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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

©1990 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Turno de noche, n.º 8 - junio 2017

Título original: Night Shift

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-150-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

 

 

A Kay, en Denver.

Y con mi gratitud al

personal de la WQCM.

 

N.R.

Uno

 

—Muy bien, búhos nocturnos, se acerca la medianoche y estáis escuchando a Cilla O’Roarke, en la KHIP. Amigos oyentes, preparaos para cinco éxitos seguidos. Ésta es para vosotros.

Su voz era como whisky caliente, suave y poderosa. Rica, ronca, con un leve toque del Sur, podría haber sido creada para las ondas radiofónicas. Cualquier hombre de Denver que estuviera sintonizado con su frecuencia creería que sólo le hablaba a él.

Puso la primera de las cinco canciones prometidas a sus oyentes. Habría podido quitarse los auriculares para concederse tres minutos y veintidós segundos de silencio, pero prefería el sonido. Su gusto por la música era uno de los motivos de su éxito en la radio.

Su voz era un atributo natural. Había conseguido su primer trabajo, en una emisora pequeña en la zona rural de Georgia, sin tener experiencia ni currículum y recién graduada en el instituto. Y era perfectamente consciente de que el puesto lo había conseguido por su voz, además de su disposición a trabajar prácticamente gratis, a preparar café y a suplir a la recepcionista de la emisora. Diez años más tarde, la voz no era la única habilidad que poseía. Aunque a menudo desnivelaba la balanza.

Jamás había encontrado tiempo para estudiar la carrera de Ciencias de la Información que aún anhelaba. Pero podía, y lo había hecho, ocupar el puesto de un ingeniero, un locutor de noticias, un entrevistador y un director de programa. Poseía una memoria enciclopédica para las canciones y los artistas, y respeto por ambos. La radio había sido su hogar durante una década y le encantaba.

Su personalidad plácida y seductora en antena a menudo chocaba con la mujer intensa, organizada y ambiciosa que rara vez dormía más de seis horas y que por lo general comía a la carrera. La imagen pública de Cilla O’Roarke era la de una sexy princesa de la radio que trataba con celebridades y tenía un trabajo lleno de encanto y diversión. Pero lo cierto era que pasaba una media de diez horas al día en la emisora, estaba firmemente decidida a que su hermana menor acabara la universidad y en dos años no había tenido ninguna cita los sábados por la noche.

Y tampoco la quería.

Dejó los auriculares a un lado y volvió a comprobar el programa para el siguiente bloque de quince minutos. La cabina permaneció en silencio. Sólo estaban ella, las luces y los mandos de la mesa de control. De esa manera era como más le gustaba.

Cuando seis meses atrás aceptó el puesto en la KHIP de Denver, había luchado por la franja horaria de diez de la noche a dos de la mañana, habitualmente reservada para los pinchadiscos novatos. Con un éxito creciente y diez años de experiencia a su espalda, podría haber obtenido una franja diurna, cuando la audiencia era máxima. Pero prefería la noche, y en los últimos cinco años se había ido ganando un nombre en esas horas solitarias.

Le gustaba estar sola y transmitir su voz y la música a otras personas que vivían de noche.

Sin apartar la vista del reloj, se puso los auriculares. Entre el fundido del éxito número cuatro y la introducción del número cinco, musitó el nombre de la emisora y su frecuencia. Tras un rápido descanso en el que pondría una cinta con noticias grabadas, comenzaría la parte favorita de su programa. Las peticiones de los oyentes.

Le encantaba ver cómo se iluminaban las líneas telefónicas y disfrutaba oyendo las voces. Durante cincuenta minutos cada noche eso la sacaba de su cabina y le demostraba que había personas reales con vidas reales que la escuchaban.

Encendió un cigarrillo y se recostó en el sillón giratorio. Ése sería su último momento de tranquilidad en los próximos sesenta minutos.

