. Luciano se peinaba frente a un espejo roto colgado de la pared, y Anastasio, se estaba secando las manos. Al oír entrar a su padre con el abuelo se dieron la vuelta. Los dos pequeños estaban sentados en el suelo. Rita refunfuñaba porque las sandalias que le había hecho su padre la estaban destrozando los pies.

– ¡Estas malditas zapatillas…! Cuando intentaba quitárselas, las tiras le daban en las rozaduras que ya eran heridas y ampollas.

Domingo se levantó y salió corriendo abrazándose a las piernas de su abuelo.

– ¡Abuelo! ¡Abuelito!

El abuelo que no podía verle, inclinó la cabeza hacia abajo y le palpó sus hombros.

– ¿Eres Domingo verdad?

– ¡Sí abuelito!

– Pero qué flacucho estas…

– Es que como poco…

– ¡Ja! -El abuelo soltó una pequeña carcajada. En ese momento Brígida se acercó.

– ¿Cómo está usted señor Antonio? Siento mucho lo de Ambrosia.

– Gracias…

– Hola abuelo –dijo Rita tocándole la cintura.

Antonio se quedó sin aliento al escuchar la voz de la pequeña, agachando la cabeza la contestó.

– ¿Eres Rita verdad? -Y se sumió en un silencio que la niña no comprendió.

Se estaba haciendo de noche y la luz del sol ya apenas entraba por la pequeña ventana, la única de la que disponía la casa de tan sólo 20 metros. Del techo colgaban unas viejas cortinas de color oscuro a modo de tabique para separar las dos habitaciones. Uno de los cuartos era muy pequeño, donde dormían los padres con la niña en una única cama. De la pared pendía una cuerda en horizontal con una punta en cada extremo. En ella colgaban unos pantalones de pana con una camisa blanca de Rufino. Casi encima se podía ver el vestido negro con lunares pequeñitos y puntilla beige en los puños de las mangas y en el cuello, un vestido celeste que era más pequeño que el resto de las prendas y un abrigo de paño que finalizaba en la punta de la cuerda. Brígida reservaba la ropa con mucho cuidado, sólo la utilizaban para ir a misa los domingos. Era la única de la que disponían a parte de la que llevaban puesta. La cama, un colchón de paja cubierto con una colcha azul reposaba sobre cuatro patas y unos travesaños de madera que hacían las veces de somier. De la pared frontal pendía un gran crucifijo, al que Rita le rezaba todas las noches con gran devoción. Debajo de la cama había una maleta de cartón y un orinal con un asa, con trozos de la porcelana saltada por el paso del tiempo. Rufino y Brígida hicieron la primera habitación al ir a vivir a la casa, pero cuando fueron naciendo los hijos tuvieron que hacer otra simplemente poniendo una cortina para la separación. La de los chicos tenía una cama igual que la de los padres, en ella dormían los cuatro varones. Luciano y Domingo a la cabecera, Ángel y Anastasio a los pies.

Seguía puesta la misma cuerda en la pared, pero algo llamaba la atención. Había cuatro camisas pero sólo un pantalón nuevo. Los domingos, el primero que se levantara era el que se los ponía para ir a misa. Los demás usaban los de diario. Brígida les lavaba por la noche y los colgaba cerca de la lumbre para que cuando ellos se levantaran ya estuvieran secos. Fuera de las cortinas la habitación se reducía a una mesa redonda de madera y alrededor de ellas unas sillas de mimbre. Rita y Domingo siempre andaban jugando por el suelo y rara vez se sentaban en las sillas. A la hora de comer lo hacían de pie o en el regazo de sus padres.

El suelo de la casa era de barro. Un día Rufino tenía que ir a Trujillo y cuando volvió traía un enorme cartón que encontró. Lo colocaron en el suelo en un rincón y desde entonces ese era el lugar de juego favorito de los pequeños. En una de las paredes se encontraba un vasar donde Brígida tenía una cazuela, un puchero, un plato y pocos utensilios más de cocina.

– Venga… Sentaos a la mesa.

– Ya vamos madre. – dijeron los niños girándose y dando por terminado el aseo.

Los pequeños se levantaron de un salto y en un santiamén sus pechos esqueléticos estaban pegando en el borde de la mesa. Rufino separó una silla con una mano, con la otra agarró a su padre del brazo derecho.

– Siéntese padre…

Antonio extendió la mano queriendo palpar algo hasta que toco la mesa y ayudado por Rufino se sentó soltando un suspiro. Una vez sentado el abuelo, todos hicieron lo mismo. Mientras los pequeños se peleaban por la única silla que había quedado libre.

