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JOSEP MARIA PUIGJANER

¿UNA CATALUÑA SIN ESPAÑA?

Carta de un escritor catalán a sus amigos españoles

Editorial Milenio

Lleida

Prólogo de Diego López Garrido

© Josep Maria Puigjaner Matas, 2007

© del prólogo: Diego López Garrido, 2007

© de esta edición: Editorial Milenio, 2007

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)

www.edmilenio.com

editorial@edmilenio.com

Primera edición: octubre de 2007

Depósito legal: L-1.192-2007

ISBN: 978-84-9743-229-0

Impreso en Arts Gràfiques Bobalà, S L

© de esta edición digital: Editorial Milenio, 2010

Primera edición digital: mayo de 2010

ISBN digital (epub): 978-84-9743-359-4

Conversión Digital: O.B. Pressgraf, S.L.

Jaume Balmes, 52, bxs.

08810 Sant Pere de Ribes

Índice

PRÓLOGO

TE ESCRIBO LO QUE LLEVO DENTRO DE MÍ

1. PARA UNA CONVIVENCIA CONSTRUCTIVA Y SIN RENUNCIAS

2. DE LO PARTICULAR A LO UNIVERSAL

3. PROXIMIDAD, ENTENDIMIENTO Y VINCULACIÓN MUTUA

Memoria necesaria de historia reciente

4. FENÓMENOS DISTANCIADORES, FUERZAS DE SEPARACIÓN

5. POSESIÓN. DOMINIO Y SENTIMIENTOS ESENCIALES

6. EL ESPÍRITU DE CADA TIERRA

7. TRES ESCRITORES CATALANES ANTE CASTILLA Y ESPAÑA

Gaziel o la capacidad de contemplación amorosa

Salvador Espriu: examen de conciencia

Joan Maragall: La tensión racionalizada

8. PENSADORES ESPAÑOLES ANTE EL PROBLEMA CATALÁN

Las contradicciones de Miguel de Unamuno

La actitud comprensiva de Laín Entralgo

Las consideraciones de Julián Marías

La sintonía intelectual de José Luis L. Aranguren

Juan Luis Cebrián o la compatibilidad de los sentimientos

9. ACTITUDES DE LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA

10. NI CATALANIZAR ESPAÑA, NI ESPAÑOLIZAR CATALUÑA

11. UN CONTENCIOSO QUE EUROPA NO RESOLVERÁ

12. LA INCIDENCIA DE LA INMIGRACIÓN EN CATALUÑA

13. ESPAÑA, SÍNDROME DE CATALUÑA Y VICEVERSA

14. LA PROPUESTA DE UNA ESPAÑA PLURINACIONAL

PRÓLOGO

Cuando empiezo a redactar este prólogo, acaba de terminar un partido de baloncesto entre el F. C. Barcelona y el Real Madrid. Ganó éste último la final y se adjudicó la liga ACB. Después del partido, un jugador del Barça reconoció: “han sido mejores”.

Recuerdo que, en la anterior temporada de liga de fútbol, que ganó el F. C. Barcelona, todo el Bernabeu aplaudió a Ronaldinho a rabiar cuando marcó al Madrid un espléndido gol, en un match que el Barça dominó de principio a fin.

He aquí dos ejemplos de cómo la sociedad civil encauza una confrontación tan apasionada como la que hay entre los dos grandes del fútbol español. Tan apasionada como la competencia intensa que se vive entre la villa de Madrid y la ciudad de Barcelona.

En el plano deportivo, la capacidad de fair play entre catalanes y castellanos descansa en un valor entendido esencial, que se formularía así: “tú eres mi contrincante, pero te reconozco como una parte de un todo en el que yo también estoy”.

El problema histórico de fondo de la cuestión catalana en el seno de España está en ese valor entendido (o en su ausencia). Desde los Reyes Católicos y la distinta participación de Castilla y Aragón en la gran empresa americana, Castilla y Cataluña han convivido pero no han compartido del todo un espacio común.

Luego, a lo largo de los tiempos, nada ha ido a mejor. Ha habido una dinámica de conflicto —explícito o implícito— hasta el siglo XX. En otro lugar he dicho que el debate nacionalista actual en nuestro país es heredero de un siglo de desencuentros entre sentimientos nacionalistas de diferente tipo, un siglo de malas soluciones bajo una dictadura de extrema derecha que martirizó al Estado español durante más de cuarenta años.

