PRÓLOGO DE MARX A LA PRIMERA EDICIÓN


La obra cuyo primer volumen entrego al público constituye la continuación de mi libro Contribución a la crítica de la economía política, publicado en 1859. El largo intervalo que separa el comienzo de esta obra y su continuación fue debido a una larga enfermedad que vino a interrumpir continuamente mi labor.

En el capítulo primero del presente volumen se resume el contenido de aquella obra. Y no simplemente por razones de hilación e integridad. La exposición de los problemas ha sido mejorada. Aquí aparecen desarrollados, en la medida en que lo consentía la materia, muchos puntos que allí no hacían más que esbozarse; en cambio, algunas de las cosas que allí se desarrollaban por extenso han quedado reducidas aquí a un simple esquema. Se han suprimido en su totalidad, naturalmente, los capítulos sobre la historia de la teoría del valor y del dinero. Sin embargo, el lector de aquella obra encontrará citadas en las notas que acompañan al primer capítulo nuevas fuentes sobre la historia de dicha teoría.

Aquello de que los primeros pasos son siempre difíciles, vale para todas las ciencias. Por eso el capítulo primero, sobre todo en la parte que trata del análisis de la mercancía, será para el lector el de más difícil comprensión. He procurado exponer con la mayor claridad posible lo que se refiere al análisis de la sustancia y magnitud del valor.1 La forma del valor, que cobra cuerpo definitivo en la forma dinero, no puede ser más sencilla y llana. Y sin embargo, el espíritu del hombre se ha pasado más de dos mil años forcejeando en vano por explicársela, a pesar de haber conseguido, por lo menos de un modo aproximado, analizar formas mucho más complicadas y preñadas de contenido. ¿Por qué? Porque es más fácil estudiar el organismo desarrollado que la simple célula. En el análisis de las formas económicas de nada sirven el microscopio ni los reactivos químicos. El único medio de que disponemos, en este terreno, es la capacidad de abstracción. La forma de mercancía que adopta el producto del trabajo o la forma de valor que reviste la mercancía es la célula económica de la sociedad burguesa. Al profano le parece que su análisis se pierde en un laberinto de sutilezas. Y son en efecto sutilezas; las mismas que nos depara, por ejemplo, la anatomía micrológica.

Prescindiendo del capítulo sobre la forma del valor, no se podrá decir, por tanto, que este libro resulte difícil de entender. Me refiero, naturalmente, a lectores deseosos de aprender algo nuevo y, por consiguiente, de pensar por su cuenta.

El físico observa los procesos naturales allí donde éstos se presentan en la forma más ostensible y menos velados por influencias perturbadoras, o procura realizar, en lo posible, sus experimentos en condiciones que garanticen el desarrollo del proceso investigado en toda su pureza. En la presente obra nos proponemos investigar el régimen capitalista de producción y las relaciones de producción y circulación que a él corresponden. El hogar clásico de este régimen es, hasta ahora, Inglaterra. Por eso tomamos a este país como principal ejemplo de nuestras investigaciones teóricas. Pero el lector alemán no debe alzarse farisaicamente de hombros ante la situación de los obreros industriales y agrícolas ingleses, ni tranquilizarse optimistamente, pensando que en Alemania las cosas no están tan mal, ni mucho menos. Por si acaso, bueno será que le advirtamos: de te fabula narratur! (I)

Lo que de por si nos interesa, aquí, no es precisamente el grado más o menos alto de desarrollo de las contradicciones sociales que brotan de las leyes naturales de la producción capitalista. Nos interesan más bien estas leyes de por sí, estas tendencias, que actúan y se imponen con férrea necesidad. Los países industrialmente más desarrollados no hacen más que poner delante de los países menos progresivos el espejo de su propio porvenir.

Pero dejemos esto a un lado. Allí donde en nuestro país la producción capitalista se halla ya plenamente aclimatada, por ejemplo en las verdaderas fábricas, la realidad alemana es mucho peor todavía que la inglesa, pues falta el contrapeso de las leyes fabriles. En todos los demás campos, nuestro país, como el resto del occidente de la Europa continental, no sólo padece los males que entraña el desarrollo de la producción capitalista, sino también los que suponen su falta de desarrollo. Junto a las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, fruto de la supervivencia de tipos de producción antiquísimos y ya caducos, con todo su séquito de relaciones políticas y sociales anacrónicas. No sólo nos atormentan los vivos, sino también los muertos. Le mort saisit le vif! (II)

Comparada con la inglesa, la estadística social de Alemania y de los demás países del occidente de la Europa continental es verdaderamente pobre. Pero, con todo, descorre el velo lo suficiente para permitirnos atisbar la cabeza de Medusa que detrás de ella se esconde.

Y si nuestros gobiernos y parlamentos instituyesen periódicamente, como se hace en Inglaterra, comisiones de investigación para estudiar las condiciones económicas, si estas comisiones se lanzasen a la búsqueda de la verdad pertrechadas con la misma plenitud de poderes de que gozan en Inglaterra, y si el desempeño de esta tarea corriese a cargo de hombres tan peritos, imparciales e intransigentes como los inspectores de fábricas de aquel país, los inspectores médicos que tienen a su cargo la redacción de los informes sobre "Public Health" (sanidad pública), los comisarios ingleses encargados de investigar la explotación de la mujer y del niño, el estado de la vivienda y la alimentación, etc., nos aterraríamos ante nuestra propia realidad. Perseo se envolvía en un manto de niebla para perseguir a los monstruos. Nosotros nos tapamos con nuestro embozo de niebla los oídos y los ojos para no ver ni oír las monstruosidades y poder negarlas.