No parecía ser una mujer sedentaria. Ni, a pesar de su voz, daba la impresión de ser una mujer fatal. Había demasiada energía en su rostro y en su cuerpo largo e inquieto para ser alguna de esas cosas. Llevaba las uñas sin pintar, al igual que los labios. Casi nunca encontraba tiempo en su agenda para entretenerse con la laca y el carmín. Tenía sus ojos castaños casi cerrados mientras dejaba que su cuerpo se relajara. Las pestañas eran largas, herencia de su soñador padre. En contraste con las pestañas sedosas y la tez pálida, sus facciones eran fuertes y angulosas. Había sido bendecida con una mata de pelo negro ondulado que de forma implacable siempre se echaba para atrás o se recogía en deferencia a los cascos.

Miró otra vez la hora, apagó el cigarrillo y bebió un poco de agua, luego abrió el micro. El letrero En el Aire brilló de color verde.

—Eso ha sido para todos los amantes que están ahí afuera, sin importar que tengáis con quién abrazaros esta noche o deseéis tenerlo. No os vayáis. Aquí Cilla O’Roarke, desde Denver. Estáis escuchando la KHIP. Volveremos con las peticiones.

Al poner la cinta para una publicidad, alzó la vista.

—Eh, Nick. ¿Cómo va todo?

Nick Peters, el estudiante universitario que ocupaba el puesto de becario en la emisora, se ajustó las gafas de montura oscura y sonrió.

—Saqué un sobresaliente en el examen de literatura.

—Estupendo —agradecida, aceptó la taza de café humeante que le ofreció—. ¿Sigue nevando?

—Paró hace más o menos una hora.

Ella asintió y se relajó un poco. Había estado preocupada por Deborah, su hermana menor.

—Supongo que las calles están fatal.

—No tan mal. ¿Quieres algo para acompañar al café?

Le sonrió, con la mente demasiado ocupada como para notar la adoración que había en los ojos de él.

—No, gracias. Antes de marcharte, cómete algunos de esos donuts duros —activó un interruptor y volvió a hablar por el micro.

Mientras leía los anuncios de la emisora, él la observó. Sabía que era inútil, incluso una estupidez, pero estaba locamente enamorado de Cilla. Para Nick era la mujer más hermosa del mundo, y hacía que las mujeres de la universidad parecieran sombras desmañadas y larguiruchas de lo que debería ser una mujer de verdad. Era fuerte y sexy, y tenía éxito. Y apenas era consciente de su existencia. Cuando se fijaba en él, lo hacía con una sonrisa distraídamente amistosa o un gesto.

Durante más de tres meses había estado haciendo acopio de valor para invitarla a salir y fantaseando con lo que sería tener la atención de ella centrada en él, sólo en él, durante una velada entera.

Ella no lo había notado. De conocer los derroteros que había seguido la mente de Nick, Cilla se habría sentido más divertida que halagada. Él apenas tenía veintiún años, cronológicamente siete años menor que ella. Y décadas más joven en todos los demás sentidos. A Cilla le caía bien. Era discreto y eficiente, y no temía el trabajo duro.

En los últimos meses había llegado a contar con los cafés que le llevaba antes de marcharse. Y a disfrutar sabiendo que estaría completamente sola mientras lo bebía.

—Nos veremos mañana —dijo él, mirando la hora.

—¿Mmm? Oh, claro. Buenas noches, Nick —en cuanto atravesó la puerta, olvidó su existencia. Apretó una de las teclas iluminadas del teléfono—. KHIP. Estás en antena.

—¿Cilla?

—La misma. ¿Quién eres?

—Soy Kate.

—¿Desde dónde llamas, Kate?

—Desde mi casa… en Lakewood. Mi marido es taxista. Tiene el turno de noche. Los dos escuchamos tu programa todas las noches. ¿Podrías poner Peaceful, Easy Feeling, para Kate y Ray?

—La tendrás, Kate. No nos dejes —apretó el siguiente botón—. KHIP. Estás en antena.