La cuestión arranca de más atrás; de una acusación de impotencia en la modernización de España. Joan Maragall, en 1893, en El pensamiento español, acusaba a España de no tener la energía intelectual necesaria para poder conectar con los vientos europeos: “España ha llegado a tal punto de debilidad y decaimiento que ni siquiera puede extranjerizarse”.

Vicente Cacho Viu ha estudiado con detenimiento el nacionalismo catalán de entresiglos y emite un dictamen rotundo: en España hubo un vacío nacionalista, ideológico, una ausencia de un nacionalismo modernizador de alcance español, ya sea de orientación liberal y progresista, ya sea el que se intentó llevar a cabo desde Cataluña. Que tampoco tuvo éxito político.

El nacionalismo catalán fue agotando las esperanzas de una transformación de las estructuras territoriales del poder y se refugió en la afirmación privativa de su identidad.

Todo esto ha cambiado, creo yo. El nuevo catalanismo político ha sido, sin duda, un intento de modernización o proyecto alternativo para España. El catalanismo, con raíces sociológicas indudablemente mesocráticas, ha adoptado una estrategia de intervención en la vida política que le llevó a aceptar el parlamentarismo primero y la democracia después, como vía para que se imponga la voluntad catalana de autonomía.

En ello estamos. El Estado de las Autonomías, el Estatut, tan reciente y tan polémico, son expresión de un triunfo de la apuesta que la democracia española ha hecho por “reconciliar” a Cataluña y Castilla.

Algunos discursos políticos no parecen darse cuenta de que este reencuentro es hoy una realidad. Por eso, Josep-Maria Puigjaner ha escogido en esta obra una fórmula epistolar para explicar cómo los ciudadanos, los amigos, saben, mejor que algunos políticos, encontrar el espacio del entendimiento.

Hay en la obra de Puigjaner una filosofía de fondo, que descubrimos en cada una de sus cartas al amigo castellano. Los catalanes pueden —y, la mayoría, quieren— considerarse una parte esencial de la sociedad española, del proyecto español; pero necesitan saber que son sentidos por los españoles como parte real de ellos y sin condiciones. Viceversa también es cierto. Lo dice en este caso un castellano.

Creo que esto que teorizamos es lo que ya es vivido por la gente de modo natural en la España plural —en cierta medida mestiza— del siglo XXI.

Estas “Cartas” de Puigjaner nos recuerdan lo importante que son Cataluña y Castilla para España. Para que no se nos olvide.

El autor de este sugestivo ensayo ha practicado en su vida personal la convivencia catalano-castellana, y le ha ido muy bien. Es el más autorizado para escribir a un amigo castellano y decirle que somos tan diferentes como el Madrid y el Barça, pero que, sin jugar y competir en el mismo campo, seríamos mucho más pobres y tristes.

Diego López Garrido

TE ESCRIBO LO QUE LLEVO DENTRO DE MÍ

Querido amigo:

Te escribo en un atardecer de febrero, cuando el día empieza ya a prolongarse y se resiste a caer rendido en los brazos de un crepúsculo ligeramente apagado por esas nubes rectilíneas y poco pictóricas, que suelen plasmar en el cielo los vientos de poniente. Es la hora –dicen– propicia a las confidencias.

Me mueve a escribirte una cierta necesidad interior de rememorar aquel tiempo intensamente convivido en tu país cuando, en esta misma hora del atardecer, muchos días me gustaba a mí recoger el alma en la contemplación de las llanuras desoladas de tantos parajes de vuestra geografía. A veces, me sentaba en algún margen rocoso y disfrutaba de la lectura pausada de la “Oda a la Pàtria”, aquel poema de Bonaventura Carles Aribau, dedicado a Cataluña, escrito en el aire de ese oasis de la meseta central que es la ciudad de Madrid. Aribau, poeta y financiero establecido por largo tiempo en Madrid, se estremecía evocando el paisaje catalán y la fortaleza de su lengua nativa, entonces tan maltratada por los poderosos de la política y de la cultura. Ya sabes que es precisamente el sentimiento desbordado, y a ratos descontrolado —al estilo romántico—, el que a menudo me traiciona y puede llegar a perderme. En eso me parezco a unos cuantos millones de compatriotas míos. Los catalanes somos contenidos en la expresión externa del sentimiento, pero por dentro se nos desmanda.