Pero no nos engañemos. Del mismo modo que la guerra de independencia de los Estados Unidos en el siglo XVIII fue la gran campanada que hizo erguirse a la clase media de Europa, la guerra norteamericana de Secesión es, en el siglo XIX, el toque de rebato que pone en pie a la clase obrera europea. En Inglaterra, este proceso revolucionario se toca con las manos. Cuando alcance cierto nivel, repercutirá por fuerza sobre el continente. Y, al llegar aquí, revestirá formas más brutales o más humanas, según el grado de desarrollo logrado en cada país por la propia clase obrera. Por eso, aun haciendo caso omiso de otros motivos más nobles, el interés puramente egoísta aconseja a las clases hoy dominantes suprimir todas las trabas legales que se oponen al progreso de la clase obrera. Esa es, entre otras, la razón de que en este volumen se dedique tanto espacio a exponer la historia, el contenido y los resultados de la legislación fabril inglesa. Las naciones pueden y deben escarmentar en cabeza ajena. Aunque una sociedad haya encontrado el rastro de la ley natural con arreglo a la cual se mueve –y la finalidad última de esta obra es, en efecto, descubrir la ley económica que preside el movimiento de la sociedad moderna– jamás podrá saltar ni descartar por decreto las fases naturales de su desarrollo. Podrá únicamente acortar y mitigar los dolores del parto.

Un par de palabras para evitar posibles equívocos. En esta obra, las figuras del capitalista y del terrateniente no aparecen pintadas, ni mucho menos, de color de rosa. Pero adviértase que aquí sólo nos referimos a las personas en cuanto personificación de categorías económicas, como representantes de determinados intereses y relaciones de clase. Quien como yo concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico–natural, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas.

En economía política, la libre investigación científica tiene que luchar con enemigos que otras ciencias no conocen. El carácter especial de la materia investigada levanta contra ella las pasiones más violentas, más mezquinas y más repugnantes que anidan en el pecho humano: las furias del interés privado. La venerable Iglesia anglicana, por ejemplo, perdona de mejor grado que se nieguen 38 de sus 39 artículos de fe que el que se la prive de un 1/39 de sus ingresos pecuniarios. Hoy día, el ateísmo es un pecado venial en comparación con el crimen que supone la pretensión de criticar el régimen de propiedad consagrado por el tiempo. Y, sin embargo, es innegable que también en esto se han hecho progresos. Basta consultar, por ejemplo, el Libro azul publicado hace pocas semanas y titulado Correspondence with Her Majesty's Missions Abroad, Regarding Industrial Questions and Trades Unions. En este libro, los representantes de la Corona inglesa en el los Estados Unidos de América, declaraba al mismo tiempo, en una serie de asambleas, que una vez abolida la esclavitud, se ponía a la orden del día la transformación del régimen del capital y de la propiedad del suelo. Son los signos de los tiempos, y es inútil querer ocultarlos bajo mantos de púrpura o hábitos negros. No indican que mañana vayan a ocurrir milagros. Pero demuestran cómo hasta las clases gobernantes empiezan a darse cuenta vagamente de que la sociedad actual no es algo pétreo e inconmovible, sino un organismo susceptible de cambios y sujeto a un proceso constante de transformación.

El tomo segundo de esta obra tratará del proceso de circulación del capital (libro II) y de las modalidades del proceso visto en conjunto (libro III); en el volumen tercero y último (libro IV) se expondrá la historia de la teoría.2

Acogeré con los brazos abiertos todos los juicios de la crítica científica. En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino:


Segui il tuo corso, e lascia dir le genti! (III)


Londres, 25 de julio de 1867.

CARLOS MARX

1. Medida de valores

Para simplificar, en esta obra partimos siempre del supuesto de que la mercancía—dinero es el oro.

La función primordial del oro consiste en suministrar al mundo de las mercancías el material de su expresión de valor, en representar los valores de las mercancías como magnitudes de nombre igual cualitativamente iguales y cuantitativamente comparables entre sí. El oro funciona aquí como medida general de valores, y esta función es la que convierte al oro en mercancía equivalencial específica, en dinero.

No es el dinero el que hace que las mercancías sean conmensurables, sino al revés: por ser todas las mercancías, consideradas como valores, trabajo humano materializado, y por tanto conmensurables de por sí, es por lo que todos sus valores pueden medirse en la misma mercancía específica y ésta convertirse en su medida común de valor, o sea en dinero. El dinero, como medida de valores, es la forma o manifestación necesaria de la medida inmanente de valor de las mercancías: el tiempo de trabajo.1

La expresión del valor de una mercancía en oro (x mercancía A = z mercancía dinero) es su forma dinero, o su precio. Ahora, basta una sencilla ecuación, v. gr., 1 tonelada hierro = 2 onzas oro, para expresar en términos sociales el valor del hierro. Esta ecuación no necesita ya alinearse con las expresiones de valor de las demás mercancías, pues la mercancía que funciona como equivalente, el oro, tiene ahora carácter de dinero. La forma relativa general de valor de las mercancías vuelve, pues, a presentar la fisonomía de su forma de valor primitiva, simple o concreta. De otra parte, la expresión relativa de valor desarrollada o la serie infinita de expresiones relativas de valor se convierte en forma específicamente relativa de valor de la mercancía dinero. Pero ahora, esa serie va ya implícita socialmente en los precios de las mercancías. No hay más que leer al revés las cotizaciones de un boletín de precios, y encontraremos la magnitud del valor del dinero representada en las más diversas mercancías. En cambio, el dinero no tiene precio, pues para poder compartir esta forma relativa de valor que reduce a unidad todas las demás mercancías, tendría que referirse a si mismo como a su propio equivalente.

