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Prólogo

Dascilio, Frigia
Otoño 404 a. C.

—El ateniense debe morir.

Una helada ráfaga de murmullos barrió la corte de Farnabazo, sátrapa de Frigia. El persa, desde su trono de oro, coronado por la efigie de Ahura Mazda, hizo lo posible por parecer calmado, aunque no pudo evitar alzar la mano con brusquedad. Se hizo el silencio, aunque eso no evitó que la sentencia del espartano quedara suspendida en el aire, enroscada en las altas columnas, doradas y rojas, de la inmensa sala de recepciones del palacio.

Porque eso era lo que acababa de espetar el lacedemonio, una sentencia, no una petición, ni una súplica: una sentencia. Casi una orden. Dicha del único modo en que sabían hablar esos salvajes: con frases cortas, marciales, sencillas. Espartanos, hombres parcos en palabras, desdeñosos con el protocolo, incapaces de apreciar los lujos, ajenos a las sutilezas de la diplomacia. Si con alguien resultaba desagradable parlamentar era con ellos.

«El ateniense debe morir».

Farnabazo miró a su alrededor, a sus cortesanos, a los hombres principales que flanqueaban la sala enfundados en ricas sedas, cubiertos de alhajas de oro y piedras preciosas: un arco iris de vivos colores que asistía en silencio a un intercambio que el sátrapa hubiera preferido mantener en privado. Alguno de esos cortesanos, el«Ojo» del Rey de Reyes, fuera quien fuera, informaría a Artajerjes de lo que se dijera durante la audiencia. El sátrapa volvió a observar al espartano y a los cuatro hombres que lo acompañaban. Ninguno de ellos se había molestado en despojarse de sus armaduras de lino prensado, ni de asearse antes de presentarse ante él. Menos aún de inclinarse para mostrar el respeto debido al representante del Gran Rey. Ni un saludo, ni un regalo, tan solo «El ateniense debe morir», a bocajarro, sin preámbulos, sin modales, ante toda la corte.

—Son muchos los atenienses que conviven con nosotros desde el fin de la guerra, noble Lisandro —dijo al fin Farnabazo rasgando el expectante silencio.

Seis escalones de mármol rosa custodiados por dos leones de oro macizo, uno a cada lado, separaban al sátrapa del suplicante. ¿Suplicante? No, esa no era la palabra.

La legación espartana había llegado a la capital de la satrapía aquella misma mañana y, sin informar siquiera del asunto que venían a tratar, Lisandro había solicitado audiencia urgente en calidad de suplicante. El persa tendría que haber imaginado que ningún espartano suplica, que solo había sido una treta para plantear la cuestión ante toda la corte y así obligar al sátrapa a ofrecer una respuesta.

Lisandro esbozó un gesto de hastío, como si el hecho de tener que explicarse supusiese un esfuerzo sobrehumano.

—Sabes perfectamente a quién me refiero, Farnabazo —dijo el espartano sin un atisbo de respeto o humildad.

Dos pavos reales recorrían libremente la luminosa sala, majestuosos, tranquilos, arrastrando por el suelo sus bellísimas colas plegadas, ajenos por completo al silencio y al choque de dos voluntades. Recorrían un mundo que parecía diseñado para su uso y disfrute. Una de las aves se acercó a Lisandro para olisquear al intruso cubierto de polvo, cuyo penetrante olor a sudor humano y equino se había mezclado con el del incienso, los perfumes y los ungüentos de los persas. El espartano, sin siquiera mirar al pavo real, le propinó una patada para apartarlo. El animal graznó y se alejó a toda prisa. Se oyeron varios resuellos entre los cortesanos ante tal falta de decoro.

La guerra entre Esparta y Atenas había durado veintisiete largos años y había concluido con la derrota por asfixia, hambre y agotamiento de la segunda. La democracia, aquel engendro incomprensible y absurdo, acababa de ser abolida en favor de un gobierno títere de treinta hombres, impuesto por Esparta, a los que los atenienses ya llamaban «los Treinta Tiranos».

