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Mi familia, de origen muy humilde, sufrió las graves consecuencias de la represión y la miseria de la posguerra. Como tantos otros, mis abuelos se vieron forzados a sobrevivir con lo único que poseían en aquel entonces: la tierra árida que habían heredado de sus padres. Las duras condiciones de trabajo, que requerían la ayuda de todos los miembros de la familia, no facilitaron que mis padres pudieran recibir una formación escolar sólida. Perseverancia, tenacidad, sacrificio, privación o generosidad fueron las Matemáticas, la Literatura o la Geografía de mis progenitores. En esa España de los años setenta, crecieron rodeados de una sociedad que era muy diferente a la actual, en la que se apreciaban otro tipo de valores.

El destino quiso que mis padres se conocieran en una pequeña localidad de la costa catalana. Crecí en una familia modesta que se conformaba con poco, pero de mi infancia recuerdo una infinidad de momentos felices. Gracias al duro trabajo de mis padres durante todo el año, ahorrábamos lo justo y necesario para poder irnos unos días al pueblo de vacaciones. El viaje siempre era en coche, nada de avión ni tren. Nos pasábamos unas doce horas juntos cantando, jugando y compartiendo silencios. Recuerdo que mi madre me preparaba un colchón en la parte trasera del coche para que pudiera ir tumbado cual principito en su carruaje, lo que hoy en día habría derivado (por lo menos) en una multa por parte de los agentes de tráfico al infringir varias normas de circulación.

Pasaron los años y, como es lógico, mi idea de viajar estaba sumamente influenciada por lo que había vivido en mi familia: largas jornadas de carretera, días en familia delante de imponentes platos de comida altamente calórica, y mucho tiempo para jugar. Así pues, no es de extrañar que en mis tiempos de instituto, cuando un compañero de clase comentaba que había ido a Nueva York a pasar la Navidad, o a un resort en Indonesia en Semana Santa, me sintiera inculto y no pudiera entender exactamente el porqué de sus viajes. ¿Para qué querían sus padres ir tan lejos? ¿No tenían familia? ¿No les gustaba pasar tiempo con los suyos? Si yo era feliz sin salir de España, ¿por qué otros necesitaban ir a sitios tan remotos que yo no podía ni imaginar?

Por aquel entonces no existía Internet, y la única forma que una mente curiosa tenía de calmar las ansias de saber era ir a la biblioteca. Me pasaba horas y horas allí con libros de fotografías de National Geographic, fijándome en cada detalle, cada paisaje, cada persona, cada color. Leí libros de Robert Louis Stevenson y vi películas de Indiana Jones. Tengo grabado en mi mente el día que les dije a mis padres que de mayor quería ser explorador, y la cara de este niño está empezando a hacer cosas raras que pusieron.

Crecí, y ese sueño inocentemente pícaro que había tenido durante mis dulces años de infancia se fue apagando. Me convertí en un adulto más y me dejé absorber por las tendencias más nocivas de la sociedad. Estaba en mi segundo año de universidad, tenía éxito con las chicas y coche propio, disfrutaba de un grupo de amigos extraordinarios y una familia que me quería, y vivía en un piso pagado por mis padres.

Lo tenía todo y no lo sabía. Era antipático, creído, ligeramente racista y, sobre todo, muy egoísta. Me había dejado envolver por personas tóxicas que valoraban lo material por encima de cualquier otra cosa. Era mucho más importante el dinero que poder pasar un rato con un amigo al que hacía tiempo que no veía, más molón reírse de un mendigo en vez de agacharse y preguntarle si quería que le comprase comida. Me parecía infinitamente más valiosa la risa con mis amigos que ser amable con una chica gordita que trabajaba en un supermercado. Era mejor ser mala persona porque así encajaba más fácilmente en la sociedad.

Por aquel entonces no era consciente de ello, pero una parte de mí era tremendamente infeliz, a mi vida le faltaba algo, aunque no sabía qué podía ser ni tenía la más remota idea de por dónde empezar para averiguarlo.