– ¡Déjame que es mía!

– No, que la tengo yo -Domingo dio un empujón a su hermana y se encaramó encima de la silla. La niña se puso a llorar

– Rita, ven. Siéntate en mi rodilla.

Era el ojito derecho de su padre. Ella con una sonrisa picarona le sacó la lengua a su hermano mientras fruncía el ceño. Brígida posó en la mesa la cazuela de barro que contenía la cena y desde la alacena, acercándose al abuelo, colocó frente a él un plato y una cuchara.

Hoy llenarían un poco más los estómagos. Doña Guadalupe llamó a Brígida para que fuera a lavarle la ropa y se pasó toda la mañana lavando y lavando. Cuando volvió con la ropa limpia, Doña Guadalupe le dio un trozo de costilla de cerdo, una taleguilla de avena, dos patatas y una cebolla. Había hervido las patatas en trozos pequeños y media cebolla. Para aumentar le echó más agua y añadió unos trozos de pan y sal, y se sentó poniendo a Domingo en su regazo. La comida se ponía en el centro de la mesa y cada uno metía su cuchara a ver si tenían suerte de coger algún trozo de patata entre tanto caldo.

– Una para ti y otra para mí. -Decía Brígida dando de comer al niño.

El abuelo en silencio, tocaba el borde del plato con una mano y con la otra metía la cuchara y se la llevaba a la boca.

Rita le miraba con cara de asombro, entonces no sabía que acabaría siendo su lazarillo. Cuando ya no quedaba más en la cazuela todos soltaron las cucharas. Al ver que el abuelo terminaba, Ángel pidió permiso para levantarse, Luciano y Anastasio tenían que madrugar para ir a limpiar unas pocilgas de los señores del caserón. El trabajo les llevaría todo el día, pero eso les aseguraba la comida de un par de días. Con los que Rufino sacaba arreglando zapatos apenas llegaba para el pan y de vez en cuando leche. Uno por uno besaron al abuelo.

– Hasta mañana.

– Hasta mañana si Dios quiere, abuelo. –contestaron él y sus padres al unísono.

El abuelo se quedó sentado. Rufino se acercó a la habitación y cargando el colchón lo puso en el suelo cerca del calor del fuego. Brígida saco unas sábanas bajeras blancas y cubrió el colchón metiendo los bordes por debajo. Le puso encima la manta de su cama. Rufino cogió el cartón que estaba en el suelo y lo puso sobre los travesaños. Brígida agarró la única sábana que le quedaba y la puso sobre el cartón que desde ese momento pasó a ser su colchón. Acostó a Rita poniendo de cabecera el abrigo de paño y la arropó con la colcha azul. Mientras, Rufino ayudaba a su padre a acostarse.

– Aquí vas a estar bien, padre. –Sí, seguro que sí, hijo. –Si necesita algo me llama. –Suelo beber agua por la noche. – justo encima se encontraba el vasar. Levantó la mano, cogió el vaso de metal, se dirigió al botijo y lo llenó.

– Aquí tiene padre. Descanse usted que ha tenido un viaje muy largo. Hasta mañana si Dios quiere padre.

– Hasta mañana si Dios quiere.

 

 

 

 

CAPÍTULO 5

La situación de la familia cambió desde que llegó el abuelo hacía ya dos años. Antonio tenía una pequeña pensión y contribuía en los gastos de la casa. No le faltaba un real en el bolsillo, incluso para ir a la cantina de vez en cuando. Todos los domingos les daba dos reales de propina a los tres chicos mayores. Los pequeños según él no lo necesitaban y eso hacía que Rita siempre estuviera enojada con él.

A Rita le llamaba mucho la atención el modo de hablar de su abuelo, con puro acento castellano. Pronunciaba perfectamente las eses al final de cada palabra. Con una entonación delicada, sin acento extremeño. Desde que el llego la niña hacía de lazarillo. Allí donde fuese siempre estaba ella. Ese día la casa estaba en silencio. Sólo se oía el estallido de los troncos encendidos en la chimenea y el sonido de metal rozando rítmicamente. Era el sonido del desayuno. Gachas con leche y azúcar. Las gachas son agua o leche caliente, se le añade avena y se remueve. Hacía dos años no se podía ni pensar en las gachas, ni siquiera con agua. La avena era inalcanzable para su economía y mucho menos con leche.

– Rita, desayuna…–dijo su madre saliendo por la puerta.

– Sí, respondió el abuelo. Que me tienes que llevar a la cantina.