—Tengo entendido que las calles de Atenas se han convertido en ríos de sangre —dijo Farnabazo.

—Se llama justicia. Y yo mismo me he encargado de que se imparta. En comparación con los crímenes cometidos por Atenas contra la libertad de los helenos durante todos estos años, hay quien diría que hemos sido magnánimos —repuso Lisandro—. Atenas nunca volverá a levantarse ni a constituir una amenaza. Ni para Esparta, ni para los helenos ni para Persia.

—Miles de muertos, propiedades confiscadas…

—Sabemos que el ateniense está en Frigia —cortó Lisandro, deseoso de zanjar la cuestión—. Sabemos que goza de tu protección. Que le has entregado la ciudad de Grinio y el territorio circundante cuyas rentas superan los cincuenta talentos anuales. Sabemos también que vive allí, en Melisa, con su favorita. Es un peligro para la paz y debe morir.

—¿Y bien? —dijo Farnabazo.

—Y bien ¿qué?

—Es mi amigo por juramento.

Lisandro soltó una única carcajada preñada de desprecio.

—El hijo de Clinias no es amigo de nadie —dijo el lacedemonio—. Y quienquiera que meta una serpiente en su cama corre el riesgo cierto de morir de una picadura.

—El hijo de Clinias se ha ofrecido para servir al Rey de Reyes y mi obligación es hacer llegar esa oferta a Susa. Será él quien decida si conviene a los intereses de Persia tener a su disposición al más hábil estratego que haya dado la Hélade. —Farnabazo sabía que esta última apreciación no sería del agrado del suplicante.

Lisandro, en cambio, no pareció molestarse; más aún, sus labios se quebraron de un lado y dieron lugar a una media y casi perversa sonrisa.

—Lo dicho, debe morir —sentenció de nuevo el navarca espartano.

—¿Quién lo pide?

—Sería más correcto preguntar quién no.

Sátrapa y navarca se sostuvieron las miradas.

—¿Lo piden los Treinta? ¿Tú? ¿El rey Agis de Esparta? —preguntó al fin Farnabazo, consciente de que no podría ganar al lacedemonio a ese juego.

—No voy a negar que los Treinta tienen sus razones —dijo Lisandro con evidente condescendencia—. Por algún motivo que nadie logra comprender el hijo de Clinias sigue teniendo partidarios en Atenas y, lo que es más asombroso aún, entre los propios demócratas. Podrían causar problemas. A mí tampoco me importaría ver su cabeza en una cesta, eso es cierto. En cuanto al rey Agis…, digamos que son cuestiones de índole personal no aptas para tratar en esta sala.

No aptas. Por supuesto. Quizá Lisandro ignorara que todo el mundo conocía la historia: era demasiado jugosa como para no haber saltado de ciudad en ciudad, de isla en isla, a vuelo de pájaro, hasta llegar a las cortes persas.

Si por algo era conocido el ateniense era por su extremada belleza y por su habilidad para seducir con palabras a hombres, mujeres, soldados, remeros y asambleas enteras. Nadie estaba a salvo de los encantos del hijo de Clinias.

—¿Se trata de Tisafernes? ¿Es él quien pide su cabeza? —preguntó Farnabazo refiriéndose al antiguo sátrapa de Lidia.

—También él tiene sus razones —dijo el espartano.

—¿Argos? ¿Corinto? ¿Los tracios quizá?

Lisandro negó con la cabeza, como si estuviera hablándole a un niño que no dejaba de preguntar «por qué».

—Podrías seguir nombrando personas y ciudades, Farnabazo. Y la respuesta sería la misma. Quienquiera que se haya relacionado con él pediría su cabeza. En particular aquellos que en algún momento le llamaron amigo.

Farnabazo se rascó la cuidada barba, rizosa, negra y brillante de aceites.

—¿Y si me niego? —preguntó el sátrapa.

