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De cara a Dios

Víctor Oswaldo Armas Regal

De cara a Dios

De cara a Dios

Primera edición, Lima, junio de 2017

© 2017, Víctor Oswaldo Armas Regal

© 2017, Grupo Editorial Caja Negra S.A.C.

Jr. Chongoyape 264, Urb. Maranga - San Miguel, Lima 32, Perú

Telf. (511) 309 5916

editorialcajanegra@gmail.com

editorialcajanegra.blogspot.com

Este EBOOK se distribuye en la web de la editorial: www.editorialcajanegra.com.pe

Dirección editorial: Juan Carlos Gambirazio Vásquez

Producción general: Claudia Ramírez Rojas

Imagen de portada: Santiago Salas Gambirazio

Diseño de portada: Edgar Fuentes Rivera

ISBN EBOOK: 978-612-4342-18-9

Prohibida su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la casa editorial.

A mi madre

Nube

que en silencio flota,

que cubre con sombra

el lugar en que posa;

contempla, vigila

y nutre amorosa

el suelo fecundo

en que la vida brota,

secando la suya

gota a gota.

A manera de introducción

Aún antes de empezar a escribir este libro, el asunto del título ya me daba vueltas por la cabeza. Cuando era un adolescente, pensar en que Dios estaba siempre presente me parecía un rasgo de debilidad o falto de realismo, de sustento lógico o científico; y no es que me cuestionara su existencia, sino que cuanto más pensaba sobre ello a más contradicciones llegaba; sí , ya sé que a lo largo de la historia, filósofos, científicos y teólogos se la han pasado estudiando el tema; yo, modesto servidor, no pretendo hacerlo, sino tan solo contar lo que me pasó, lo que viví, pensé y sentí, y sobre eso solo sé que el creer es un sentimiento y como tal, no se puede probar que existe solo con razonamientos y palabras, como no se puede probar solo con palabras que se ama.

Si Dios me quería a su lado quizá elegir el lugar desde donde iría a su encuentro era lo único que me estaba permitido, algo pretencioso de mi parte, ahora que lo pienso con más calma, pero, a pesar de todo, siento que debo estar agradecido de muchas cosas, principalmente de la familia en que nací, fui criado y que me acompañó en este camino.

Dedico este libro, en primer lugar, a mis padres. Gracias por su incondicional apoyo. A mi madre, que me acompaña en mis entusiasmos y esperanzas, porque aún existen; y también soporta mis desesperanzas, mis cóleras y frustraciones, las contenidas y no tan contenidas.

A mis hermanos, por estar siempre ahí, sus miradas de aliento y de esperanza.

A todos mis tíos y primos: gracias por las horas de compañía.

A mis amigos y a los amigos de mis amigos y de mi familia: todos juntos formando el invisible cinturón de fuerza que me sostenía para salir adelante. Gracias por las incontables veces en que generosamente donaron su sangre para restablecer mi vida. Un agradecimiento especial para Marco y Janet a quienes, sin querer, terminamos envolviendo más de la cuenta en esta historia.

A los médicos que conocí, gracias por no abandonarme; en especial a mis tíos Luis Vicente y Oscar (que en paz descanse); al doctor Lauro Paredes, Andrés Plasencia Santa María y muy en especial al doctor Alex Berenstein, quien me animó a escribir este libro. A él y a todo su equipo médico les debo mucho pues me dieron esperanza en medio de la oscuridad, lo que también me impulsó a seguir adelante.

Este libro es fiel testimonio de mi vida. No pretendo nada en especial, quizá solo llamar la atención a los lectores sobre la existencia de enfermedades como la mía y de gente absolutamente generosa.

Mi corazón te habla,

a ti mi faz te busca:

Tu faz, Señor, es la que busco.

Salmos 26, 8

De cara a Dios

De cara a Dios

clamo su nombre

de cara a Dios

sin desmayar

de cara a Dios

oigo mi nombre

más no lo escucho

pronunciar.

De cara a Dios

oigo mis rezos

que no se cansan

de rezar

de cara a Dios

pido en silencio

de cara a Dios

hoy quiero orar.

De cara a Dios

caigo al vacío

de cara a Dios

creo volar

de cara a Dios

no hallo más alas

que la esperanza

y el esperar.

De cara a Dios

no bato alas

y algo me dice

he de volar

de cara a Dios

caigo tranquilo

de cara a Dios

sin descifrar

si ya no temo la caída

¿por qué temo saltar?

De cara a Dios

lo bueno pasa

de cara a Dios

sucede el mal

de cara a Dios

la vida pasa

de cara a Dios

ni todo es llanto

ni todo cantar.

De cara a Dios

la herida duele

de cara a Dios

llega a sanar

de cara a Dios

el hombre suele

ser consolado

y consolar.

De cara a Dios

la vida acaba

de cara a Dios

vuelve a empezar

De cara a Dios

mi vida clama

de cara a Dios

vuelve a callar.

De cara a Dios

ya no hay palabras

ya no hay deseos

solo una paz

de cara a Dios

grito en plegaria ¡NO ME PERMITAS DESERTAR!

1987

En el cruce de un camino decidí por

donde ir, ¿se cambió así el destino o tan

solo el devenir?