Tengo que confesarte, ya desde ahora, que ciertas expansiones de mi espíritu no serán probablemente comprendidas por muchos de mis compatriotas porque piensan que las relaciones entre nuestros pueblos están bastante deterioradas por la Historia, y que es preferible no empeñarse en recomponerlas. Sé que patria es un concepto para algunos obsoleto y olvidado, pero para mí no, y no me gusta esconderlo ni disimularlo. Porque patria, de acuerdo con su etimología latina, es el lugar venerable de nuestros padres y de todos los que nos han precedido en la no fácil tarea de ser fieles a la propia tierra.

Y precisamente porque nos remite a un pasado que permanece, patria es una realidad de presente que nos constituye y nos identifica. En este sentido, tú y yo pertenecemos a patrias distintas, pero eso no significa que tengan que ser contrarias, sino que pueden ser complementarias. Es más, estoy convencido de que el trasvase de ciudadanos que ha habido entre ellas, en todo el siglo XX, invita a que esas patrias se respeten, a que dialoguen y lleguen a tenerse una auténtica estima.

Lo primero que quiero comunicarte es que durante los once años de estancia en tu tierra, que yo recuerde, nunca logré expresarme con franqueza y libertad en este tema de la patria y en ese otro parecido que es el de la nación. Porque para mí y para millones de compatriotas míos, Cataluña es eso, una nación. Es decir, un pueblo con personalidad colectiva formada por diferentes rasgos diferenciales —una lengua, un derecho, una historia, unas tradiciones, unas características psicológicas y sociales, unas tradiciones de vida y tantas cosas más—, un pueblo cuyos ciudadanos han adoptado la firme decisión de comprometerse con su presente y proyectarlo hacia el futuro.

Cuando estaba entre vosotros no me pronuncié con palabras tan claras. No, no era falta de sinceridad. Era otra cosa. Me pregunto si se trataba de una cierta incapacidad imputable a mi temperamento, tendente a acomodarse, y a veces quizás temeroso y poco decidido. Pero no creo que fuera esa la única razón, porque a otros catalanes que conozco les ha ocurrido algo semejante. En este delicado asunto tiene uno la preocupación constante de no saber explicarse con la precisión debida y con el tono adecuado, para no ser mal comprendido o simplemente rechazado. Al cabo de los años transcurridos, pienso que no supe crear el clima propicio para poder mostrarme como era: nunca terminé de decir lo que pensaba sobre España, ni tampoco me manifesté abiertamente en cuanto a mi adhesión incondicional a Cataluña.

Ahora, a la vuelta de treinta años y a la luz de la reflexión pausada y cálida, me parece adivinar que la causa de aquellos voluntarios silencios y restricciones mentales sobre algo tan decisivo para nosotros como es nuestro país y su pervivencia, era la percepción de que entre vosotros y nosotros se hallaba interpuesta una gran distancia. Tenía entonces la persuasión de que no íbamos a encontrar un lenguaje apto para intentar el diálogo. Me parecía que una maldita barrera mental y psicológica nos impedía situarnos en aquel plano de la igualdad y de la buena disposición, en que deben colocarse los que desean superar diferencias en orden a convivir mejor. Tenía miedo de que termináramos peleándonos, algo que, por encima de todo, quería evitar para que no diera al traste con nuestra relación humana, tan rica, estimulante y satisfactoria en otras facetas de la vida.

Con todo, estoy persuadido de que tú, como otros amigos míos, estabas en condiciones de adivinar la presencia de ciertas vibraciones ocultas, e incluso de captar algunas de mis convicciones, tímidamente proyectadas en los trabajos que en aquella época, un tanto heroica, publicaba yo en Mundo Social, aquella audaz revista que tantas veces hemos evocado.

Qué torrentes de imaginación y habilidad llegamos a gastar en eufemismos y circunloquios a lo largo de la lucha, en los últimos años de la dictadura del General. En aquella época —¿recuerdas?— todos éramos iguales: vascos, catalanes, gallegos, castellanos, etc. No teníamos tiempo suficiente para examinar sin prisas el tema de cada una de las identidades de nuestros diversos pueblos. La circunstancia social y el adversario político común nos colocaron en la misma trinchera. Aunque fuéramos diferentes y perteneciéramos a distintas naciones, lo único que contaba era nuestra condición de demócratas.

