des1212.jpg

5868.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un momento especial, n.º 1212 - abril 2016

Título original: The Royal Treatment

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8186-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Jeremy Wainwright miró su reloj de pulsera, luego alzó la vista para abarcar el exterior del palacio. La estructura de tres plantas semejaba algo salido de un cuento de hadas. La piedra caliza gris parecía titilar en el fresco y despejado aire de noviembre, y la luz crepuscular resplandecía en los ventanales. Tenía la impresión de que si prestaba atención, sería capaz de oír el sonido metálico del entrechocar de las espadas y la llamada orgullosa de las trompetas.

Sentía una fuerte conexión con ese lugar y su historia. Durante más de doscientos años, los Wainwright habían estado en Penwyck, protegiendo a la familia real, guardando el palacio. Habían servido con respeto y honor y se sentía orgulloso de formar parte de ellos.

El viento procedente del mar era penetrante e hizo que agradeciera el grueso jersey azul que llevaba. Los árboles en el patio y los que había fuera de los muros del palacio exhibían el sello del otoño. Hojas rojas, doradas y amarillas crujían al viento y caían para inundar el patio con sus fragmentos de color.

Pero Jeremy no dedicó tiempo a apreciar la belleza del lugar. Su mirada aguda, alerta a los problemas, continuó con su rápida pero exhaustiva inspección y notó que todo parecía estar en orden. La Guardia Real recorría el perímetro con los rifles al hombro. Las puertas de hierro, que habían protegido el palacio durante siglos, estaban cerradas, impenetrables. Y los últimos grupos de turistas empezaban a abandonar la mitad del palacio dedicada al público.

Jeremy jamás se relajaba hasta que las puertas se cerraban detrás de los desconocidos. Sabía que era importante para los ciudadanos de Penwyck, por no mencionar a los visitantes extranjeros, poder recorrer el palacio.

Pero los recorridos organizados eran una pesadilla para la seguridad.

Había demasiadas cosas que podían salir mal. Un hombre que se saltara un punto de control con un arma oculta podía convertirse en un drama con rehenes. Y siempre estaba el dolor de cabeza de un turista que se apartaba del grupo y terminaba por encontrar el camino a los aposentos de la familia real. Por no mencionar la costumbre de la reina de sorprender a veces a los grupos con una visita real.

Movió la cabeza y mantuvo un ojo en los visitantes que atravesaban las puertas de metal, y no dejó de vigilar hasta que las verjas volvieron a estar cerradas. Entonces, entró en la diminuta caseta de vigilancia para servirse un café antes de cerrar el turno.

Bebió un sorbo y dejó que el calor lo envolviera, sin prestar atención a las voces alzadas que se filtraban desde las verjas. Quienquiera que fuera, sus guardias podrían solucionarlo. Elegidos entre los mejores hombres del Ejército Real, y entrenados por él, podían solucionar cualquier cosa. Su deber era proteger al rey y a la reina y al resto de los personajes reales. No había ninguno de quien Jeremy no supiera que daría la vida por la familia real.

De repente pensó que por el sonido que oía, quizá ese acto de sacrificio estuviera en la agenda del día. Dejó la taza sobre la mesa, salió de la caseta y escuchó con más atención.

–Maldita sea –musitó–. ¿Es que los problemas no podrían haber esperado cinco minutos más? –comprobó que la pistola estaba guardada con discreción en su cadera derecha, debajo del jersey, y luego se dirigió hacia la verja.

Desde luego, primero oyó a la mujer. No le resultó difícil, ya que no hacía intento alguno de bajar la voz. Se detuvo en seco cuando reconoció esa voz. Fue como un golpe físico. Igual que cada vez que soñaba con ella.

Jade Erickson

Amante.

Ex mujer.

Incordio.

–Todavía no es demasiado tarde –musitó–. Aún tienes tiempo de subirte al coche y dejar que el pobre desgraciado que te releve se encargue de ella –su turno se había terminado. El teniente Gimble podía ocuparse de la situación–. Diablos –gruñó disgustado–. Es como enviar a un chico con una cerbatana a acabar con un tanque blindado.

No podía hacerle eso a Gimble.

El problema radicaba en que Penwyck era demasiado pequeño. Durante tres años había logrado evitar una confrontación verbal con la mujer a la que en una ocasión había prometido amar, respetar y defender para siempre. Sin embargo, la veía mucho. Cada vez que ponía las noticias.