Una tarde de domingo de otoño, cuando menos lo esperaba, ocurrió algo que me cambiaría la vida por completo. Por entonces, empezaba a oscurecer cada vez más pronto, y los árboles de las calles intentaban aguantar con todas sus fuerzas las últimas hojas que colgaban de sus ramas. Los días de verano quedaban cada vez más lejos, y el frío del invierno empezaba a dejarse ver en forma de tramontana y tormentas.

La noche anterior había salido a celebrar mi decimonoveno cumpleaños con mis amigos, y mi único plan del día era permanecer en el sofá, inerte delante de la televisión mientras el día pasaba, al igual que la resaca mayúscula que tenía. Fue entonces cuando recibí una llamada de Carles, un amigo de la infancia que me había encontrado la noche anterior y sabía que estaba en casa de mis padres. Me dijo que esa misma tarde tenía partido de fútbol y que justo les faltaba un jugador que les había fallado a última hora. Aunque me gustaba mucho el fútbol, no jugaba desde hacía unos cinco años; además, estaba cansado, cobijado en una suave manta y al amparo de la calefacción. Pero por alguna razón acepté la propuesta de Carles, y en aquel instante se produjo uno de los puntos de inflexión de mi vida.

Al llegar al campo donde tendría lugar el partido, lo saludé y me reencontré con muchos amigos de la infancia que hacía años que no veía. De todos ellos, me sorprendió ver a Enric; lo noté distinto, rodeado de un aura especial, irradiando felicidad. Enric y yo habíamos compartido varios años en la escuela primaria y recordaba que él no era precisamente un chico relacionado con el deporte. En realidad, era más bien lo contrario: le gustaba jugar a la Play Station, y era tan fan del fútbol que siempre iba tarareando los cánticos que se entonaban en las zonas más forofas de su equipo favorito.

El partido transcurrió con total normalidad, y después de ducharnos me acerqué a Enric, que estaba sentado en un banco observando a unos niños jugar con una lata de refresco que había en el suelo. Estuvimos hablando un rato y al final me preguntó si podía acercarlo a su casa. En el trayecto de vuelta, le comenté que lo veía muy bien y que parecía muy feliz. En ese mismo instante me detuve en un semáforo en rojo y lo miré. Al conectar su mirada con la mía me di cuenta de que Enric era una persona completamente distinta a la que yo había conocido en el pasado. Calmado, pero emocionado, empezó el relato de los últimos acontecimientos de su vida.

Sin apartar la mirada, me dijo que había tenido leucemia, que lo había pasado muy mal, que había conocido las tinieblas, pero que ahora, por suerte, estaba totalmente curado. En un tono muy humilde me aseguró que padecer esa enfermedad y luchar mil batallas para recuperarse había provocado un cambio radical en su vida. “Desde entonces, prefiero jugar mi clásico en vez de verlo por televisión o pagar cientos de euros por ver a alguien disfrutar en persona” apuntó esbozando una leve sonrisa, justo cuando llegábamos a su casa, haciendo referencia a uno de los mayores acontecimientos anuales que hay en España: el partido que enfrenta al Barcelona contra el Real Madrid.

No supe reaccionar a su comentario. Asentí y le dije que me alegraba de que estuviera bien y que nos veríamos pronto. ¡Qué inocente era! No me di cuenta de que acababa de experimentar la sacudida más grande que jamás se había producido en mi interior y que cambiaría mi vida para siempre.

De vuelta a casa, conduciendo bajo unas nubes oscuras que empezaban a amenazar la paz que había precedido a aquella tarde de otoño, las sinceras palabras de Enric me hicieron reflexionar. Recuerdo numerosas situaciones en mi vida en las que había podido ser partícipe de algo que me apasionaba, pero en las que preferí mantenerme al margen, normalmente resguardado tras una pantalla, ya fuera de televisión, ordenador o teléfono inteligente, o tras la admiración y aceptación de mi grupo de amigos. Escogía siempre la opción más cómoda, no la ganadora. Elegía dejarme llevar por la corriente en vez de luchar contra ella, aunque en el fondo supiera que esto último era lo correcto. Optaba por ser objeto, no sujeto. Prefería el exterior y las apariencias en vez del interior y los sentimientos. Escogía quedarme quieto y no hacer ruido para no provocar miradas de desaprobación de la gente que me rodeaba. Me conformaba con ver cómo otros lo pasaban bien y exploraban mundos desconocidos, experimentaban sensaciones únicas, en vez de hacerlo yo.