Treinta años de ejercicio de una democracia largamente añorada han bastado para dar carta de naturaleza al fenómeno catalán, y al vasco y al gallego. Han ido surgiendo del fondo las señas de identidad que la dictadura había proscrito y sepultado, pero que nunca consiguió aniquilar. Ahora nos reconocemos tal como somos, pero, si tenemos que ser sinceros, todavía hemos de ganar mucho en estima mutua. Por un lado, está el nivel estrictamente político, donde hay que situar el debate de las leyes y las estrategias. El gobierno y los diputados catalanes en las Cortes han andado enzarzados en la tarea de dar mayor contenido al autogobierno y de colaborar en la marcha conjunta del Estado. Y por otro lado, está el ámbito popular, aquel en el que juega la sociedad civil, la gente. Pienso que en este ámbito se están dando pasos hacia una mejor comprensión mutua, pero todavía no se han asentado las bases para superar esa extraña, incómoda y ancestral dialéctica de los contrarios, que se dispara como un resorte automático en cada tema conflictivo. Me da la impresión de que las discrepancias surgen porque nunca acabamos de quitarnos de encima el montón de condicionantes que arrastramos desde hace siglos: los prejuicios, los temores, la desconfianza, las reticencias, los resentimientos y las verdades a medias.

Para mostrar cuál es el clima dominante voy a traer a colación el tema de la lengua catalana, que tanta pasión ha suscitado en estos últimos tiempos. El desenfoque de la cuestión ha ido tan lejos que centenares de miles —¿o quizás millones?— picaron el anzuelo informativo y han llegado a creerse que en Cataluña estamos usando la coacción para imponer nuestra lengua por la fuerza, o que nos ensañamos con los que no hablan catalán. En lugar de hacer afirmaciones falsas, estos medios de comunicación deberían preguntar a los ciudadanos no nacidos en Cataluña cómo viven aquí el tema lingüístico.

Como te decía, los prejuicios y sobre todo una injustificable desinformación siguen jugando su papel deformador, y se apoderaron incluso de las mentes de beneméritos académicos de la lengua española hasta retorcerlas. No voy a negarte que en la aplicación de la ley no haya podido haber algún exceso, abuso o desenfoque, incluso con perjuicio involuntario para algunas —poquísimas— personas concretas. Pero te aseguro que cualquier generalización en este sentido obedece a intenciones bastardas y a intereses de signo partidista.

Me he detenido especialmente en este tema de la lengua porque, para nosotros, es esencial. Pero vuelvo al hilo conductor de esta carta. Me pregunto qué os ocurre a vosotros cuando asoma a flor de labio la palabra Cataluña. Diría que es una realidad que os inquieta. El simple enunciado —y más todavía la comprobación— de que es un hecho diferencial os resulta molesto. La mera existencia de la lengua catalana, pero sobre todo su proceso normalizador, no acabáis de asimilarlos. El ejercicio de la autonomía política —de techo controlado, como sabes— todavía causa en mucha gente un vivo rechazo. ¿No será que les gustaría que las cosas en Cataluña no fueran como son? A todos esos les corroe el alma la eventualidad de una circunstancia favorable al ejercicio de la autodeterminación y, como consecuencia, la posibilidad de que se consumara una separación. Como es sabido, la política es una dama voluble como la veleta que señala la dirección de los vientos, y la historia de los pueblos hace un sinfín de piruetas impensables y de serpenteos repentinos. Resulta difícil, por no decir imposible, prever qué sucederá en el futuro. Quién sabe si en lo que está por venir las circunstancias nos mantendrán en un techo común, o bien tendrá cada uno su propio cobijo, por más sacralizada que se tenga en la mente la unidad española. Lo que me parece evidente, eso sí, es que los apriorismos que instigan esos temores y recelos a los que me he referido son incapaces de generar actitudes limpias, libres y, por consiguiente, capaces de trenzar nuevos lazos de convivencia entre nuestros pueblos.

