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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2019 Caitlin Crews

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Escándalo en la realeza, n.º 163 - abril 2020

Título original: His Two Royal Secrets

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-184-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

LO único que importa es la línea de sangre, el linaje.

Eso le decía el intimidante padre del príncipe heredero Ares a su hijo cuando tenía poco más de cinco años.

A esa edad, Ares no tenía ni idea de lo que quería decir su padre, no sabía a qué se refería ni cómo podía afectarle a él. A los cinco años, lo que más le importaba eran las horas que podía escaparse de su niñera, que siempre estaba diciéndole que tenía que comportarse como un caballero, para correr por los terrenos del palacio. Sin embargo, ya había aprendido, dolorosamente, que no podía llevar la contraria a su padre.

El rey siempre tenía razón. Si el rey se equivocaba, uno se equivocaba.

A los diez años, el príncipe Ares sabía muy bien a qué se refería su padre, y ya estaba harto de oír hablar de su sangre.

Solo era sangre. A nadie le importaba que se desollara las rodillas, pero era muy importante que atendiera a las charlas sobre el propósito de esa sangre, sobre su dignidad y trascendencia, cuando era la misma sangre que brotaba si se hacía una herida al hacer algo que no debería haber hecho, cosas que, según la anciana niñera, eran las responsables de sus canas.

–Tú no cuentas –le sermoneaba su padre durante las reuniones periódicas que tenía con él–. ¡Solo eres un eslabón de la cadena! ¡Nada más!

El rey estaba siempre tirando copas de brandy o distintas frascas contra las paredes de sus aposentos mientras el genio iba subiendo de intensidad. A Ares no le gustaban esas citas, aunque nadie se lo había preguntado.

Además, le habían aleccionado para que no se moviera cuando su padre bramaba. Tenía que sentarse muy recto, mirar hacia otro lado y no inmutarse. A los diez años, eso le parecía una tortura.

–Le gustan los blancos en movimiento –le advertía su madre con la voz temblorosa y ojos amables–. Tienes que aprender a mantener la postura perfecta y a no transmitir tus sentimientos ni con un parpadeo.

–¿Qué pasaría si tiro algo contra la pared?

–No lo hagas, Ares –le reina siempre sonreía con tristeza.–. Por favor.

Empezó a tomárselo como un juego. Fingía que era una estatua como la que le harían algún día para incluirla en el Museo Real que había en el salón principal del palacio del norte desde que las islas que formaban el reino de Atilia habían surgido del mar, o eso decía la historia.

–Nuestro linaje lleva siglos portando la corona de Atilia –tronaba su padre mientras él pensaba que tenía que ser de piedra–. Ahora descansa plenamente en tus manos, en un enclenque que no puedo creerme que haya salido de mis… entrañas.

Ares se repetía que tenía que seguir siendo de piedra mientras miraba por la ventana.

Cuando llegó a ser un adolescente, ya había perfeccionado el arte de permanecer inmóvil en presencia de su padre. Lo había perfeccionado, pero también lo había complicado porque cada día estaba más seguro de que no podía tener ni una gota de la misma sangre que el anciano rey, lo odiaba tanto que no podían ser familiares.

–No puedes decir eso en voz alta –le pedía su madre con la voz agotada y una mirada seria–. No puedes permitir que nadie de la corte dude de su paternidad, Ares. Prométemelo.

Naturalmente, él lo había prometido, le habría prometido cualquier cosa a su madre.

Sin embargo, había veces que el príncipe heredero no estaba de humor para jugar a las estatuas, algunas veces prefería mirar a su padre con toda la insolencia que podía reunir, desafiarlo en silencio para que le tirara algo a él y no contra los muros del palacio, como solía hacer el anciano y cada vez más encorvado rey.

–¡Eres una decepción! –bramaba el rey cada vez que se veían, aunque, afortunadamente, él estaba en internados de Europa y eso solo ocurría un puñado de veces al año–. ¿Qué he hecho para que me maldigan con un heredero tan débil e insolente?

Eso, naturalmente, lo estimulaba para que cumpliera con las peores expectativas de su padre y disfrutaba temeraria y desaforadamente.