El programa fue como la seda. Cilla daba entrada a las llamadas y apuntaba las canciones y las dedicatorias. El pequeño estudio se hallaba rodeado de estanterías atestadas de vinilos y CDs, todos etiquetados para conseguir un acceso fácil. Después de un puñado de llamadas ponía anuncios para darse tiempo para preparar el primer bloque de canciones.

Algunos de los que llamaban repetían, de modo que charlaba con ellos unos momentos. Otros eran solitarios, que llamaban para oír el sonido de otra voz. Entremezclado con ellos aparecía algún chiflado con el que bromearía o a quien desconectaría. En todos sus años de contestar llamadas en directo, no podía recordar ni un minuto de aburrimiento.

En la seguridad de la cabina de control era capaz, como nunca lo había sido cara a cara, de relajarse y desarrollar una relación fácil con los desconocidos. Nadie que oyera su voz sospecharía que era tímida o insegura.

—KHIP. Estás en antena.

—Cilla.

—Sí. Tendrás que hablar, amigo. ¿Cómo te llamas?

—Eso no importa.

—De acuerdo, señor X —se secó unas palmas de repente húmedas sobre los vaqueros. El instinto le indicó que esa llamada le daría problemas—. ¿Tienes una petición?

—Quiero que pagues, zorra. Voy a hacerte pagar. Cuando haya terminado, me darás las gracias por matarte. Jamás lo olvidarás.

Se quedó paralizada, se maldijo por la reacción y lo cortó en medio de una andanada de obscenidades. Gracias a un estricto control consiguió que la voz no le temblara.

—Vaya. Parece que hay alguien un poco enfadado hoy. Si era el agente Marks, voy a pagar las multas de aparcamiento, lo juro. Esta canción es para Joyce y Larry.

Puso el último éxito de Springsteen, luego se recostó y, con manos inseguras, se quitó los auriculares.

«Estúpida». Se levantó para ir a buscar la siguiente petición. Después de tantos años, tendría que haber interrumpido mucho antes la llamada de ese lunático. Extraño era el día en que no recibiera al menos una. Había aprendido a manejar a los raros, a los airados, las proposiciones y las amenazas con la misma habilidad con la que manejaba los mandos de la mesa de control.

«Todo forma parte del trabajo», se recordó. Era parte de ser una personalidad pública, en especial en el turno de noche, donde los raros siempre eran más raros.

Pero se descubrió mirando por encima del hombro, a través del oscuro cristal de la cabina, hacia el pasillo poco iluminado. Sólo había sombras y silencio. Debajo del jersey grueso la piel le temblaba por un sudor frío. Estaba completamente sola.

«Y la emisora está cerrada», se dijo al dar entrada a la siguiente canción. «Y la alarma activada». Si saltaba, la policía de Denver aparecería en unos minutos. Se hallaba tan segura como lo estaría en la caja fuerte de un banco.

Pero bajó la vista a las luces parpadeantes del teléfono y sintió miedo.

 

 

La nieve había parado, pero su aroma permanecía en el frío aire de marzo. Mientras conducía, Cilla mantuvo la ventanilla bajada unos centímetros y la radio a todo volumen. La combinación de viento y música le tranquilizó.

No le sorprendió descubrir que Deborah la esperaba. Entró por el acceso de coches de la casa que había comprado apenas seis meses atrás y notó con irritación y alivio que todas las luces estaban encendidas.

Le irritaba porque significaba que Deborah se hallaba despierta y preocupada. Y le aliviaba porque la tranquila calle de aquella zona residencial parecía muy abandonada, haciendo que se sintiera vulnerable. Apagó el motor y el sonido del tranquilo programa de Jim Jackson. En cuanto reinó el silencio absoluto sintió el corazón en un puño.

Soltó un juramento, cerró de un portazo y arrebujada en su abrigo avanzó bajo el viento. Deborah salió a su encuentro en la puerta.