Justo en ese instante, la radio de mi coche empezó a retransmitir un programa de viajes, que comenzaba con la famosa frase: “Viajar es la única cosa que puedes comprar que te hace más rico”. La había oído miles de veces, pero nunca le había prestado atención. En ese momento, en cambio, noté cómo se estremecía mi cuerpo, sentí mariposas en el estómago y, de golpe, todo cobró sentido.

Y así fue como, al cabo de unas semanas, decidí salir de mi burbuja, de mis límites conocidos, y comprar un billete de avión a Ciudad del Cabo con el fin de pasar allí el verano trabajando para una ONG, construyendo casas en los barrios marginales que el apartheid había dejado en Sudáfrica.

Recuerdo el momento en que les dije a mis padres: “Mamá, papá, todo el dinero que tenía ahorrado lo he cogido para comprarme un billete de avión y pagar un voluntariado en Sudáfrica”. Me acuerdo de la expresión de ambos, primero mirándome con incredulidad, luego mirándose entre ellos, dejando entrever que no comprendían las palabras que acababa de pronunciar. Recuerdo ver a mi padre diciendo que si era una broma de mal gusto, que lo dijera ya, porque no le hacía gracia.

Me acuerdo de mi madre transformándose en un inmenso gesto de preocupación. Recuerdo no recibir ningún apoyo por parte de mi familia en ese preciso momento y salir de casa pensando que les demostraría que la decisión que había tomado era legítima y que no tenían de qué preocuparse.

Visto ahora, pasados los años y con perspectiva, su reacción fue totalmente razonable. Es normal que mis padres no entendieran por qué su hijo, a quien tanto había costado criar y habían dado la oportunidad de estudiar, había decidido irse tan lejos de casa nada menos que a dedicar su tiempo a la gente más desfavorecida, en vez de ir a un resort de vacaciones.

Acabados los exámenes de aquel curso en la universidad, llegó el momento de partir hacia mi primera aventura. En el trayecto al aeropuerto todo eran caras largas. Por entonces todavía no existían ni Facebook ni WhatsApp, por lo que prometí llamarlos siempre que pudiera y les rogué que, por favor, no se preocuparan por mí, que estaría bien y que pasado el verano volvería sano y salvo.

Siempre he creído que la suerte no existe, que es algo que uno se busca teniendo agallas para tomar decisiones que acaban combinándose en una cascada de acontecimientos. Hoy puedo decir que, para mí, el hecho de ir solo en un avión durante diez horas, cambió el rumbo de mi suerte para toda la vida.

Al aterrizar en mi primer país africano, la ONG para la cual iba a trabajar me dejó escoger dónde vivir. Mi elección fue una familia que vivía en una casita sencilla, pero a la que no le faltaba de nada y que no estaba muy lejos del barrio donde tenía que ir a trabajar. Allí, desde el primer momento me sentí como un miembro más de la familia.

Cuando llegó el día de empezar el voluntariado cogí el autobús que me llevaría al sitio que me habían indicado. En su interior vi tanto a gente de piel oscura como de rasgos europeos. No obstante, a medida que el autobús iba alejándose del centro de la ciudad, la proporción iba variando, hasta el punto de que solo quedaban negros al entrar en las zonas más pobres de Ciudad del Cabo.

Al llegar, quedé horrorizado de lo que veían mis ojos. Me hallaba en medio de un océano de barracas que desafiaban todas las leyes de la gravedad conocidas y por conocer. No había aceras, calles ni alcantarillado, y mucho menos, electricidad o agua potable. Los niños corrían hacia el colegio con sus vestidos impolutos, y las mujeres y hombres se dirigían con resignación a llevar a cabo sus labores diarias. Mi primera impresión fue que esa gente era inmensamente infeliz y por ello me dieron mucha pena.

