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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1985 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una luz en su vida, n.º 34 - agosto 2017

Título original: One Man’s Art

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-179-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los MacGregor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 1

 

Gennie supo que lo había encontrado en cuanto vio la primera casa de madera, algo desvencijada ya por el paso del tiempo. Aquel pueblo, pragmática y acertadamente llamado Windy Point, por fin satisfacía sus expectativas personales sobre lo que debía ser un pueblo de la Costa Maine. Había descubierto otros lugares a lo largo de la escarpada carretera costera, lugares tan pintorescos que a veces parecían sacados de una tarjeta postal: cada detalle en su lugar. Sin embargo, quizá la perfección había sido el problema.

Gennie había decidido cambiar de escenario de trabajo con la idea de explorar nuevas facetas de su talento. Hasta entonces, se había dejado arrastrar por su inclinación hacia mundos mistificados, mundos de ilusión, y había tomado la decisión consciente de ceñirse a una pintura más realista, por desolada que fuera la realidad. De hecho, ya llevaba la maleta llena de sus impresiones sobre las rocas, la tierra y el mar plasmadas en lienzos y láminas, pero…

Había algo especial en Windy Point, algo más. O quizá fuera algo menos. No era aquel un lugar de una naturaleza exuberante o de suaves perfiles. Aquella era una zona dura. No había árboles frondosos, sino abetos rugosos castigados por la dureza del clima. Y la carretera era poco más que una sucesión de baches.

El pueblo en sí mismo, aunque no estaba exactamente destartalado, tenía el aire de un lugar antiguo, con todos los achaques y dolores dejados por el paso del tiempo. La sal y el viento mostraban su huella en las casas, desgastando la pintura de fachadas y ventanas.

Gennie admiraba su funcional belleza. Allí no había edificios frívolos, excesivamente ornamentados. Cada edificio servía a su propósito: la tienda de ultramarinos, la oficina de correos, la farmacia… Las pocas casas que había a lo largo de la calle principal se caracterizaban por su inconfundible estilo Nueva Inglaterra, un estilo robusto y de grandes dimensiones. En algunas casas había flores que añadían la alegría del color a la austeridad de la madera, pero lo que no faltaba en ninguna de ellas era un pequeño huerto. Y si las petunias crecían desordenadamente, a su antojo, las zanahorias lo hacían de forma cuidada y ordenada.

A través de la ventanilla del coche, llegaba hasta ella el olor que impregnaba el pueblo: olor a pescado.

Gennie continuó conduciendo hasta el final de la calle, paró un instante al lado de la iglesia, en cuyo patio crecía libremente la hierba y dio media vuelta. No era un pueblo muy grande y la carretera era bastante estrecha, pero ella tenía sensación de amplitud. En aquel lugar no tenía por qué encontrarse uno con su vecino, a menos que pretendiera hacerlo. Complacida, Gennie se detuvo frente a la tienda de ultramarinos, imaginando que sería el centro de comunicaciones del pueblo.

En el porche de la tienda, había un hombre sentado en una vieja mecedora de madera. Ni siquiera la miró, aunque Gennie era consciente de que la había visto pasar en el coche. El hombre se mecía lentamente mientras reparaba una nasa. Tenía el rostro curtido por el mar, ojos vigilantes y manos fuertes. Gennie se prometió retratarlo exactamente como estaba. Salió del coche, tomó su bolso y, tras un segundo de vacilación, caminó hacia él.

–Hola.

El hombre asintió, todavía ocupado con las tablillas de la nasa.

–¿Necesita ayuda?

–Sí –Gennie sonrió, disfrutando de la cadencia de su voz cansina–. Quizá pueda decirme dónde alquilar una casa para unas semanas.

El tendero continuó meciéndose mientras alzaba hacia ella su mirada clara y astuta. De ciudad, concluyó, no sin cierto desdén. Y del sur. Inmediatamente la etiquetó como alguien procedente de las húmedas regiones que estaban por debajo de la frontera de Mason-Dixon. Era bastante guapa, por cierto, aunque su tez morena y sus ojos claros le daban un aspecto extranjero. Pero claro, más allá de Portland, todo el mundo era extranjero.

Mientras él se mecía, Gennie esperaba pacientemente, con su espesa melena negra flotando suavemente sobre sus hombros, levantada por la brisa del mar. Los meses que había pasado en Nueva Inglaterra le habían enseñado que aunque la mayor parte de la gente era amable y honesta, generalmente se tomaban algún tiempo para demostrarlo.