Domingo seguía asistiendo a la escuela, pero Rita, desde que llegó el abuelo, tuvo que dejarla para atenderle. Todos salían muy temprano de la casa para buscar el sustento. Ella le admiraba, pero había algo en el que siempre la malhumoraba y no comprendía por qué, con sus hermanos y con todos era cariñoso y amable, con ella se mostraba distante, frío e insensible y siempre le hablaba como si estuviera enfadado. Eso le crispaba los nervios…

– Y encima nunca me quiere dar la propina y a mis hermanos sí, –pensaba Rita– ¿Qué le pasara al abuelo conmigo…? Encima que soy yo la única que le atiende en todas sus necesidades. Rita era una buena niña, pero en su interior siempre estaba pensando el modo de hacerle pagar la diferencia que tenía él para con sus hermanos.

El abuelo pegado a la lumbre de la chimenea sentía como el calor le daba en la cara y en las piernas. Había poca luz por el día nublado, pero eso no tenía ninguna importancia, él siempre estaba en plena oscuridad. Triste y pensando en el pasado, recuerdos que lo único que le hacía era sentirse mal y acentuaba su mal humor cada vez que Rita le preguntaba algo. Quiso salir de ese círculo de pensamientos y palpando con la mano intentaba encontrar su bastón, era un simple palo que Rufino le había preparado raspando la corteza y quedando una fina vara gorda. No lograba encontrarlo, lo había apoyado en la pared, pero en algún momento se había resbalado al suelo fuera de su alcance.

– Rita, alcánzame el bastón y llévame a la cantina. –le dijo con un tono muy brusco que únicamente utilizaba con ella.

En casa, aburrida, y con la actitud agria del abuelo, sólo le daba por maquinar el modo de hacerle pagar tanta hostilidad. Tomo el bastón del suelo y se lo puso en su mano derecha. Acercó el hombro a su abuelo y le puso la mano izquierda sobre él. Comenzaron a caminar hacia la puerta. Cuando Rita la abrió sintieron una ráfaga de frío por todo el cuerpo. Era 11 de diciembre. El día estaba completamente gris. La calle tenía una fila de árboles a cada lado con sus hojas mojadas. Los tejados por sus canales seguían escurriendo el agua de la última lluvia haciendo ruido de chapoteo contra el suelo. Todo rezumaba humedad. Hasta un perro que cruzaba se había quedado en la mitad de su volumen por lo empapado que llevaba el pelo.

La calle era de tierra, tenía tantos hoyos, que para andar por ella había que ir esquivándolos y buscar las partes más altas para no meterse en el agua.

La cantina estaba al otro extremo de la calle, era un espacio pequeño con un mostrador que hacía las veces de tienda donde se podía encontrar desde una barra de pan hasta una azada pasando por todos los artículos de primera necesidad.

Rita cerró la puerta.

– Vamos pendeja, vamos. ¿Dónde estás? -Alargando la mano tocó de nuevo el hombro de la niña.

A cada paso, Rita buscaba las partes altas y en consecuencia el abuelo terminaba metiendo los pies en el charco.

– Pendeja, pendeja… ¡Ven aquí! -Cuando salía de uno le preguntaba.

– ¿Me vas a dar la propina?

– No, no te la mereces.

Ella callaba, pero en el siguiente charco se las ingeniaba para meterle de nuevo. El abuelo estiraba la mano intentando sacudirla con el bastón, ella se retiraba y conseguía que no la diera y eso le hacía sentir indefenso e inseguro.

– ¿Me vas a dar la propina? –Volvió a preguntar.

– Sí niña sí, dos reales– le contestó el abuelo con la astucia de la edad.

Rita sabía que mentía, pero era suficiente su venganza y si no se la daba ya encontraría la manera de hacerle rabiar. No temía la reacción de sus padres que conocían el verdadero motivo del rechazo hacia la niña, por eso el abuelo no les decía nada cuando le tanteaban.

Un día que Rita estaba jugando en la calle a la altura de la ventana, escuchó una conversación entre Rufino y el abuelo.

– Padre, es una criatura, no tiene la culpa–.

Ella no entendió nada, pero intuía que el abuelo no decía nada porque no tenía el apoyo de su hijo.

 

 

 

 

CAPÍTULO 6

– Buenos días señora Guadalupe.

– Buenos días Brígida. Hoy casi no tengo ropa para lavar, pero ya que estás aquí me limpie la habitación de Luisito.