No quiero ocultar de ninguna manera —tú ya me conoces— la otra cara de la moneda, es decir, lo que nos ocurre a nosotros los catalanes, en nuestra relación con España. Te lo diré sin tapujos: con diversos niveles de conciencia y con una variable intensidad de vivencia, los catalanes nos hemos considerado a menudo sometidos a los embates de un españolismo dominador. Es duro decirlo, pero sería un error ocultarlo. Hemos estado casi siempre a la defensiva por temor de un ataque inesperado, un engaño manifiesto o un halago traidor. En consecuencia, muchos de nosotros, en su recóndito interior, nos hemos planteado la cuestión de la pertenencia o la no pertenencia a España. Eso es así, y éste es el tema dominante que atraviesa toda la Historia de la Cataluña moderna y contemporánea. Nosotros, como país, hemos vivido, desde la guerra de Sucesión (1714), en una situación incómoda, en el seno de esa comunidad de pueblos y naciones que es España. Una tensión que comprenderás muy bien si piensas que viene motivada por la voluntad de conservar la vida de un pueblo y de no resignarse a su desaparición o a su progresiva desnaturalización. Por otra parte, estoy convencido de que esta actitud de resistencia a ultranza para no morir, tampoco es propicia para una interacción beneficiosa entre nuestros pueblos.

En estos últimos treinta años, el marco político general ha cambiado. Tenemos una Constitución democrática que reconoce nacionalidades y regiones como componentes del conjunto del Estado. Nos movemos en una estructura estatal articulada en autonomías y organizada por sus correspondientes gobiernos. Estamos mejor que estábamos, eso nadie lo pone en duda. Con todo, hay algo que es previo a cualquier Constitución o a cualquier normativa legal, y que es anterior incluso a cualquier solución política satisfactoria para el conjunto de pueblos que configuran España. Me refiero a la anchura de alma —esa la deberíamos tener todos—, no tanto para aceptar un estado de cosas bajo el imperativo de la lógica y de la obligación, sino para abrazar de corazón toda la vitalidad diversa y estimulante que brota del ser de los distintos pueblos y culturas que configuran la Piel de Toro.

Esas cosas sólo se comprenden desde el amor, como decía mi mujer, Adriana, madrileña de nacimiento y catalana de adopción. El amor crea el ámbito donde se ama lo distinto, donde se asume la diferencia, donde se construye la armonía, donde se trabaja el diálogo y el acuerdo. El amor ensancha el espíritu hasta lo insospechable y lo increíble.

Tengo que confesarte, amigo, que son todavía pocos los que gozan de esa amplitud de alma. El ambiente que nos envuelve, a unos y a otros, es demasiado pequeño, demasiado estrecho y mezquino. Es justamente esa falta de aire limpio y fresco el que ahora me dicta una letanía catalana de nostalgias —quién sabe si también de esperanzas ocultas—, hilvanadas por una misma expresión: “Hay que anticipar el día...”.

Hay que anticipar el día, amigo, en que los centinelas de la suerte futura de la lengua castellana lo serán también, con el mismo celo e incluso con la misma pasión, del catalán —y del eusquera y del gallego—, y no lanzarán ya ni más manifiestos ni campañas populares, porque se habrán convencido de que ninguna persona sensata quiere eliminar el castellano de Cataluña, ni de Euskadi, ni de Galicia.

El día en que los amantes del castellano serán también capaces de enamorarse de la belleza de las lenguas en otros tiempos maltratadas desde el poder, y se acercarán a ellas amistosamente con el ánimo de captar la cadencia armoniosa de sus sustantivos y la fuerza constructora de sus verbos, y con el deseo sincero de ayudarles en la difícil andadura de su camino hacia el futuro.

El día en que los parlamentarios de la lengua catalana acudirán a las Cortes españolas y podrán allí expresarse, sin que nadie se extrañe, en la lengua de Llull, de Ausiàs March, de Aribau, de Verdaguer, de Costa i Llobera o de Mercè Rodoreda, sin las muletas de la traducción simultánea, por haberse producido un incremento importante de la cultura lingüística de sus señorías ilustrísimas.

El día en que ningún editorial de un órgano de la prensa española osará jugar con la verdad sobre lo que ocurre con el catalán en las escuelas, ni se atreverá a herir los sentimientos más entrañables y profundos de todo un pueblo.

Hay que anticipar el día en que los ciudadanos españoles se percatarán de que el catalán, aun siendo un idioma modesto, es la lengua viva de millones de hombres y mujeres, con la que han aprendido los nombres de cada cosa, en la que expresan su visión del mundo, y con la que se ayudan para aprender otros idiomas de Europa.

