Mi claustro es el mundo

Sor Lucía Caram

Primera edición en esta colección: octubre de 2012

© Sor Lucía Caram O.P., 2012
 © del prólogo, Pilar Rahola 2012

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012

Plataforma Editorial

c/ Muntaner 231, 4-1B – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

info@plataformaeditorial.com

Diseño de portada:
 Lola Rodríguez

Foto de portada cedida
 por Gemma Miralda

Depósito Legal:  B.32.467-2012

ISBN EPUB:  978-84-15750-19-2

 

 

 

 

A mis padres, que me dieron la vida.
 A mis hermanos, con quienes aprendí a compartirla.

A mis hermanas de comunidad, con quienes la celebro.

Y a la gran familia de la Fundación Rosa Oriol,
 con la que comparto sueños, pasiones y compromiso.

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Prólogo de Pilar Rahola

Introducción

1. De dónde vengo

2. Al convento siendo «una niña»

3. Me hice «monja de clausura»

4. España, un nuevo destino

5. Cataluña será mi patria

6. Nuevos retos, nuevos compromisos

7. Pasión y muerte de un pueblo empobrecido

8. Alto y claro: el Silencio y la Palabra se dan la mano

9. La crisis me cambió la vida

10. La salida del armario

11. Ligera de equipaje

A modo de epílogo

La opinión del lector

Prólogo

La fuerza de un alma libre

 

La primera vez que la vi tuve la impresión de que aquella mujer era una fuerza de la naturaleza. Su rotunda humanidad, enfundada en un pulcro hábito blanco, dominaba la estancia en la que nos conocimos, y desde el primer día noté su luz. Conocía algo de su compromiso social y el tamtan de su buena obra resonaba en las voces de quienes la presentaban. Pero aunque no hubiera sabido nada de ella y fuera la primera vez que escuchara su nombre, sor Lucía me habría causado la misma impresión. Podría decir que es una gran seductora, pero eso, siendo cierto, denotaría cierta artificialidad, como si supiera que lo es, como si utilizara sus dotes para atraernos. Y sin embargo lo más extraordinario de esta gran mujer es que nada en ella es artificial. Nada es impostado. Nada es recreado. De sus muchas virtudes, esta es la más extraordinaria, la naturalidad, casi la inocencia con la que va por la vida sacudiendo las entrañas del mundo, en una lucha infatigable por mejorarlo.

Y la alegría. Porque sor Lucía –na Llúcia, que decimos sus amigos catalanes– camina por la tierra vestida con un sonrisa eterna que nace de lo más profundo de su alma. Siempre pensé, en mi ignorancia, que detrás de esas grandes personas que daban su vida por los demás debía haber seres torturados que se proyectaban en los otros, porque quizás no habían sabido recoser su propia vida. Después conocí a algunas de estas almas con luz, y me desconcertó su intensidad de vida, su fuerza. Y ahora, con el libro de sor Lucía, lo he entendido finalmente. Su dedicación nace de la felicidad, y no del dolor, nace de la libertad más radical, y no de la esclavitud del dogma. Lo expresa a la perfección ella misma cuando, en un momento de su relato, utiliza esta expresión: «sedienta de libertad me fui tras las rejas». Y añade, hacia el final: «después de mucho caminar, intuí que la felicidad es una manera de ir por la vida, ligera de equipaje, sin nada que perder, porque todo ya lo había entregado».

Para alguien como yo que siempre cabalgó sobre caballos indómitos anhelando horizontes lejanos, este libro es toda una lección, porque la libertad de sor Lucía nace de su trascendencia interior, y es allí, en el interior, donde encuentra un universo de sueños. ¡Qué envidia le tengo! Porque detrás de su hábito y sus votos y sus luchas y sus dudas, detrás de las rejas, sor Lucía es la mujer más libre que he conocido nunca.

Dios es algo extraño para mí. Pero con el tiempo he aprendido a mirar de reojo ese Dios que late en el corazón de esas personas maravillosas que, con suerte, uno se encuentra por el camino. Si alguien inteligente, fuerte, brillante como sor Lucía ha dedicado su vida a los demás gracias a esa idea profunda que trasciende su ser, ¿no debería aprender su gramática? Quizá Dios me haría mejor persona. Pero cada cual escribe su libro de la vida con el lápiz que puede, y el mío se resiste a todo aquello que no pase por el tamiz de la razón. Sin embargo, el Dios de sor Lucía me acompaña y nos acompaña, como si fuera una silenciosa presencia en la pesada mochila que llevamos. Personalmente, y a pesar de no conocerlo, ese Dios me tranquiliza.