—Eh, ¿mañana a las nueve no tienes una clase? —Cilla se quitó el abrigo y lo colgó en el armario de la entrada. Captó el aroma a chocolate caliente y limpiamuebles; suspiró. Cuando estaba tensa, Deborah siempre se ponía a limpiar la casa—. ¿Qué haces levantada a esta hora?

—Lo oí. Cilla, ese hombre…

—Vamos, cariño —se volvió y abrazó a su hermana. Con su albornoz, aún le parecía que Deborah tenía doce años. Era la persona a la que más quería en el mundo—. Sólo era otro chalado inofensivo.

—No parecía inofensivo, Cilla —aunque bastantes centímetros más baja, Deborah la inmovilizó. Tenían una boca parecida; ambas eran carnosas, sensuales y obstinadas. Pero las facciones de Deborah eran más suaves y menos angulosas. Sus ojos eran de un azul brillante. En ese momento irradiaban preocupación—. Creo que deberías llamar a la policía.

—¿A la policía? —como esa opción no se le había pasado por la cabeza, pudo reír—. Una llamada obscena y quieres que vaya corriendo a la policía. ¿Por qué clase de mujer del siglo XXI me tomas?

—No es una broma —Deborah metió las manos en los bolsillos del albornoz.

—Muy bien, no se tata de una broma. Deb, las dos sabemos lo poco que podría hacer la policía acerca de una llamada desagradable a una emisora de radio en medio de la noche.

—Sonó cruel —con un suspiro impaciente, se volvió—. Me asustó.

—A mí también.

—Tú jamás te asustas —la risa de Deborah fue rápida y un poco tensa.

«Siempre me asusto», pensó Cilla, pero sonrió.

—Esta vez sí. Pero no volvió a llamar, lo que demuestra que fue algo aislado. Vete a la cama —pasó la mano por el pelo oscuro y tupido de su hermana—. Jamás llegarás a ser la mejor abogada de Colorado si te pasas toda la noche dando vueltas.

—Me acostaré si lo haces tú.

—Trato hecho —dijo, aunque sabía que pasarían horas antes de que su mente y su cuerpo se tranquilizaran. Con un brazo rodeó los hombros de su hermana.

 

 

Él mantenía la habitación a oscuras, salvo por la luz de unas pocas velas titilantes. Le gustaba su resplandor místico y espiritual y el aroma soñador y religioso que emanaban. El cuarto era pequeño, pero estaba lleno de recuerdos… trofeos de su pasado. Cartas, instantáneas, algunos animalitos de porcelana, cintas descoloridas por el tiempo. Sobre sus rodillas reposaba un cuchillo de caza de hoja larga, que brillaba tenuemente bajo la luz cambiante, y junto a su codo, sobre un tapete pequeño hecho a mano y almidonado, había una 45 bien engrasada.

En la mano sostenía una foto enmarcada en palo de rosa. La contempló, le habló, derramó lágrimas amargas sobre ella. Era la única persona a la que había querido, y lo único que le quedaba era una foto que poder llevarse al pecho.

John. El inocente y confiado John. Engañado por una mujer. Utilizado por una mujer. Traicionado por una mujer.

El amor y el odio se fundieron mientras se mecía. Ella iba a pagarlo. Pagaría el precio final. Pero primero sufriría.

 

 

Recibió la llamada, una única y desagradable llamada, cada noche. A finales de semana, Cilla tenía los nervios a flor de piel. No era capaz de bromear sobre ello ni en privado ni en antena. Sólo daba las gracias por haber aprendido a reconocer la voz, esa voz tensa y dura con una corriente oculta de furia; cortaba en cuanto oía unas pocas palabras.

Entonces se quedaba sentada y aterrorizada, sabiendo que volvería a llamar, que estaba allí, justo al otro lado de las luces que parpadeaban, a la espera para atormentarla.

¿Qué había hecho?