—«Vamos, famoso Odiseo, honra de los aqueos, ven aquí, haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz» —recitó Lisandro, como si solo haciendo referencia a las sirenas de Homero pudiera Farnabazo comprender que si sucumbía a los encantos del ateniense la nave de su gobierno zozobraría.

—¿Y si me niego? —insistió el persa.

—En ese caso Esparta considerará que el tratado de paz con Persia carece de validez —dijo Lisandro con marcial seriedad—. Y, según tengo entendido, si algo desea el Gran Rey es la paz con Esparta. Me temo, Farnabazo, que tendrás que elegir entre tu cabeza y la de tu… amigo. Debe morir.

1

Quilón

El Pireo
447 a. C.

Caía la tarde.

Quilón, el carretero, aguardaba paciente su turno en el muelle. A su alrededor todo eran moscas y bullicio. Olor a sal y a pescado fresco y podrido. Calor. El verano había irrumpido con fuerza en el Ática y la brisa del mar, leve, no lograba mitigar la sensación de práctica asfixia. Por suerte, justo antes de salir de casa, el carretero había cogido su sombrero de ala ancha, aunque había estado a punto de olvidárselo.

Los gritos de los capataces se mezclaban con los de cambistas, estibadores, funcionarios públicos, vendedores ambulantes, capitanes, marineros, gaviotas y prostitutas. Era imposible entenderse sin alzar la voz. Todo era gente y animales, boñiga, ánforas, fardos… En lo alto del promontorio reinaba, orgullosa, una gran columna de mármol blanco rodeada por una veintena de espolones de naves persas, erigidos allí como trofeo. La columna marcaba el lugar donde descansaban los restos del gran Temístocles, el hombre que, tres décadas atrás, había liderado a los atenienses contra Persia, el artífice de la victoria de Salamina.

A su izquierda, una cincuentena de trirremes perfectamente alineados descansaban sobre las aguas calmas del puerto como grandes monstruos mitológicos, con los mástiles plegados y los remos recogidos. Miraban a tierra con sus enormes ojos blancos, azules y negros, hipnóticos, ojos de ceño fruncido, aterradores, impasibles, sobre los recios espolones de bronce. Aquellas esbeltas y bellas naves, una sexta parte de la flota ateniense, si hubieran podido hablar, quizá habrían dicho que estaban ansiosas por hacerse a la mar, por soltar amarras, por recorrer unas aguas que eran suyas por derecho.

A sus cuarenta años Quilón jamás había tomado parte en una batalla naval, siempre había sido carretero, como su padre, y como el padre de su padre. Pero Atenas era su flota, todo el mundo conocía a alguien que servía o había servido en ella: sobrinos, primos, hijos que daban vida a esas bestias de madera, guardianas de la ciudad y dueñas de los mares, que volaban sobre las aguas impulsadas por los robustos brazos de jóvenes atenienses y cuyos remos de madera se movían como uno, como alas, batiendo la líquida llanura para aguijonear brutalmente a cualquiera que osase poner en entredicho la supremacía de la ciudad.

Quilón se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y arreó a su mula, Circe, para que avanzara unos pasos siguiendo a la carreta vacía que tenía delante. Luego tiró de las tiendas para detenerla y seguir esperando. Se inclinó un poco hacia delante y alargó la mano hacia abajo, hacia la escasa sombra del pescante donde guardaba un odre de vino y una cesta con algo de comida, preparada aquella mañana por su esposa para el largo día de trabajo que tenía por delante. Le dio un trago al vino refrescante y volvió a dejar el odre en su sitio.

Ahora que habían comenzado las obras para levantar un nuevo templo en la acrópolis dedicado a Atenea Pártenos, Atenea la Virgen, el trabajo era incesante en la ciudad, si bien era cierto que jamás había faltado tarea.

Quilón hacía entre dos y tres viajes diarios para llevar madera, piedra, mármol o comida hasta la escarpada cima que dominaba la ciudad y sobre la que, antes de las guerras contra los persas, se habían alzado los templos más importantes. Habían pasado más de treinta años desde que las hordas orientales de Jerjes, Rey de Reyes, lo incendiaran y derribaran todo, profanando la sagrada cumbre. Sin embargo, al igual que el Fénix, Atenas había resurgido de sus cenizas, y su corazón latía con más fuerza que nunca.