El precio o la forma dinero de las mercancías es, como su forma de valor en general, una forma distinta de su corporeidad real y tangible, es decir, una forma puramente ideal o imaginaria. El valor del hierro, del lienzo, del trigo, etc., existe, aunque invisible, dentro de estos objetos y se le representa por medio de su ecuación con el oro, por medio de una relación con este metal, relación que no es, por decirlo así, más que un espectro albergado en sus cabezas. Por eso el guardián de las mercancías tiene que hacer hablar a su lengua por las cabezas de éstas o colgarles unos cartoncitos proclamando sus precios ante el mundo exterior.2 Como la expresión de los valores de las mercancías en oro es puramente ideal, para realizar esta operación basta con manejar también oro ideal o imaginario. Ningún guardián de mercancías ignora que por el hecho de dar a su valor la forma de precio, es decir, la forma de oro imaginario, no dora, ni mucho menos, sus mercancías y que para tasar en oro millones de valores de mercancías no se necesita ni un adarme de oro real y efectivo. En su función de medida de valor el dinero actúa, por tanto, como dinero puramente imaginario o ideal. Este hecho ha dado pábulo a las más disparatadas teorías.3 Aunque la función de medida de valores suponga dinero puramente imaginario, el precio depende íntegramente del material real dinero. El valor, es decir, la cantidad de trabajo humano contenido, por ejemplo, en una tonelada de hierro, se expresa en una cantidad imaginaria de la mercancía dinero en la que se contiene la misma suma de trabajo. Por tanto, el valor de la tonelada de hierro asume precios totalmente distintos, o lo que es lo mismo, se representa por cantidades totalmente distintas de oro, plata o cobre, según el metal que se tome como medida de valor.

Sí, por tanto, funcionan al mismo tiempo como medida de valores dos mercancías distintas, por ejemplo oro y plata, todas las mercancías poseerán dos precios, uno en oro y otro en plata, precios que discurrirán paralelamente sin alteración mientras permanezca invariable la relación de valor entre la plata y el oro, por ejemplo de 1:15. Pero, todos los cambios que experimente esta relación de valor vendrán a alterar la relación establecida entre los precios oro y los precios plata de las mercancías, demostrando así palpablemente que el duplicar la medida de valor contradice a la función de ésta.4

Las mercancías con precio determinado se expresan todas en la fórmula: a mercancía A = x oro; b mercancía B= z oro; c mercancía C = y oro; etc., en la que a, b y c representan determinadas cantidades de las mercancías A, B, C, y x, z, y determinadas cantidades de oro. Los valores de las mercancías se convierten, por tanto, pese a toda la abigarrada variedad material de las mercaderías, en cantidades imaginarias de oro de diferente magnitud; es decir, en magnitudes de nombre igual, en magnitudes de oro. Estas cantidades distintas de oro se comparan y miden entre sí, y esto hace que se plantee la necesidad técnica de reducirlas todas ellas a una cantidad fija de oro como a su unidad de medida. Esta unidad de medida, dividiéndose luego en partes alícuotas, se desarrolla hasta convertirse en patrón. Antes de ser dinero, el oro, la plata y el cobre tienen ya su patrón de medida en su peso metálico; así, por ejemplo, la unidad es la libra, que luego se fracciona en onzas, etc., y se suma en quintales, etc.5 Por eso, en la circulación de los metales son los nombres antiguos del patrón—peso los que sirven de base a los nombres primitivos del patrón—dinero o patrón de los precios.

Considerado como medida de valores y como patrón de precios, el dinero desempeña dos funciones radicalmente distintas. El dinero es medida de valores como encarnación social del trabajo humano; patrón de precios, como un peso fijo y determinado de metal. Como medida de valores, sirve para convertir en precios, en cantidades imaginarias de oro, los valores de las más diversas mercancías; como patrón de precios, lo que hace es medir esas cantidades de oro. Por el dinero como medida de valor se miden las mercancías consideradas como valores; en cambio, como patrón de precios, lo que hace el dinero es medir las cantidades de oro por una cantidad de oro fija, y no el valor de una cantidad de oro por el peso de otra. Para que exista un patrón de precios, no hay más remedio que fijar como unidad de medida un determinado peso de oro. Aquí, como en todas las demás determinaciones de medida de magnitudes de nombre igual, lo que decide es la firmeza de los criterios con que se mide. Por tanto, el dinero, como patrón de precios, cumplirá tanto mejor su cometido cuanto menos oscile la cantidad de oro que sirve de unidad de medida. Sin embargo, el oro sólo puede funcionar como medida de valores por ser también él un producto del trabajo y por tanto, al menos potencialmente, un valor variable.6

Es evidente, desde luego, que los cambios de valor del oro no perjudican en lo más mínimo a su función como patrón de precios. Por mucho que oscile el valor del oro, siempre mediará la misma proporción de valor entre distintas cantidades de este metal. Aunque el valor del oro experimentase un descenso del mil por ciento, 12 onzas de oro seguirían teniendo doce veces más valor que una, y ya sabemos que en los precios sólo interesa la proporción entre distintas cantidades de oro. Además, como las alzas o bajas de valor no afectan para nada al peso de la onza de oro, el de sus partes alícuotas permanece también invariable, por donde el oro sigue prestando los mismos servicios como patrón fijo de precios, por mucho que cambie su valor.