Europa era un campo de juego muy grande y hacía amigos en todos los exclusivos internados de los que acababan expulsándole. Sus adinerados y decadentes amigos y él recorrían Europa de punta a punta, de los Alpes a las playas, de los clubs alternativos de Berlín a las fiestas en superyates por el mediterráneo.

–Ya eres un hombre –le comunicó su padre cuando cumplió veintiún años–. Nominalmente.

Según las leyes del reino, a los veintiún años se convertía en príncipe heredero. Su investidura afianzaba su lugar, y el de sus herederos, en la línea sucesoria.

Seguía siendo ese disparate del linaje y, en esos momentos, le importaba todavía menos que cuando tenía cinco años. En esos momentos, le interesaba más su vida social y todo lo que podía llegar a hacer con la considerable fortuna que le correspondía.

–No temáis, padre –replicó él después de la ceremonia–. No tenía pensado horrorizaros menos ahora que soy vuestro heredero oficial.

–Ya te has corrido bastantes juergas… –gruñó el rey.

Ares no se molestó en contradecirlo. Primero, porque era verdad; y, segundo, porque podría atragantarse con tanta hipocresía. El rey Damascus fue muy famoso por sus juergas y, al revés que él, estuvo prometido a su madre desde el día que nació ella… Y era un motivo más para que lo odiara.

–Lo decís como si fuera algo malo –replicó en cambio.

Ya no jugaba a las estatuas delante de su padre. Ya era un hombre adulto, según todo el mundo, era el heredero del reino y tendría que llevar a cabo cometidos en nombre de la corona que llevaría algún día. Se quedó junto a la ventana de los aposentos de su padre y miró las colinas y el cristalino mar azul.

Para él, Atilia sería siempre así. El murmullo de las olas del mar, el delicado aroma de las flores, toda la extensión del mar Jónico ante él… No el rey y su afición a destrozar cosas y a causar desasosiego a la más mínima provocación.

–Ha llegado la hora de que te cases –remató el rey.

Ares se dio la vuelta entre risas, pero se rio más todavía cuando vio que su padre estaba serio.

–No pensaréis que vaya a hacerlo, ¿verdad?

–No tengo ganas de sufrir el suplicio al que nos someterías a este reino y a mí.

–Aun así, tendréis que sufrirlo porque no pienso casarme –insistió Ares en un tono amenazante que era lo que más se parecía a intentar darle un puñetazo a su padre… y su rey.

Ese día, su padre rompió una frasca que era de las familia desde el siglo XVIII. Se hizo añicos un poco a la izquierda de Ares, aunque él no parpadeó y se limitó a mirarlo fijamente.

Sin embargo, sí se había quebrado algo. No eran los mil pedazos de cristal de un valor incalculable ni era el genio de su padre, que ya le parecía más bien aburrido.

Era todo el conjunto: los títulos, la tierra, el linaje… Él no había significado nunca ni la milésima parte de todo eso para su padre. No lo habían criado sus padres, lo habían tutelado una serie de empleados que lo habían llevado delante de su padre de vez en cuando, y cuando estaban seguros de que iba a portarse bien.

No podía dejar de pensar que, en realidad, preferiría no ser príncipe, o, si no había más remedio, preferiría no tener que entregar el relevo del linaje y todas esas sandeces a la generación siguiente. No pensaba casarse, no tenía el más mínimo interés y, además, se oponía categóricamente a tener hijos.

Tampoco podía evitar pensar que su padre era un monstruo precisamente por el linaje y por la corona… y era un monstruo sobre todo con su hijo. Era frío con la madre de Ares, pero era Ares quien soportaba las frascas destrozadas y los arrebatos de furia, y él no estaba dispuesto a transmitir esa furia a sus propios hijos.

–No deberías exasperar tanto a tu padre –le comentó su madre años después, cuando ya tenía veintiséis años y había vuelto a tener otra conversación con su padre sobre el matrimonio–. Vamos a tener que empezar a traer frascas del palacio del sur.