No podría acabar estas líneas sin hablar de la sor Lucía luchadora. La crisis, dice, le cambió la vida. Pero leyendo sus primeras pulsaciones en su Tucumán natal, sus rebeldías antes los prejuicios opusdeicos, su enfrentamiento a las normas arcaicas o la rabia que sentía ante la doble moral de algunos servidores de la iglesia, no queda duda de que siempre fue una guerrillera. Una guerrillera de la bondad. Me impresionó leer, por ejemplo, su determinación adolescente, enfrentándose a la voluntad paterna con el único fin de seguir su camino. En las edades en las que muchos empiezan a hacerse preguntas sobre su destino, sor Lucía ya había conseguido algunas respuestas. Y si ahora dedica la vida a transformar su Dios interior en un ariete contra la injusticia, no es porque un día viera el hambre de los demás, sino porque siempre la conmovió el otro lado del espejo. «Expropiada para utilidad pública», dice de ella misma, porque su voto de castidad no la cierra al amor. Y gracias a esa «expropiación», el recorrido de su vida se ha convertido en una luminosa, brillante, extraordinaria lucha para el bien. Quizá sor Lucía no salva la tupida selva del Amazonas, pero riega cada día el jardín de su casa, y luego se monta en un vehículo cualquiera y va a regar del jardín de al lado, y luego nos busca por las esquinas y nos lleva a regar otros jardines, decenas, centenares, miles, y al final sus jardines ayudan a salvar el Amazonas. Si hay héroes en el mundo, tienen la piel, y el rostro, y el alma de esta mujer maravillosa.

Un apunte final algo más frívolo, o no sería un apunte sobre sor Lucía: su sentido del humor. Además de todo, es divertida. Y te explica tanto una anécdota jocosa de su Banco de alimentos como las chispas de una charla con Jordi Évole, y en todos sus relatos se ríe de ella y del mundo. Esa capacidad de ser siempre trascendente pero no imponer con la trascendencia, sino dulcificar, reír, cachondearse, jugar con la vida, es sencillamente deliciosa. Y ayuda a transitar por el camino de piedras que ella recorre como propia elección.

Acabo como empecé: seducida. Después de leer este libro, la conozco con más profundidad, la entiendo mejor y aún la admiro mucho más. He descubierto que bajo el hábito de ese torbellino de mujer late una niña que todavía se maravilla y se sorprende, que espera y sueña, y que, siendo fuerte en la lucha, es enormemente frágil en las emociones. Dije que era una mujer con luz, y es luz lo que hay en este libro, la luz de un Dios que no vive en las tinieblas de la intolerancia, sino en el centro mismo del sol, brillando entre el miedo, la injusticia y el dolor, y sacudiéndolo todo. Si esto fuera una carta acabaría diciendo, «te queremos, Llúcia»… Porque fue en el amor donde la conocimos y es en el amor donde cada día la encontramos.

PILAR RAHOLA, periodista

Introducción

Con tozuda esperanza

 

«No tienen el pecho caliente.» Esta era la queja con sonido de rabia e impotencia de Lucas, mi sobrino de dieciocho años cuando Argentina fue descalificada en el partido contra Uruguay en la Copa de América 2011. Partido que, dicho sea de paso, se definió por penaltis y que nos dejó a todos desencantados, con un extraño sabor de boca.

Y continuaba diciendo: «Lo que pasa es que los jugadores no aman la camiseta. Ellos vienen a jugar y solo les importa la plata y la buena vida que se dan en sus equipos de Europa. Por eso no corren, no sufren, no se apasionan en la cancha».

Las expresiones no tienen desperdicio, más allá de si las comparto o no, y sin duda son portadoras del secreto del compromiso, del éxito, del trabajo y del sentido que damos a las cosas en el partido de la vida. Si no vivimos a tope, con pasión, «sudando la camiseta», poniendo toda la carne en el asador, la mediocridad nos ganará terreno y pasaremos por el mundo sin pena ni gloria.

