cub_nora_roberts_7.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1981 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fuego irlandés, n.º 7 - junio 2017

Título original: Irish Thoroughbred

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-149-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

Adelia Cunnane permanecía asomada a la ventanilla, sin ver el mágico manto de nubes que se extendía más abajo. Algunas formaban montañas, otras glaciares, estrechándose y alisándose en lo que semejaba un lago cubierto de hielo. Sin embargo, pese a tratarse de su primer viaje en avión, Adelia no encontraba el panorama nada inspirador.

Su mente estaba plagada de dudas e incertidumbres, unidas a una intensa punzada de nostalgia por su pequeña granja de Irlanda. No obstante, tanto la granja como Irlanda estaban ya muy lejos, y cada minuto transcurrido acercaba más a Adelia a América y a personas desconocidas. Pensó, con un suspiro de resignación, que no se hallaba adecuadamente preparada para hacer frente ni a una cosa ni a la otra.

Sus padres habían muerto en un accidente de camión, dejándola huérfana a la tierna edad de diez años. En las semanas siguientes al fallecimiento de sus padres, Adelia había flotado a la deriva en la niebla de la conmoción, refugiándose en sí misma para resistir la agonía de la separación; para soportar la sensación, extraña y aterradora, de abandono. Poco a poco, fue erigiendo un muro en torno a su dolor, y se consagró al trabajo de la granja con la dedicación de un adulto.

Lettie Cunnane, su tía paterna, se había hecho cargo de la niña y de la granja, cuidando de ambas con mano firme. Tenía buen fondo, pero era poco cariñosa; por añadidura, carecía de la paciencia o el talante comprensivo necesarios para sobrellevar a una chiquilla imprevisible y, a menudo, tempestuosa.

La granja había sido lo único que tenían en común, y la mujer y la niña habían construido su relación a partir de la fértil tierra y las horas de trabajo que ésta requería. Habían vivido y trabajado juntas durante casi trece años; posteriormente, Lettie sufrió una parálisis, y Adelia se vio obligada a repartir su tiempo entre las tareas de la granja y el cuidado de una inválida. Adelia había pasado los días y las noches librando una decidida batalla para hacer frente a unas responsabilidades cada vez mayores.

Sus enemigos habían sido la escasez de tiempo y de dinero. Cuando, al cabo de seis largos meses, volvió a quedarse sola, Adelia bordeaba la desesperación. Su tía había muerto y, a pesar de que ella había trabajado incesantemente, la granja tuvo que ser vendida para sufragar los impuestos.

Adelia había escrito a su único pariente vivo, Padrick, el hermano mayor de su padre, que había emigrado a América veinte años antes, para informarlo de la muerte de su hermana. Su respuesta había sido inmediata. En una carta afectuosa y llena de cariño, había pedido a Adelia que se fuera a vivir con él. La última frase de la misiva era una orden escueta y amable: Vente a América; ahora tu hogar está aquí, conmigo.

De modo que Adelia había empacado sus pertenencias, vendiendo o regalando lo que no podía llevarse consigo, y se había despedido de Skibbereen y del único hogar que había conocido…

Un súbito movimiento del avión sacó a Adelia de sus recuerdos. Se recostó en el respaldo acolchado del asiento, recorriendo con los dedos la pequeña cruz de oro que siempre llevaba al cuello. No le quedaba nada en Irlanda, se dijo, combatiendo el hormigueo de su estómago. Todo lo que amaba había muerto, y Padrick Cunnane era su único pariente vivo, el único nexo de unión con lo que antaño había tenido.

Adelia reprimió una súbita oleada de miedo. América, Irlanda… ¿qué diferencia había? Movió los hombros con inquietud. Se las arreglaría. ¿No lo había hecho siempre? Estaba decidida a no ser una carga para su tío, aquel hombre impreciso y lejano a quien sólo conocía de sus cartas, pues lo había visto por última vez cuando tenía apenas tres años. En América encontraría trabajo, se dijo, quizá en la granja de caballos que su tío había mencionado a menudo en su correspondencia.