Los cambios de valor experimentados por el oro no perturban tampoco su función de medida de valores. Esos cambios afectan por igual a todas las mercancías y, por tanto, caeteris paribus, dejan intangibles sus mutuos valores relativos, aunque todos se expresen ahora en un precio oro superior o inferior al de antes.

Para tasar las mercancías en oro, lo mismo que para concretar el valor de una mercancía en el valor de uso de otra cualquiera, se arranca siempre del supuesto de que, en un momento dado, la producción de una determinada cantidad de oro cuesta una determinada cantidad de trabajo. En cuanto a las oscilaciones de los precios de las mercancías en general, rigen las leyes de la expresión simple y relativa de valor que exponíamos más arriba.

Permaneciendo constante el valor del oro, los precios de las mercancías sólo pueden subir con carácter general si suben sus valores; si los valores de las mercancías permanecen constantes, tiene que bajar el del dinero para que aquello ocurra. Y viceversa. Los precios de las mercancías sólo pueden bajar con carácter general, suponiendo que permanezca constante el valor del dinero, si bajan sus valores, permaneciendo constantes los valores de las mercancías cuando baje el valor del oro. Mas de aquí no se sigue, ni mucho menos, que el alza del valor del oro determine un descenso proporcional de los precios de las mercancías, o, al revés, el descenso del valor del oro un alza proporcional de estos precios. Esta norma sólo rige respecto a mercancías cuyo valor no oscila. Aquellas mercancías, por ejemplo, cuyo valor sube uniformemente y al mismo tiempo que el valor del dinero conservan los mismos precios. Si su valor aumenta con más lentitud o más rapidez que el del dinero, el descenso o el alza de sus precios dependerán de la diferencia entre sus oscilaciones de valor y las del dinero. Y así sucesivamente.

Volvamos ahora al análisis de la forma precio.

Los nombres en dinero de los pesos de metal van divorciándose poco a poco de sus nombres primitivos de peso, por diversas razones, entre las cuales tienen una importancia histórica decisiva las siguientes: 1° La introducción de dinero extranjero en pueblos menos desarrollados; así, por ejemplo, en la Roma antigua las monedas de plata y oro comenzaron a circular como mercancías extranjeras. Los nombres de este dinero exótico difieren, naturalmente, de los nombres que reciben las fracciones de peso en el interior del país. 2° Al desarrollarse la riqueza, los metales menos preciosos se ven desplazados de su función de medida de valores por otros más preciosos; el cobre es desplazado por la plata y ésta por el oro, aunque semejante orden contradiga todas las leyes de la cronología poética .7 La libra, por ejemplo, empezó siendo el nombre monetario de una libra efectiva de plata. Al ser desplazada ésta por el oro como medida de valor, aquel nombre pasó a designar, aproximadamente, 1/15 libra de oro, según la correlación de valor entre éste y la plata. Hoy, la libra como nombre monetario y como nombre corriente de peso del oro son conceptos diferentes.8 3° La práctica abusiva de la falsificación de dinero por los príncipes, práctica que dura varios siglos y que sólo deja en pie el nombre del peso primitivo de las monedas. 9

Estos procesos históricos convierten en costumbre popular la separación del nombre monetario de los pesos de los metales y los nombres corrientes de sus fracciones de peso. Finalmente, como el patrón—dinero es algo puramente convencional y algo, al mismo tiempo, que necesita ser acatado por todos, interviene la ley para reglamentarlo. Una fracción determinada de peso del metal precioso, v. gr. una onza de oro, se divide oficialmente en partes alícuotas, a las que se bautiza con nombres legales, tales como libra, tálero, etc. A su vez, estas partes alícuotas, que luego rigen como las verdaderas unidades de medida del dinero, se subdividen en otras partes alícuotas, bautizadas también con sus correspondientes nombres legales: chelín, penique, etc.10 Pero el dinero metálico sigue teniendo por patrón, exactamente igual que antes, determinadas fracciones de peso del metal. Lo único que varía es la división y la denominación.

Como se ve, los precios o cantidades de oro en que se convierten idealmente los valores de las mercancías se expresan ahora en los nombres monetarios, o sea, en los nombres aritméticos del patrón oro que la ley determina. Por tanto, en vez de decir que un quarter de trigo vale una onza de oro, en Inglaterra se dirá que vale 3 libras esterlinas, 17 chelines y 10 1/2 peniques. Las mercancías se comunican pues, unas a otras, en sus nombres monetarios, lo que valen, y, cuantas veces se trata de fijar una mercancía como valor, o lo que es lo mismo en forma de dinero, éste funciona como dinero aritmético.11

El nombre de una cosa es algo ajeno a la naturaleza de esta cosa. Por el hecho de saber que un hombre se llama Jacobo, no sabemos nada acerca de él. En los nombres monetarios “libra”, “tálero”, “franco”, “ducado”, etc., se borran todas las huellas del concepto del valor. Y la confusión que produce el sentido misterioso de estos signos cabalísticos crece sí se tiene en cuenta que los nombres monetarios expresan el valor de las mercancías, al mismo tiempo que expresan partes alícuotas del peso de un metal, del patrón—oro.12 Por otra parte, el valor, a diferencia de la abigarrada corporeidad del mundo de las mercancías, no tiene más remedio que desarrollarse hasta alcanzar esta forma incolora y objetiva, que es al mismo tiempo una forma puramente social.13