Subí las escaleras dando largos trancos. Era mi primera cita con esa odontóloga. Su consultorio quedaba en el segundo piso de una vieja construcción. A él se llegaba por una escalera larga, algo empinada, que provenía directamente de la calle. El edificio se veía bien conservado a pesar de su evidente antigüedad. Una vez arriba, examiné los nombres grabados en alto relieve en las placas colocadas en cada una de las tres puertas, que en hilera se extendían al lado izquierdo del pasillo. No fue necesario acercarme a la cuarta puerta, que cerraba el corredor, puesto que en la segunda encontré el nombre que buscaba. Entré, otros pacientes esperaban su turno en la sala, dos hombres y tres mujeres para ser precisos —dos de ellas evidenciaban un avanzado estado de gestación—. Saludé y tomé asiento. Mi cita era para las cuatro de la tarde, faltaban aún algunos minutos así que busqué algo para leer entre las viejas revistas que descansaban en la mesita del centro, pero solo había propaganda de medicamentos y artículos médicos: las ojeé tratando de entretenerme. «¡Debí traer algo para leer!», pensé al no encontrar nada interesante. Dos mujeres más se unieron al grupo, una de ellas también estaba embarazada, «¿tendrán más problemas dentales las embarazadas?», me pregunté ante la evidente coincidencia.

—¡Que pase la siguiente!

Interrumpió mis deducciones la voz de una mujer que debía ser la asistente. Una de las señoras se levantó con dificultad e ingresó. Miré mi reloj, cuatro de la tarde. «¡Hey!, ese era mi turno», me increpé mentalmente, pero me contuve de protestar. Qué más daba, pensé, pero me puse alerta para no perder otro turno. La paciente debió demorar adentro veinte minutos, media hora a lo sumo; apenas la vi salir y, tras ella, a la asistente con notoria intención de hacer pasar a otra de las señoras, me adelanté a su llamado y, tratando de no parecer demasiado descortés, le pregunté si la doctora atendía por orden de llegada o de acuerdo a la hora de la cita, me miró sorprendida.

—¿Nombre de la paciente?

—Del paciente —aclaré—. ¡Armas!, ¡Víctor Armas!

—¿Tiene cita? —preguntó entre incrédula y divertida.

—Así es, para las cuatro de la tarde —contesté con voz firme y fuerte, como para que todos oyeran.

—Debe haber una confusión —se limitó a decir la mujer.

—Ninguna confusión —retruqué empezando a perder la paciencia—, yo mismo he hablado con la doctora ayer.

Me miró, miró el libro de citas y persistió en su negativa:

—¡No!, debe haberse equivocado, además no atendemos hombres.

—¿Puede buscar el nombre de mi prima? —le pedí, suavizando la voz al recordar que la cita era originalmente para ella.

—¿Su prima? —apuntó más divertida aún.

—Sí, mi prima, ella no pudo venir y yo he venido en su lugar, por eso hablé ayer con la doctora y me dijo que no había inconveniente.

—¿Nombre?

—María Serna.

—No, no figura, además la que tiene que venir es ella, ya le dije que no atendemos varones, si usted quiere la puede acompañar, pero a usted, ¿qué le van a revisar? —finalizó, mirándome de abajo hacia arriba.

—¿Cómo qué me van a revisar? —alcé más la voz, mortificado por el viaje en vano—. ¿De cuándo acá una dentista solo atiende mujeres?

—¿Dentista?; ¡ah!, dentista. —sonrió—. Con razón, usted busca a la doctora Guerra, es la puerta del costado, este es el consultorio de la obstetra.

—Pero, ¿la placa afuera? —dije por decir algo, rojo de vergüenza.

—La sala de espera es común —me aclaró secamente.

Un «gracias» apenas audible salió de mi garganta y, aparentando que no había pasado nada, me dirigí a la puerta que me indicara mi interlocutora, ello no me impidió sentir clavadas en mi espalda las miradas divertidas de los ocasionales espectadores.

Era finales de 1987, yo, un joven de 20 años, un estudiante de derecho que disfrutaba la vida con la intensidad e irresponsabilidad con que un muchacho con sueños, aspiraciones, salud y vitalidad se permitía hacerlo. Como miembro de una familia perteneciente a ese segmento de la pirámide socio económica denominada, para bien o para mal, clase media —de padre abogado y madre profesora— no tenía mayores problemas, el tiempo que dedicaba a las obligaciones lo repartía entre el estudio de leyes en la universidad, algún idioma fuera de ella, las prácticas pre profesionales en el Poder Judicial y un empleo que apenas daba para los gastos. Los ratos de ocio, que eran muchos, sobre todo en verano, los repartía haciendo deporte, tardes de tertulia, las fiestas y la playa, generalmente en Trujillo, la tierra de mis familiares paternos. Como cualquier joven de mi edad, me sentía dueño del mundo, la vida universitaria era maravillosa, la única obligación real era el estudiar y ni siquiera eso era pesado, sentía que no había errado de vocación, estaba a punto de terminar el segundo año de facultad y el cuarto de vida universitaria, el porvenir pintaba aún mejor que ese presente, que ya de por sí era bueno, por lo menos eso creía.

—¿Doctora Guerra?

—Adelante.

—Mi nombre es Víctor Armas…

—Su cita era a las cuatro —cortó mi respuesta mirando el reloj de la pared.

Le expliqué lo sucedido, sonrió y me hizo sentar en la silla de trabajo.

—Doctora —dije mientras ella preparaba el instrumental—, creo que tengo una muela picada, hace un mes comencé con un pequeño dolor. —Me toqué la mandíbula.

—Vamos a ver… —Se puso a examinarme la boca—. ¡Mmm…! Tiene varios dientes picados. —Sentí que tocaba dos o tres de mis dientes—. Enjuáguese —me señaló un vaso—, hay que curarlos, sería una pena que pierda la dentadura, tiene bonitos dientes, casi parejos, salvo la muela del juicio, que parece está creciendo torcida.

—¿La muela del juicio?

—Eso lo veremos después, por ahora no hay problema.

Así, sin más introducción, la odontóloga inició la labor de reparación de mis piezas dentales. Como la mayoría de sus colegas, la curación fue matizada con un monólogo que yo escuché sin atreverme a interrumpir, pues tenía dentro de mi boca un taladro perforándome los dientes y torturando mis oídos.