Adelia poseía una habilidad innata para trabajar con animales, y había asimilado vastos conocimientos de veterinaria en sus años de experiencia. Su pericia era tal, que a menudo solían requerir su ayuda en partos difíciles o para coser alguna herida. Era fuerte, a pesar de su baja estatura; además, recordó cuadrando los hombros inconscientemente, era una Cunnane.

Seguramente, se dijo con más confianza, habría un lugar para ella en Royal Meadows, donde su tío trabajaba como adiestrador de caballos purasangre de carreras. No habría campos que arar ni vacas que ordeñar, pero se ganaría el pan aunque fuese fregando suelos.

Una vez que el avión hubo tomado tierra, Adelia desembarcó y se adentró en la terminal de Dulles, Virginia, donde se quedó boquiabierta ante el caos reinante, fascinada por la escena, confusa por el chapurreo de idiomas extranjeros y la abigarrada mezcla de gente. Se fijó en una familia de indios del Este, ataviados con sus indumentarias nativas. Luego se giró para observar a dos quinceañeros, con vaqueros desgastados, que paseaban de la mano, seguidos de un ejecutivo de mediana edad con un maletín de piel en la mano.

Luego, en el vestíbulo, miró alrededor con la esperanza de ver alguna cara conocida. Todo el mundo parecía tener prisa, pensó. Un cuerpo podía perderse bajo los pies de aquella multitud frenética y no aparecer nunca más…

–¡Dee! ¡Pequeña Dee! –un hombre se acercó presuroso a ella. Era fornido y compacto, con una rizada mata de cabello gris, y Adelia atisbó brevemente unos ojos azules como los de su padre, antes de verse envuelta en un cálido y fuerte abrazo. Se le ocurrió que hacía siglos que nadie la abrazaba así.

–Pequeña Dee, te habría reconocido en cualquier parte –el hombre se retiró para mirarle la cara, con los ojos empañados y una sonrisa tierna–. Es como estar viendo de nuevo a Kate. Eres la viva imagen de tu madre.

Siguió contemplándola mientras ella trataba de recuperar la voz, su mirada posándose en el lustroso cabello castaño rojizo que caía en relucientes ondas sobre sus hombros; en los grandes y profundos ojos verdes de largas pestañas; en la nariz respingona y la boca de labios carnosos que tía Lettie había descrito como «impúdica».

–Eres una auténtica belleza –dijo él por fin, con un suspiro de puro placer.

–¿Tío Padrick? –inquirió Adelia, sintiendo que una multitud de preguntas y de emociones se agolpaban en su interior.

–¿Y quién voy a ser, si no? –Padrick la miró con ojos llenos de amor y de alegría, y las dudas, los miedos y los interrogantes de ella se desvanecieron en una oleada de júbilo.

–Tío Padrick –susurró al tiempo que le rodeaba el cuello con los brazos.

Mientras viajaban por la autopista, tras salir del aeropuerto, Adelia miró en torno con asombro. Nunca había visto tantos coches, todos ellos corriendo a una velocidad vertiginosa. Todo se movía muy deprisa, y el ruido, se maravilló Adelia en silencio, era suficiente para despertar a los muertos. Moviendo la cabeza, empezó a bombardear a su tío con preguntas.

¿Estaba muy lejos el lugar adonde iban? ¿Todo el mundo conducía tan deprisa en América? ¿Cuántos caballos había en Royal Meadows? ¿Cuándo podría verlos? Las preguntas relampagueaban en su mente y a través de sus labios, y Paddy las respondió pacientemente, antojándosele el sonido de su voz dulce como una brisa estival.

–¿Y en qué voy a trabajar?

Él apartó los ojos de la carretera un momento para mirarla.

–No hará falta que trabajes, Dee.