Después de poner a las dos de la mañana las noticias y los anuncios grabados, apoyó los codos en la mesa y bajó la cabeza a las manos. Rara vez dormía mucho o profundamente, y en la última semana apenas había conseguido dormitar algo. Sabía que empezaba a notarse, en sus nervios, en su concentración.

¿Qué había hecho?

Esa pregunta la acosaba. ¿Qué habría podido hacer para que alguien la odiara? Había reconocido el odio arraigado en la voz. Sabía que en ocasiones podía ser brusca e impaciente con la gente. Había veces en que era insensible. Pero jamás había herido a nadie adrede. ¿Qué había hecho para tener que pagar por ello? ¿Qué crimen, real o imaginario, había cometido para que esa persona se centrara en ella en busca de venganza?

Por el rabillo del ojo vio movimiento. Una sombra entre las sombras del pasillo. El pánico la atravesó y se puso de pie de un salto, golpeándose la cadera con la consola. La voz a la que diez minutos atrás había desconectado reverberaba en su cabeza. Observó, rígida por el miedo, cómo giraba el pomo de la puerta de la cabina.

No había escapatoria. Con la boca reseca, se preparó para la pelea.

—¿Cilla?

—Mark —con el corazón palpitándole con fuerza, se dejó caer en el sillón y maldijo sus nervios.

—Lo siento, te he asustado.

—Sólo de muerte —con un esfuerzo, le sonrió al director de la emisora. Tenía treinta y tantos años y era muy atractivo. Llevaba el pelo oscuro peinado con estilo y tendiendo a largo, lo que añadía más juventud a su cara suave y bronceada. Como de costumbre, su ropa estaba cuidadosamente a la moda—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

—Ha llegado el momento de hacer algo más que hablar de esas llamadas.

—Tuvimos una reunión hace unos días, y te dije…

—Me dijiste —convino—. Tienes la costumbre de decirme lo que tengo que hacer, y también a los demás.

—No pienso tomarme unas vacaciones —giró en el sillón para encararlo—. No tengo adónde ir.

—Todo el mundo tiene un sitio al que ir —Mark levantó una mano antes de que ella pudiera interrumpirlo—. No pienso discutir más sobre esto. Sé que te resulta un concepto difícil de comprender, pero soy el jefe.

—¿Qué vas a hacer? —tiró de la parte inferior de la sudadera—. ¿Despedirme?

Él no sabía que Cilla contuvo el aliento después de manifestar el desafío. Aunque hacía meses que trabajaba con ella, no había profundizado demasiado más allá de la fachada para entender lo precaria que era su autoestima. Si en ese momento la hubiera amenazado, ella habría cedido. Pero lo único que sabía Mark era que su programa le había insuflado vida nueva a la emisora. Los índices de audiencia se habían disparado.

—Eso no nos beneficiaría a ninguno —apoyó una mano en el hombro de ella—. Mira, me tienes preocupado, Cilla. Todos estamos preocupados.

La conmovió y también, como de costumbre, la sorprendió.

—Sólo habla —«de momento», pensó Cilla. Deslizó el sillón hacia los platos y preparó la siguiente canción.

—No pienso quedarme con los brazos cruzados mientras una de mis locutoras es acosada. He llamado a la policía.

—Maldita sea, Mark —se incorporó de un salto—. Te dije…

—Me dijiste —él sonrió—. No volvamos por ese camino. Eres un activo de la emisora. Y me gustaría pensar que somos amigos.

Cilla volvió a sentarse y estiró los pies enfundados en botas.

—Claro. Un segundo —se esforzó por concentrarse, anunció la siguiente canción y la puso. Señaló el reloj—. Dispones de tres minutos y quince segundos para convencerme.

—Es muy sencillo, Cilla. Lo que hace ese tipo va contra la ley. Jamás debí dejar que me persuadieras de que se prolongara tanto.

—Si no le hacemos caso, se cansará.