Atilia era un conjunto de islas que formaban un reino muy antiguo en el mar Jónico. La isla del norte era donde se concentraba la actividad económica del país y, en consecuencia, el palacio del norte era la residencia más majestuosa de la familia real. El palacio del sur, en el extremo sur de la isla más al sur del reino, era para relajarse y olvidarse de los asuntos de Estado. Había playas, tranquilidad y todo el desahogo que podía necesitar un hombre que llevaba el peso del reino sobre sus espaldas.

Ares no pensaba cargar con ese peso, pero, aun así, prefería el sur, y allí había pasado unas semanas antes de que su padre lo reclamara.

–No puedo controlar lo que lo exaspera –replicó Ares con ironía–. Si pudiera, los últimos veintiséis años habrían sido muy distintos, y todavía quedarían muchos más objetos frágiles en el palacio.

Su madre tuvo que sonreír, como siempre, con delicadeza y tristeza. Él suponía que era porque no podía protegerlo de su padre, no podía conseguir que el rey lo tratara como la trataba a ella, con un desinterés gélido.

–Que empieces a pensar en la próxima generación no es lo peor que te puede pasar.

–No puedo.

Era una convicción que había ido afianzándose en él a lo largo de los años. Ares miró con detenimiento el querido rostro demacrado de su madre.

–Si tú eres un ejemplo de la institución del matrimonio o de lo que hay que soportar para ser reina de estas islas, no puedo decir que me estimule mucho endosarle ese dudoso placer a nadie.

Eso era verdad, pero más verdad todavía era que Ares disfrutaba su vida. Residía en Saracen House, un edificio palaciego dentro del complejo del palacio del norte, pero prefería la intensidad de Berlín, el bullicio de Londres y la energía desenfrenada de Nueva York.

En realidad, prefería cualquier sitio donde no estuviera su padre.

Además, todavía tenía que conocer a la mujer a la que quisiera para más de un par de noches, por no decir nada de linajes, tradiciones, pompa y solemnidad para toda la vida. Dudaba mucho que existiera la mujer que fuese a hacer que se lo replanteara, y tampoco le importaba gran cosa.

–Sé cómo estás mirándome, y no soy tan vieja como para no acordarme de las emociones de la juventud y de la certeza de que podría predecir los avatares de mi vida –le regañó su madre.

Estaba sentada, erguida y elegante, como siempre, en la chaise-longue de su habitación favorita del palacio, donde entraba la luz del sol para darle alegría, o eso le había parecido siempre a él.

–Espero que no vayas a contarme con pelos y señales las emociones de tu juventud, sobre todo, cuando creía que habías pasado la mayor parte en un convento.

La sonrisa de la reina dio a entender que había algún secreto, y eso le alegró a Ares. Le gustaba pensar que en la vida de su madre había algo más que su padre y ese matrimonio gélido.

–Tienes que encontrar una esposa con orígenes parecidos –comentó su madre sin alterarse–. Vas a ser el rey, Ares. Sea como sea tu matrimonio, estipuléis lo que estipuléis, tiene que ser una reina sin tacha, y tu… asunto también tiene que ser impecable. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Lo entendía, pero eso no quería decir que fuera a obedecer.

–Que tengo que posponer el matrimonio todo lo que pueda –contestó Ares con una sonrisa–. Estaré encantado de obedecer.

Ares ya tenía treinta y tantos años cuando su madre murió de repente de un cáncer fulminante que ella había creído que era una gripe. Seguía llorándola cuando su padre lo llamó al palacio del norte unos meses después del entierro.

–Tienes que saber que lo que más deseaba tu madre era que te casases –gruñó su padre agarrando una copa de cristal como si fuese un arma–. La descendencia, el linaje, es tu deber más sagrado, Ares. Ya se han acabado los juegos.

Sin embargo, el linaje era algo que le gustaba menos todavía, aunque pudiera parecer imposible.

Su madre le había dejado todos sus documentos y los diarios que había llevado desde niña entre ellos. Ares, durante los desoladores meses que habían transcurrido desde su muerte, se había enfrascado en esos diarios, había querido atesorar todos los recuerdos que tenía de ella, había querido volver a sentirla cerca.