–Pero, tío Paddy, tengo que hacerlo –discrepó Adelia girándose hacia él–. Puedo trabajar con los caballos; se me dan bien los animales.

Las cejas espesas de Paddy se unieron, formando un dubitativo ceño.

–No te pedí que vinieras para trabajar –antes de que ella pudiera protestar, siguió diciendo–: Y no sé que pensaría Travis si contrato a mi propia sobrina.

–Haré cualquier cosa –Adelia se retiró su cabello castaño–. Cepillar los caballos, limpiar los establos, acarrear heno… Lo que sea. Por favor, tío Paddy. Me volvería loca en una semana si no tuviera nada que hacer.

Su mirada ganó la batalla, y Paddy le apretó la mano.

–Bueno, ya veremos.

Tan absorta había estado en la conversación y en el fascinante flujo del tráfico, que perdió la noción del tiempo. Cuando Paddy tomó un camino particular y detuvo el coche, Adelia contempló los alrededores con una nueva sensación de maravilla.

–Royal Meadows, Dee –anunció Paddy con un gesto–. Tu nuevo hogar.

La entrada del largo y sinuoso camino estaba flanqueada por dos grandes pilares de piedra, y arbustos tachonados de incipientes flores se extendían a lo largo del sendero, hasta donde Adelia alcanzaba a ver. Un verde manto de hierba alfombraba las suaves colinas, y los caballos pacían perezosamente a lo lejos.

–La mejor granja de caballos de todo Maryland, a fe mía –añadió Paddy con orgullo mientras enfilaba el serpenteante camino–. Y, en opinión de Padrick Cunnane, la mejor de toda América.

El coche rodeó una curva, y Adelia contuvo el aliento al contemplar la casa principal. Una estructura inmensa, o así se lo pareció a ella, con tres magníficas plantas de piedra antigua. Docenas de ventanas brillaban al resplandeciente sol, como enormes ojos. Amplias y relucientes, contrastaban con el tono apagado de la piedra. Rodeando las dos plantas superiores había una serie de balcones, con un diseño de sus barandas de hierro forjado intrincado y exquisito como el más fino encaje. La casa se alzaba sobre una suave loma cubierta de verde hierba, adornada con arbustos y árboles majestuosos que acababan de despertar de su sueño invernal.

–Hermosa, ¿verdad, Dee?

–Sí –convino Adelia, asombrada por su tamaño y su elegancia–. Es la casa más espléndida que he visto nunca.

–Bueno, la nuestra no es tan impresionante –Paddy giró hacia la izquierda cuando hubieron dejado atrás el edificio de piedra–. Pero está muy bien, y espero que seas feliz en ella.

Adelia se giró hacia su tío, dirigiéndole una sonrisa que transformó su rostro en una obra de arte.

–Seré feliz, tío Paddy, mientras estés a mi lado –dejándose guiar por un impulso, se inclinó hacia él y le besó la mejilla.

–Ah, Dee, cuánto me alegro de tenerte aquí –Paddy le tomó la mano con fuerza–. Has traído la primavera contigo.

El coche se detuvo, y Adelia se giró para mirar por el parabrisas, boquiabierta ante la vista que aparecía ante sus ojos. Un enorme edificio blanco, que Paddy identificó como los establos. Había vallas y corrales por toda la zona, y el aroma del heno y los caballos impregnaba el aire.

Con solemne asombro, Adelia contempló los alrededores. En su mente relampagueó el pensamiento de que no se había trasladado de una granja a otra, sino de un mundo a otro. En su país, la granja contenía unos cuantos acres de tierra, con sus ventajas y sus inconvenientes, un cobertizo que había que reparar constantemente y una franja de pasto. Aquí, el espacio bastaba para desorbitar sus ojos. Era increíble que tanto espacio perteneciera a una sola persona. Sin embargo, Adelia también reparó en el orden y la eficiencia reinante en los blancos edificios y las dobles vallas. A lo lejos, donde las colinas iniciaban su suave elevación, vio yeguas pastando mientras sus potrillos retozaban con la alegría de la juventud y la primavera.