—¡Listo! —me indicó al cabo de un buen rato—. Le voy a dar cita para el próximo martes.

—¿Falta mucho?

—Solo colocar la amalgama definitiva.

Al salir del consultorio, aún sonreía al recordar la equivocación. Desde ese día hasta la siguiente cita tuve la sensación de que el dolor que me llevó allí se había reducido a una pequeña molestia. Esperaba que una sesión más fuese suficiente para que desapareciera por completo. Llegado el día, la terapia transcurrió sin mayor novedad, lo único «particular» de esa fecha fue que empecé a salivar demasiado. Creo que ello no dejaba trabajar con comodidad a la doctora, porque me sugirió ponerme anestesia local, lo que acepté de buen grado y, a los pocos minutos, dejé de sentir parte de la boca. Fue una buena decisión porque casi no me di cuenta cuando la sesión culminó. Me retiré a casa contento porque del dolor ya no quedaban ni trazas, ni siquiera una pequeña molestia, claro que el efecto de la anestesia aún no se disipaba. No recuerdo en qué ocupé el resto de la tarde, ha pasado mucho tiempo de aquello, pero la noche de aquel día tiene en mí la claridad que ni estas líneas podrán tornar más indelebles.

Llegué a casa a eso de las ocho de la noche, entré a mi cuarto y me puse a leer un par de horas, luego me vestí con ropa de hacer ejercicio y salí a correr. No salía todos los días, creo que lo hacía tres veces por semana, bueno, eso no importa ahora, lo que importa es que esa noche salí a correr como de costumbre. Tenía la cara aún entumecida, pero como para correr se utilizan las piernas y no la cara, aquello no me desanimó, además tenía ganas de relajarme. Regresé sudando al cabo de una hora, ¿o sería hora y media?, bueno, tampoco importa; regresé y antes de que mi cuerpo se enfriara entré a mi habitación tratando de no despertar a nadie, allí me dispuse a iniciar la rutina de lagartijas o planchas, como les decimos en el Perú, y los ejercicios abdominales de siempre. Fue en esos momentos, mientras hacía lagartijas, que un fuerte tirón en la cara me sacudió, fue como si algo se hubiera desgarrado. Me incorporé y busqué un espejo, nada, mi rostro no mostraba nada extraño, solo la especie de barba roja que se me formaba normalmente cuando hacía ejercicios o sudaba. De niño, mi madre me decía que eso era «alergia al sudor»: ese concepto se me quedó grabado, incluso hasta hoy, el ponerme rojo al momento de sudar o de tensión era algo casi cotidiano y no me preocupaba, me toqué dentro de la boca y nada, los dientes y la mucosa estaban intactos, solo me pareció notar en la pared interna de la boca una especie de cordón en el lugar que me dolía, lo atribuí a que fue en ese sitio en dónde había entrado la aguja de la anestesia, deduje entonces que el dolor que sentía era porque al haber pasado el efecto analgésico salían a la luz los estragos de la incursión en mi mucosa. Sin embargo, paré los ejercicios, me di un baño y me acosté. Por suerte el dolor era solo un fastidio y, aunque mayor al que había experimentado antes, no me quitó el sueño.

Dejé pasar unos días esperando que el dolor desapareciera. Como eso no sucedió, finalmente decidí regresar al consultorio odontológico. Estaba convencido de que el problema era dental. Debió ser mucha la molestia e incomodidad, pues insistí en que me destaparan las últimas curaciones, sentía como si tuviera un objeto extraño en la boca, como si hubiera quedado alguna carie, un pedazo de algodón bajo la amalgama, o no sé qué; la doctora accedió con algo de fastidio, pero lo hizo. Destapó, revisó, limpió y volvió a tapar. Nada, no encontró nada anormal y lo peor de todo es que el dolor seguía igual.

—¿Será la muela del juicio? —pregunté, tratando de encontrar alguna explicación.

—Puede ser —respondió sin convencimiento; en realidad no llegaba a entender qué pasaba.

Para despejar las dudas me mandó a tomar radiografías.

Las radiografías indicaron que las muelas del juicio estaban creciendo algo torcidas; sin embargo, la doctora no creía que ello fuera la causa del dolor. Cuando le pedí que las extrajera me dijo que, por el momento, no se podía hacer nada pues no habían crecido lo suficiente. Habría que esperar.

«¿Esperar?, ¡ja!, fácil decirlo», protesté mentalmente de regreso a casa. Total, ella no tenía la molestia, yo no estaba dispuesto a esperar y menos con un dolor que parecía adoptar ribetes de crónico. No lo hice. Consulté otros dos dentistas esperando encontrar alguno que «supiera». No lo hallé. Uno incluso opinaba que el dolor podría ser de origen psicológico, me dijo que a veces la tensión nerviosa podía causar síntomas; es decir, que el origen de mi incomodidad estaba en mi propia mente. Esa misma persona me recomendó tomar las cosas con calma, relajarme, hacer deportes, divertirme, etc. En suma, olvidarme del asunto. Ni el diagnóstico ni la prescripción me convencieron en lo absoluto, pero no voy a negar que el verano siguiente me divertí de lo lindo y por indicación médica.

Pasaron los meses. En la universidad, el año calendario y el académico acababan casi simultáneamente. El verano se iniciaba. Respecto al dolor, este persistía, era intenso, molesto, pero no insoportable. En esa época de los meses de vacaciones, para mí el mejor era enero, no sé por qué, tenía una magia especial que las fiestas de fin de año se encargaban de ambientar, además en enero es mi cumpleaños y ese año en particular, por iniciativa de uno de mis tíos a razón de no sé qué inspiración profética, los festejos serían en grande. Toda mi familia por el lado paterno, bueno, casi toda, se reuniría en casa de mis padres para la ocasión. Vendrían de Trujillo con la excusa de una reunión familiar, ya eso de por sí era un acontecimiento, la fecha elegida, según me dijeron por «olvido», fue la víspera de mi onomástico, mi «santo», como le decimos por acá. Cumpliría 21 años, esa edad revestía cierta importancia simbólica entre nuestros mayores, 21 era la edad de la madurez, y aunque yo me consideraba maduro desde mucho antes, en las tradiciones familiares, los 21 representaban algo especial. Ese año celebré el doble de lo acostumbrado, el día previo con mi familia y el día central, además de los primos, con los amigos de la universidad, del colegio y del barrio en donde caía los fines de semana.

