logo-ediciones-carena

Primera edición: mayo de 2017

 

© Carmen Salinas, 2017

© Ediciones Carena-Acidalia, 2017

c/Alpens, 31-33

08014 Barcelona

Tel. 934 310 283

www.edicionescarena.com

info@edicionescarena.com

Diseño cubierta: Rocío Morilla

Foto de solapa: Vicente Carvajal

Maquetación: Marina Delgado

ISBN: 978-84-16843-64-0

Depósito legal: B 13046-2017

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.

El Alma de las flores

CARMEN SALINAS

A mi Capitán de Abril,

más allá del tiempo y el espacio.
Y a Fanny Jiménez, que me enseñó a vivir.

La esperanza le pertenece a la vida, es la vida
misma defendiéndose.

JULIO CORTÁZAR

PRÓLOGO

Reconocí inmediatamente dónde me encontraba, pero eso no le daba sentido al absurdo. Aquellas palabras sobre las que tantas veces se habían posado mis ojos se arremolinaron como el temporal: «De allí he traído a casa dos pequeñas marinas. Una de ellas está levemente espolvoreada de arenal, pero, la otra, ejecutada durante un verdadero temporal, con el mar que se acercaba hasta encima de las dunas, estaba tan recubierta de una espesa capa de arena que he tenido que rascar el color dos veces...».

La espuma parecía la misma de la que nació Afrodita y hacía surgir, en vez de a la diosa, un conocido velero. Señoras que se adentraban en ella temerosas ante los alaridos que les mandaban sus raciocinios, nubes que amenazaban sonoras estridencias y lágrimas, el viento aullando cual licántropo enfurecido. Y un piano.

La playa de Scheveningen nunca había tenido un piano, aquello no pertenecía a su esencia; sería el sueño de cualquier romántico, pero el piano estaba fuera de lugar. ¿Acaso había viento y arena en un recital? El piano no estaba en su sitio.

Como de la nada la figura de un hombre apareció ante él. Solo podía ver su espalda, muy estrecha, y vestida con una chaqueta negra; y su pelo, negro también y rizado. Aquel hombre debía de haberse equivocado, solo podía ser eso. ¿O había llevado él hasta allí el piano? Miré a mis alrededores, pero no había camiones ni grúas, no había nada capaz de transportar un objeto de 300 kilos hasta La Haya.

El hombre empezó a tocar una pieza que yo desconocía sin percatarse de mi presencia mientras yo le miraba. Aquello era absurdo, altamente cuestionable, cuanto poco, pero la verdad es que no me importaba mucho. El paisaje era borroso, justo como en la pintura que encabezaba la lista de mis predilectas, y el viento difuminaba aún más la situación transportándome hacia mi paraíso personal.

Era consciente de que no podía mover las piernas, por lo que ni siquiera lo intenté. Me limité a disfrutar de la visión a la que acompañaba un susurro de notas musicales claramente inspiradas por Terpsícore.

Pero el frío se apoderó de mí. El miedo hizo suyo hasta el último rincón de mi espíritu. Quise correr, entrar en la espuma, subir al velero, enterrarme bajo la arena, pero no podía moverme. El pánico se acabó de adueñar por completo de mi ser cuando la melodía cesó y se llevó consigo el profundo alarido del viento, el susurro de la espuma y cualquier sonido que antes pudiese captar. El aterrador silencio me hizo llorar como una niña herida que necesitaba el balanceo de los brazos de su madre y ésta no acude.

La figura del piano se levantó. Era un hombre muy alto al cual seguía sin poder ver el rostro, sin poder adivinar sus gestos, sin poder suplicarle que siguiese tocando o que aporrease el piano si así lo prefería, pero que hiciese algún tipo de sonido.

Ocurrió muy rápido. Se giró y me disparó. Sabía que me había disparado porque lo había visto, pero no sentía dolor alguno. Vi la sangre derramándose por mi pecho, pero esta desaparecía antes de tocar la arena de Scheveningen. Mi sangre no era roja; mi sangre era del color del mar, mi sangre era como yo.

Aquel hombre, al que por alguna extraña razón me estaba prohibido identificar, dijo con una voz que reconocí como la mía propia: «Padre de muchos».

CAPÍTULO I

No podías seguir escribiéndote cartas a ti misma, sabes que la vida tiene que ser mucho más que eso. Además, tú tienes talento, aunque no tengas muy claro para qué. Te revuelcas en la desidia de tu propio pensamiento: «He de ser la única persona en el mundo que no encuentra su lugar en él». Bendita adolescencia que da forma al cuerpo. Bien podías haber sido actriz, para dar drama al drama. O escritora, y así plasmar en dulce prosa la espesa y líquida putrefacción de los conceptos a los que crees haber llegado. Pero tú nunca fuiste nada de eso, tú nunca fuiste nada propio, solo las muchas cosas que los demás quisieron que fueras: hija, madre, mujer, hombre, bailarina, prostituta, florista...

Pero eso ahora no lo comprendes. Ahora (no intentes disimularlo, tus gestos te delatan) te limitas a colgar viejos vestidos en tu nuevo armario mientras esperas. Ilusionada. Quizás crees que va a entrar por tu nueva puerta lo que necesitas para ser feliz, que con un golpe de varita eso que está puesto en un sitio equivocado en tu cabeza va a recolocarse. ¿De veras piensas que Lisboa va a proporcionarte lo que a ella has huido buscando?

