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Akal / Historia del mundo / 63

Teresa de la Vega

Los pueblos de la España prerromana

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Historia del mundo

Serie Historia de España

Director: Miguel Morán Turina

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© Teresa de la Vega, 1998

© Ediciones Akal, S. A., 1998

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4135-1

Introducción

Situada en los confines del mundo conocido, allí donde se ponía el sol, la Península Ibérica fue desde antiguo el escenario de historias fabulosas. En ella situaron los griegos el continente perdido de la Atlántida, el País de las Hespérides o las Islas Afortunadas... Como un imán, las riquezas del reino de Tarteso atraerán a aventureros, mercaderes y buscadores de metales venidos de muy lejos.

La obtención de los beneficios que generaban aquellas riquezas propició un interés, reflejado en la actividad literaria, que permite acceder, aunque de forma parcial, inconexa e insegura, a la etapa que denominamos Protohistoria. A lo largo de unos mil años, desde la presencia de los primeros navegantes fenicios y griegos en nuestras costas hasta su conquista por las legiones romanas, las tierras hispanas van emergiendo de los tiempos prehistóricos. No obstante, la escasez de textos obliga a los investigadores a seguir empleando la información arqueológica en esta etapa con la misma intensidad. En realidad, no existió una ruptura, sino lentas transformaciones que afectaron de forma diversa a las distintas áreas: la zona mediterráneo-andaluza y parte del valle del Ebro, escenario de la cultura ibérica; la España indoeuropea, que abarca la Meseta y el occidente; y, por último, el norte y el noroeste, muy relacionados con la zona anterior, aunque dotados de rasgos peculiares.

Para reconstruir este período contamos con el testimonio de los escritores griegos y romanos. Entre los siglos vi y iii a. C. las noticias son muy imprecisas, apenas algunos fragmentos. Sólo cuando la Península adquiera un interés estratégico –a causa del conflicto entre Roma y Cartago– dispondremos de información algo más extensa sobre la organización social y económica de sus primitivos habitantes, sus creencias, sus costumbres y sus formas de vida.

Sin embargo, hemos de leer estas noticias con espíritu crítico. No olvides que los romanos vinieron a la Península en calidad de invasores; por tanto, la intención más o menos consciente de algunos escritores fue justificar la conquista. Su visión está a menudo deformada: acentuaban los rasgos insólitos y las costumbres que, a sus ojos, aparecían como propias de salvajes. Ellos eran los civilizados; los otros –los nativos– simples bárbaros. Algunos autores, como Estrabón –la fuente más importante de que disponemos para reconstruir la vida de los pueblos peninsulares– jamás visitaron tierras hispanas. Además, era frecuente que mezclaran datos reales con otros legendarios (aunque también de éstos se puede extraer información interesante).

Con los fenicios llega la escritura, una innovación decisiva que tradicionalmente se ha empleado para fijar la línea divisoria entre prehistoria e historia. Su adopción, sin embargo –y otro tanto podríamos decir de la aparición de las ciudades– no es decisiva en sí misma, sino más bien el reflejo de necesidades más profundas de la sociedad, vinculadas al surgimiento del Estado.

¿Cuándo sucedió esto? Como luego verás, es una cuestión difícil de resolver. Las distintas comunidades de la Península evolucionaron a un ritmo desigual. Cuando llegan los romanos, algunas contaban ya con estructura estatal, otras estaban a punto de alcanzarla y ciertos grupos, por último, seguían organizados en tribus y aldeas.

La historia privilegia a los poderosos: nos habla de reyes y caudillos, de batallas y de ciudades. Fue escrita por y para los miembros de las capas superiores de la sociedad (los únicos que en aquellos tiempos sabían leer y escribir). ¿Y las mujeres, los esclavos, los mineros o los campesinos? Los textos guardan silencio sobre ellos y nos dan sólo una pálida imagen de lo que fue real.

¿Cómo reconstruir tantos siglos a partir de unos pocos testimonios escritos? ¿Qué esperanzas tenemos de acceder al conocimiento de épocas tan remotas? Seguramente habrás llegado a la conclusión de que los textos, por sí solos, no bastan. El historiador dispone, sin embargo, de otras fuentes de información: la epigrafía –el análisis de las inscripciones– puede arrojar cierta luz sobre la organización social o las relaciones entre distintos grupos; la numismática –el estudio de las monedas– nos proporciona valiosas pistas acerca de los contactos comerciales o los acontecimientos políticos; la lingüística nos ayuda a detectar el recuerdo de elementos muy antiguos en la lengua y en los topónimos, es decir, los nombres de lugares. También la etnología –dedicada a la observación de las llamadas «sociedades primitivas»– nos da a menudo ideas para interpretar el comportamiento de los pueblos del pasado; del mismo modo que la antropología, nos permite establecer comparaciones y elaborar modelos que explican algunas de las dimensiones sociales del hombre.

Y, sobre todo, la arqueología... Los antiguos pobladores de la Península nos legaron –sepultados en tierra– los restos de su cultura: joyas de oro o ciudades enteras, pero también simples cacharros, aperos de labranza e incluso sus propios cuerpos enterrados. Todo vale para reconstruir su vida, y no sólo en los aspectos materiales, sino también sus costumbres y sus creencias. Como solía decir un conocido arqueólogo, «no excavamos piedra ni madera, sino hombres».