Ese verano no viajé a Trujillo. En realidad, la estaba pasando muy bien en Lima, siguiendo las indicaciones del último dentista que visité. Pero ni por ello pude olvidarme de mi dolencia. Decidido a terminar con las dudas, aproveché la flexibilidad de horarios que me daba la ausencia de clases para continuar recorriendo consultorios en busca de una respuesta. De los dentistas pasé a los médicos generales y de las radiografías de mis piezas dentales a las radiografías de mi mandíbula, nada, ni pistas de la causa, mis huesos se veían sólidos. Al final, pese a que sonreían cuando les comentaba la conclusión del colega precedente, terminaban compartiendo la misma opinión, podría ser un asunto psicológico, «relájate, no te estreses, haz deportes», etc., etc., etc.

No quiero exagerar con el despiste de los médicos, así que debo reconocer que hubo al menos una doctora que, me parece, estuvo cerca de averiguar qué es lo que tenía. Atenta a los síntomas que le describí, fue ella quien ordenó las radiografías de la mandíbula y quien me envió a una prueba de audimetría porque le mencioné que en las noches cuando todo estaba en silencio, me parecía oír un muy leve zumbido en mis oídos. Cumplí todas sus indicaciones, pero al final seguimos tan intrigados como al comienzo, ni las placas, ni las pruebas, ni la revisión de mis oídos arrojaron nada importante que revelara el origen del dolor.

Iba a dar por olvidado el asunto, cuando mi madre, en una reunión de familia, se encontró con una prima cuyo esposo era odontólogo y catedrático en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En la conversación, como no podía dejar de suceder, los hijos fuimos tema del día. Cuando le tocó a mi madre comentar mis peripecias con los dentistas, su prima sugirió ir a ver a su esposo, el tío Óscar.

El tío Óscar no solo era un magnífico profesional, sino un estudioso dedicado a la cátedra. Me auscultó con detenimiento, no solo me revisó los dientes, sino que me palpó en la cara, en la zona donde sentía dolor. Al final, sin que de sus gestos o palabras pudiera siquiera imaginar si sospechaba algo, decidió derivarme con un especialista en cabeza y cuello, el doctor Rodríguez.

—¿Cabeza y cuello? —Me reí, me pareció un nombre curioso para una especialidad.

—Trabaja en el hospital Rebagliati —continuó mi tío—, pero también lo puedes buscar en la clínica San Borja, anda a verlo en cuanto puedas, le voy a hablar de ti.

No me dijo nada más, ni yo le pregunté. Quedamos en que lo volvería a ver luego de la entrevista con el doctor Rodríguez.

Esperé algunos días antes de buscarlo en la clínica, eso de estar haciendo largas colas en el hospital me parecía patético. Al entrar a su consultorio lo primero que me impresionó fue que estaba lleno de diplomas y certificados, parecía que en la pared no había lugar para un cuadro más. Me recibió con amabilidad, la que se duplicó cuando le mencioné el nombre de mi tío, hice un resumen del motivo de mi visita y me cuidé de no olvidar mencionar el «diagnóstico» de los otros médicos. Como ellos, sonrió al oírlo, me revisó meticulosamente, deteniéndose en la zona del dolor, no solo usó sus dedos, sino el estetoscopio, se movía con ligereza, pero demoró un tiempo considerable en terminar su examen, casi al final me pidió ver las radiografías que yo había llevado. Su silencio me ponía tenso, pero me contuve hasta que habló.

—No encuentro nada anormal, todo parece estar bien.

—¿Y el dolor?

No respondió de inmediato, demoró, como escogiendo las palabras.

—Déjame las placas para que las revise un técnico y ven la semana que viene.

—¿Hay algo malo?

—Prefiero no adelantar nada hasta que no las vea un radiólogo, puede que sea nada.

Esas más o menos fueron sus palabras y, si bien no las recuerdo literalmente, sí recuerdo el efecto que tuvieron en mí. Lo primero que se me ocurrió pensar fue en lo peor: cáncer. ¿Qué más?, ¿no decían acaso que el cáncer en los huesos es sumamente doloroso?, ¿y su silencio y cautela?, ¡algo en los huesos!, ¿por qué no ha querido adelantar nada? Fue sencillo ponerme en las peores hipótesis y me costó trabajo contener las elucubraciones de mi imaginación. No me atreví a regresar a casa y enfrentar las preguntas que mi madre me haría, así que esa tarde di vueltas por Lima hasta que me convencí de que no valía la pena especular, no, definitivamente lo mejor era no hacerlo.

Tal y como lo pensé, apenas le comenté la entrevista a mi madre, su rostro se llenó de preocupación y, pese a que cambié en algo la historia para no alterarla demasiado, insistió en acompañarme a la siguiente cita.

—Me pareció que había algo extraño en las radiografías, por eso es que preferí que las examinara un técnico, ellos pueden interpretar mejor que nosotros las placas —habló el doctor Rodríguez, dirigiéndose a mi madre y a mí.

—¿Y? —Quise apurar.

—Nada, todo está normal, tienes unos huesos sólidos, sin problemas. —Sonrió.

—¿Y el dolor?