Enseguida conocí al equipo con el que pasaría los siguientes meses. Estaba formado por una mezcla de voluntarios jóvenes e inexpertos como yo, provenientes de países europeos o norteamericanos, algún que otro señor con pinta de vivir dedicado a la ayuda al prójimo y gente de color que había decidido ser partícipe en la mejora de la calidad de vida de las personas más desfavorecidas de Ciudad del Cabo, víctimas del apartheid.

Una vez hecha la introducción protocolaria, salimos de la barraca que hacía de sede central de la ONG en Sudáfrica y nos llevaron a una parcela donde había unos escombros en medio. Nos explicaron que la noche anterior había llovido, y la fuerza del agua había podido con la débil estructura de la chabola. Nos presentaron a la pareja de abuelitos que se había quedado sin casa: nunca olvidaré la mirada de gratitud y amor de la mujer, a pesar de las penurias.

Nuestra misión era construir una casita de planta cuadrada allí donde yacían los restos de la chabola que había sido el hogar de aquellos dos ancianos durante varias décadas. Tal vez porque estaba asustado, o tal vez porque sentía muchísima tristeza viendo la miseria que había a mi alrededor, trabajé sin cesar durante todo el día.

Al irse el sol, unos niños vinieron corriendo hacia nosotros con unas sonrisas mayúsculas; en sus manos traían lo que sería nuestra cena. Pregunté a mis compañeros si la cena estaba incluida en los costes que pagábamos a la ONG, y me dijeron que, efectivamente, no lo estaba, pero que la gente del barrio estaba tan agradecida por nuestro trabajo que cada noche se reunían varias familias, ponían lo que podían sobre la mesa y nos cocinaban un menú delicioso.

No supe cómo reaccionar. ¿Cómo era posible que gente que no tenía casi nada compartiera con los demás? Fue el primer acto de pura bondad por parte de desconocidos al que tuve la gran suerte de asistir. Cenamos todos juntos sentados en el suelo, cerca de los cimientos que habíamos estado cavando ese primer día de mi voluntariado. Yo escuchaba atentamente a mis compañeros, pero, sobre todo, observaba. Observaba a los niños jugar sin parar, las sonrisas cómplices con algunos después de haber jugado al fútbol con ellos, las miradas de agradecimiento de sus padres por el trabajo que realizábamos. Y cantamos. Cantamos canciones alrededor de una hoguera. Y bailamos. Y reímos. Y al final comprendí que esa misma mañana había estado totalmente equivocado. Aquella gente no vivía atormentada porque no dormían bajo un techo firme o por no disponer de un coche en el garaje. Aquella gente era feliz aun no teniendo nada. Eran felices porque se conformaban con lo que tenían. No sentían envidia por no tener ropa de marca o la posibilidad de comprarse unos zapatos nuevos. Se sentían felices porque apreciaban los pequeños detalles de la vida y los disfrutaban al máximo, sin edulcorantes artificiales. Y como consecuencia de ello, eran capaces de compartir lo poco que tenían entre ellos sin esperar nada a cambio. La tacañería y la ruindad tan presentes en la sociedad de lo que llamamos el primer mundo no existía en ese pedacito de tierra de Ciudad del Cabo. ¡Cuántas cosas iba a aprender durante ese verano! Aquella noche me fui a dormir con las manos llenas de ampollas, pero con el alma más contenta que nunca.

Pasaron días, semanas, meses, y poco a poco, sin darme cuenta, fui cambiando. A fuerza de relacionarme con seres que apreciaban las pequeñas cosas de la vida, me convertí en una persona más consciente de mi entorno, con infinitamente más capacidad de empatizar, compartir y sentir. Algo tan insignificante como saludar con una sonrisa, mirar a los ojos al dar las gracias, compartir un trozo de bocadillo o abrazar a alguien cuando sientes que lo necesita se convirtió en parte de mi forma de ser. Sobre las calles de arcilla de los barrios marginales de Ciudad del Cabo quedó escrito mi destino.