El precio es el nombre en dinero del trabajo materializado en la mercancía. Por tanto, decir que existe una equivalencia entre la mercancía y la cantidad de dinero cuyo nombre es su precio, representa una perogrullada,14 puesto que la expresión relativa de valor de toda mercancía expresa siempre, como sabemos, la equivalencia entre dos mercancías. Pero el que el precio, como exponente de la magnitud de valor de la mercancía, sea el exponente de su proporción de cambio con el dinero, no quiere decir, por el contrarío, que el exponente de su proporción de cambio con el dinero sea necesariamente el de su magnitud de valor. Supongamos que en 1 quarter de trigo y en 2 libras esterlinas (aproximadamente 1/2 onza de oro) se encierre la misma cantidad de trabajo socialmente necesario. Las 2 libras esterlinas son la expresión en dinero de la magnitud de valor del quarter de trigo, o sea su precio. Ahora bien, sí las circunstancias permiten cotizar el trigo a 3 libras esterlinas u obligan a venderlo a 1, nos encontraremos con que estos precios de 1 y 3 libras esterlinas, demasiado pequeño el uno y demasiado grande el otro como expresiones de la magnitud de valor del trigo, son, sin embargo, precios del mismo; en primer lugar, porque son su forma de valor en dinero, y en segundo lugar, porque son exponentes de su producción de cambio con éste. Suponiendo que no cambien las condiciones de producción ni el rendimiento del trabajo, la reproducción del quarter de trigo seguirá costando el mismo tiempo de trabajo social que antes. Esto es un hecho que no depende de la voluntad del productor del trigo ni del capricho de los demás poseedores de mercancías. La magnitud de valor de la mercancía expresa, por tanto, una proporción necesaria, inmanente a su proceso de creación, con el tiempo de trabajo social. Al cambiar la magnitud de valor en el precio, esta proporción necesaria se revela como una proporción de cambio entre una determinada mercancía y la mercancía dinero, desligada de ella. Pero, en esta proporción puede expresarse y se expresa, no sólo la magnitud de valor de la mercancía, sino también el más o el menos en que en ciertas circunstancias puede cotizarse. Por tanto, la forma precio envuelve ya de suyo la posibilidad de una incongruencia cuantitativa entre el precio y la magnitud del valor, es decir, la posibilidad de una desviación entre el primero y la segunda. Y ello no supone un defecto de esta forma; por el contrario, es eso precisamente lo que la capacita para ser la forma adecuada de un régimen de producción en que la norma sólo puede imponerse como un ciego promedio en medio de toda ausencia de normas.

Sin embargo, la forma precio no sólo permite la posibilidad de una incongruencia cuantitativa entre éste y la magnitud de valor, es decir entre la magnitud de valor y su propia expresión en dinero, sino que puede, además, encerrar una contradicción cualitativa, haciendo que el precio deje de ser en absoluto expresión del valor, a pesar de que el dinero no es más que la forma de valor de las mercancías. Cosas que no son de suyo mercancías, por ejemplo la conciencia, el honor, etc., pueden ser cotizadas en dinero por sus poseedores y recibir a través del precio el cuño de mercancías. Cabe, por tanto, que una cosa tenga formalmente un precio sin tener un valor. Aquí, la expresión en dinero es algo puramente imaginario, como ciertas magnitudes matemáticas. Por otra parte, puede también ocurrir que esta forma imaginaria de precio encierre una proporción real de valor o una relación derivada de ella, como sucede, por ejemplo, con el precio de la tierra no cultivada, que no tiene ningún valor, porque en ella no se materializa trabajo humano alguno.

Como toda forma relativa de valor, el precio expresa el valor de una mercancía, v. gr. de una tonelada de hierro, indicando que una determinada cantidad de equivalente, v. gr. una onza de oro, es directamente cambiable por hierro, pero no, ni mucho menos, asegurando que el hierro sea a su vez directamente cambiable por oro. Por tanto, para poder ejercer sus funciones prácticas de valor de cambio, la mercancía tiene que desnudarse de su corporeidad natural, convertirse de oro puramente imaginario en oro real, aunque esta transubstanciación le sepa “más amarga” que al “concepto” hegeliano el tránsito de la necesidad a la libertad o a una langosta la rotura del caparazón, o a San Jerónimo, el padre de la Iglesia, el despojarse del viejo Adán.15 Además de su forma real y corpórea, hierro por ejemplo, la mercancía puede asumir, en el precio, forma ideal de valor o forma imaginaria de oro; lo que no puede es ser al mismo tiempo hierro efectivo y oro real. Para asignarle un precio, basta con equiparar a ello oro imaginario. Se la sustituye por oro, para que preste a su poseedor el servicio de equivalente general. Sí el poseedor del hierro, v gr., se enfrentase con el poseedor de una mercancía mundana y le brindase el precio en hierro, como forma de dinero, el mundano contestaría como contestó en el Paraíso San Pedro al Dante, cuando éste le recitó la fórmula de la fe:


Assai bene è trascorsa

D'esta moneta già la lega e' l peso,

Ma dimmi se tu l'hai nella tua borsa. (15)


La forma precio lleva implícita la enajenabilidad de las mercancías a cambio de dinero y la necesidad de su enajenación. Por su parte, el oro funciona como medida ideal de valores, por la sencilla razón de que en el proceso de cambio actúa como mercancía dinero. Detrás de la medida ideal de valores acecha, pues, el dinero contante y sonante. 

CAPÍTULO XXIII: LA LEY GENERAL DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA

1. Aumento de la demanda de fuerza de trabajo, con la acumulación, si permanece invariable la composición del capital

Estudiaremos en este capítulo la influencia que el incremento del capital ejerce sobre la suerte de la clase obrera. El factor más importante, en esta investigación, es la composición del capital y los cambios experimentados por ella en el transcurso del proceso de la acumulación.