Lucas definió perfectamente, desde su pasión argentino-futbolera, lo que siempre identifico con la pasión por la vida, con el fuego que llevamos en el corazón y que provoca que nuestras palabras y actitudes quemen y no dejen insensibles ni a los otros, ni a nosotros mismos; lo que nos da fuerza e ilusión, y lo que hace que nuestro entusiasmo sea contagioso.

Es seguramente lo mismo que decía «aquel Maestro de Nazaret» que vino a instaurar un nuevo orden en la humanidad cuando abrió su corazón y suspiró diciendo: «He venido a traer fuego a la tierra, y qué quiero, sino que arda».

Con el fuego del Espíritu que animaba a Jesús de Nazaret y cuya llama encendió la mía haciéndome hoy arder y entusiasmarme hasta el fondo por la vida y por la causa de la humanidad –que fue su causa–, escribo estas páginas, que quieren ser fuego que queme y que arda, y que, unido al de tantos y tantas compañeros y compañeras de camino, dé un poco de luz y de calor en la noche de este invierno de la humanidad.

Hoy escribo urgida por la necesidad de devolver todo lo que recibo cada día de las personas que creen en esta causa, la causa de las personas, la causa que yo identifico con la causa de Jesús y de su Evangelio y que se plasma en realidades que, aunque no están «bautizadas» con la marca de «cristianas», sin duda son una expresión de los trazos más humanos y divinos con los que se escribe la historia.

Quiero dejar que vengan a estas páginas, de forma espontánea, momentos, reflexiones, vivencias y retos que han acontecido y acontecen en mi vida y que me definen como persona, como mujer, como «sor», es decir, como hermana de mis hermanos. Todo un entramado de vivencias en las que se entrecruzan desilusiones, esperanzas, fracasos, amistades, traiciones, apoyos, etc.; todo lo que hoy me hace vivir y amar la vida; todo lo que me enseña a apasionarme por el presente y me mueve a trabajar sin tregua por el cambio.

No fue fácil. Hubo momentos de vacilación, de vacío, hasta que mi fe fue madurando, hasta que aprendí a escuchar a mi corazón, dejé de creer por los otros y empecé a creer por mí. Tras años de estudiar Teología, descubrí que todo eso no tenía nada que ver con el Dios que me seducía.

Deseo que todo esto salga a la luz después de haberse abrevado en el silencio de mi corazón haciéndome compartir, perdonar, agradecer, bendecir. Y si compartiéndolo encontramos nuevas complicidades, que seamos muchos, cada vez más, los que apostemos de forma definitiva por la esperanza que nace del corazón y que nos hace avanzar. Que juntos sudemos la camiseta y juguemos el partido de la vida con el pecho bien templado y con la felicidad del que se lo juega todo hasta el final.

Habrá episodios que prefiero deslocalizar, para no dar pistas, no quisiera que nadie pueda sentirse mal por actitudes, decisiones, palabras o hechos del pasado; episodios que a la vez recojo porque en gran medida marcaron opciones o contribuyeron positivamente a mi crecimiento personal, y porque me permiten ver en perspectiva los cambios acaecidos en la Iglesia, en la sociedad y en la vida religiosa. Cambios que abren horizontes y que reclaman autenticidad y transparencia.

Dice Mamerto Menapace, monje benedictino argentino, que «en el monasterio, cuando desaparece el sentido del humor, comienza el campo de concentración». Dicho esto, intentaré que el humor esté presente en estas páginas como lo está en mi vida, porque resulta que nos tomamos las cosas tan a la tremenda que somos el hazmerreír del mundo, somos incapaces de relativizar las cosas y sin darnos cuenta repetimos con nuestros gestos y actitudes aquello de «la vida es triste, la hagamos peor», y encima nos extrañamos de que la gente no «nos tome en serio» porque en realidad somos unos plastas, profesionales de malas ondas. No. Me resisto a muerte a ello y por eso he optado por desengrasar el mal rollo apelando al sentido común, a la normalidad y a la sana espontaneidad, que es desde donde hoy escribo estas páginas.

Si tuviera que definir mi estado de ánimo, sin duda diría que es de una esperanza tozuda. Y lo es porque me niego en redondo a que las circunstancias adversas dobleguen mi voluntad para redireccionar el rumbo de las cosas y para avanzar superando el inmovilismo y el miedo de los que no se mueven porque se han instalado en la cómoda mediocridad del «todo está bien como está», o del «siempre se hizo así».