La riqueza inundaba la ciudad. Los atestados puertos de El Pireo y Falero recibían en su seno, todos los días, naves cargadas con productos del mundo entero: vino de Sicilia, madera de Fenicia y Tracia, alfombras de Persia, sedas de los confines de la tierra, queso de Libia, miel de Macedonia, trigo de las llanuras escitas, joyas de Egipto, especias, almohadas, vasijas, lana, esclavos… Nada de ello hubiera sido posible sin el férreo dominio de los mares.

Como todo ateniense, Quilón estaba orgulloso de serlo, y de que lo fueran también sus dos hijos y su nieto.

Cómo habían cambiado las cosas a lo largo de esos cuarenta años de vida. Su primer recuerdo se remontaba a cuando tenía cuatro o cinco años. Recordaba estar jugando a la puerta de casa con un caballo de madera que le había tallado su padre, recordaba el calor sofocante del verano, la inocente felicidad, la calle seca, polvorienta, los pies descalzos y mugrientos, la túnica raída, los mocos secos, el vivaracho barrio del Cerámico. De pronto vio aparecer un jinete con armadura, al galope, gritando a voz en cuello que venían los persas, ordenando que todo el mundo se dirigiese al puerto, a las naves, que no llevasen más que lo esencial, que así lo ordenaba Temístocles. Recordaba cómo el jinete había pasado ante él levantando el polvo y haciéndole toser, cómo su madre salió de la casa con el rostro desencajado, le cogió del brazo, le arrastró dentro y empezó a meter cosas en un zurrón de cuero: comida y dinero. Luego el camino hacia Falero, donde naves de todo tipo esperaban para evacuar a la población. Recordaba los empujones, los pisotones, los gritos, los llantos de los niños, miles de familias recorriendo el camino que llevaba al viejo puerto, los hoplitas con sus corazas de bronce, sus cascos y sus grandes escudos redondos protegiendo al gentío en su penosa marcha, la gente mirando a su espalda, aterrada, acelerando el paso. Luego, las naves atestadas, el olor a sudor, la corta travesía hasta la isla de Salamina, el rostro inconsolable de su madre, la incomprensión en la cara de los niños. Luego el desembarco, el inmenso campamento, las miles de hogueras, los días de espera, de incertidumbre, el hambre, los soldados repartiendo comida, los trirremes atenienses y peloponesios recorriendo la costa. Luego, una noche, las llamas al otro lado del estrecho, recortadas contra la oscuridad, los llantos de la gente, la desesperación: Atenas, la luminosa Atenas, devorada por el fuego, los templos, las casas… Después, la gran batalla de Salamina de la que todos fueron testigos mudos. Recordaba la fuerza con que sus pequeñas manos habían aferrado el caballo de madera cuando vio, al amanecer, la innúmera flota persa avanzando hacia el estrecho a golpe de remo, volviendo blancas las aguas negras y rosadas de la mañana mientras, al fondo, una columna de humo oscuro surgía de lo que había sido Atenas, como si la ciudad misma hubiera sido entregada en holocausto a los dioses… Y la victoria. La victoria de Atenas y de Temístocles contra las hordas de Oriente, contra el Rey de Reyes, contra el destino, contra la fortuna, contra el viento, con tan solo el tesón y la fe de todo un pueblo que prefería desaparecer de la tierra antes que rendir pleitesía al extranjero. Luego el retorno a una ciudad negra, devastada, a su casa chamuscada.

Pero habían pasado tres décadas. Y, hoy, Atenas deslumbraba al mundo.