Sin embargo, se había enterado de la verdad sobre sus padres, sobre su padre, mejor dicho, y el matrimonio real. Después de que naciera él, habían intentado tener otro hijo, por si acaso, hasta que los médicos dejaron muy claro que ella no podría tener más hijos. El rey no había perdido ni un segundo y había alardeado de su amante abiertamente. Todas esas mujeres que lo habían mimado cuando era pequeño, todas esas nobles con las que había tenido prohibido hablar en privado… ¿Cómo había podido no adivinar su verdadero papel?

Su padre le había desgarrado el corazón a su madre una y otra vez cada vez que se acostaba con una mujer distinta.

El rey nunca le había caído especialmente bien, pero eso lo empeoraba todo. Odiaba a su padre profunda e irrevocablemente.

–Traicionasteis a mi madre constantemente y con toda tranquilidad –replicó él con los puños cerrados–. Aun así, ¿creéis que podéis hablar de lo que más deseaba una vez fallecida? ¿Os atrevéis?

El rey puso los ojos en blanco.

–Estoy cansado de consentirte y de tus negativas a cumplir con tus obligaciones.

–Si estáis tan interesado en vuestro linaje, os invito a que lo creéis vos mismo, como ya parecíais predispuesto a hacer. Lo dejaré muy claro, yo no pienso hacerlo.

–Menuda sorpresa –murmuró el rey entre dientes–. Naciste pusilánime y lo serás toda la vida, incluso estás dispuesto a renunciar al trono.

Sin embargo, a él no le parecía que estuviese renunciando al trono porque nunca lo había querido. No solo estaba garantizándose la libertad, también estaba garantizándosela a cualquier hijo que pudiera tener. Estaba cerciorándose de que ningún hijo suyo iba a criarse en ese palacio de mentiras.

Además, se negaba a tratar a una mujer como su padre había tratado a su madre.

Su padre volvió a casarse enseguida con una mujer más joven que Ares y Ares provocó un escándalo cuando no asistió a la boda. El reino estaba revuelto y los asesores reales no sabían qué hacer.

–¡El trono está manchado! –exclamó sir Bartholomew, el asesor más veterano, quien había acudido hasta Nueva York porque Ares se había negado a honrar una habitación donde también estuviera su padre–. El reino se tambalea. Vuestro padre ha colocado a su amante y se atreve a llamarla su reina. Además, ha afirmado que si… pasa algo, os reemplazará en el trono. ¡No podéis consentirlo, alteza!

–¿Qué puedo hacer para impedirlo? –preguntó Ares.

Vivía en la otra punta del mundo, pasaba el tiempo dedicado a sus obligaciones reales, dirigiendo la organización benéfica que había creado con el nombre de su madre y disfrutando la vida lo mejor que podía. La prensa sensacionalista lo adoraba. Cuando más odiaban a su padre, más adoraban a quien habían considerado un defecto cuando era joven.

Él no tenía la más mínima intención de participar en la corte de su padre, de jugar a ese juego de la realeza.

–Tenéis que volver a Atilia –contestó sir Bartholomew en la suite del hotel que Ares consideraba su casa en Manhattan–. Tenéis que casaros y formar una familia inmediatamente. El pueblo se considera atado a sus espantosas decisiones porque vuestro padre no para de llamaros el príncipe playboy. Si volvierais y demostrarais…

–No soy el rey que buscas –le interrumpió Ares con delicadeza, aunque el anciano palideció–. Nunca seré un rey así. No pienso hacer que este linaje corrompido perdure más allá de mi vida. Si mi padre quiere transmitirlo a otros hijos incautos, yo solo podré darles mis condolencias el día que sean mayores de edad.

Pensó en su madre, como hacía muchas veces, una vez que se habían marchado los asesores. Daría cualquier cosa por poder estar un rato con ella para que lo aconsejara con esa sonrisa triste y su delicado contacto. Podía oírle decir que tenía que casarse como si siguiera sentada delante de él con esa elegancia y distinción.

Sin embargo, no pensaba seguir el mismo camino que sus padres, se moriría antes.

Le sonó el teléfono en el bolsillo y supo que sería alguna invitación a una de esas fiestas a las que la gustaba asistir como si fuese un hombre normal, no el heredero de todo ese dolor y sufrimiento. Se miró en el espejo y, aunque le espantara, tenía que reconocer que esa cara le recordaba más a la del rey que a la de ella.