No parecía una turista, pensó el tendero; le recordaba a una de esas princesas que salían en los cuentos de hadas de su nieta. La barbilla decidida y sus pómulos marcados daban cierta altivez a su rostro; pero su sonrisa y unos ojos del color del mar suavizaban aquella sensación.

–Ya no quedan muchos veraneantes por aquí –dijo al cabo de un rato–. A estas alturas ya se han ido todos.

No iba a hacerle ninguna pregunta, Gennie lo sabía. Pero cuando pretendía conseguir algo, ella sabía ser una persona abierta y comunicativa.

–Yo no me considero exactamente una veraneante, señor…

–Fairfield… Joshua Fairfield.

–Genviève Grandeau –le tendió la mano con lo que Joshua encontró una satisfactoria firmeza–. Soy pintora y me gustaría pasar algún tiempo pintando por aquí.

Una artista, reflexionó él. No era que no le gustaran los cuadros, claro, pero no sabía si podía confiar en la gente que los hacía. Dibujar era una bonita afición, pero como trabajo… Aun así, aquella joven tenía una agradable sonrisa y parecía una mujer arrojada y despierta.

–Es posible que haya una casa a unos tres kilómetros de aquí. Eso si la viuda de Lawrence todavía no la ha vendido –la silla crujía mientras él se mecía–. Quizá quiera alquilársela una temporada.

–Suena bien. ¿Y dónde puedo encontrar a la señora Lawrence?

–Cruzando la calle, en la oficina de correos –se meció lentamente–. Dígale que la he enviado yo.

Gennie le dirigió una sonrisa.

–Gracias, señor Fairfield.

La oficina de correos era poco más que un mostrador y cuatro paredes; una mujer, vestida con un traje de algodón oscuro, ordenaba eficientemente el correo. E incluso tenía aspecto de ser la viuda Lawrence, pensó Gennie complacida, mientras se fijaba en el pulcro moño en el que aquella mujer se había recogido el pelo.

–Perdóneme.

La mujer se volvió y le dirigió a Gennie una rápida mirada antes de inclinarse de nuevo hacia el mostrador.

–¿Puedo ayudarla en algo?

–Eso espero, ¿es usted la señora Lawrence?

–Sí, soy yo.

–El señor Fairfield me ha dicho que es posible que pueda alquilarme una casa.

La señora Lawrence apretó ligeramente los labios. Aquel fue su único movimiento facial.

–La casa está en venta.

–Sí, ya me lo ha explicado –Gennie intentó sonreír otra vez. Quería estar en aquel pueblo, y le convenía aquella casa que estaba a unos tres kilómetros de allí–. Me preguntaba si estaría dispuesta a alquilármela durante unas cuantas semanas. Puedo darle referencias si quiere.

La señora Lawrence observó el rostro de Gennie con frialdad. Ella ya se estaba haciendo sus propias referencias.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Un mes, seis semanas como mucho.

La señora Lawrence bajó la mirada hacia las manos de la joven. Llevaba una alianza de oro, pero no en el dedo indicado.

–¿Es usted soltera?

–Sí –Gennie volvió a sonreír–. No estoy casada, señora Lawrence. Llevo varios meses trabajando en Nueva Inglaterra, pintando, y me gustaría pasar algún tiempo aquí, en Windy Point.

–¿Pintando? –preguntó la viuda, tras otra larga mirada.

–Sí.

La señora Lawrence decidió que le gustaba el aspecto de Gennie. Y además, tenía que reconocerlo, no tenía sentido tener una casa vacía.

–La casa está limpia y las cañerías funcionan perfectamente. El tejado lo arreglaron hace dos años, pero la estufa tiene su propio carácter. Hay dos dormitorios, uno de ellos sin amueblar.

Y a ella le resultaba doloroso, advirtió Gennie, a pesar de que la viuda no había cambiado de tono y continuaba manteniendo la voz firme. Seguramente estaba pensando en todos los años que llevaba viviendo allí.

–No tenemos vecinos cerca, y tampoco teléfono, pero si lo desea, puede instalar usted uno.

–Me parece perfecto, señora Lawrence.

Hubo algo en el tono de Gennie que hizo que la mujer se aclarara la garganta. La joven le estaba ofreciendo compasión y comprensión sin necesidad de palabras. Al cabo de un momento, dijo la suma que cobraría en concepto de alquiler, que a Gennie le pareció menos de lo que esperaba. No vaciló y, dejándose llevar por su intuición, contestó:

–Acepto.

En el rostro de la señora Lawrence apareció la primera expresión de sorpresa:

–¿Sin verla?

–No necesito verla –sacó la chequera del bolso y firmó un cheque–. Quizá pueda decirme si voy a necesitar algo de vajilla, sábanas…

La señora Lawrence tomó el cheque y lo miró con atención.