—Eso es lo más extraño, no hay causa aparente, te he examinado minuciosamente y hasta he hecho revisar las placas por otros y no encontramos nada anormal. —Se quedó en silencio un instante, luego continuó para decir que a veces la tensión nerviosa puede originar malestares.

—¿No se le pueden hacer otros exámenes? —intervino mi madre.

—Por el momento no, señora.

—¿Puedo continuar haciendo mi vida normalmente?

—¿A qué te refieres?

—Deportes, estudios, fiestas, viajes.

—Por supuesto, es más, distráete.

—¿Me puede dar algo para el dolor?

—¿Puedes tolerarlo?

—De tolerarlo sí lo tolero, pero a veces es muy molesto, sobre todo en las noches.

—Si puedes tolerarlo entonces mejor no tomes nada y si te duele mucho, toma un par de aspirinas.

—¿Y el zumbido que siento dentro del oído?

Se puso de pie y, tomando un otoscopio de una de las gavetas, me examinó al interior del oído.

—No hay indicios de nada, puede ser el mismo sonido del medio ambiente, tus oídos están bien.

Fue sumamente amable, pero al salir de su consultorio me sentí extraño; por un lado, me alegró saber que no tenía nada y por otro me desconcertó que un profesional con tantos títulos y experiencia no acertara en decirme que era lo que tenía. No sé qué pensaría mi madre, pero lo que era yo, decidí echarle tierra al asunto, no sin antes comentarle el resultado de la reunión al tío Óscar, más por cortesía que por otra causa.

—¿No te ha revisado cómo yo? —preguntó el tío Óscar luego de escuchar mi relato.

—Sí —dije rápidamente—, incluso se tomó un buen tiempo, pero no ha encontrado nada.

—Qué raro —me dijo, mientras me volvía a palpar la zona adolorida.

Nos quedamos conversando un rato, parecía querer decirme algo, pero se contenía. Yo ya no quise preguntar. Finalmente, me dijo que me daría el nombre de otro especialista, le agradecí y si tomé nota debí perderla en algún sitio porque me olvidé del asunto por algún tiempo.

Al salir de su consultorio me encontré con algunos de sus hijos, mis primos, y me quedé conversando con ellos, éramos casi de la misma edad y eran unos tipos sumamente divertidos. No sé cuánto tiempo me quedé ahí, pero minutos antes de irme, mi tío se acercó con un libro en la mano y me dijo, enseñándome unas fotos:

—Esto es lo que creo que puedes tener. ¡Qué raro que el doctor Rodríguez no haya notado las pulsaciones en la cara!

En las fotos se veía la cabeza de un hombre con un pequeño corte a la altura del cuello, no entendí la leyenda escrita, pero me reí. «¿Cirugía?, eso no puede ser», pensé, «¿cicatriz?, a mí que ni de acné he padecido», ¡ja!; definitivamente mi tío debía estar bromeando. Pero él no se reía, muy serio me dijo que fuera a ver al otro especialista, le dije que sí, pero en el fondo sabía que no lo haría y no lo hice.

Regresé a casa y a mi rutina, lo único que varió fue que dejé de preocuparme por el dolor; por supuesto que no lo olvidé, aprendí a convivir con él. Cuando el verano llegó a su fin y se iniciaron las clases, mi tiempo libre se contrajo considerablemente, pero, una vez organizado, el tiempo volvía alcanzar para todo. Esos días los podría resumir en clases, prácticas pre profesionales y trabajo los días de semana, fiestas y deportes los fines de semana y dolor las 24 horas, los siete días de la semana. No me quejo, esos fueron buenos días y el dolor un compañero no querido pero tolerado. Creo que todo ser humano tiene algunas etapas de su vida que, podríamos decir, recuerda con cariño, para mí esa fue una de ellas, parecía que la vida se portaba bien con uno. Fue en esos días que conocí a Cecilia. Nos llevamos bien casi desde que nos conocimos y, al cabo de dos salidas, se inició lo que sería una corta, pero bonita relación.

1988

Alrededor de mayo o junio de 1988 todo empezó a cambiar en el ambiente familiar.

La primera alarma que remeció a mi familia fue el estado de salud de uno de los hermanos de mi padre (siete en total), el tío Rodolfo (Lolo, como la mayoría lo llamaba cariñosamente). Él también era abogado, catedrático en la Universidad Nacional de Trujillo, y venía muy seguido a Lima por asuntos laborales o académicos.

Por lo general, se quedaba alojado en nuestro departamento. Nunca había tenido mayores problemas de salud, con lo que no verlo bien era raro.

El tío Lolo convocó la preocupación de la familia Armas en pleno, en especial de mi padre, el hermano mayor de todos ellos y, por ende, la cabeza de la familia desde que falleciera el abuelo Víctor Armas en el año 1983.

Los otros hermanos de mi padre son los tíos Edgardo y Tomás; mis tías Lala, Tota, Zonia y Doris; y con ellos, los primos y primas que conformamos la nueva generación. Casi todos adolescentes para ese entonces: Juan Carlos, Yuri, Omar, Guisela, Paola, Renato, Aída, Luis Arturo, Francoises, Amandine; y mis hermanos, Tatiana, Yanira y Sergio. Yo era el primogénito: Víctor Armas, como mi abuelo y mi padre, así que, queriéndolo o no, asumiría la tarea de algún día ser el que tuviera «más rango» en la familia. ¿Y eso que significaba?, bueno, veía que mis tíos consultaban algunas cosas a mi padre, siempre buscando un consejo prudente: «Lo que diga Alberto». Mi padre era visto como un hombre justo. También le consultaban sobre el comportamiento de algún sobrino o temas que en general necesitarán del buen juicio.