Luisito ya tenía 28 años. Era el único hijo que consiguieron tener el matrimonio después de varios abortos. Con mucho reposo durante todo el embarazo este pudo llegar a los 9 meses de gestación. Luisito pesaba al menos 2.100 gramos al nacer, aunque entonces corrían malos tiempos y morían muchos niños, gracias al dinero que pagaban a las nodrizas para alimentarle bien consiguieron sacarle adelante.

El niño fue creciendo pero siempre gozaba de muy poca salud. Tuvo sarampión, paperas y todo tipo de enfermedades que se pudiera padecer pero siempre salía adelante gracias a los buenos médicos que traía de Trujillo el esposo de Guadalupe, oportunidades que otros niños no podían permitirse y morían. Fue cuidado entre algodones, pero aun así, de nuevo estaba convaleciente.

– Brígida. Vengo pensando desde hace algún tiempo, si su hija Rita podría venir a atender a Luisito.

– Claro que sí Doña Guadalupe, hablamos de todo y mañana mismo se la mando, puede venir todos los días que la necesite.

La niña ya no era niña. En un mes cumplía los 18 años y se había convertido en una preciosa joven, no muy alta, pero con una tez blanca con pómulos sonrojados y unos ojos grandes color miel despiertos como ella. Su melena castaña y ondulada le cubría los hombros y continuaba hacia abajo recorriendo todo lo largo de su espalda. Con los andares salerosos se podía intuir sus curvas casi perfectas por debajo de la ropa. Pero sin duda, lo más bello de todo, era su alegría. Heredo de su padre la bondad y de su madre la generosidad. Menos mal que en su genética no iba incluida el genio de Brígida. A pesar de su infancia pobre, tenía una delicada elegancia. Poseía una hermosa belleza por dentro y por fuera. Educada, siempre correcta y respetuosa para con los demás.

– ¡Señora Guadalupe! ¡Señora Guadalupe!.– Gritó sin cruzar el umbral de la puerta.

– ¿Eres tú, Rita? Pasa, acompáñame.

La señora Guadalupe iba delante, Rita la seguía con cara de asombro, no podía creer lo que veían sus ojos. Ante ella se habría un pasillo interminable lleno de puertas a un lado y otro. Altos techos de los que colgaban dos grandes lámparas de cristales que reflejaban colores en la pared al darles el sol que entraba por un gran ventanal situado al final del pasillo, en el suelo se extendía una larga alfombra de rombos rojos y beige. Rita sólo conocía la casa por fuera que hacía evidente su majestuosidad. La presidia la barandilla blanca de alabastro del gran porche con una puerta marrón en el centro, mostrando dos ventanas a cada lado de esta y una hilera de cuatro ventanales en forma de arcos en la planta superior. En el tejado se podían ver dos buhardillas con marcos marrones. La fachada impecable, todos los años Doña Guadalupe reunía a una cuadrilla de hombres y mujeres para pintarla. El día anterior preparaban unos barreños con agua donde vertían kilos de cal e iban añadiendo sangre de cerdo para darle un tono rosado hasta alcanzar el color deseado por ella.

Rita seguía callada. Doña Guadalupe por fin se paró enfrente de la última puerta a la derecha. ¡Tan, tan! –Golpeó con los nudillos.

– Pase madre. – Se oyó una voz masculina en el interior.

La madre tomo la manecilla y la puerta se abrió entrando con paso firme. Rita se quedó esperando inmóvil en el pasillo, desde donde sólo podía ver la oscuridad en el interior del cuarto.

– Pasa Rita. – dijo doña Guadalupe.

Tan sólo avanzó dos pasos y se paró de nuevo. La habitación se mostraba en penumbra, parecía que toda la belleza de la casa terminaba muriendo en aquel cuarto. Doña Guadalupe tiró fuertemente de unas espantosas cortinas de terciopelo verdes botella para que entrase la luz del sol y dar un poco de vida a aquel horrendo dormitorio. El ruido hizo estremecer a Rita.

– Mira Luisito. Esta es Rita, va a venir a tenderte todos los días.

Rita temblaba. Llevaba un vestido azul marino con cuello redondo y entallado a la cintura en unas tablas dándole vuelo. Se lo confecciono Brígida con unas telas que había traído Rufino en unos de sus viajes a Trujillo. A la parte izquierda de la sala se encontraba una enorme y alta cama, de cada esquina salían cuatro maderas adornadas con cortinas a juego con la colcha, en el cabecero cuatro almohadones blancos en los que reposaba una maraña de pelo negro. La maraña se movió y Rita casi se muere del susto.

– Hola. – dijo con desgana la maraña de pelos que cuando vio a la joven allí de pie quedó sin aliento. La miro fijamente sin articular más palabra.