«Travis Grant», se dijo, recordando el nombre del dueño del rancho, que su tío le había mencionado en las cartas. Travis Grant sabía cuidar de lo suyo…

–Ahí está mi casa –Paddy señaló hacia la ventana opuesta–. Nuestra casa.

Siguiendo la dirección de su gesto, Adelia emitió un suspiro de placer. La primera planta de la casa consistía en un enorme garaje de fachada blanca, que alojaba los remolques y las camionetas utilizados para el transporte de los purasangre. Encima había una estructura de piedra, casi el doble de grande que la casa donde ella había vivido siempre. Era una réplica en miniatura de la casa principal, con la misma sillería nativa y resplandecientes ventanas y balcones.

–Pasa, Dee. Echa un vistazo a tu nuevo hogar.

Paddy la condujo por un angosto sendero de piedra, hasta las escaleras del porche. Una vez en la puerta principal, la abrió y animó a Adelia a entrar.

Le dio la bienvenida una sala luminosa y acogedora, con paredes verde pálido y un brillante suelo de roble. Un sofá con tapicería a cuadros, y un conjunto de sillas a juego, la invitaban a sentarse delante de la elevada chimenea cuando empezara a hacer frío, o a contemplar las irregulares colinas por los amplios ventanales.

–¡Oh, tío Paddy! –Adelia suspiró, haciendo un gesto inadecuado pero muy expresivo.

–Ven, Dee. Te enseñaré el resto.

Paddy acabó de mostrarle la casa, y Adelia abría los ojos como platos con cada nuevo descubrimiento; desde la cocina, con sus muebles amarillos y sus inmaculadas encimeras, hasta el cuarto de baño, donde los azulejos color marfil la hicieron soñar con languidecer durante horas en una bañera de agua caliente y espumosa.

–Éste es tu cuarto, cariño.

Paddy abrió la puerta situada frente al cuarto de baño, y Adelia entró en la habitación. No era excesivamente grande, pero a ella se le antojó enorme. Las paredes estaban pintadas de azul verdoso, y unas cortinas blancas se mecían al viento delante de las dos ventanas. Los tonos blancos y azules también estaban presentes en el estampado de flores de la colcha, y en el suelo de madera había una mullida moqueta blanca. Saber que aquella habitación iba a ser suya hizo que los ojos de Adelia se ribetearan de lágrimas. Pestañeando para enjugárselas, se giró y rodeó el cuello de su tío con los brazos.

Más tarde, dieron un paseo por el prado, dirigiéndose a los establos. Adelia se había cambiado el vestido del viaje y llevaba unos vaqueros y una camisa de algodón, con la melena castaño rojiza recogida bajo un desgastado sombrero azul. Había convencido a su tío de que no necesitaba descansar, y de que lo que más deseaba era ver los caballos. Al mirar su rostro iluminado y sus ojos suplicantes, Paddy halló imposible darle una negativa.

A medida que se acercaban a los establos, divisaron a un pequeño grupo reunido alrededor de un caballo castaño. Las voces llegaron a oídos del tío y la sobrina antes de que su presencia fuese advertida.

–¿Qué problema tenéis ahí? –inquirió Paddy.

–Paddy, menos mal que has vuelto –un hombre alto y fornido lo recibió con visible alivio–. Majesty acaba de sufrir uno de sus ataques. Le ha dado una coz a Tom.

Paddy desvió su atención hacia un joven que, sentado en el suelo, se tocaba el muslo y musitaba entre dientes.

–¿Estás bien, chico? ¿Te has roto algo?

–No, nada –tanto la voz como la expresión del joven reflejaban más disgusto que dolor–. Pero creo que no podré montar en un par de días –mirando al caballo, movió la cabeza con una mezcla de rencor y de diversión–. Ese caballo puede ser el más rápido de estos contornos, pero es más feroz que un gato panza arriba.