–Genevieve –musitó.

–Genviève –la corrigió Gennie, con un perfecto acento francés–, me pusieron el nombre por mi abuela –sonrió–, pero todo el mundo me llama Gennie.

Una hora más tarde, Gennie tenía las llaves de la casa en el bolso, dos cajas de provisiones en el asiento trasero y la dirección en la mano. Había sido observada desde lejos y con mal disimulado recelo por otros habitantes del pueblo y había conseguido no echarse a reír ante el ávido escrutinio de un adolescente flacucho, que había entrado en la tienda cuando ella estaba mirando una vajilla de barro.

Cuando salió del pueblo, empezaba ya a oscurecer. Las nubes estaban bajas, cargadas de lluvia, y se había levantado el viento. Aquello intensificaba la sensación de aventura. Gennie conducía por la estrecha y accidentada carretera de la costa con una inquietud interior que anunciaba algo nuevo en el horizonte.

El amor por la aventura siempre la había acompañado. Su tatarabuelo había sido pirata; tenía un barco rápido y no había vacilado en tomar todo aquello que se le antojaba. Uno de los tesoros que Gennie conservaba era su diario de navegación. Philippe Grandeau había narrado sus fechorías con una elegancia y un sentido de la ironía que su tataranieta había encontrado siempre irresistible. Y si bien había heredado fuertes dosis de pragmatismo de la, en otro tiempo, aristocrática familia de su madre, Gennie era suficientemente honesta consigo misma como para reconocer que habría navegado felizmente con Philippe.

Mientras el coche rebotaba por culpa de los baches, Gennie contemplaba aquel entorno, tan diferente de Nueva Orleans que parecía pertenecer a otro planeta. Aquel no era lugar para días perezosos y noches desenfrenadas. En aquel mundo rocoso y azotado por el viento, había que estar constantemente alerta. Allí no se perdonaba ningún error.

Pero Gennie veía a su alrededor algo más que una tierra dura y rocosa. Veía integridad. La sentía en aquella tierra que pugnaba día a día con el mar. Sabía que era una batalla perdida, milímetro a milímetro, día tras día, siglo tras siglo, pero la tierra no renunciaba a la lucha. En medio de las sombras que anunciaban la próxima llegada de la noche, Gennie se detuvo dispuesta a plasmar algunas de sus impresiones en el papel.

A varios metros de la carretera, había una cala en la que se agitaban las olas. Mientras sacaba el cuaderno y el lápiz, llegó hasta ella un intenso olor a pescado y algas marinas: no le resultó desagradable, comprendía que formaba parte de la extraña atracción que durante años había arrastrado a los hombres al mar.

Las rocas suavizaban su perfil en aquella zona. Cerca de la carretera, había algunos arbustos de arándanos, preñados de los últimos frutos del verano. Se oía el viento, gimiendo y susurrando como una mujer. Todavía no veía el mar, pero podía olerlo y saborearlo en el viento.

Gennie no tenía a nadie a quien llamar, ni ningún horario que seguir. Hacía tiempo que disfrutaba de una casi total libertad, pero la soledad era algo más. La sentía allí, cerca de aquella cala azotada por el viento y de aquella carretera imposible. Y le gustaba.

Cuando volviera a Nueva Orleans, una ciudad que adoraba, y se sintiera empapada en uno de esos días húmedos que olían a río y a humanidad, recordaría que había pasado aquella hora en un lugar frío y solitario en el que ella era la única alma en varios kilómetros a la redonda.

Relajada, pero con el latido de la emoción haciendo vibrar su piel, comenzó a dibujar. Se entretuvo en reflejar más detalles de los que en principio pretendía. La falta de sonidos humanos la atraía. Sí, iba a disfrutar enormemente de Windy Point y de aquella pequeña casa.

Terminó y arrojó el cuaderno y el lápiz al coche. Si no hubiera sido prácticamente de noche, se habría quedado un rato más y habría bajado hasta el borde del agua. Pero tenía largos días por delante para pintar y hacer todo lo que aquel mes quisiera depararle. Con una media sonrisa, giró la llave para pone el motor en marcha.

Como no consiguió más que un triste traqueteo, volvió a intentarlo otra vez. Fue recompensada en aquella ocasión con un gemido y un sospechoso golpeteo. El coche le había dado algunos problemas en Bath, pero el mecánico de allí lo había arreglado y le había hecho una puesta a punto. Desde entonces respondía perfectamente. Al pensar en aquella abrupta carretera, Gennie decidió que era fácil que las piezas que le habían ajustado hubieran vuelto a aflojarse otra vez a causa del constante traqueteo. Con un suave juramento, salió del coche y abrió el capó.