—Tu sistema no funciona —volvió a apoyar la mano en su hombro y con paciencia trató de soltar los músculos tensos—. Así que ahora vamos a probar con el mío. Hablarás con la policía o te tomarás unas vacaciones no programadas.

Derrotada, alzó la vista y logró sonreír.

—¿Te impones a tu mujer de esta manera?

—Todo el tiempo —Mark sonrió y se inclinó para darle un beso en la frente—. Le encanta.

—Perdonen.

Cilla se retiró con lo que supo que podía ser tomado por un gesto de culpabilidad. Las dos personas que había en la puerta de la cabina la estudiaron con distanciamiento profesional.

La mujer parecía la reproducción de una modelo, con una mata de pelo rojo que le caía sobre los hombros y unos zafiros pequeños y elegantes en las orejas. Su tez tenía el tono delicado de la porcelana de la pelirroja verdadera. Su cuerpo era pequeño y sólido y llevaba un traje pantalón de tonalidades azules y verdes.

El hombre que había a su lado daba la impresión de que hubiera pasado un mes en el campo conduciendo ganado. El pelo rubio estaba aclarado por el sol y le caía sobre el cuello de una camisa vaquera. Lucía unos vaqueros gastados y de cintura baja sobre unas piernas que a Cilla le parecieron interminables. Se apoyaba en el marco con gesto desgarbado mientras la mujer se mantenía en posición de firme. Tenía las botas con arañazos, pero llevaba una chaqueta clásica de tweed sobre la camisa.

No sonreía. Cilla estudió su cara más tiempo del necesario. Era enjuta y en la barbilla exhibía un leve hoyuelo. La piel bronceada estaba tersa y la boca, que seguía sin sonreír, era ancha y firme. Los ojos, clavados en ella con tanta intensidad que hacían que quisiera encogerse, eran de un verde botella.

—Señor Harrison —dijo la mujer. Cilla pensó que percibía un destello de diversión en sus ojos cuando se adelantó—. Espero que le hayamos dado suficiente tiempo.

Cilla miró a Mark con expresión asesina.

—Dijiste que los habías llamado. No que esperaban fuera.

—Ahora ya lo sabes —mantuvo una mano en su hombro, pero en esa ocasión más para contenerla que para tranquilizarla—. Les presento a la señorita O’Roarke.

—Yo soy la detective Grayson. Éste es mi compañero, el detective Fletcher.

—Gracias otra vez por esperar —Mark les indicó que pasaran. El hombre se apartó con pereza del marco de la puerta.

—El detective Fletcher y yo estamos acostumbrados. Nos vendría bien un poco más de información.

—Como ya saben, la señorita O’Roarke ha estado recibiendo algunas llamadas perturbadoras.

—Simples locuras —manifestó Cilla, irritada porque la ignoraran—. Mark no tendría que haberse molestado.

—Se nos paga para eso —Boyd Fletcher apoyó su cadera estrecha sobre la mesa—. ¿Así que trabaja aquí?

Había suficiente insolencia en sus ojos para crisparla.

—Apuesto a que es un detective extraordinario.

—Cilla —cansado de desear estar en su casa junto a su mujer, Mark la miró con el ceño fruncido—. Cooperemos —volvió a centrarse en los detectives—. Las llamadas empezaron durante el programa del martes pasado. Ninguno de nosotros les prestó mucha atención, pero continuaron. La última fue esta noche, a la una menos veinticinco.

—¿Las tienen grabadas? —Althea Grayson ya había sacado su cuaderno de notas.

—Empecé a grabarlas después de la tercera llamada —al ver la mirada sorprendida de Cilla, Mark se encogió de hombros—. Por precaución. Tengo las cintas en mi despacho.

—Adelante —Boyd asintió en dirección a Althea—. Yo le tomaré declaración a la señorita O’Roarke.

—Coopera —insistió Mark y se llevó a la detective.