–A mí su mirada no me parece feroz –comentó Adelia y, por primera vez, varios pares de ojos se volvieron hacia ella.

–Ésta es Adelia, mi sobrina. Dee, te presento a Hank Manners, mi ayudante. Tom Buckley, el del suelo, es jinete. Y George Johnson y Stan Beall, mozos de cuadra.

Una vez hechas las presentaciones, Adelia volvió a centrar su atención en el caballo.

–No te comprenden, ¿verdad? Ah, pero eres un buen chico.

–Señorita –previno Hank cuando ella alzó la mano para acariciarle el hocico–. Yo en su lugar no lo haría. No está de buen humor y recela de los desconocidos.

–Pero nos conoceremos pronto –sonriendo, Adelia le acarició el hocico, y Majesty emitió un relincho.

–Paddy –empezó a decir Hank en tono de advertencia, pero el otro hombre alzó una mano para silenciarlo.

–Eres un caballo precioso. Nunca había visto uno que se pudiera comparar a ti, y lo digo de veras –Adelia siguió hablando al caballo mientras le pasaba la mano por el cuello y el costado–. Has nacido para correr. Patas largas y fuertes, un pecho ancho y poderoso –continuó acariciando al animal mientras éste permanecía inmóvil, con las orejas atentas. Adelia le acarició el hocico antes de recostar la mejilla en su cuello–. Seguro que te sientes solo y necesitas a alguien con quien hablar.

–Que me aspen –Hank observó cómo Adelia se ganaba confiadamente al fogoso potro, y movió la cabeza–. Nunca deja que nadie le haga eso. Ni siquiera a ti, Paddy.

–Los animales también tienen sentimientos, señor Manners –Adelia se retiró del cuello del purasangre y se dio media vuelta–. Sólo quiere que lo mimen un poco.

–Bueno, señorita, parece que ha sabido ganárselo –Hank esbozó una sonrisa de admiración antes de girarse otra vez hacia Paddy–. Aún tiene que hacer el entrenamiento diario. Avisaré a Steve.

–Tío Paddy –movida por un impulso, Adelia agarró el brazo de su tío. Sus ojos emitían un brillo de excitación–. Puedo hacerlo yo. Déjame intentarlo.

–No creo que una muchachita como usted pueda manejar a un caballo tan fogoso como Majesty –terció Hank antes de que Paddy pudiera hablar. Adelia se puso muy derecha y ladeó el mentón.

–No hay caballo que yo no pueda montar.

–¿Ha vuelto ya Travis? –preguntó Paddy a Hank, disimulando una sonrisa.

–No –Hank lo miró entrecerrando los ojos–. No pensarás dejarla montar, ¿verdad?

–Yo diría que mi sobrina tiene la estatura necesaria. Y pesará unos cincuenta kilos –Paddy examinó a Adelia con la mirada, al tiempo que se frotaba la barbilla con la mano.

–Paddy –Hank le colocó la mano en el hombro, pero su gesto fue pasado por alto.

–Eres una Cunnane, ¿verdad, muchacha? Si dices que puedes montarlo, por todos los santos que es verdad.

Adelia sonrió a su tío y le dijo firmemente que, en efecto, era una Cunnane.

–Sabe Dios qué dirá el jefe cuando se entere –musitó Hank, descubriendo que se topaba con una sólida pared de lealtad familiar.

–A Travis déjamelo a mí –respondió Paddy con serena autoridad.

Con un encogimiento de hombros y otro balbuceo incoherente, Hank se resignó a la falta de sentido común de Paddy.

–Da una vuelta al circuito, Dee –indicó su tío–. Ve todo lo deprisa que puedas. Por su expresión, veo que tiene ganas de correr.

Adelia asintió, calándose el sombrero, al tiempo que observaba cómo las cuidadas pezuñas del caballo golpeaban el suelo con impaciencia.