Aunque hubiera tenido las herramientas adecuadas, que seguramente eran algo más que el destornillador y la linterna que guardaba en la guantera, apenas habría sabido qué hacer con ellas. Cerró el capó y miró hacia la carretera. Estaba desierta. Lo único que se oía era el aullido del viento. Era casi de noche, y calculaba que estaba a medio camino entre la casa y el pueblo. Si retrocedía, seguramente alguien del pueblo podría llevarla a la casa, pero si continuaba andando, llegaría a su nuevo hogar en poco más de un cuarto de hora. Se encogió de hombros, tomó la linterna e hizo lo que normalmente hacía: seguir hacia delante.

Tuvo que encender la linterna casi inmediatamente. La carretera era tan incómoda andando como conduciendo y tenía que tener cuidado si no quería terminar perdida o hundida en un cráter. Había tantos baches y piedras que se preguntaba si alguien usaría alguna vez aquel camino.

La oscuridad llegó rápidamente, pero no el silencio. El viento agitaba su pelo y susurraba suavemente contra sus oídos. Veía jirones de niebla a sus pies, y esperaba que se mantuvieran allí hasta que hubiera llegado a su casa. Pero se olvidó completamente de la niebla cuando estalló la furiosa tormenta.

En otras circunstancias, a Gennie no le habría importado terminar empapada, pero incluso la sensación de aventura se ahogó en la oscuridad cuando vio un rayo rasgando el cielo. Enfadada consigo misma por aquella reacción infantil, continuó caminando, no sin dificultad y con las zapatillas de lona empapadas. Gradualmente, el enfado fue transformándose en fastidio y el fastidio en inquietud.

Un rayo iluminó un grupo de rocas, arrojando unas muy poco amistosas sombras sobre el camino. Ni siquiera una mujer con una imaginación pedestre hubiera mantenido la calma. Y Gennie se imaginaba ya rodeada de terribles elfos que sonreían, amenazadores, en la oscuridad. Canturreando para no dejarse llevar por el pánico, se concentró en seguir el haz de luz de su propia linterna.

Estaba empapada, se dijo a sí misma mientras se apartaba el pelo de los ojos. Pero de aquella no iba a morir. Miró a ambos lados de la carretera. No había oscuridad como la del campo, decidió. ¿Y dónde estaría la casa? Seguramente había recorrido ya más de un kilómetro y medio. Iluminó los alrededores sin demasiado entusiasmo. Un trueno retumbó sobre su cabeza mientras la lluvia salpicaba su rostro. Sería un milagro, se dijo, encontrar una casa oscura y desierta con una triste linterna.

Era una estúpida, se regaño, abrazándose a sí misma e intentando pensar. En cuanto tenía una oportunidad, siempre hacía la misma estupidez de lanzarse hacia lo desconocido. Y sabía que seguiría haciéndolo. Al parecer, la única opción que le quedaba era regresar al coche y esperar allí a que terminara la tormenta.

La perspectiva de pasar una noche empapada y metida en un coche, no era muy agradable, pero no podía seguir caminando en medio de la tormenta. Y además, en el coche tenía una bolsa de galletas, recordó mientras continuaba iluminando los alrededores con la linterna, por si acaso la casa estuviera por allí… Con un suspiro, dirigió una última mirada a la carretera.

Y entonces la vio. Gennie pestañeó para apartar el agua de sus ojos y miró otra vez. Una luz. Estaba segura, había visto una luz delante de ella. Una luz significaba refugio, calor, compañía. Sin vacilar, se dirigió hacia allí.

Tuvo que caminar otro kilómetro y medio por lo menos, y la tormenta empeoraba. Para evitar caerse, se obligaba a caminar lentamente y a mantener la mirada fija en el suelo. Comenzaba a tener la certeza de que no volvería a estar seca en toda su vida. Pero la luz continuaba firme frente a ella, ayudándola a resistir la tentación de mirar atrás.

Oía el mar batiéndose violentamente contra las rocas. A la luz de la linterna, creyó ver la cresta de las olas, agitándose en la distancia. Hasta la lluvia olía a mar, un mar enfadado y vengativo. Pero no podía permitirse el lujo de estar asustada, aunque el corazón le latiera a mucha más velocidad que sus pasos. Si admitía que estaba asustada, cedería a la necesidad de correr y terminaría cayendo en un acantilado.

La sensación de desplazamiento era tan intensa que, si no hubiera sido por aquella luz que prometía calor y seguridad, se habría sentado en la carretera, dejándose empapar.