El día en que las mujeres y hombres de cultura y lengua castellanas, al pisar la tierra del viejo Principado se emocionen e incluso se estremezcan ante los vestigios singulares e irrepetibles que los siglos han ido dejando en cada rincón de los pueblos y de las ciudades y, al conmoverse ante ellos, se los hagan suyos, los saboreen y los traten como bienes tan cercanos que lleguen a ser íntimos. Algo así como lo que hizo Dionisio Ridruejo después de la Guerra Civil, cuando, estando entre nosotros, se dio cuenta del respeto que merecían las culturas y aprendió a amar la lengua de Cataluña.

El día que los catalanes sean también capaces de cambiar de perspectiva y de considerar amistosamente, desde dentro, el otro hecho diferencial, el castellano. El día en que contemplen plácidamente la austeridad impresionante del paisaje de la meseta, gozando de ella como con mirada de poeta, acercándose con curiosidad, por ejemplo, a la prosa descriptiva y pura de Miguel Delibes o a la suprema lírica de San Juan de la Cruz, esas que sólo pueden brotar del mar de surcos o de los páramos pedregosos en que se resume la Castilla profunda, la de siempre.

El día, amigo, en que ningún español sentirá temor, mejor dicho, terror en las vísceras al oír que Cataluña se da a sí misma el nombre de nación; el día en que a nadie se le ocurrirá impugnar u oponerse a este acto de voluntad y de conciencia colectivas, y lo considerará como el ejercicio de un derecho que hay que respetar. El día en que los ciudadanos españoles comprenderán que varias naciones son más que una sola nación, y asimilarán que un Estado plurinacional no es ninguna deshonra ni ninguna traición a la Historia.

Hay que anticipar, amigo, el día en que los catalanes nos referiremos a España sin todo el bagaje de prejuicios que nos atenaza en el momento de dialogar, sin el peso muerto de las prevenciones que invisiblemente nos lastra en la hora del debate o de la negociación.

Algunos compatriotas tuyos y algunos de los míos —por razones absolutamente contrarias, quizás— me dirán que mi carta, amigo, es un desvarío y que un entendimiento entre nuestros dos pueblos es imposible. Pero yo no les quiero hacer caso. Prefiero mantener la esperanza de que llegará ese día de aurora increíble, que sólo lograremos anticipar a base de valor y de paciencia infinita. Es probable que la gente más joven, la que nos sigue, sea más capaz que nosotros de establecer un sistema satisfactorio de convivencia en un marco hispánico. No olvides que en el mundo de los jóvenes el encaje de la variedad y el encuentro entre culturas son hechos cotidianos y se aceptan con naturalidad. Ellos son mucho más sensibles que nosotros al derecho a la diferencia, y también más propensos a sentirse solidarios con todos los pueblos de la tierra.

Amigo, tengo la sensación de haberme vaciado, y no sé qué resonancias producirán en ti estas confidencias. En el transcurso de esta carta he tenido presente un poema de Miquel Martí Pol —se titula “Solstici” (Solsticio)— del que te traduzco, aunque quizás pronto no será necesario, una breve estrofa:

Reconduzcamos, poco a poco, la vida.

Hagámoslo con dudas y proyectos;

Con torpezas, anhelos y desfallecimientos;

Humanamente, entre ruidos y congojas,

Por el desfiladero de los años que nos toca vivir.

Este lúcido poeta de mi país nos pide —ya lo ves—, con palabras claras y serenas, un esfuerzo. El ingrato esfuerzo de llevar a buen puerto la vida, la de las personas y también la de los pueblos. El hecho mismo de que lo pida es reconfortante, y no sería digno permitir que, como sucede a menudo, estas palabras tan necesarias las dejáramos caer por el despeñadero.

Entre los profesionales de la política de nuestras diversas naciones —tú lo sabes bien— el famoso eterno problema de España continua estando de actualidad. Creo que no va a resolverse hasta que adopten la perspectiva, que por ahora es un sueño, del pacto entre pueblos soberanos y libres. No sé sí estarás de acuerdo conmigo. Espero tener la ocasión para hablarlo.

Me siento a gusto por haberme expresado de acuerdo con mis sentimientos. Ojalá que esta carta contribuya a una mejor comprensión entre nuestros pueblos. Los vínculos que se establecen a partir de la sinceridad son duraderos y profundos.

Afectuosamente tuyo.