Se montó en la silla impulsándose con facilidad y, cuando Hank abrió la verja principal, condujo a Majesty hasta el circuito. Luego, inclinándose hacia delante, le susurró al oído mientras el caballo se agitaba, ansioso por emprender la carrera.

–¿Preparada, Dee? –gritó Paddy. A continuación, como si se le hubiera ocurrido en el último momento, sacó su cronómetro.

–Sí, estamos preparados –Adelia se enderezó y respiró hondo.

–¡Ya! –gritó Paddy, y caballo y jinete se precipitaron hacia el circuito.

Inclinada sobre el cuello del purasangre, Adelia lo apremió a alcanzar el galope que ansiaba. El viento le azotó la cara y los ojos mientras corrían sobre el terreno con una velocidad que ella jamás había experimentado ni imaginado, aunque sí anhelado. Era una aventura salvaje, estimulante; tanto el caballo como el jinete disfrutaban con aquella sensación de libertad mientras galopaban juntos por el circuito, con el sol, el viento y la velocidad como únicos acompañantes. Adelia se rió y gritó a su compañero, notando que se diluían las preocupaciones y los miedos que siempre habían formado parte de su existencia. Por unos breves momentos, cabalgó sobre las nubes, lejos de la responsabilidad, de las presiones, en un santuario glorioso que la devolvió a los días despreocupados de la infancia. Cuando por fin llegaron a la meta, detuvo al caballo gradualmente y rodeó su lustroso cuello con los brazos.

–¡Lo veo pero no lo creo! –exclamó Hank con asombro.

–¿Qué esperabas? –le preguntó Paddy, orgulloso como un pavo real–. Es una Cunnane –detuvo el cronómetro y se lo mostró a Hank–. Y no ha hecho una mala marca –con una última sonrisa, avanzó hacia Adelia, que en ese momento se bajaba del caballo.

–¡Oh, tío Paddy! –sus ojos relucían como esmeraldas sobre su sonrosado rostro. Se quitó el sombrero y lo agitó con entusiasmo–. Es el mejor caballo del mundo. ¡Ha sido como cabalgar a lomos del mismísimo Pegaso!

–Lo ha hecho estupendamente, señorita –Hank le tendió la mano al tiempo que movía la cabeza, admirando tanto su talento como el radiante cabello que se desparramaba por sus hombros.

–Gracias, señor Manners –Adelia aceptó su mano con una sonrisa.

–Hank.

Ella sonrió.

–Hank.

–Bueno, Adelia Cunnane –Paddy le echó el brazo por los hombros–. Royal Meadows acaba de contratar a un nuevo jinete. Ya tienes trabajo.

 

 

Esa noche, Adelia permanecía tumbada en la cama, con la mirada fija en el techo. Habían sucedido tantas cosas en tan poco tiempo, que su mente se negaba a relajarse y a permitir que su cuerpo descansara.

Después de la cabalgata con el purasangre, le habían mostrado los establos, donde conoció a más trabajadores del rancho y vio más caballos. Seguidamente, le enseñaron un almacén que contenía más cuero del que ella había visto en toda su vida. Y todo en un solo día.

Paddy había preparado la cena, rechazando tajantemente su ayuda, de modo que Adelia se había limitado a observar mientras él trabajaba en la cocina. La cocina, se dijo, tenía que ver más con la magia que con la tecnología. Y una máquina que fregaba y secaba los platos con sólo pulsar un botón. ¡Prodigioso! Leer y oír hablar de tales aparatos era una cosa, pero verlos con los propios ojos… En fin, resultaba más fácil creer en los cuentos de hadas. Cuando, con un suspiro, se lo comentó a su tío, él se echó a reír hasta que las mejillas se le llenaron de lágrimas, y luego la envolvió en un abrazo casi tan fuerte como el que le dio en el aeropuerto.