Cuando Gennie distinguió la silueta del edificio detrás de la cortina de lluvia, estuvo a punto de reír a carcajadas. ¡Era un faro! Una de esas estructuras robustas que demostraban que el ser humano tenía algún sentido del altruismo. Aceleró el paso. En aquella casa tenía que haber alguien, un anciano arrugado quizá, un antiguo pescador. Tendría una botella de ron y hablaría con frases cortas y jugosas.

Cuando un rayo volvió a rasgar el cielo, Gennie decidió que ya lo adoraba.

El faro era un símbolo de seguridad para una persona perdida en medio de la tormenta. Bajo la luz del rayo, parecía sorprendentemente blanco. Gennie buscó la puerta con la mirada. La ventana iluminada estaba en el piso de arriba, el tercero, advirtió al acercarse.

A los pocos minutos, se encontró frente a una fuerte puerta de madera. Llamó con fuerza. La violencia de la tormenta pareció ceder ante el sonido de su llamada. Más cerca del pánico de lo que le habría gustado, Gennie volvió a llamar.

¿Sería posible que después de haber llegado hasta allí nadie la oyera? Tenía que haber alguien, pensó mientras volvía a llamar; un anciano silbando y tallando un barco de madera para meterlo después en una botella.

Desesperada, Gennie se inclinó contra la puerta, sentía la dureza y la humedad de la madera contra la mejilla mientras continuaba aporreándola. Cuando la puerta se abrió, perdió el equilibrio y casi inmediatamente se vio envuelta en unos fuertes brazos.

–Gracias a Dios –consiguió decir–. Temía que no me oyera –con una mano, se apartó el pelo de la cara y miró al hombre al que consideraba su salvador.

Lo primero que advirtió fue que no era un anciano. Y además no tenía una sola arruga. Era joven y delgado, pero su rostro moreno y anguloso podía haber pertenecido a un marinero, de la línea de su tatarabuelo. Tenía el pelo tan oscuro como el de ella e igualmente espeso. Y tan despeinado como si acabara de bajar de la proa de un barco. Sus labios eran llenos y desvergonzadamente sensuales, y la nariz resultaba un tanto aristocrática en aquel rostro adusto. Los ojos eran profundos y oscuros; muy poco amistosos, decidió Gennie, y ni siquiera curiosos. No, simplemente, enfadados.

–¿Cómo demonios ha llegado hasta aquí?

No era la bienvenida que esperaba, pero aquella caminata en medio de la tormenta la había dejado un poco atontada.

–He venido andando –le dijo.

–¿Andando? –repitió él–. ¿Con este tiempo? ¿Desde dónde?

–Desde la carretera, a unos tres kilómetros de aquí… Se me ha estropeado el coche –comenzó a temblar, no sabía si por el frío o por la reacción de su interlocutor.

Todavía no la había soltado y ella todavía no se encontraba en condiciones de pedírselo.

–¿Y qué hacía conduciendo por aquí en una noche como esta?

–Yo… le he alquilado la casa a la señora Lawrence. El coche se me ha estropeado y debo haberme confundido de camino. He visto la luz del faro y… –tomó aire y advirtió de pronto que le temblaban las piernas–. ¿Puedo sentarme?

Él se la quedó mirando durante cerca de un minuto; después, con algo parecido a un gruñido, la hizo pasar adentro y señaló un sofá. Gennie se dejó caer sobre él, echó la cabeza hacia atrás y se concentró en tranquilizarse.

¿Y qué demonios se suponía que iba a hacer con ella?, se preguntó Grant. La miró con el ceño fruncido. En ese momento, parecía que iba a desplomarse al menor golpe de viento. Tenía el pelo pegado a la cabeza, ligeramente rizado y oscuro como la noche. Su rostro no era fino ni delicado, pero poseía una belleza casi medieval: huesos largos y facciones afiladas. Parecía el rostro de una princesa celta o gala, con un cuerpo pequeño y atlético que podía distinguir perfectamente a través de su ropa empapada.

Grant pensó que, en otras circunstancias, tanto su rostro como su cuerpo le habrían parecido atractivos, pero los que realmente lo impactaron fueron sus ojos. Verde mar, enormes, y ligeramente rasgados. Los ojos de una sirena, se dijo. Durante una décima de segundo, o quizá una centésima, Grant se llegó a preguntar si se trataría de alguna criatura mítica que había sido arrojada a tierra por la tormenta.

Tenía una voz suave en la que reconoció un marcado acento del sur, que hacía que su lengua pareciera casi extranjera al lado de la cadencia costeña a la que él se había acostumbrado. Grant no era un hombre al que le agradara encontrarse una florecilla de invernadero en la puerta de su casa. Cuando la joven abrió los ojos y le sonrió, deseó fervientemente no haberle abierto la puerta.