Los tiempos han cambiado de forma vertiginosa, y ya decía Jesús en el Evangelio que el vino nuevo requiere odres nuevos. Y en aquellos barriles añejados, no acababa de sentirme cómoda porque la evidencia cantaba: era y es necesario un cambio. Amo la tradición de la que vengo y todo lo que ella me aportó, también la sabiduría de ser fiel a lo que es esencial y que me lleva hoy a sentirme libre para vivir «al aire del Espíritu» y no encadenarme a formas, normas y prejuicios caducos, aunque estos se pronuncien en nombre del Evangelio, que es la norma de mi vida y mi camino de liberación personal.

Constato desde hace años que la pregunta por esos odres nuevos está matando la ilusión de muchas comunidades. Todos ven que es necesario este cambio; que hay que hacer algo para sintonizar, para ser significativos en nuestro mundo, para vivir lo que hemos profesado, para anunciar una Buena Noticia, pero en realidad no hay más creatividad que la que lleva a reeditar viejos sistemas, a poner remiendos «para ir tirando».

Me repugna el discurso fácil de los que dicen que los cristianos hoy estamos perseguidos en nuestra sociedad; y más aún el de aquellos que viven desde el victimismo. Lamentablemente, hoy no se nos escucha porque nuestra voz se ha vuelto irrelevante, porque nos hemos dedicado a dar soluciones a problemas que nadie tiene y a responder a preguntas que nadie se hace… Y encima nos creemos que somos el centro del mundo. Creo que más que repetir hasta la saciedad, como lo hacen desde ámbitos oficiales, que la gente se ha alejado de la comunidad, de la Iglesia, del Evangelio, hay que ser más humildes y aceptar que no pocas veces es la Iglesia quien se ha alejado de la realidad de las personas. Sin ir más lejos, en España, la Iglesia católica es una de las instituciones peor valoradas por la ciudadanía.

Es ilustrativo de lo ridículo y absurdo del narcisismo eclesial algo que me ocurrió hace algunos años. Salía yo de grabar un programa de radio cuando me llamó por teléfono Pilar, una joven de veintinueve años, economista, estudiante de Psicología, con un buen puesto de trabajo, una persona muy inquieta y comprometida con los más vulnerables. Al acabar el programa, me habían comunicado que los obispos reunidos en Añastro, la sede de la Conferencia Episcopal Española, habían elegido nuevo presidente, dejando fuera a quien ostentaba ese cargo hasta el momento, alguien de la línea más aperturista. Estaba disgustada (ahora me tomo las cosas de otra manera y he aprendido a pasar más de las administraciones eclesiales), ya que ingenuamente pensaba que podía haber un cambio. Pilar notó mi disgusto y me preguntó qué me pasaba. Le dije que estaba muy enfadada por la elección del nuevo presidente de la Conferencia Episcopal. Su respuesta fue: «No sé quién es ese señor, ni qué es la Conferencia Episcopal, pero si te puedo ayudar en algo, no dudes en decírmelo». Sin comentarios. Pensé: «Esa es la realidad. La gente hoy no está en contra de la Iglesia, es que sencillamente, como no tiene presencia, la ignoran». Y pensar que se sigue funcionando como si todos fueran católicos fervorosos a los que hay que señalarles las leyes y organizarles las instituciones, dictaminarles la moral, y mandarles lo que deben creer y hacer.

La conciencia «martirial» y el síndrome de persecución que se denuncia desde la Iglesia, sobre todo cuando les cuesta asumir que su voz es una más en el concierto de la sociedad, y no la única ni la privilegiada, poco a poco fueron haciendo que me sintiera incómoda y que me preguntara hacia dónde vamos y hacia dónde nos quiere conducir el Espíritu. Intuyo que el único que estorba es el Espíritu y el mensaje de Jesús. Muchas veces me he preguntado: si Jesús viviera hoy, ¿cómo se le trataría desde Roma? ¿Se aceptaría su mensaje? ¿Nuestros pastores, los obispos, lo escucharían y promoverían el compromiso con su causa? Me temo que se lo condenaría y lo quitarían de en medio, porque Jesús vive hoy en la comunidad y de hecho fue condenado, por ejemplo, cuando un contemplativo como José Antonio Pagola nos habló de Él en su magnífico libro, Jesús; aproximación histórica. A Pagola no le perdonaron nunca su gran capacidad para dialogar con todos y su gran sensibilidad humana. Su libro fue censurado y retirado de las librerías católicas (aunque algunas lo siguieron vendiendo). Se inició un proceso canónico contra el autor que, como es lógico, hizo que el libro se hiciera más conocido y llegara a muchísimas personas.