Al finalizar ese verano, la persona que volvió a España podía parecer la misma que se había ido, pero la verdad es que todo lo que experimenté y viví en esos meses produjo un cambio radical en mi interior. Tal y como dijo Marcel Proust: “El verdadero viaje del descubrimiento no consiste en ver nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Y fue exactamente eso lo que me sucedió a mí. Volví a casa con la capacidad de ver el mundo desde un punto de vista totalmente nuevo.

Jamás podré olvidar el momento en el que puse de nuevo un pie en territorio europeo. Había estado varios meses sumergido en una realidad totalmente distinta a la que había estado acostumbrado toda mi vida, y ya no era consciente de cómo era el mundo en el que me había criado. A medida que avanzaba por el aeropuerto veía a centenares de personas caminando rápido, unas con caras largas, otras con ropa de lujo y bolsas con todo tipo de objetos que acababan de comprar en la zona de duty free. Ni rastro de risas, de pies descalzos ni de miradas cómplices. Y en ese momento entré en shock. Todo era tan diferente a lo que había vivido que llegué a pensar si lo que estaba viendo era la vida real y simplemente había despertado de un sueño extremadamente bonito o si, por el contrario, me encontraba sumido en una pesadilla.

Ese estado de confusión me duró varias semanas. Al final comprendí que para poder vivir en nuestra sociedad habiendo experimentado algo totalmente diferente a ella, debes abrir la mente, tener paciencia e intentar siempre dar lo mejor de ti. Si iba a una tienda y me atendían con mala cara, trataba de mostrar mi mejor sonrisa y mi versión más amable. Cuando veía a una persona acercarse a un paso de peatones, frenaba para dejarla pasar. En el caso de que alguien fuera a entrar en un edificio justo después de mí, me esperaba y le aguantaba la puerta, y si veía a una persona durmiendo en la calle, le compraba un bocadillo y se lo dejaba al lado. Vivir en una sociedad repleta de malos vicios no significa que no puedas obrar con bondad.

Al cabo de un tiempo, mis padres empezaron a darse cuenta de que realmente yo había cambiado y de que el hecho de viajar y ver mundo me había ayudado a ser una persona más madura, amable y respetuosa con los demás. Ciudad del Cabo significó el punto de inflexión que yo necesitaba en mi vida. Fue a partir de ese viaje cuando decidí empezar a dedicar mi tiempo libre a descubrir sitios desconocidos. Mientras estudiaba, trabajaba a tiempo parcial para poder ahorrar e irme todos los fines de semana que podía, ya fuera por mi territorio o por Europa.

Nada más volver a mi rutina empecé a planificar el siguiente verano. Después de muchísimas horas delante del ordenador y de leer revistas en la biblioteca de la universidad me decidí por Filipinas. Allí colaboraría con una ONG local que se dedicaba a ayudar a los niños y niñas más desfavorecidos de la sociedad. Esta vez, al comentárselo a mis padres, la respuesta fue totalmente diferente: “Pásalo bien, ten mucho cuidado y, sobre todo, da señales siempre que puedas”. Me alegré muchísimo porque me di cuenta de que no solo yo había evolucionado, sino que la gente de mi alrededor, que había visto mi cambio interior, también había aprendido junto a mí.

Filipinas es un país donde no existe un sistema de reformatorios para ayudar a los niños que por el motivo que sea cometen un crimen. Allí tuve la oportunidad de sacar a niños de la cárcel. Vi perfiles muy diferentes, algunos de ellos habían asesinado, y otros, tan solo robado algo para llevarse a la boca. Pero lo que todos tenían en común es que se merecían algo mejor. ¡Eran niños! Tenían toda una vida para reinsertarse en la sociedad y llegar a ser personas de bien. Los encontrábamos en celdas tan llenas que para dormir tenían que turnarse. Rodeados de personas adultas, muchos de ellos delincuentes reincidentes, estaban destinados a ser criminales, a quedar fuera de la sociedad. La labor de mi equipo era visitar cárceles junto con un abogado, identificar si había niños recluidos y hacer todo lo posible para sacarlos de allí y llevarlos a un reformatorio propio de la ONG para darles una educación y enseñarles un oficio. Pasé muchísimas horas jugando a baloncesto con ellos, tardes interminables donde identifiqué patrones en su conducta y en su manera de actuar. Es increíble cuánto aprendí de ellos. Al fin y al cabo, simplemente eran niños que nunca habían recibido una educación ni habían vivido en un hogar normal recibiendo el cariño y el apoyo de su familia.