–Lo siento –comenzó a decir Gennie–, no he dicho nada coherente desde que he llegado, ¿verdad? Supongo que no llevo más de una hora andando, pero tengo la sensación de que han sido días. Me llamo Gennie.

Grant se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y volvió a fruncir el ceño.

–Campbell, Grant Campbell.

Como continuaba con el ceño fruncido, Gennie hizo un nuevo esfuerzo por arreglar la situación.

–Señor Campbell, no sabe el alivio que ha supuesto para mí ver la luz del faro.

Grant se quedó mirándola fijamente, pensando que su rostro le resultaba familiar.

–El desvío hacia la casa de la señora Lawrence está a más de un kilómetro de aquí.

Gennie levantó una ceja ante su tono de voz. ¿Pretendería que saliera y estuviera dando tumbos hasta encontrarlo? Ella se enorgullecía de tener un carácter bastante templado para ser una artista, pero estaba empapada, helada y la hostilidad de Grant, reflejada en su ceño fruncido, era lo último que necesitaba.

–Mire, le pagaré a cambio de una taza de café y de poder usar esto –golpeó suavemente el sofá y se levantó una nube de polvo– durante una noche.

–Yo no tengo inquilinos.

–Y probablemente le daría una patada a un perro enfermo si se cruzara en su camino –contestó Gennie sin alterarse–. Pero no voy a volver a salir esta noche, señor Campbell, y le aconsejo que no intente echarme de aquí.

Aquello divirtió a Grant, aunque su rostro no reflejó su cambio de humor. No desmintió la suposición de Gennie; dejó que creyera que pretendía arrojarla otra vez a la intemperie. Aquella declaración la había hecho simplemente para estar a tono con su desagradable recibimiento. Y si no hubiera estado enfadado, Grant habría admirado el hecho de que, incluso estando empapada y ligeramente pálida, aquella mujer estuviera dispuesta a defenderse.

Sin decir una sola palabra, caminó hacia el otro rincón de la habitación y se agachó para buscar algo en un armario. Gennie mantuvo la mirada fija frente a ella, incluso cuando oyó el sonido de un líquido tintineando en el cristal.

–De momento, más que un café lo que usted necesita es un brandy –le dijo Grant, poniéndole la copa debajo de la nariz.

–Gracias –contestó Gennie con aquella frialdad de las sureñas que nadie podría superar. Lo bebió de un solo trago, dejando que el impacto del calor hiciera volver su cuerpo a la normalidad. A continuación, con un gesto distante y educado, le devolvió a Grant la copa vacía.

Grant miró la copa y estuvo a punto de sonreír.

–¿Quiere otro?

–No –respondió con altivez–, gracias.

Acababan de ponerlo en su lugar, pensó Grant. La princesa y el siervo. Se meció sobre los talones, considerando sus opciones. A través de las gruesas paredes de la casa, llegaban hasta él los aullidos de la tormenta. Con aquel tiempo, incluso el corto camino que los separaba de casa de la señora Lawrence era un recorrido peligroso.

Sería menos problemático dejar que durmiera allí que llevarla en coche hasta la casa. Con un juramento, que fue más de fastidio que de abierta acritud, se volvió.

–Bien, venga –le ordenó sin mirarla–, no puede quedarse toda la noche ahí sentada.

Gennie consideró, y muy seriamente, la posibilidad de tirarle el bolso a la cabeza.

La escalera le encantó. Y estuvo a punto de decirlo. Era una escalera circular, de hierro, y notablemente empinada. Grant se detuvo en el segundo piso, que Gennie calculó estaba a más de tres metros del primero. Se movía como un gato en la oscuridad mientras ella se aferraba a la barandilla, esperando a que encendiera la luz.

Luz que arrojó un tenue resplandor y muchas sombras sobre el suelo de madera. Grant cruzó una puerta situada a la derecha del pasillo, que conducía a su dormitorio; una habitación pequeña, no especialmente ordenada, pero con una cama de bronce de la que Gennie se enamoró al instante. Grant se acercó a un antiguo armario, que restaurado habría sido precioso. Murmurando algo para sí, lo abrió y sacó una bata.

–La ducha está al otro lado del pasillo –dijo brevemente, y le tendió la bata antes de dejarla nuevamente sola.

–Muchísimas gracias –farfulló Gennie mientras lo oía bajar las escaleras. Con la barbilla alta y los ojos llameantes, cruzó el pasillo y se descubrió nuevamente encantada por lo que estaba viendo.