Jade Erickson era la estrella de PEN–TV. En una ocasión había sido la estrella de «su» vida. Pero se recordó que esos días hacía tiempo que habían acabado.

Medía un metro sesenta y cinco, con abundancia de curvas en una estructura pequeña. Curvas que recordaba demasiado bien. El pelo castaño rojizo que le llegaba a los hombros danzaba en torno a su cara bajo el viento frío. Aún podía recordar la sensación de sentirlo y los dedos anhelaron tocarlo otra vez. En el recuerdo, vio sus ojos verde mar adquirir una expresión soñadora y suave con el placer que le provocaba al amarla. En ese momento, esos ojos estaban entrecerrados y lanzándole dagas al teniente.

Más delgada que lo que recordaba, lucía un traje negro que se ceñía a cada curva, una blusa blanca y un diamante que centelleaba en su solapa. Cuando estaban juntos, no había tenido diamantes. Jeremy no podía permitírselos. Le había comprado una pequeña aguamarina, el color de sus ojos, engastada en el anillo de compromiso. Pero también eso había desaparecido.

Los dedos largos estabas cerrados en torno al emblema enrollado de las puertas del palacio, y mientras la miraba, las sacudió con fuerza. Rio fugazmente. No había cambiado tanto. Ese temperamento aún bullía bajo la superficie. Tenía una planta magnífica y supo apreciarlo a pesar de estar pensando en formas de echarla de allí.

Captó la mirada del soldado joven y lo despidió.

–Yo me ocuparé de esto.

–Sí, señor –el teniente se marchó agradecido.

Entonces se volvió para contemplarla y contuvo el aliento. Al mirar esos ojos oceánicos sintió como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Todavía le provocaba ese efecto.

Después de unos segundos de silencio rígido, tuvo que obligarse a hablar.

–Jade.

–J.T.

Jeremy Thomas. J.T. Solo su familia lo llamaba de esa manera. Sonaba bien oyéndolo de labios de ella. Maldijo para sus adentros. Jade carraspeó y él se preguntó si habría sentido el mismo impacto de deseo. Llegó a la conclusión de que era mejor no mostrarlo.

–¿Qué haces aquí, Jade?

–Tú ya lo sabes.

Sí. Era una mujer obstinada.

–Si es por la entrevista, pierdes tu tiempo. Y lo que es más importante, el mío.

–Maldita sea, J.T. –volvió a sacudir las puertas–. Deberías estar ayudándome.

–¿Por qué? –preguntó.

–¿Por los viejos tiempos? –aventuró ella.

Miró más allá de Jade, al hombre mayor y delgado que sostenía una cámara sobre un hombro huesudo. Volvió a mirarla y al hablar lo hizo en voz baja.

–¿Por los viejos tiempos? ¿Estás loca?

Ella bufó y el acto le agitó el flequillo.

–Bien –soltó las puertas y alzó la vista para mirarlo con ojos centelleantes–. Olvida los viejos tiempos. Pero lo mínimo que podrías hacer es mostrarte educado.

–Lo fui –le recordó–. Las tres primeras veces que solicitaste esta estúpida entrevista.

–Pensé que si venía aquí y podíamos hablar cara a cara, cambiarías de parecer.

–Te equivocaste.

–El rey está enfermo, J.T., y la reina…

–La reina atiende a su esposo y no quiere una entrevista.

–Tiene que decir algo.

–Lo hará. Cuando ella lo decida.

–Solo intento cumplir con mi trabajo –afirmó Jade.

–Y yo.

Movió sobre el pavimento la punta del pie enfundado en un zapato de tacón alto.

–El pueblo tiene derecho a saber.

–El pueblo tiene derecho a saber sobre el puesto. No tiene derecho a invadir la vida privada de la familia real.

–El rey está enfermo –arguyó.

–Y atendido.

–¿Por quién?

–¿Sabes? –se inclinó para acercarse aún más–, si hubieras puesto está determinación en nuestro matrimonio…

Ella se ruborizó. Era bueno saber que aún podía hacerlo.

El cámara se aproximó más, y debajo de la lente brillaba una pequeña luz roja; Jeremy alzó una mano.

–Apague eso.