La composición del capital puede interpretarse en dos sentidos. Atendiendo al valor, la composición del capital depende de la proporción en que se divide en capital constante o valor de los medios de producción y capital variable o valor de la fuerza de trabajo, suma global de los salarios. Atendiendo a la materia, a su funcionamiento en el proceso de producción, los capitales se dividen siempre en medios de producción y fuerza viva de trabajo; esta composición se determina por la proporción existente entre la masa de los medios de producción empleados, de una parte, y de otra la cantidad de trabajo necesaria para su empleo. Llamaremos a la primera composición de valor y a la segunda composición técnica del capital. Media entre ambas una relación de mutua interdependencia. Para expresarla, doy a la composición de valor, en cuanto se halla determinada por la composición técnica y refleja los cambios operados en ésta, el nombre de composición orgánica del capital. Cuando hablemos de la composición del capital pura y simplemente, nos referiremos siempre a su composición orgánica.

Los numerosos capitales individuales, invertidos en una determinada rama de la producción, y que están en manos de capitalistas independientes entre sí, se diferencian, más o menos, por su composición. La media de composición de cada capital arroja la composición del capital global de esta rama de la producción. Finalmente, el promedio total de las composiciones medias de ramas enteras de la producción da la composición del capital social de un país; sólo a éste, en última instancia, nos referiremos en lo sucesivo.

El incremento del capital lleva consigo el incremento de su parte variable, es decir, de la parte invertida en fuerza de trabajo. Una parte de la plusvalía convertida en nuevo capital necesariamente tiene que volver a convertirse en capital variable o en fondo adicional de trabajo. Si suponemos que, no alterándose las demás circunstancias, la composición del capital permanece invariable, es decir, que una determinada masa de medios de producción o de capital constante exige siempre, para ponerla en movimiento, la misma masa de fuerza de trabajo, es evidente que la demanda de trabajo y el fondo de subsistencia de los obreros crecerán en proporción al capital y con la misma rapidez con que éste aumente. Como el capital produce todos los años una masa de plusvalía, una parte de la cual se incorpora anualmente al capital originario; como este incremento de capital crece también todos los años al crecer el volumen del capital ya puesto en movimiento; y, finalmente, como bajo el estímulo del afán de enriquecerse, por ejemplo al abrirse nuevos mercados, nuevas esferas de inversión de capitales a consecuencia del desarrollo de nuevas necesidades sociales, etc., la escala de la acumulación puede ampliarse repentinamente con sólo variar la distribución de la plusvalía o del producto en capital y renta, las necesidades de acumulación del capital pueden sobrepujar el incremento de la fuerza de trabajo o del número de obreros, la demanda de obreros puede preponderar sobre su oferta, haciendo con ello subir los salarios. Más aún; cuando los supuestos anteriores se mantengan invariables durante cierto tiempo, los salarios tienen necesariamente que subir. En estas circunstancias, como todos los años entran a trabajar más obreros que el año anterior, llega forzosamente, más temprano o más tarde, un momento en que las necesidades de la acumulación comienzan a exceder de la oferta normal de trabajo y en que, por tanto, los salarios suben. En Inglaterra se oyeron quejas acerca de esto durante la primera mitad del siglo XVIII. Ello no obstante, las circunstancias más o menos favorables en que viven y se desenvuelven los obreros asalariados no hace cambiar en lo más mínimo el carácter fundamental de la producción capitalista. Así como la reproducción simple reproduce constantemente el propio régimen del capital, de un lado capitalistas y de otro obreros asalariados, la reproducción en escala ampliada, o sea, la acumulación, reproduce el régimen del capital en una escala superior, crea en uno de los polos más capitalistas o capitalistas más poderosos y en el otro más obreros asalariados. La reproducción de la fuerza de trabajo, obligada, quiéralo o no, a someterse incesantemente al capital como medio de explotación, que no puede desprenderse de él y cuyo esclavizamiento al capital no desaparece más que en apariencia porque cambien los capitalistas individuales a quien se vende, constituye en realidad uno de los factores de la reproducción del capital. La acumulación del capital supone, por tanto, un aumento del proletariado.1