El baño era de porcelana, con grifería de cobre que, obviamente, Grant se había tomado algún tiempo en pulir. En la habitación había poco más que un armario que, en algún momento de su historia, había sido cubierto de madera de cedro y lacado. También había un antiguo lavabo y un espejo estrecho. La luz había que encenderla con una vieja perilla que pendía de un cordel.

Tras desprenderse agradecida de su ropa empapada, Gennie se metió en la bañera y corrió la cortina. En un instante, el agua caliente cubría su cuerpo. Se dijo que no podría haber encontrado un paraíso más dulce, aunque estuviera vigilado por el mismísimo demonio.

En la cocina, Grant preparaba café. Cuando terminó, y tras pensárselo dos veces, abrió una lata de sopa. Suponía que tenía que darle de cenar. Allí, en la parte trasera de la torre, el ruido del mar era más fuerte.

Era un sonido al que estaba acostumbrado, no tanto como para no reparar en él, pero sí como para esperarlo. Y cuando era tan despiadado y amenazador como aquella noche, le gustaba dedicarse a su trabajo.

Y lo mismo habría hecho en esa ocasión si no hubiera encontrado a una mujer empapada en la puerta de su casa. Calculó que aquella noche iba a tener que emplear una hora más para recuperar el tiempo que esa visita estaba haciéndole perder. Pero, una vez superado el primer arranque de mal humor, admitió que no era para tanto. Le ofrecería una comida caliente, un techo bajo el que dormir y eso sería todo.

Una sonrisa iluminó sus facciones al recordar cómo lo había mirado Gennie cuando se había sentado en el sofá. Aquella dama, decidió, no era ninguna pusilánime. Él tenía muy poca paciencia con la gente sin carácter. Cuando quería compañía, elegía personas que decían lo que pensaban y estaban dispuestas a ser leales a sus pensamientos. De alguna manera, ese era el motivo por el que iba retrasado con el horario que él mismo se había impuesto.

Apenas había pasado una semana desde que había vuelto de Hyannis Port, donde su hermana Shelby se había casado con Alan MacGregor. Había descubierto allí, no sin desagrado, que la boda le había convertido en un sentimental. A los MacGregor no les había resultado difícil convencerlo para que se quedara un par de días más con ellos. Le había gustado esa familia, especialmente Daniel, un viejo bravucón. Y él no era una persona que congeniara fácilmente con la gente. Desde niño había sido receloso, pero los MacGregor eran un grupo irresistible. Y, además, estaba un tanto sensible por la boda.

Él había sido el padrino y había entregado a su hermana ante el altar, algo que le habría correspondido hacer a su padre si hubiera estado vivo. Aquello le había producido tal mezcla de dolor y placer que había agradecido la oportunidad de contar con unos cuantos días de distracción entre los MacGregor antes de volver a Windy Point, incluso teniendo que soportar las en absoluto sutiles indagaciones de Daniel sobre su vida privada. Había disfrutado tanto que incluso había agradecido que lo invitaran a volver. Invitación que, sorprendentemente, pretendía aceptar.

De momento tenía trabajo que hacer, pero, pensó resignado, una pequeña interrupción tampoco iba a suponer ningún daño irreparable. Gennie podía instalarse en la habitación de invitados para pasar la noche y por la mañana se iría. Para cuando la sopa comenzó a hervir, Grant ya casi estaba de buen humor.

La oyó llegar, a pesar del ruido de la tormenta. Se volvió, dispuesto a hacer algún comentario moderadamente amistoso, pero al verla con la bata, sintió un nudo en las entrañas.

Maldita fuera, era preciosa. Demasiado hermosa para su paz mental. La bata le estaba muy estrecha, aunque había tenido que enrollarse las mangas casi hasta el codo. El azul pálido acentuaba el hermoso tono meloso de su piel. Se había peinado el pelo hacia atrás y solo unos rizos sueltos enmarcaban sus sienes. Con aquellos ojos verde claro y sus oscuras pestañas, parecía más que nunca la sirena con la que había estado a punto de confundirla.

–Siéntese –le ordenó, furioso y enfadado por aquel inesperado estallido de deseo–. Puede tomar un poco de sopa.

Gennie se detuvo un momento y recorrió su espalda con la mirada antes de sentarse a la mesa.

–Gracias.

Grant musitó algo ininteligible y le colocó un cuenco de humeante sopa delante. Gennie tomó la cuchara, sin dejar que su orgullo se interpusiera ante su hambre voraz. Aunque la sorprendió, no dijo nada cuando Grant se sentó con un cuenco de sopa frente a ella.