La Iglesia condenó a Pagola y a tantos otros que nos presentaron a Jesús como un hombre libre ante la ley al que se cargaron por su compromiso sociopolítico, porque su predicación era una denuncia al sistema opresor imperante en la sociedad y en el mundo religioso.

Pero la realidad canta. Las personas hablan y sus vidas son un reclamo. La crisis ha dejado a mucha gente en el camino. El torno del convento en el que vivo fue el testigo silencioso de los primeros que venían a pedir algo para comer y también alguien que los escuchara; de los primeros que fueron expulsados de un sistema perverso, que mientras les necesitó, los utilizó para sus intereses como «mano de obra barata», pero que una vez cayó, se los quitó de encima y se lavó las manos. Aquel ventanuco, antiguo torno monástico de la portería del convento, fue el inicio de una aventura humana que nos está revelando, día a día, la grandeza del corazón de las personas, y también las miserias y los egoísmos de los que van dejando inescrupulosamente a tanta gente en la cuneta de la vida, sin caer en la cuenta de que todos somos humanos, hermanos, y que la suerte o desgracia de los otros no puede ser ajena a nadie que se precie de ser humano.

Algunos quizá preferirían que yo fuera una «monjita dócil» que dijera a todo «amén», que hablara poco y que no incomodara, en definitiva, que fuera una monja de clausura (¡como las de antes!), que cerrara mi blog y que mi voz se dejara de escuchar en la radio y en la televisión. Tal vez querrían que no funcionara lo que estamos haciendo para que nadie cuestionara su trabajo social. Y, a la vez, cuántos amigos y apoyos estoy encontrando en aquellos que, inquietos por un mundo mejor, se arremangan sin ponerse ninguna etiqueta y se movilizan solo por la confianza de que entre todos podemos hacer algo más que quejarnos del sistema y dedicarnos a ser profetas de calamidades.

Me apunto con estos últimos, que me ayudan cada día a vivir la vida a tope, y me animan hoy a contar mi historia, no porque tenga nada de espectacular ni interesante, simplemente porque haciendo memoria, mirando de dónde vengo y la tradición que me acunó, quiero seguir avanzando con libertad por los caminos de una auténtica humanización.

No estoy dispuesta a claudicar porque no puedo renunciar a aquello que veo, siento y experimento, que es lo verdadero y lo auténtico en esta hora grave y hermosa en la que el reto es vivir el presente y construir un futuro de oportunidades para todos.

Hoy apuesto, una vez más y sin matices, por Aquel que es mi referente y que no vino a iniciar una nueva religión, sino a instaurar un nuevo orden y que nos invitó a acompañarlo a lo largo de la historia. Hoy apuesto por Jesús de Nazaret y hago mío su programa de vida, el que anunció en la sinagoga de su pueblo diciendo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y para anunciar un año de gracia». Lo que se sale de este anuncio y programa no tiene nada que ver con Él ni con su legado.

Hoy abro mi corazón, y lo hago tomando prestado del Martín Fierro de José Hernández, un clásico argentino, unas palabras de introducción-inspiración, que son un desafío a la libertad y un estímulo para no perder la memoria y para no dejar de vivir el presente, mirando también al futuro, eso sí, ¡con ilusión!

 

Aquí me pongo a cantar,

al compás de la vihuela,

que el hombre que lo desvela

una pena extraordinaria

como el ave solitaria,

con el cantar se consuela.

 

Pido a los santos del cielo

que ayuden mi pensamiento,

les pido en este momento

que voy a cantar mi historia,

me refresquen la memoria

y aclaren mi entendimiento.

 

Vengan santos milagrosos

vengan todos en mi ayuda

que la lengua se me añuda

y se me turba la vista.

Pido a mi Dios que me asista

en una ocasión tan ruda.

 

[…] Cantando me he de morir,

cantando me han de enterrar

y cantando he de llegar

al pie del Eterno Padre,

que del vientre de mi madre

vine a este mundo a cantar.

 

Que no se trabe mi lengua

ni me falte la palabra

el cantar mi gloria labra,

y poniéndome a cantar,

cantando me han de encontrar

aunque la tierra se abra.