Los economistas clásicos se daban perfecta cuenta de esto, hasta el punto de que A. Smith, Ricardo y otros autores llegaban, como hemos dicho, a confundir la acumulación, con el consumo de toda la parte capitalizada del producto excedente por obreros productivos o con su inversión en nuevos obreros asalariados. Ya en 1696, decía John Bellers: "Aunque una persona poseyese 100,000 acres de tierra y otras tantas libras esterlinas e igual número de cabezas de ganado, ¿qué sería, sin obreros, este hombre tan rico, más que un simple obrero? Y como son los obreros los que hacen a la gente rica, cuanto más obreros haya más ricos habrá… El trabajo de los pobres es la mina de los ricos."2 He aquí ahora cómo se expresaba Bernard de Mandeville a comienzos del siglo XVIII: "Allí donde la propiedad está suficientemente protegida, sería más fácil vivir sin dinero que sin pobres, pues ¿quién, si éstos no existiesen, ejecutaría los trabajos?… Y, si bien hay que proteger a los obreros de la muerte por hambre, no se les debe dar nada que valga la pena de ser ahorrado. Sí, de vez en cuando, un individuo de la clase inferior, a fuerza de trabajo y de privaciones, se remonta sobre el nivel en que nació, nadie le debe poner obstáculos: es indudable que el plan más sabio para cualquier individuo o cualquier familia dentro de la sociedad, es la vida frugal; pero todas las naciones ricas están interesadas en que la mayor parte de los pobres, sin permanecer en la ociosidad, gasten siempre todo lo que ganan… Los que se ganan la vida con su trabajo diario no tienen más estímulo que sus necesidades, que es prudente moderar, pero que sería insensato suprimir. Lo único que puede espolear el celo de un hombre trabajador es un salario prudencial. Si el jornal es demasiado pequeño puede, según su temperamento, desanimarle o moverle a desesperación; si es demasiado grande, puede hacerle insolente y vago… De lo dicho se desprende que en un país libre, en el que no se consiente la esclavitud, la riqueza más segura está en una muchedumbre de trabajadores pobres y aplicados. Aparte de que son la cantera inagotable que nutre las filas del ejército y la marina, sin ellos no habría disfrute posible ni podrían explotarse los productos de un país. Para hacer feliz a la sociedad [que, naturalmente, está formada por los que no trabajan] y conseguir que el pueblo viva dichoso, aun en momentos de escasez, es necesario que la gran mayoría permanezca inculta y pobre. El conocimiento dilata y multiplica nuestros deseos, y cuanto menos deseos tenga un hombre, más fácil es satisfacer sus necesidades."3 Lo que Mandeville hombre honrado y de inteligencia clara, no llega a comprender es que el mecanismo del proceso de acumulación, al aumentar el capital, hace que aumente también la masa de "trabajadores pobres y aplicados", es decir, de obreros asalariados, cuya fuerza de trabajo se convierte en creciente fuerza de explotación al servicio del creciente capital, lo que les obliga a eternizar su supeditación al propio producto de su trabajo, personificado en el capitalista. Refiriéndose a esta supeditación, observa Sir F. M. Eden, en su obra La situación de los pobres, o historia de la clase obrera de Inglaterra: "Nuestra zona reclama trabajo para la satisfacción de las necesidades, por eso una parte de la sociedad, por lo menos, tiene que trabajar incansablemente… Sin embargo, algunos de los que no trabajan disponen de los frutos del trabajo de otros. Esto se lo tienen que agradecer los propietarios a la civilización y al orden, hijos de las instituciones burguesas,4 pues éstas han sancionado el que se puedan apropiar los frutos del trabajo sin trabajar. Las gentes de posición independiente deben su fortuna casi por entero al trabajo de otros, no a su propio talento, que no se distingue en nada del de los que trabajan; no es la posesión de tierra ni dinero, sino el mando sobre el trabajo ("the command of labour") lo que distingue a los ricos de los pobres… Lo que atrae a los pobres no es una situación mísera o servil, sino un estado de fácil y liberal sumisión ("a state of easy and liberal dependence"), y a los propietarios la mayor influencia y autoridad posibles sobre los que trabajan para ellos… Todo el que conozca la naturaleza humana sabe que este estado de sumisión es necesario para comodidad de los propios obreros."5 Advertiremos de pasada que Sir F. M. Eden es, durante todo el siglo XVIII, el único discípulo de Adam Smith que aporta algo interesante.6

Bajo las condiciones de acumulación que hasta aquí venimos dando por supuestas, las más favorables a los obreros, el estado de sumisión de éstos al capital reviste formas un poco tolerables, formas "cómodas y liberales", para emplear las palabras de Eden; con el incremento del capital, en vez de desarrollarse de un modo intensivo, este estado de sumisión no hace más que extenderse; dicho en otros términos, la órbita de explotación e imperio del capital se va extendiendo con su propio volumen y con la cifra de sus súbditos. Estos, al acumularse el producto excedente convirtiéndose incesantemente en nuevo capital acumulado, perciben una parte mayor de lo producido, bajo la forma de medios de pago, lo que les permite vivir un poco mejor, alimentar con un poco más de amplitud su fondo de consumo, dotándolo de ropas, muebles, etc., y formar un pequeño fondo de reserva en dinero. Pero, así como el hecho de que algunos esclavos anduviesen mejor vestidos y mejor alimentados, de que disfrutasen de un trato mejor y de un peculio más abundante, no destruía el régimen de la esclavitud ni hacía desaparecer la explotación del esclavo, el que algunos obreros, individualmente, vivan mejor, no suprime tampoco la explotación del obrero asalariado. El hecho de que el trabajo suba de precio por efecto de la acumulación del capital, sólo quiere decir que el volumen y el peso de las cadenas de oro que el obrero asalariado se ha forjado ya para si mismo, pueden tenerle sujeto sin mantenerse tan tirantes. En las controversias mantenidas acerca de este tema se olvida casi siempre lo principal, a saber: la differentia specifica de la producción capitalista. Aquí, nadie compra la fuerza de trabajo para satisfacer, con sus servicios o su producto, las necesidades personales del comprador. No, la finalidad de este acto es explotar el capital, producir mercancías, que encierran más trabajo del que paga el que se las apropia y que, por tanto, contienen una parte de valor que al capitalista no le cuesta nada y que, sin embargo, puede realizarse mediante la venta de las mercancías. La producción de plusvalía, la obtención de lucro; tal es la ley absoluta de este sistema de producción. La fuerza de trabajo sólo encuentra salida en el mercado cuando sirve para hacer que los medios de producción funcionen como capitales; es decir, cuando reproduce su propio valor como nuevo capital y suministra, con el trabajo no retribuido, una fuente de capital adicional.7 Es decir, que por muy favorables que sean para el obrero las condiciones en que vende su fuerza de trabajo, estas condiciones llevan siempre consigo la necesidad de volver a venderla constantemente y la reproducción constantemente ampliada de la riqueza como capital. Como vemos, el salario supone siempre, por naturaleza, la entrega por el obrero de una cierta cantidad de trabajo no retribuido. Aun prescindiendo en un todo del alza de los salarios acompañada de la baja en el precio del trabajo, etc., el aumento del salario sólo supone, en el mejor de los casos, la reducción cuantitativa del trabajo no retribuido que viene obligado a entregar el obrero. Pero esta reducción no puede jamás rebasar ni alcanzar siquiera el límite a partir del cual supondría una amenaza para el sistema. Dejando a un lado los conflictos violentos cerca del tipo de salario –y Adam Smith demostró ya que en estos conflictos sale siempre vencedor, salvo contadas excepciones, el patrón–, el alza del precio del trabajo determinada por la acumulación del capital supone la siguiente alternativa:

Puede ocurrir que el precio del trabajo continúe subiendo, porque su alza no estorbe los progresos de la acumulación; esto no tiene nada de maravilloso, pues, como dice A. Smith, "aunque la ganancia disminuya los capitales pueden seguir creciendo, y crecer incluso más rápidamente que antes… En general, los grandes capitales crecen, aun siendo la ganancia más pequeña, con más rapidez que los capitales pequeños con grandes ganancias." (Wealth of Nations, II, p. 189 [t. I, pp. 217s.]). En estas condiciones, es evidente que la reducción del trabajo no retribuido no estorba en lo más mínimo la expansión del imperio del capital. El otro término de la alternativa es que la acumulación se amortigüe al subir el precio del trabajo, si esto embota el aguijón de la ganancia. La acumulación disminuye, pero, al disminuir, desaparece la causa de su disminución, o sea, la desproporción entre el capital y la fuerza de trabajo explotable. Es decir, que el propio mecanismo del proceso de producción capitalista se encarga de vencer los obstáculos pasajeros que él mismo crea. El precio del trabajo vuelve a descender al nivel que corresponde a las necesidades de explotación del capital, nivel que puede ser inferior, superior o igual al que se reputaba normal antes de producirse la subida de los salarios. Como se ve, en el primer caso no es el descenso operado en el crecimiento absoluto o proporcional de la fuerza de trabajo o de la población obrera el que hace que sobre capital, sino que, por el contrario, el incremento del capital hace que sea insuficiente la fuerza de trabajo explotable. Y, en el segundo caso, la insuficiencia del capital no se debe al descenso operado en el crecimiento absoluto o proporcional de la fuerza de trabajo o población obrera, sino que es, por el contrario, la disminución del capital la que crea un remanente de fuerza de trabajo explotable o, mejor dicho, la que hace excesivo su precio. Son estas variaciones absolutas en la acumulación del capital las que se reflejan como variaciones relativas en la masa de la fuerza de trabajo explotable, lo que induce a creer que se deben a las oscilaciones propias de ésta. Para decirlo en términos matemáticos: la magnitud de la acumulación es la variable independiente, la magnitud del salario la variable dependiente, y no a la inversa. Así, en las fases de crisis del ciclo industrial, el descenso general que se opera en los precios de las mercancías se traduce en un alza del valor relativo del dinero, y, viceversa, la baja del valor relativo del dinero que se advierte en las tases de prosperidad no es más que el reflejo del alza general de los precios de las mercancías. La llamada escuela de la currency deduce de aquí que cuando rigen precios altos circula mucho dinero, y cuando rigen precios bajos, poco. Su ignorancia y total desconocimiento de los hechos8 encuentran un digno paralelo en los economistas que interpretan aquellos fenómenos de la acumulación diciendo que en un caso faltan obreros y en el otro sobran.

La ley de la producción capitalista sobre la que descansa esa pretendida "ley natural de la población" se reduce sencillamente a esto: la relación entre el capital, la acumulación y la cuota de salarios no es más que la relación entre el trabajo no retribuido, convertido en capital, y el trabajo remanente indispensable para los manejos del capital adicional. No es, por tanto, ni mucho menos, la relación entre dos magnitudes independientes la una de la otra: de una parte, la magnitud del capital y de otra la cifra de la población obrera; es más bien, en última instancia, pura y simplemente, la relación entre el trabajo no retribuido y el trabajo pagado de la misma población obrera. Si la masa del trabajo no retribuido, suministrado por la clase obrera y acumulado por la clase capitalista, crece tan de prisa que sólo puede convertirse en capital mediante una remuneración extraordinaria del trabajo pagado, los salarios suben y, siempre y cuando que los demás factores no varíen, el trabajo no retribuido disminuye en la misma proporción. Pero, tan pronto como este descenso llega al punto en que la oferta del trabajo excedente de que el capital se nutre queda por debajo del nivel normal, se produce la reacción: se capitaliza una parte menor de la renta, la acumulación se amortigua y el movimiento de alza de los salarios retrocede. Como vemos, el alza del precio del trabajo se mueve siempre dentro de límites que no sólo dejan intangibles las bases del sistema capitalista, sino que además garantizan su reproducción en una escala cada vez más alta. La ley de la acumulación capitalista, que se pretende mistificar convirtiéndola en una ley natural, no expresa, por tanto, más que una cosa: que su naturaleza excluye toda reducción del grado de explotación del trabajo o toda alza del precio de éste que pueda hacer peligrar seriamente la reproducción constante del régimen capitalista y la reproducción del capital sobre una escala cada vez más alta. Y forzosamente tiene que ser así, en un régimen de producción en que el obrero existe para las necesidades de explotación de los valores ya creados, en vez de existir la riqueza material para las necesidades del desarrollo del obrero. Así corno en las religiones vemos al hombre esclavizado por las criaturas de su propio cerebro, en la producción capitalista le vemos esclavizado por los productos de su propio brazo.9