La cocina era pequeña, luminosa y muy, muy silenciosa. El único sonido que llegaba hasta ellos era el del viento y las olas chocando contra el peñón. Al principio, Gennie comió con los ojos obstinadamente clavados en el cuenco que tenía frente a sí, pero en cuanto el hambre más acusada cedió, comenzó a mirar a su alrededor. Era pequeña, desde luego, pero el espacio estaba muy aprovechado. Las paredes estaban forradas de armarios de roble, con capacidad suficiente para numerosas provisiones. Los mostradores también eran de madera, pero lijada y barnizada. Y los únicos electrodomésticos modernos con los que contaba eran una cafetera eléctrica y una tostadora.

Aquella habitación estaba más cuidada que el resto de la casa, decidió. No había platos en el fregadero, ni migas o gotas caídas. Y a lo único a lo que allí olía era a sopa y a café. Los aparatos eran viejos y estaban un poco oxidados, pero no mugrientos.

Una vez aplacada el hambre, se amansó también su enfado. Al fin y al cabo, se dijo, había invadido la privacidad de ese hombre. Nadie ofrecía su hospitalidad a un desconocido con los brazos abiertos. Grant había fruncido el ceño, sí, pero no le había cerrado la puerta en las narices. Y le había ofrecido ropa seca y comida, añadió, mientras intentaba mitigar su orgullo.

Con el ceño ligeramente fruncido, deslizó la mirada sobre la mesa hasta encontrarse con sus manos. Dios santo, pensó sobresaltada, eran bellísimas. Las muñecas eran estrechas, pero no daban sensación de debilidad, sino de fuerza y habilidad. Tenía el dorso moreno y tan largo y estilizado como sus dedos. Las uñas las llevaba cortas y muy limpias. Masculinas, fue la primera cualidad que les asignó, y delicadas, pensó casi al instante. Podía imaginarse aquellas manos sosteniendo una flauta travesera y blandiendo un sable.

Por un momento, Gennie se olvidó del resto de su persona, tan fascinada estaba por sus manos y por la extraña reacción que había experimentado al verlas. Estaba conmocionada, pero no le importó. Estaba convencida de que cualquier mujer que viera aquellas manos exquisitas se preguntaría inmediatamente lo que sería sentirlas sobre su piel. Manos impacientes, inteligentes. Eran de ese tipo de manos capaces de desgarrar la ropa de una mujer o de desnudarla delicadamente antes de que se diera cuenta siquiera de lo que estaba ocurriendo.

Cuando un sentimiento, que Gennie reconoció como de expectación, se apoderó de ella, inmediatamente lo reprimió. ¡En qué estaba pensando! Ni siquiera su imaginación tenía derecho a dirigirse en aquella dirección. Un poco aturdida, elevó la mirada hacia el rostro de su anfitrión.

Grant la estaba observando fríamente, como si fuera un científico frente a un raro ejemplar. Cuando Gennie dejó de comer, Grant vio que le miraba las manos con las pestañas suficientemente bajas como para ocultar su expresión. Él había esperado entonces, con la seguridad de que antes o después alzaría la mirada. Y esperaba encontrarse con una expresión de frío enfado o glacial educación. El impacto que advirtió en su rostro lo desconcertó, o, más precisamente, lo intrigó. Pero fue su vulnerabilidad la que le resultó casi dolorosa. Ni siquiera cuando había entrado en la casa, empapada y perdida, le había parecido tan indefensa. Se preguntó que ocurriría si de pronto la levantara en brazos y la llevara a su cama. E inmediatamente se preguntó qué demonios le estaba pasando.

Se miraron el uno al otro, cada uno de ellos batallando contra sentimientos que no deseaba, mientras la lluvia y el viento batían las paredes. Grant volvió a pensar que aquella mujer era una tentación llevada por el mar. Gennie pensó que Grant habría sido un digno compañero de su tatarabuelo.

Grant arrastró la silla mientras se levantaba. Gennie se quedó helada.

–En el segundo piso hay una habitación con una cama –sus ojos eran duros, el enfado los oscurecía. Y sentía en el estómago la tensión del deseo reprimido.

Gennie descubrió que tenía las palmas de las manos empapadas en sudor por culpa de los nervios, y eso la enfureció. Pero era mejor que no descargara su enfado con él.

–Me basta con el sofá del salón –le dijo fríamente.

Grant se encogió de hombros.

–Como usted quiera –sin decir una palabra más, salió.

Gennie esperó hasta que oyó sus pasos en la escalera antes de llevarse la mano al estómago. La próxima vez que viera una luz salvadora en la oscuridad, se prometió, iba a salir corriendo en dirección contraria.