Por otro lado, la prostitución infantil es uno de los mayores problemas de Filipinas. Debido a las guerras en las que se han visto inmersos y por tener bases militares establecidas en sus islas, Filipinas cuenta con uno de los porcentajes más elevados de prostitución infantil. Durante mi voluntariado, recorrimos diversos prostíbulos con el objetivo de encontrar menores de edad e informar a la policía para que, una vez hecha la denuncia, fueran a buscarlos y los llevaran a una residencia acondicionada que tenía la ONG. Allí los niños recibían asistencia psicológica desde el momento en que llegaban, además de educación. Por limitaciones de su tratamiento, yo no podía pasar mucho tiempo con ellos, pero los pocos momentos de los que dispuse dejaron una cicatriz tremenda en mi interior; esos niños tenían una mirada vacía y sin inocencia. En mi último día como voluntario, me partió el corazón una de las niñas que empezó a llorar y a abrazarme con todas sus fuerzas para que no me fuera. Era una niña que había perdido un ojo mientras abusaban de ella. El día que la conocí le regalé unas gafas de sol muy bonitas de color rosa, y desde entonces siempre las llevaba puestas.

Y fue así como regresé a casa, con la mochila llena de nuevas experiencias jamás vividas con anterioridad. Esta vez, eso sí, con muchísima más conciencia de cuánta maldad existe en el mundo, y con el convencimiento más reforzado que nunca de que hay que aportar lo mejor de cada uno para hacer de la Tierra un lugar mejor.

Mi tercera experiencia como voluntario fue en Nepal, donde fui a pasar un verano como profesor de Inglés y de Matemáticas en un pequeño poblado al norte de Katmandú, junto a la frontera tibetana. Esta vez hice el viaje junto a Toni, uno de mis mejores amigos. Vivíamos con una pareja de ancianos que tenían una casita de madera en medio del Himalaya sin agua, luz ni teléfono. Compartían con nosotros todo lo que tenían. Comíamos dos veces al día, al alba y al anochecer, y siempre arroz y lentejas. En Nepal aprendí lo que significa pasar hambre e irte a dormir con un dolor en el estómago que solo era posible calmar a base de engañarlo bebiendo agua. Pero, sobre todo, aprendí que la comunidad es mucho más importante que el individuo.

Por un momento, me quedo muy pensativo. Le doy vueltas a todo lo que he leído y una sensación extraña recorre todo mi cuerpo. Tras unos segundos inmóvil, vuelvo en mí.

Si esta historia es real, el autor de la carta me parece un tipo muy interesante que ha tenido la gran suerte de haber podido vivir esas experiencias, aunque, siendo realistas, no todo el mundo puede tomar una decisión así ni cambiar su vida con esa facilidad. “La vida está muy cara y tengo una hija que alimentar”, pienso intentando autoconvencerme de que nunca seré capaz de ver la vida tal y como se describe en ese artículo.

Al levantar la mirada del periódico me fijo en la clientela que entra al mercado; apostaría a que soy uno de los más jóvenes. Pago el café, le doy las gracias al camarero por este rato y empiezo a recorrer el mercado puesto tras puesto, tal y como mi madre me ha indicado en la lista de la compra. Sinceramente, la impresión que me llevo es más que satisfactoria. El producto es espectacular, se ve fresco y de calidad; sientes los olores, y el colorido de los puestos te atrae. Te fijas en detalles y productos que de otro modo no mirarías.

Siempre te acompaña el comentario alentador y de calidad del vendedor ofreciéndote de forma natural y sincera información exacta de la procedencia de los productos e incluso, el nombre del agricultor, pescador o quien sea que lo produzca o provea. Definitivamente, esto no te lo da el súper. Algo de razón tiene mamá.