1987 y 1988 fueron años nefastos para el país, tal y como lo habían sido todos los años de la década de los ochenta. Para ese entonces, el terrorismo estaba muy avanzado y en Lima no había más diversión que juntarse entre amigos y/o con la familia a charlar, reírse, etc. No había televisión por cable ni muchos cines y las discotecas eran contadas con los dedos.

Casi a mediados de 1988, a insistencia de la familia, mi tío Lolo se trasladó del todo a Lima a someterse a exámenes más minuciosos que los que le habían efectuado en Trujillo, pues su aspecto lucía bastante desmejorado para aquel entonces. Un querido primo de ellos, el tío Luis Vicente, se encargaría de atenderlo personalmente.

Ya en Lima, las primeras evaluaciones no fueron alentadoras, los temores y especulaciones sobre el cáncer se multiplicaban conforme se recibían los resultados de los primeros exámenes; sin embargo, todos éramos conscientes de que solo en el momento en que se hiciera la exploración quirúrgica se sabría su verdadero estado. A los sobrinos, quién sabe si por la misma juventud, la propia vitalidad o la simple inconsciencia se nos hacía difícil dimensionar un asunto tan ajeno como extraño: la idea de la muerte o el dolor que ella produce en quienes sobreviven. Parecía tan lejana esa posibilidad que continuábamos nuestras vidas como si nada pasara y, más bien, aprovechábamos al máximo el estar todos reunidos aquí en Lima. Para ese entonces, mi tío Edgardo, Omar y Yuri se mudaron de Trujillo para intentar algunos negocios en Lima.

Los primeros resultados fueron desalentadores: seis meses de vida a lo mucho. Nadie nos lo tuvo que decir, bastó que uno de los primos nos contara impactado haber visto llorar a mi padre cuando vio los resultados de los exámenes. El tío Lolo, por ser abogado como mi papá, era bastante cercano a él, su compañero de conversaciones políticas, amistades comunes, su hermano al fin.

Para entonces, estaba convencido de que mi dolor crónico o lo que tuviera no era nada respecto de lo que ensombrecía la vida de mi tío; pero este pensamiento no evitó que, conforme pasaban los meses, el dolor se volviera más molesto, al punto de que muchas veces me vi en la necesidad de paralizar lo que venía haciendo para tratar de relajarme. Recurrí a todas las «técnicas» o maneras que encontré a mi paso y hasta a pequeños «trucos» que fui descubriendo, como por ejemplo que al tensar los músculos de la cara el dolor disminuía y que lo mismo ocurría cuando presionaba sobre las venas en el punto que me dolía. Descubrí también que en esa zona el flujo de sangre parecía ser más fuerte, sentía una especie de corriente, los latidos no eran iguales que en otras regiones, eran una especie de zumbido.

Ni la pena por mi tío Lolo ni mi dolor impidieron que el tiempo siguiera su curso; los días pasaban muy rápido, así que pronto acabaría las clases en la universidad. Mi enamorada Cecilia viajaría a Chiclayo, puesto que allí vivían sus padres y yo, que no podía viajar con ella, me quedaría en Lima.

En esos días, el otro hermano de mi papá, Tomás, estaba de viaje con su familia fuera de Perú, así que me había encargado el cuidado de su casa, lo que acepté gustoso pues me daba una ansiada tranquilidad. Estar solo en esos días era un lujo, puesto que el departamento en donde vivía era un bullicio con tanta gente.

La estadía en la casa de mi tío Tomás, a veinte cuadras del departamento donde vivíamos, coincidió con las próximas vacaciones de medio año en la universidad, así que me propuse aprovecharlas y acudir a otros especialistas. Ansiaba encontrar alguien que me dijera qué hacer para remediar mi mal y estaba dispuesto a acatar cualquier recomendación. Jamás me pude haber imaginado que en esas «vacaciones» mi vida daría el giro que motiva esta historia.

Uno de los días que amanecía luego de dormir en la casa de mi tío Tomás, noté que mi almohada estaba totalmente manchada de sangre. Fue una cantidad considerable. Me revisé todo el cuerpo y no encontré ni vestigio que indicara de dónde había salido. Luego de un rato de total despiste, el sabor amargo en la boca me hizo retroceder un par de meses atrás en que sangré mientras me lavaba los dientes, ¿qué cantidad?, digamos, una cantidad fuera de lo normal; es decir, no fue mucho, pero tampoco diría que poco. Cuando aquello ocurrió, me pareció raro, pero no me preocupó, pensé que me había raspado al cepillarme los dientes. Recordaba mi reacción serena y efectiva, pues tomé una cubeta de hielo —había escuchado que el frío ayuda a la coagulación— y la vacié en un vaso con agua, hice unos enjuagues y el sangrado cesó. Me había olvidado del asunto hasta esa mañana en que vi la almohada manchada.

Apenas recordé el incidente me dirigí al baño, me revisé la boca y vi unas venitas muy rojas en la encía, casi al borde de los dientes, no dolía, los dientes se sentían firmes, pero el hecho me preocupó. Limpié el estropicio y llevé la ropa sucia a lavar a casa. Ya se imaginarán la sorpresa y preocupación de mis padres al verme llegar con mi cargamento. Como estaba en plenos exámenes de finales de semestre pospuse un poco la idea de ir a ver un médico. Sin embargo, mis preocupados padres se contactaron con el tío Óscar, quién al parecer no se sorprendió por la noticia. El hecho coincidía con lo que él pensaba que era mi problema. Sin causar alarma, mi tío se comprometió a coordinar con otros médicos una visita al consultorio. En tanto, me recetó vitamina K para ayudar a la coagulación.

Como dije, estaba preocupado, pero no alarmado. Me resistía a creer que fuera algo grave. Me sentía tan fuerte y vital que cuando hablé por teléfono con Cecilia ni siquiera le comenté el hecho, es más, hablamos de cosas tan intranscendentes que recuerdo que le dije, en broma, que ojalá me reconociera cuando regresara, aclarándole que era porque había decidido dejarme crecer el bigote.