Habían cenado junto a la ventana de la cocina, y Adelia había respondido todas las preguntas de su tío sobre Skibbereen. La comida estuvo acompañada de una gran dosis de charla y de risas, y los ojos de Paddy centelleaban continuamente ante sus pintorescas descripciones y sus historias escandalosas. Adelia completaba con gestos sus explicaciones, arqueando las cejas cuando exageraba alguna verdad. Su tío, no obstante, se había fijado en sus leves ojeras, de modo que la había animado a acostarse temprano, venciendo sus protestas con la sugerencia de que debía estar descansada por la mañana.

Adelia, pues, le hizo caso, no sin antes llenar la bañera y disfrutar de un desconocido lujo durante lo que tía Lettie hubiera considerado una pecaminosa cantidad de tiempo. Cuando, por fin, se halló entre las limpias y blancas sábanas, le resultó imposible relajarse. Su mente rebosaba de experiencias e imágenes nuevas. Y su cuerpo, tan habituado a experimentar una extenuación total antes de dormirse, era incapaz de asimilar la falta de ejercicio físico.

Levantándose de la cama, Adelia se puso los pantalones vaqueros y la camisa y, tras recogerse de nuevo el cabello bajo el sombrero, salió en silencio de la casa.

La noche era clara, fría y serena. Una leve brisa endulzaba el aire. Sólo la insistente llamada de un chotacabras quebraba el silencio. La luz de la media luna la guió hasta los establos, mientras paseaba sin un destino concreto sobre el césped recién crecido. La quietud y el conocido olor de los animales le trajeron recuerdos de su hogar y, de repente, Adelia sintió una dicha y una paz que ni siquiera era consciente de haber echado en falta durante el transcurso de su vida.

Titubeando ante las puertas del enorme establo blanco, Adelia dudó si entrar y pasar el resto del tiempo con los caballos. Finalmente, decidiendo que no tendría nada de malo, alargó el brazo hacia la puerta, cuando una mano fuerte como el hierro la sujetó y la obligó a darse media vuelta, como si fuera poco más que una muñeca de trapo.

–¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? ¿Y cómo has entrado?

Adelia se quedó mirando en silencio al dueño de la áspera y airada voz; apenas era una sombra recortada contra el resplandor de la luna, que se alzaba sobre ella como un vengativo gigante.

Intentó recuperar su propia voz. Las palabras empezaron a brotar de su garganta cuando notó que la arrastraban al interior del establo.

–Vamos a echarte un vistazo –gruñó la voz mientras su dueño encendía las luces. Obligó a Adelia a darse la vuelta y le quitó el sombrero, permitiendo que su gloriosa melena escapara de su prisión y cayera sobre su espalda en forma de fogosa cascada.

–¿Pero qué diablos…? ¡Si es una chica! –la soltó, y Adelia retrocedió.

–Naturalmente. Se ve que es usted muy observador –se frotó el brazo vigorosamente mientras sus ojos verdes miraban con hostilidad al atónito agresor–. ¿Quién se cree que es para agarrar así a las personas y triturarles los huesos? Un matón estúpido, eso es lo que es. Se merecería que lo azotaran con un vergajo por darme un susto de muerte y, de paso, casi romperme el brazo…

–Quizá seas pequeña, pero estás llena de dinamita –observó el hombre, visiblemente divertido. Mientras contemplaba sus redondas formas de mujer, se preguntó cómo había podido confundirla con un muchacho–. Por tu acento, yo diría que eres la pequeña Dee, la sobrina de Paddy.

–Para usted soy Adelia Cunnane, no la pequeña Dee –lo miró con abierto rencor. Él echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas, incrementando la furia de Adelia–. Oh, celebro que se lo esté pasando tan bien a mi costa –cruzó los brazos sobre el pecho y sacudió la cabeza, haciendo que sus espesos mechones castaños se agitaran salvajemente–. ¿Y quién diablos es usted, a todo esto? Quisiera saberlo.

–Soy Travis –respondió él sin perder su rictus burlón–. Travis Grant.