En el silencio que siguió, Cilla sacó un cigarrillo del paquete casi vacío y lo encendió con movimientos rápidos y bruscos. Boyd aspiró el aroma con añoranza. Había dejado de fumar hacía seis semanas, tres días y doce horas.

—Una muerte lenta —comentó él.

—Quería una declaración —Cilla lo observó a través de la nube de humo.

—Sí —curioso, alargó la mano para jugar con un interruptor. Automáticamente ella le apartó los dedos.

—Las manos fuera.

Boyd sonrió. Tuvo la clara sensación de que se refería a ella tanto como al equipo.

Antes de dar la entrada a un éxito consagrado, abrió el micro y aportó los datos de la canción que terminaba: título, artista, el nombre de la emisora y el suyo.

—Que sea rápido. No me gusta tener compañía durante mi programa.

—Usted no es exactamente lo que esperaba.

—¿Perdón?

«Desde luego que no», pensó Boyd. Era mucho más de lo que había esperado.

—He sintonizado su programa algunas veces —comentó relajado. De hecho, bastantes veces. Había perdido más de unas horas de sueño escuchando esa voz. Sexo líquido—. Ya sabe, me había hecho una imagen. Un metro setenta —la observó de la cabeza a los pies—. Creo que ahí estuve cerca. Pero la imaginé rubia, con el pelo hasta la cintura, ojos azules, mucha… personalidad —volvió a sonreír, disfrutando con la irritación que veía en sus ojos. Grandes y castaños. Llegó a la conclusión de que era mucho más atractiva que su fantasía.

—Lamento haberlo decepcionado.

—No he dicho que lo hiciera.

Ella dio una calada y adrede soltó el humo en su dirección. Si una cosa sabía hacer, era desanimar a un varón desagradable.

—¿Quiere o no una declaración?

—Para eso he venido —sacó un bloc y un lápiz corto del bolsillo de la chaqueta—. Dispare.

Con términos concisos y desapasionados ella repasó cada llamada, las horas a las que se habían producido, las frases utilizadas. Mientras hablaba no dejó de trabajar, introduciendo cintas grabadas de anuncios, poniendo un disco, cambiando un canción por otra.

Boyd enarcó una ceja mientras escribía. Iba a comprobar las cintas, desde luego, pero tuvo la impresión de que ella le estaba dando una transcripción palabra por palabra. En su trabajo respetaba la buena memoria.

—¿Cuánto lleva en la ciudad? ¿Seis meses?

—Más o menos.

—¿Se ha ganado enemigos?

—Un vendedor de enciclopedias. Le cerré la puerta en la cara.

La miró. Intentaba mostrar ligereza, pero había aplastado el cigarrillo y en ese momento se mordía la uña del dedo pulgar.

—¿Ha dejado a algún novio?

—No.

—¿Lo tiene?

—Usted es el detective… —soltó, con los ojos centelleantes—. Averígüelo.

—Lo haría… si fuera algo personal —Boyd volvió a levantar los ojos en una mirada tan directa que a Cilla comenzaron a sudarle las palmas de las manos—. Ahora mismo estoy cumpliendo con mi trabajo. Los celos y el rechazo son motivadores poderosos. Según su declaración, la mayoría de los comentarios que le hizo tenían que ver con sus hábitos sexuales.

Hablar sin rodeos era su principal virtud, pero Cilla no estaba dispuesta a contarle que su único hábito sexual era la abstinencia.

—En este momento no salgo con nadie —respondió.

—Bien —el detective apuntó algo—. Ésa ha sido una observación personal.

—Mire, detective…

—Frene los cohetes, O’Roarke —interrumpió él con suavidad—. Fue una observación, no una proposición —la observó detenidamente—. Estoy de servicio. Necesitaré una lista con los nombres de los hombres con los que ha mantenido contacto en un plano personal. De momento sólo en los últimos seis meses. Puede dejar fuera al vendedor de enciclopedias.