Noches después volví a sangrar. Sucedió mientras dormía, igual que la ocasión anterior. Decidí entonces regresar a casa de mis padres, por lo menos unos días, hasta que supiera qué era lo que me pasaba. Queriéndolo o no, el asunto se tornó serio y la tensión empezó a generarse en la familia, pues si bien los sangrados no eran abundantes, la intensidad del color de la sangre volvía escandalosas las manchas en la ropa.

Estando en casa, los sangrados continuaron esporádicamente.

Terminadas las clases y rendido el último examen, no tuve más excusas, en el caso que alguna vez las usara, para no ir al hospital. Por esas casualidades que ya han dejado de extrañarme, el especialista con quien mi tío Óscar había coordinado para que me viera trabajaba en el mismo hospital (el hospital nacional Guillermo Almenara Irigoyen), en el que le practicarían la exploración a mi tío Lolo para conocer el estado avanzado de su cáncer; hasta las fechas de las consultas coincidían.

Un día de agosto que la memoria no me ayuda a recordar, llegué al hospital Almenara acompañado de mi padre y una tía. Como llegamos un poco antes de la hora indicada para la cita, ellos aprovecharon en ir a ver a mi tío Lolo que estaba internado para la exploración quirúrgica y yo me quedé en la puerta de ingreso esperando al tío Óscar. Mientras lo esperaba, empecé a sentirme totalmente ajeno al lugar, me parecía lúgubre, patético, pobre y triste. Encendí un cigarrillo y luego otro, tratando de escabullirme junto al humo. Conforme veía circular gente, me sentía más extraño a ese ambiente. Yo no tenía por qué estar ahí. Yo estaba fuerte, saludable y, salvo el dolor y esos esporádicos sangrados, nada me molestaba. ¿Qué hacía yo allí?, me pregunté repetidas veces. Como el fumar no aplacaba mi ansiedad, procuré distraerme viendo mujeres, pero hasta ellas me parecía que perdían toda belleza en ese lugar. Por suerte, mi tío Óscar llegó puntual. Luego de los saludos, me hizo seguirlo por unos pasadizos y escaleras tan extrañas para mí como toda esa realidad que me golpeaba casi literalmente. Llegamos al tercer piso, al consultorio externo de «Cabeza y Cuello».

Mi tío se identificó y entró a hablar con uno de los médicos. Al cabo de unos instantes me hizo una seña para que pasara y me presentó al doctor Patiño. Al saludarlo solo alcancé a percatarme de que era tocayo de mi tío. El galeno, un tipo gentil, de trato amigable y movimientos seguros, me hizo sentar en una silla de exploración que me pareció del siglo pasado. Palpó por afuera la zona dónde dolía y dijo algo, no recuerdo qué, solo recuerdo que mi tío movía la cabeza afirmativamente. Luego me hizo abrir la boca y comenzó a manipular su interior. Sentí que esta se llenaba de sangre. El doctor Patiño, sin siquiera inmutarse, pidió gasas a la enfermera que lo asistía, luego de unos segundos el sangrado se detuvo. El sangrado no sorprendió ni a mi tío ni al doctor Patiño, sino más bien pareció confirmar sus sospechas, pues los veía asentir al intercambiar impresiones. De todo lo que dijeron solo entendí que necesitaba un examen, arterio… algo así. Luego aprendería lo que significaba esa palabrita, «ARTERIOGRAFÍA». En esos momentos me sonó a radiografías y no creí que se distanciaran mucho de ellas.

A pesar del episodio del sangrado salí contento de la consulta. Por fin, luego de tanto tiempo, alguien me decía algo que parecía razonable. Una vez junto a mi padre, el tío Óscar se encargó de hacer un resumen de la entrevista, sin olvidar mencionar el requerimiento del examen adicional. Apenas terminó de hacerlo, mi padre, que siempre ha sido expeditivo, inició los trámites y coordinaciones para que me realizaran la prueba indicada. Cuando me dijeron el día en que esta se llevaría a cabo, no pudimos dejar de pensar que una nueva coincidencia se había producido. La exploración quirúrgica que nos diría que tan mal se encontraba mi tío Lolo había sido reprogramada para el mismo día, el lunes siguiente.

Conforme se acercaba la fecha, mayor era el apuro en que esta por fin llegara. Si bien el examen en sí no me resultaba ningún problema, porque debo reconocer que ni sabía ni me preocupé por averiguar en qué consistía, los resultados que pudieran arrojar sí me ponían algo nervioso, lo cual supongo es lo más lógico, más aún en la coyuntura que se vivía en casa, donde el fantasma de lo que pudiera estar sucediéndole al tío Lolo acechaba. Toda la familia andaba nerviosa, con malos presagios y ánimos por los suelos. Yo ya no salía a correr, que era la forma en que liberaba mis tensiones, bueno, si se puede llamar tensiones a mis preocupaciones de entonces, sino solo a caminar; caminaba cuadras de cuadras hasta que me sentía relajado. En esa época me parecía que podía caminar sin parar y nunca cansarme.

El lunes, muy de mañana, llegamos al hospital Almenara mi padre, mi tía Tota y yo. Recuerdo que lo único que llevaba conmigo era la mochila que empleaba para transportar mi ropa de hacer deportes. Estaba vacía. La llevé solo para tener dónde dejar mis ropas en caso tuviera que quitármelas.

Una vez en el hospital, nos dividimos en dos grupos. Así, mientras yo me quedé esperando mi turno, mi padre acompañó a la tía Tota a ver al tío Lolo. Supongo que ellos, al igual que yo, no sabían a ciencia cierta en qué consistía el examen porque, conociendo a mi padre, de haberlo sabido me hubiese acompañado hasta que los médicos lo permitiesen.