–Hazlo, Harry –ordenó Jade sin mirar al hombre. El otro obedeció y retrocedió unos pasos. Cuando volvieron a estar solos, se apartó el pelo de la cara y lo miró–. J.T, solo quiero cinco minutos de su tiempo.

–La reina está ocupada con su esposo. Le da la máxima prioridad a cuidar de su familia.

Jade hizo una mueca ante el golpe directo.

–Es un golpe bajo, J.T.

–Es posible –reconoció él, y para sus adentros admitió que era mejor no remover viejos resentimientos. No serviría para nada–. Pero no vas a cruzar estas puertas.

–Sabes que no se acaba aquí, ¿verdad?

–Sí, lo sé.

–Esto es importante para mí.

–No puedo ayudarte –y eso no lo hacía tan feliz como había pensado. Aún le llegaba hasta lo más hondo. El simple hecho de estar próximo a ella, de inhalar su perfume floral, bastaba para eliminar los años y transportarlo a aquel pequeño apartamento que habían compartido.

Cuando creían que tenían un futuro

Cuando eran jóvenes e ingenuos.

Cuando creían que el amor sería suficiente.

Jade miró en dirección de las puertas del castillo antes de volver a clavar la vista en él. Pudo imaginar los engranajes de su cerebro y supo que distaba mucho de haber abandonado el tema. Jamás había conocido a una mujer más obstinada. Era extraño pensar en ese momento que esa había sido una de las primeras cosas que le habían gustado de ella.

–Entonces, ¿esto significa la guerra? –preguntó ella.

Jeremy reconoció el tono. Siempre que se asustaba o se sentía arrinconada, se ponía rígida e iracunda.

–Si es así como lo quieres –afirmó. Ocultó una sonrisa de aprecio mientras la observaba contener una oleada de ira. Tuvo que reconocérselo. Pasados unos segundos, lo consiguió. No siempre había sido capaz de dominar ese temperamento. Aún tenía la cicatriz en la frente de un plato que le había tirado.

Nada menos que en su luna de miel.

Pero junto con esa cicatriz, también tenía el recuerdo de las horas que habían dedicado a hacer las paces. Había valido la pena ese pequeño recordatorio.

–Tienes que poner a otra persona en esta verja –indicó ella tras respirar hondo–. Tu pequeño soldadito es un imbécil.

–¿De verdad? –enarcó una ceja oscura mientras el deseo agazapado en su interior se mitigaba un poco.

–Se negó a dejarme entrar –espetó–. Se negó a responder a mis preguntas.

–Bueno –confirmó Jeremy–, entonces el teniente es tan brillante como lo había imaginado.

Jade suspiró y movió el zapato con un poco más de fuerza, luego apoyó las manos en las curvas deliciosas de esas caderas.

Jeremy rio entre dientes, cruzó los brazos y abrió las piernas. Cómodo con esa postura de combate, dijo:

–Será mejor que te vayas, Jade. No vas a pasar.

–¿Sabes? –lo evaluó de manera reflexiva–, deberías pulir tu trato con la gente, J.T. Jamás fue tu punto fuerte.

–Oh, está bien, viniendo de ti. A juzgar por la conversación que mantenías con el teniente Gimble, tú tampoco estás en posición de predicar sobre ganar amigos e influir en las personas.

Jade respiró hondo otra vez y soltó el aire despacio por la boca.

–De acuerdo, lamento eso. No he perdido los estribos en mucho tiempo.

Él se llevó un dedo a la cicatriz que se le veía en la frente.

–Es una lástima. La furia hace cosas estupendas en tus ojos.

Lo miró con expresión de advertencia, pero Jeremy sabía que esas verjas eran bastante fuertes como para frenar un tanque, de modo que lo protegerían de una sola reportera.

Incluso de Jade.

–Además, mi trato con la gente está bien, encanto –aseguró–. Creo que tienes problemas con mi trato con los periodistas. Con franqueza, si no te gusta, significa que debo de hacer algo bien.

–Veo que sigues tan encantador como de costumbre –replicó.

–Solías pensar que era muy encantador –respondió.

–También solía creer en Papá Noel –soltó ella–. Luego crecí.

La frustración hirvió por debajo de la furia que despertaba en su interior. De todos los hombres que había en esa pequeña isla, ¿por qué tenía que ser su ex marido el que se interpusiera entre su objetivo y ella?