Quilón arreó de nuevo a Circe para volver a avanzar y, cuando se detuvo, volvió a darle un trago al vino. Observó la panzuda nave que tenía delante. Un enjambre de esclavos escitas, en taparrabos, con la piel castigada por el sol y la espalda cubierta de cicatrices, subía y bajaba por unas endebles pasarelas descargando tablones y más tablones de madera que otros esclavos iban amontonando en el muelle para que luego otros los apilaran en las carretas. Dos docenas de jóvenes hoplitas, en edad de hacer el servicio militar, observaban el proceso.

Uno de los capataces encargados de contratar el transporte se acercó a Quilón con una tablilla de cera.

—¿Nombre?

—Quilón, hijo de Teofrasto.

El capataz, un hombre enjuto y calvo, escribió en su tablilla.

—¿Tribu?

—Acamantis —dijo Quilón.

El capataz volvió a rasgar la tablilla; luego miró la carreta para calcular la capacidad, escribió algo más, se la entregó a Quilón y le miró a los ojos.

—Madera para el andamiaje de la acrópolis —dijo el capataz—. Y tiene que llegar antes de la puesta de sol. La tablilla me la traes sellada esta noche por Acestórides, el carpintero. Ahí tienes apuntado el número de tablones y el peso aproximado.

—¿Cuánto? —preguntó Quilón.

—Cinco óbolos —dijo el capataz.

—¿Cinco óbolos? ¿Cinco óbolos después de haber venido desde Atenas y haber pasado aquí media tarde?

El capataz miró a un lado y a otro.

—Puedo darte un dracma —dijo.

—¿Un dracma? ¿Me has visto cara de imbécil? —dijo Quilón.

—No puedo darte más. Lo tomas o lo dejas. Hay muchos esperando.

Quilón miró a su espalda. Había una docena de carretas tras él; aunque el capataz las llenara todas, aún necesitaría treinta o cuarenta más y, un poco más adelante, en el muelle siguiente, había otro mercante descargando ánforas. Si algo le había enseñado a Quilón su padre era a calcular a ojo los cargamentos de las naves y el número de carretas necesario para la descarga. Y si algo sabía por experiencia era que los capataces encargados de contratar el transporte solían ofrecer un tercio de lo que estaban dispuestos a pagar. Más aún, con la cantidad de naves que llegaban a puerto todos los días, el transporte siempre era un problema, y aquel hombre tenía cierta prisa.

Quilón cogió la tablilla y se la devolvió al capataz.

—Vete a engañar a otro —dijo el carretero. Y, con las mismas, arreó la mula. Era un viejo truco—. Vamos, Circe —le dijo a la mula con tono indignado.

—Espera —dijo el capataz al instante.

Quilón tiró de las riendas.

—¿Qué?

—Dos dracmas.

—Tres.

—¿Tres? Los remeros de la flota cobran un dracma al día.

—Pero ellos no tienen que alimentar a una mula, y la comida se la pagamos entre todos.

—Dos dracmas y tres óbolos.

—Tres —dijo Quilón con firmeza.

—De acuerdo, tres. Pero el cargamento tiene que llegar hoy. Nada de andar parando por las tabernas ni putañeando.

El carretero asintió, el capataz le volvió a entregar la tablilla y Quilón la guardó debajo del pescante, junto al odre de vino.

—Y a ver cómo cargan esos desgraciados —le advirtió Quilón al capataz señalando a los escitas con el mentón—. Esta carreta vale mucho dinero; si esas bestias le hacen un solo rasguño, no tengo problema en llevarte a juicio.

El capataz miró a Quilón. No dijo nada, pero era evidente que pensaba que el carretero estaba yendo demasiado lejos. Entonces silbó. Una docena de escitas se puso en marcha y empezó a cargar la cesta del vehículo. Si por algo eran conocidos los atenienses era por su afición a denunciar todo lo denunciable y a acabar en los tribunales.

—¡Cuidado, maldita sea! —gritó Quilón cuando uno de los esclavos, agotado, dejó caer sin miramiento varios tablones sobre la cesta.