En aquella época, el hospital Almenara conjuntamente con el Hospital de Policía eran los únicos que realizaban estos exámenes; eso sí había llegado a confirmar mi padre, buscando quizá la opción de alguna clínica privada como alternativa.

Conociendo el protocolo de los hospitales del seguro social de entonces, sabíamos que mi espera podría ser algo larga. No nos equivocamos, así que para matar el tiempo y calmar los nervios me concentré en lo que sucedía en torno mío. Pasé casi toda la mañana viendo entrar y salir los casos más diversos. El hospital era una calamidad y si bien los mejores médicos del país trabajaban allí o en el hospital Rebagliati, el otro gran hospital del seguro social del Perú, el apoyo logístico era deficiente, ya sea por la crisis económica o por la maraña burocracia que todo lo enredaba y enlerdaba, y así se fue la mañana viendo entrar y salir fracturas, heridas con arma blanca, etc. Ancianos, mujeres y niños desfilaban delante de mí, haciendo que me sienta más extraño y más impropio en ese lugar.

Por momentos tuve ganas de levantarme e irme, pero la razón, la oportuna razón me detuvo; además, justo cuando más seriamente consideraba esa posibilidad, un auxiliar de enfermería me entregó una bata de hospital, de esas que dejan toda la espalda al aire. Cuando me indicó que me la pusiera con la abertura hacia atrás sonreí, pensé que era una broma, pero no lo era. Ciertamente me pareció muy extraño e innecesario, pero reglas eran reglas y tuve que cumplirlas. Una vez cambiado, me dijeron que me recostara en una camilla y allí permanecí un buen rato más.

Finalmente, cuando empecé a creer que el examen ya no se llevaría a cabo, me comunicaron que pronto entraría a sala. ¿A sala?, creí escuchar mal. A mí no me iban a operar, se supone que solo me harían un examen. Fue inútil protestar, nadie parecía hacerme caso. Solo me decían que me relajara. Lo intenté y decidí ver qué pasaba. En un momento determinado, un camillero tomó mi camilla y me condujo por unos pasillos que parecían estrechos, entre una multitud que parecía abalanzarse sobre nosotros. Del recorrido solo recuerdo eso, ver pasar los fluorescentes del techo y ese olor, mezcla de medicinas y desinfectantes, que parecía inundarlo todo. Me puse en guardia cuando llegamos a un cuarto que tenía la apariencia de una sala de operaciones. Eso no me gustó, había oído de casos de pacientes operados por error. Pregunté si allí me harían la artereo…; «¿la artereografía?: sí, aquí es, «tranquilo, chiquillo», intentó calmarme una de las enfermeras; pero la calma llegó recién, por lo menos en ese aspecto, en el momento que alguien pronunció mi nombre completo. Me hicieron una seña para que me subiera a una especie de mesa de operaciones y me echara. El lugar parecía estar helado.

—¿Quieres una frazada? —me preguntó la enfermera que vi primero, al tiempo que me levantaba la bata y dejaba al aire mi… bueno, digamos que las joyas de la familia. Eso me sorprendió, mi problema era en la cara, qué miércoles hacía la dama aquella revisándome mis partes bajas, pero más me sorprendió el grito que dejó escapar.

—¡Madre Santa! —exclamó con evidente sorpresa.

En un primer momento me sentí halagado. «Qué le vamos hacer… pues», pensé estúpidamente que la había impresionado. Luego me invadió el temor, sobre todo cuando llamó a una de sus colegas para que «viera eso».

La colega se acercó, me miró y debió ver mi cara de terror porque, sonriendo, me dijo:

—Tranquilo, no pasa nada, ¿no te dijeron que tenías que prepararte?

—¿Prepararme?, no, en absoluto.

—¿Ni siquiera en la antesala?

—No, ¿por qué?… ¿qué pasa?

—Nada, es que tenían que rasurarte para hacerte el examen.

No entendía nada, ¿qué tenía que hacer mi vello púbico con el dolor en la cara?

—No te preocupes —me dijo la señora—, aquí te vamos a preparar.

—¿Preparar?, ¿perdón?

—No sabes lo que vamos a hacerte?

—No —reconocí con vergüenza. Tenía una idea muy vaga del asunto, nada más.

—Te vamos a rasurar porque por allí te vamos a colocar un catéter para revisar el estado de tus venas y arterias.

—¿Catéter?, ¿por allí?

Ya no pregunté. ¡Qué más daba! Ya estaba ahí. ¿Qué tan malo podía ser? Me afeitaron, mientras me reía por dentro. Me van a quitar por lo menos diez años, pensé.

Cuando acabaron se acercó el médico encargado y me explicó en pocas palabras lo que harían.

—Te vamos a introducir un catéter por la ingle —«¡Ah, la ingle!», respiré tranquilo—. Procuraremos que llegue hasta tu cuello, así que no te muevas. Por medio del catéter te vamos inyectar una sustancia que nos va permitir ver las venas y arterias de tu cara.

Más o menos que entendí, pero no pude dejar de preguntar, ¿va a doler?

—Vas a sentir dos pinchazos, el primero te va doler un poco: es la anestesia.

—¿Y el segundo?

—Ese te va doler un poco más.

Casi lo tomé como una broma, pero el doctor estaba muy serio y yo muy asustado.

—Vas a sentir calor cuando te inyecte la sustancia, pero no te muevas, sino no va salir bien y tendremos que repetir todo, ¿entendiste?

—Sí.

—Al acabar te vamos a colocar una compresión en la pierna, en el lugar por donde entró el catéter. No te vayas a mover porque puedes sangrar. Te vas a quedar echado por 12 horas, no puedes sentarte ni moverte, ¿correcto?

—Sí.