Se puso muy recto para adoptar la postura que le gustaría a su madre si, por casualidad, podía verlo. Luego, salió para perderse en la noche de Manhattan.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Cinco meses después

 

–¿Embarazada?

Pia Alexandrina San Giacomo Combe miró a Matteo, su hermano mayor, con todo el desapasionamiento que pudo. Había ensayado esa mirada durante un par de meses, pero todavía no estaba segura de que la pusiese bien.

–Eso he dicho, Matteo –contestó ella intentando parecer imperturbable, como también había ensayado.

–No puedes decirlo en serio –replicó su hermano con una expresión de espanto absoluto en el rostro.

Sin embargo, Pia estaba delante de la amplia mesa de la biblioteca de la mansión que pertenecía a la familia de su padre desde que aquel aguerrido antepasado Combe se había abierto paso entre las fábricas textiles y la había construido. Al menos, eso creía ella, porque nunca había prestado mucha atención a las charlas sobre las grandiosas historias de ambas partes de su familia. A sus padres siempre les había encantado hablar de sus familias, como si sus historias pugnaran por la supremacía.

Efectivamente, allí estaba, delante de su hermano, con un vestido más apretado de lo que le habría gustado, y que lo notó más todavía cuando la mirada de incredulidad de Matteo se clavó en su abdomen. Un vestido negro por el riguroso luto que llevaba desde hacía seis semanas, desde que murió su madre, y que no podía disimular el leve abultamiento del abdomen.

No había vuelta de hoja.

Su madre se había dado cuenta, como una semana antes de su muerte, de que Pia estaba poniéndose… gordita, y Pia sabía desde hacía muchísimo tiempo lo que tenía que pasar para evitar la lengua afilada de su madre. Su madre había visto al instante que había aumentado de peso, como lo veía cuando su hija era una joven tímida y con la cara redonda.

–Solo las pobres sin perspectivas son gordas.

La legendaria Alexandrina San Giacomo se lo había dicho a su abatida hija de doce años sin alterar el gesto, lo que había empeorado todo.

–Tú eres una San Giacomo y los San Giacomo no tenemos mofletes. Te aconsejo que dejes los dulces.

Desde entonces, Pia había intentado por todos los medios evitar al menos los desaires de su madre, ya que nunca podría estar a la altura de sus criterios de belleza y elegancia naturales.

Había estado a dieta toda su adolescencia, pero los mofletes se habían mantenido obstinadamente en su sitio. Hasta que una mañana, a los veintidós años, se despertó y habían desaparecido.

Poco después, y desdichadamente, hizo el fatídico viaje a Nueva York, y Pia no sabía por qué había hecho su madre lo que había hecho.

No podía afirmar categóricamente que hubiese sido porque había descubierto que su hija soltera estaba embarazada y a punto de organizar un escándalo de los que su madre creía que eran exclusivos de ella. ¿Acaso no se había pasado toda su infancia metiéndole en la cabeza que tenía que andar recta, que tenía que ser incomparable y permanecer sin tacha? Tenía que ser, por encima de todo, Blancanieves, tenía que ser pura como la nieve virgen o ella, Alexandrina, sabría el motivo.

La verdad era que a Alexandrina no le había gustado el motivo.

Ella no podía asegurar que su madre la hubiese mimado más de lo habitual, como había hecho y con ese resultado trágico, por la noticia de que ya no era virgen y, además, estaba embarazada de un desconocido que no sabía cómo se llamaba. Sin embargo, tampoco podía asegurar que no hubiese sido el motivo.

En ese momento, seis semanas después, Alexandrina había muerto y había dejado desolados a su pequeña familia y a su inmensa legión de admiradores. Entonces, hacía tres días, su padre, el insolente e incombustible Eddie Combe, a quien ella consideraba inmortal, había sufrido un ataque al corazón y había muerto esa misma noche… y ella ya estaba segura. Todo había sido por su culpa.

–Lo dices en serio –comentó Matteo en tono sombrío.

Ella intentó mantener el rostro inexpresivo como hacía siempre su madre, sobre todo, cuando más grave era la situación.

–Eso me temo.