El esclavo recibió una bofetada por parte del capataz y una airada reprimenda, y luego un empujón. Los esclavos del puerto podían considerarse afortunados. La peor parte la llevaban aquellos que trabajaban en las minas de plata de Laurión, al sur del Ática. Eran pocos los que sobrevivían más de dos años allí, entre túneles, picos y palas, respirando polvo y recibiendo escasas raciones de una comida que Quilón ni siquiera le hubiese dado a su perro.

—Antes del anochecer —le recordó el capataz de malos modos cuando la carga estuvo completa—. Y vuelves con la tablilla sellada. De lo contrario seré yo quien te lleve a juicio.

El hombre le entregó los tres dracmas y Quilón, como todo el mundo hacía, se los metió en la boca.

—El hijo de Teofrasto nunca decepciona —dijo el carretero seguro de sí, y arreó la mula.

Quilón recorrió las calles de El Pireo hacia los Muros Largos, la muralla que conectaba el puerto con la ciudad, un cordón umbilical de treinta estadios de largo por uno de ancho destinado a hacer de Atenas una isla en tierra. Siempre que la flota dominara los mares, la ciudad podría abastecerse de todo lo necesario y cualquier asedio resultaría inútil.

Tres dracmas. Una buena jornada. Mientras Circe marchaba lentamente entre las altas murallas, abrumada por el peso de la madera, Quilón empezó a canturrear una canción. Se sacó las monedas de la boca, le dio un trago al vino, mordió la torta de pan, tragó y volvió a meterse las monedas en la boca. Una buena jornada. Los Muros Largos eran un continuo ir y venir de gente, caballos y vehículos de todo tipo y condición. Por la derecha se circulaba hacia Atenas, por la izquierda hacia El Pireo.

Tres dracmas. Una buena hogaza de pan, una medida de vino, dos de trigo, algo de fruta y un poco de pescado. Y aún sobrarían unos óbolos para guardar en la caja donde acumulaba sus ahorros. «De todo lo que cobres, al menos un óbolo tiene que ir a la caja», le había dicho siempre su padre.

—Mierda —dijo Quilón para sí cuando se acercaba a las puertas.

En el acceso a la ciudad que llevaba a El Pireo siempre se formaban atascos; eran muchos los que entraban y los que salían, especialmente a esas horas de la tarde, pero hoy la cola era inmensa.

El carretero se detuvo justo detrás de otro vehículo cargado de ánforas, se puso en pie sobre el pescante e intentó ver lo que estaba pasando. Nada parecía moverse, ni hacia dentro ni hacia fuera.

Sí pudo ver a media docena de mercenarios escitas, a sueldo del Estado, que parecían hacer lo posible por organizar el tráfico y por calmar a los transeúntes. Se oían gritos de enfado, imprecaciones, llamadas a la calma.

—¡Por el perro! ¿Qué demonios pasa? —preguntó Quilón al aire.

El joven que llevaba la carreta de delante se volvió.

—El bache —dijo—. Una carreta lo ha cogido a demasiada velocidad y se ha partido el eje. Están intentando retirarla.

—El mes que viene voy a plantearlo en la asamblea —protestó Quilón—. Ese bache lleva ahí años y nadie lo repara.

—Eso es —dijo el joven con sorna—. Cuando Pericles suba a la tribuna de oradores y nos hable de la necesidad de invertir en barcos y de la inminente guerra con Esparta, tú pedirás la palabra y, ante cinco mil ciudadanos, entonarás un grandioso discurso sobre la necesidad de reparar el bache de la puerta de El Pireo.

—¡Lo haré! —aseguró Quilón—. Lo haré, maldita sea, es mi derecho como ateniense.

—Y se reirán de ti.

—Como se rieron de Temístocles, pero él tenía razón.

—Eso quiero verlo —dijo el joven, y volvió a mirar al frente.