—No salgo con nadie —cerró las manos al levantarse—. No he salido con nadie. No tengo deseos de salir con nadie.

—Nadie ha dicho jamás que el deseo fuera unilateral —aunque en ese momento estaba convencido de que el suyo sí lo era.

De pronto Cilla se sintió muy cansada. Se pasó una mano por el pelo e hizo acopio de paciencia.

—Cualquiera podría ver que ese tipo está colgado con una voz de la radio. Ni siquiera me conoce. Lo más probable es que jamás me haya visto. Soy sólo una imagen —aseveró—. En este negocio es algo que pasa constantemente. No he hecho nada.

—No dije que lo hiciera.

En la voz del detective ya no había ningún tono de broma. La súbita gentileza que mostró hizo que a Cilla le diera vueltas la cabeza y que las lágrimas amenazaran con caer. «Es por el exceso de trabajo y de tensión», se dijo. Le dio la espalda y luchó por recuperar el control.

Boyd pensó que era una mujer dura. El modo en que cerró las manos a los costados mientras batallaba con sus emociones resultaba mucho más atractivo y sexy que unos suspiros o unos gestos de impotencia.

Le habría gustado acercarse, susurrarle unas palabras de consuelo o seguridad, alisarle el cabello. Pero sin duda ella le arrancaría la mano de un mordisco.

—Quiero que piense en los últimos meses, que trate de recordar algo que haya podido conducir a esto, aunque parezca insignificante y carente de importancia —su tono había vuelto a cambiar. En ese instante sonaba enérgico y desapasionado—. No podemos interrogar a todos los hombres de la zona metropolitana de Denver. No funciona de esa manera.

—Sé cómo trabajan los polis.

La amargura que oyó en su voz hizo que Boyd frunciera el ceño. Allí había algo, pero ése no era el momento de ahondar en ello.

—¿Reconocería la voz si la oyera otra vez?

—Sí.

—¿Tiene algo familiar?

—Nada.

—¿Cree que estaba disfrazada?

Ella movió los hombros, pero cuando se volvió hacia él, exhibió control.

—La mantiene contenida y baja. Es como… como un siseo.

—¿Alguna objeción para que permanezca aquí durante el programa de mañana?

—Muchas.

—Iré a planteárselo a su jefe.

Disgustada, ella alargó la mano hacia el paquete de cigarrillos. Él cerró una mano dura sobre la suya. Cilla contempló los dedos entrelazados, aturdida al darse cuenta de que el pulso se le había disparado.

—Deje que haga mi trabajo, Cilla. Sería mucho más sencillo si permitiera que la detective Grayson y yo nos ocupáramos de todo.

—Nadie se ocupa de mi vida —apartó la mano y la metió en el bolsillo.

—Entonces, sólo de esta pequeña parte —antes de que ella pudiera detenerlo, Boyd alargó los dedos y le sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja—. Vaya a casa a dormir algo. Parece extenuada.

—Gracias —ella retrocedió y se obligó a sonreír—. Ya me siento mucho mejor.

Aunque se opuso, no pudo evitar que él esperara hasta que terminó el programa. Ni su falta de entusiasmo lo desanimó para acompañarla hasta el coche, recordándole que cerrara la puerta y esperando hasta que se marchó. Perturbada por la manera en que la había mirado, Cilla lo observó por el retrovisor hasta que lo perdió de vista.

—Justo lo que me hacía falta —musitó en voz alta—. Un poli vaquero.

Momentos más tarde, Althea se reunió con Boyd en el aparcamiento. Llevaba las cintas en el bolso junto con la declaración de Mark.

—Bueno, Fletcher… —la detective apoyó una mano en su hombro— ¿cuál es el veredicto?

—Es dura como el acero, terca y con más espinas que una alambrada —con las manos en los bolsillos, Boyd se apoyó en los tacones de las botas—. Supongo que debe de ser amor.