Rita no pudo por más que bajar la vista mirando sus zapatos. Eran negros, con un poquito de tacón, usaba el número treinta y cuatro tenía el pie pequeño. Los zapatos eran del treinta y seis, pertenecían a una joven que años atrás los llevó para que Rufino se los arreglase, pero la joven se fue ese año a la vendimia de Francia y nunca más regreso. Su padre les había puesto una correa que atravesaba el empeine para que no se la salieran.

– Mira Rita. –Guadalupe rompió el silencio– Hay que lavarle todos los días. Coges una palangana de agua caliente, mojas estos paños y se los dejas un rato sobre la cara.

Rita no concebía lo que estaba viendo. Luisito tenía el pelo de la cabeza largo, sucio y revuelto, con aspecto de dejadez en mucho tiempo. La barba también larga probablemente de meses. Pero lo peor estaba por ver.

– Bueno, yo os dejo que tengo mucho que hacer. ¡Ah Rita! La frente se la limpias con algodón empapado en alcohol. –dijo antes de marcharse.

Le dieron ganas de salir corriendo, pero pensó en la ira de su madre si lo hacía. Cogió la palangana y cuando la tenía en la mano se dio cuenta de que Guadalupe no le había dicho dónde estaba la cocina para coger agua. Le dio igual, ella sólo quería algún pretexto para huir de allí y seria la excusa perfecta. Cuando salió al pasillo despavorida casi choca con una señora mayor, bajita y gorda, toda vestida de negro, con un moño en la cabeza.

– ¡Jesús! qué susto me has dado, ¿Eres Rita?

– Sí. Voy a buscar agua caliente.

– Ven conmigo. – Rita siguió a la mujer por el pasillo y llegaron a una puerta que estaba abierta por la que bajaban unas escaleras. -Mira hijita, la cocina está allí abajo, sólo son cuatro peldaños. –Mientras bajaban la señora no paraba de hablar–.Estoy con los señores desde el primer embarazo de la señora, siempre se ponía muy enferma y al final perdía los niños. Tuvo tres abortos antes de tener a Luisito. Yo fui una de sus nodrizas, no le podía dar de mamar todos los días porque tenía que amamantar al hijo que yo acababa de tener y no tenía leche suficiente para los dos. Siempre decía que mi leche era muy buena. La otra nodriza era Juana. Vivía al lado de la iglesia y venia un días sí y otro no. Al final su niño se murió y acabo viniendo todos los días. Pero su leche no era tan buena como la mía. Cuantos años ya… Como pasa el tiempo Dios mío…

Sólo la cocina ya era más grande que la casa de Rita. Las paredes eran de azulejo blanco casi hasta el techo. Había unas ventanas largas rectangulares. No había lumbre ni paredes ennegrecidas por el humo. En un lateral estaba una cocina grande de hierro con unas placas redondas que se quitaban con un gancho y se metía la leña. Encima había una cazuela de metal con agua caliente.

– Hija, coge el agua de aquí, ten cuidado no te quemes

– Llenó la palangana y se dio media vuelta –cuando llegó a la escalera la señora todavía seguía hablando.

– Me llamo Inés hija, si necesitas algo casi siempre estoy aquí en la cocina.

– Muchas gracias señora Inés, lo tendré en cuenta. -Subió la escalera muy despacio para no derramar el agua de la palangana, cuando llegó a la puerta de la habitación se paró en seco, esta estaba abierta pero no quería atravesarla.

– Entra, Rita. – Luisito le había oído. La tarima del suelo dio un crujido y la delató. Obedeciendo a la voz se dirigió hacia la mesita de noche bordeando la cama. En la pared de la derecha y por el rabillo del ojo podía ver unos cuadros oscuros con anchos y dorados marcos que encuadraban las fotos de quien seguro serían los antepasados de la familia. En silencio posó la palangana sobre la mesita. Luis se había incorporado un poco, lo suficiente para que le pudiese poner los paños sin caerse. Rita mojó uno lo retorció y se inclinó hacías Luisito. ¡Dios mío!, no le había visto tan de cerca. ¿Qué era lo que tenía por debajo de la barba? Una especie de gigantescos granos llenos de pus que se reventaban mezclándose el espeso liquido con los pelos de la barba… Le invadieron arcadas a la boca, y sin pensarlo se dio la vuelta y salió corriendo como si la persiguiera el demonio. Ni siquiera miro atrás.

 

 

 

 

CAPÍTULO 7

Domingo venía calle arriba llorando.

– ¿Qué pasa Domingo?

Era tanto el llanto, que no podía ni articular palabra.

¿