La juventud… Algo estaba ocurriendo en la ciudad. La juventud ya no tenía respeto por los mayores, y todo, todo, era culpa de aquellos ociosos que se hacían llamar filósofos, amantes de la sabiduría, y que recorrían el ágora hablando y hablando, corrompiendo a la juventud, haciéndoles pensar en cosas que no tenía utilidad práctica alguna. La juventud Lo habían tenido demasiado fácil, ese era el problema, y la abundancia de la que disfrutaba Atenas los había vuelto blandos. Menos a sus hijos, por supuesto. Su hijo Teofrasto, el mayor, y Quilón, el pequeño, eran buenos muchachos.

—Pues yo tengo prisa —protestó Quilón.

—Y yo —dijo el joven—. Y todos. Pero habrá que tener paciencia.

—¡Paciencia dice! ¡Una buena guerra es lo que os hace falta a los jóvenes de hoy en día, y pasar un poco de hambre! ¡Eso es lo que os hace falta!

El joven hizo oídos sordos a las palabras del carretero. Pasó un buen rato. Quilón se acabó el vino y la comida, y, de pronto, la cola empezó a moverse lentamente. Por lo visto los escitas habían logrado retirar la carreta volcada.

Al cruzar las puertas el tráfico se dispersaba y era más fácil moverse aprisa, así que Quilón sacó la vara y azuzó a Circe para que aligerara el paso. Por lo menos la calle principal estaba bastante despejada. Había gente, por supuesto, pero esta solía apartarse cuando pasaba una carreta.

—Vamos, Circe. Ánimo, chica.

El animal ganó algo de velocidad, un lento trote. A derecha e izquierda había ancianos sentados en taburetes viendo el mundo pasar, mujeres de baja condición que iban o volvían de la compra o que tendían la colada en las ventanas, charcos de inmundicia, comerciantes en puestos de fruta y verdura vendiendo su género y, un poco más adelante un corro de niños acuclillados jugando a las tabas en medio de la calle.

—¡Eh! —gritó Quilón, malhumorado—. ¡Apartaos, mocosos!

Los niños corrieron hacia los lados como una bandada de pájaros, todos menos uno que, sin prestar atención al carretero, lanzó las tabas al suelo con absoluta calma.

—¡Aparta, mocoso! —gritó Quilón.

Pero el chiquillo, impasible y desafiante, se puso en pie. El carretero tuvo que tirar de las riendas con fuerza para no arrollarlo y Circe se detuvo a tan solo un palmo del muchacho. La gente que había cerca contuvo el aliento y observó la escena.

—¡Aparta, niño! ¿No ves que he estado a punto de atropellarte?

El chico, de unos siete años, agraciado, vestía una túnica de lino limpia y de buena calidad y calzaba sandalias nuevas de cuero.

—¿Quién eres tú? —dijo el chiquillo sin inmutarse y con cierto tinte de desprecio. Luego puso los brazos en jarras.

—¿Qué? —preguntó Quilón, confundido.

—He dicho que quién eres tú para decirme que me aparte. Estoy jugando a las tabas con mis amigos. Al menos podrías decir «por favor».

—¿Qué? —Quilón sacudió la cabeza a derecha e izquierda.

—¿Estás sordo?

Quilón no daba crédito. Un hombre enjuto que blandía un palo salió corriendo de una esquina y se acercó al chiquillo.

—¡Amo! ¡Amo! —dijo el hombre—. ¿Estás bien?

El mocoso le miró con suficiencia y alzó la mano para que callara.

—¿No ves que estoy hablando con este ciudadano, Demetrio? —dijo el chiquillo—. No interrumpas.

—Amo, dejemos pasar a este buen hombre y luego puedes seguir con tu juego.

—He dicho que no interrumpas.

Quilón miró a su alrededor. La gente empezaba a salir de sus casas y a asomarse a las ventanas para ver lo que estaba pasando. No era habitual que, de pronto, la calle se sumiera en el silencio y tan solo se oyeran dos voces.

—Eh, esclavo —dijo Quilón—. ¿Eres el pedagogo del chico?

—Sí, señor.

—Pues coge al mocoso y apártalo de ahí. De lo contrario tu amo de verdad se encontrará con una citación mañana por la mañana.