Alzó la vista hacia los duros ojos castaños de J.T. y en ellos no vio ningún destello de esperanza. Sin embargo, sí sintió ese lento y dulce oleaje de deseo. Lo había sentido nada más verlo. Un deseo palpitante y embriagador que casi la ahogaba. Y percibía que también él lo había sentido.

Era como si los últimos tres años no hubieran pasado. Tres largos años de no verlo, de no oír su voz, de no sentir su contacto… y bastaba con verlo para dispararse como un cohete.

–¿Jade? –la voz del cámara cortó sus pensamientos–.Vuelvo a la furgoneta.

Ella asintió, y creyó ver el amago de una sonrisa satisfecha en la cara de J.T. Era un hombre irritante, frustrante y absolutamente sexy.

En cuanto Harry se marchó, volvió a centrar su atención en la muralla de músculo que se interponía entre su destino y ella. Había intentado ser amable. Autoritaria. Pero nada había funcionado.

–Escucha –volvió a intentarlo, en esa ocasión con su voz patentada de «seamos amigos»–, no hay motivo para que no podamos llegar a un acuerdo.

La comisura de la boca de él se movió. O al menos es lo que ella pensó. Porque apareció y desapareció con tanta celeridad, que no estuvo segura. Pero se aferró a esa pequeña esperanza y no dejó de hablar con el mismo tono gentil.

–Somos adultos. Profesionales. Sin duda tiene que haber un modo de poder solucionar esta… dificultad.

Jeremy bufó y descruzó los brazos, proporcionándole una vista magnífica de un torso amplio que tendría protagonismo absoluto en la fantasía de muchas chicas.

–Eres increíble –la recorrió de arriba abajo con la vista, de un modo que fue como si la tocara.

Jade se encogió un poco ante el destello de calor que le recorrió la corriente sanguínea, pero aguantó. Si no había conseguido que se marchara con la intimidación, no pensaba dejar que lo lograra con la excitación.

–Gracias –dijo.

–No fue un cumplido.

Ella respiró hondo y clavó las uñas en las palmas de las manos.

–Jade –continuó Jeremy antes de que a ella se le pudiera ocurrir una réplica ingeniosa–. Te lo he dicho todos los días, no vas a pasar. Entonces, ¿por qué no nos haces un favor a los dos y te marchas?

–Intento hacer mi trabajo –repitió.

–Y yo también.

–Perfecto –podía ser generosa. Encontrar un punto en común–. Eso lo entiendo.

–La verdad –plantó las manos en las caderas–, es que no creo que lo entiendas.

–Tu trabajo es proteger a la familia real. Pero yo no represento ninguna amenaza.

–No todas las amenazas son físicas.

Jade sintió que la palpitación de la ira se aceleraba en su interior.

–Solo quiero hacerle una entrevista a «mi» reina.

–Y «mi» reina –respondió él–, no está interesada.

–No puede ocultarse todo el tiempo.

–Es la reina. Puede hacer prácticamente lo que le apetezca.

–No estamos en la edad media –espetó, cediendo a la furia que la tentaba a enfrentarse a la perdición de su vida–. No somos simples colonos acurrucados en torno a una hoguera.

–Es una pena –comentó J.T.–. Si no recuerdo mal, tienes un aspecto magnífico junto a un fuego –le indicó al teniente Gimble que se acercara–. Me ha alegrado volver a verte, Jade.

–Esto no ha acabado, J.T.

–Claro que sí –la miró–. Sigues teniendo unas piernas estupendas.

–No puedes dejarme así… –calló. No tenía sentido discutir cuando el hombre a quien querías retorcerle el cuello se alejaba.

El joven teniente le lanzó una mirada cautelosa. Jade lo soslayó y observó la espalda de J.T., con una expresión tan fría y dura que, si él hubiera sido más sensible, lo habría puesto de rodillas. Pero él atravesó las puertas dobles del palacio y desapareció.

Disgustada, cedió al deseo que la dominó y le dio una patada a la verja metálica. Lo único que consiguió fue estar a punto de romperse el pie.

Fue cojeando hasta la furgoneta. Era sorprendente. Cinco minutos con J.T. y su profesionalismo se disolvía en un mar de hormonas y temperamento encrespados.