—¿Qué te hace pensar que le puedes dar órdenes a mi esclavo? —dijo el niño.

—Señor, yo… —empezó a decir el esclavo a modo de disculpa.

—He dicho que no te metas, Demetrio —dijo el chiquillo—. Ordenaré que te azoten. Este hombre me pedirá por favor que me aparte o, de lo contrario, tendrá que arrollarme.

—Chico —dijo Quilón—, piensa bien lo que haces. Estás entorpeciendo mi trabajo, y eso a tu padre le puede costar caro.

—Mi padre está en la guerra y, mientras lo esté, soy yo el hombre de mi casa. Si quieres llevar a juicio a un mocoso, hazlo. Pero eso tendrá que ser mañana.

—¡Qué insolencia! —aulló Quilón mirando a su alrededor y buscando el apoyo de los viandantes. ¿Qué le estaba ocurriendo a Atenas?

—Pídeselo por favor —dijo con sorna un frutero desde su puesto. Y varios de los curiosos empezaron a reír.

Quilón, enfurecido, aferró la vara con la que azuzaba a Circe, bajó de la carreta y se acercó al chiquillo.

—Apártate o te apartaré yo —dijo el carretero.

—Señor, creo que… —dijo el esclavo.

—Interrumpe una vez más, Demetrio, y te aseguro que probarás el látigo —dijo el niño.

Demetrio, paralizado, se encontraba en una encrucijada, no podía decir nada, no podía tocar al ciudadano ateniense que amenazada al chiquillo, tampoco podía coger a su joven amo y llevárselo porque este cumpliría su promesa, y si el niño sufría algún daño el castigo era seguro. Hiciera lo que hiciera solo podía perder.

Quilón alzó la vara.

—Lo haré —advirtió el carretero—. Te atizaré con la vara.

—Hazlo —dijo el niño, aún con los brazos en jarras y sin apartar la mirada de los ojos del carretero.

Quilón, rojo de ira, soltó la vara, se agachó y cogió al criajo por la cintura con un brazo, dispuesto a apartarlo del camino.

—¡No le toque, señor! ¡No le toque! ¡Se lo ruego! —gritó Demetrio, horrorizado.

El niño empezó a dar patadas y puñetazos y, cuando Quilón, con la otra mano, intentó inmovilizarlo, sintió un dolor punzante en la muñeca, aulló de dolor y se vio obligado a soltarlo. El mocoso, libre, volvió a ponerse delante de la carreta. Quilón se miró el brazo ensangrentado.

—Solo tienes que decir «por favor» —insistió el mocoso.

—¡Amo! —gritó Demetrio desesperado—. ¿Estás bien?

—¡Me ha mordido! —gritó el carretero mostrando la muñeca a los cada vez más numerosos curiosos y potenciales testigos—. ¡Mañana por la mañana te encontrarás con una demanda en casa, mocoso!

—Ningún tribunal te dará la razón —espetó el chiquillo con absoluta calma.

—¡Me has mordido!

—Me he defendido de una agresión.

—¡Estás obstruyendo el paso!

—Solo tienes que decir «por favor».

—¡Pídeselo por favor! —volvió a decir el frutero y, a la voz de este, se unió la insistente petición de varios curiosos.

El niño sonrió y, con la palma de la mano, señaló a la multitud.

—Dilo —insistió el mocoso.

Quilón agachó la cabeza.

—Por favor —susurró.

—No te he oído.

—¡Por favor! —gritó el carretero de malos modos.

—¿Por favor qué?

Quilón dudó un instante.

—¿Por favor, serías tan amable de apartarte a un lado para que pueda pasar?

La muchedumbre empezó a aplaudir y a reír. El niño se agachó, recogió las tabas y le miró a los ojos.

—Por supuesto, ciudadano, faltaría más.

Se oyeron más aplausos y más risas.

Quilón, derrotado, subió a su carreta, arreó a Circe y siguió su camino hacia la acrópolis.

¿Qué le estaba pasando a Atenas?