Vica golpeó dos veces la puerta y la abrió inmediatamente después sin esperar respuesta. Si en aquella habitación se hubiese encontrado la última especie fértil sobre la tierra, la única esperanza de la humanidad, hubiese hecho exactamente lo mismo.

Su boca era grande y sus dientes, pequeños. Más se ponía esto de manifiesto cuando sonreía de manera exagerada, como en aquel momento.

—¡Deja eso, hija mía, ya tendrás tiempo! Ahora vamos a salir a comer, he reservado en el mejor restaurante de la ciudad, ¡la ocasión no merece menos! —Ya no había más espacio en su rostro para albergar aquella sonrisa—. La cómoda hay que cambiarla, tranquila, lo tengo en mente, voy a encargar una que te va a encantar. Y las cortinas... No, esas cortinas con la nueva ropa de cama no van bien, creo que de...

—¡Tía! ¡Está todo genial! Deja de preocuparte tanto.

Se sintió algo azorada mientras acariciaba el marco de la puerta en busca de algún rastro de suciedad.

—Solo quiero que te sientas como en casa, hija, que todo sea perfecto. —Cambió el gesto—. Para mí, para nosotros, tenerte aquí es un regalo del cielo.

Su interlocutora le regaló una sonrisa tranquilizadora a la par que agradecida y pasó por delante de ella para salir de su nueva habitación dándole un beso en la mejilla.

—Alma —la paró—, no me llames tía. Llámame Vica.

Un imperceptible pero existente tic en el ojo izquierdo era la prueba irrefutable de que los nervios consumían a la pobre Vica desde hacía meses. El anuncio de que su sobrina iría a vivir con ellos había trastocado por completo su rutinario mundo. Pese a que el estrés al que se había visto sometida había sido creado por ella misma, jamás había sido tan feliz. Siempre había querido tener una niña en casa, y, aunque Alma ya no fuese tan niña, nadie podía arrebatarle la plenitud que le suponía tener a alguien a quien cuidar, proteger, arropar y alimentar.

Manoel las esperaba en el comedor. Él también sonreía; desde aquella mañana todos sonreían de manera especial, pero la sonrisa de su tío formaba parte de su cara igual que su ganchuda nariz o sus redondos ojos negros.

—Salud —dijo ofreciendo sendas copas de vino—. Por Alma.

Lisboa olía de forma distinta. Acostumbrada al ambiente de Minho aquello era como haber cambiado de planeta. De dimensión. Minho... apenas hacía un día que lo había abandonado y ya sentía que jamás había estado allí. Renegaba de él como se reniega del propio error, como intenta olvidarse.

Vila Praia de Âncora, la antigua freguesía que acogió a Alma tras su nacimiento, rezaba una dulzura romántica y una calma insólita. Siempre que hubiese estado vacía. Siempre que no hubiese nadie dispuesto a juzgar sus actos. Siempre que su madre no hubiese existido. Alma luchó por salir de allí desde el momento en que intuyó que dos ojos la observaban de forma constante: los ojos de la falsa moral, los ojos de los que han impuesto una serie de reglas, ¡inventado el concepto de la honradez!, y no permiten que estos se adapten al ir y venir del tiempo. Los ojos de los prejuicios, la hipocresía, la apariencia, el falso luto. Pero huir del tedio era complicado. Se hizo necesario esperar diecinueve años, diecinueve inviernos eternos que se superponían entre sí hieráticamente y que desquiciaban al más cuerdo. Quizás esa era la estrategia de Minho, su modus operandi: conducir al que se hubiera atrevido a venir al mundo dentro de sus límites al más frenético desvarío y convertir todo eso en normalidad.

Prefirió alejar aquellos pensamientos de su cabeza. Al fin estaba allí, la ardua y casi eterna tarea de verse viviendo en Lisboa por fin era real, y eso era lo único que importaba: el nuevo olor, la nueva sensación de piedra bajo los pies, los nuevos sonidos de civilización.

—Todo esto me recuerda mucho a mi padre. Lo veo por primera vez y siento que lo conozco desde hace mucho. —No era tristeza lo que sentía, casi rozaba el orgullo—. Es triste.

—Bien sabes que tu padre es un héroe, Alma.

Fin de la conversación. Vica no era de la misma opinión que su marido y, aunque no se atreviese a manifestarlo, de sobra sabía cómo se le torcía el gesto. No quería que su sobrina lo contemplase.

Entretanto ésta seguía fascinada. Aquellas calles, aquellas plazas... Sentía que ya había estado allí por las historias que su padre le había contado. Recordó cómo, en varias ocasiones y siendo ella pequeña, Joaquim la reprendía por hurgar entre sus papeles. «Papá, ¡es que yo también quiero conocer Lisboa!» Había aprendido el efecto que provocaba aquella frase en su padre y la utilizaba siempre para desgajar sus enfados y conquistar una sonrisa. «Algún día vendrás conmigo, cuando seamos libres». No entendía bien la todavía pupila el significado de aquella expresión, pero poco a poco fue absorbiendo la noción de libertad. Quería investigar, recorrer todo eso con sus ojos, buscar los claveles...

Más tarde, sentenció. Más tarde haría Lisboa suya.

Vica les condujo hasta un lujoso restaurante. Como ella misma había dicho, la ocasión lo merecía. Por lo general no paraba de hablar, pero desde que se mencionó al padre de Alma sus labios estaban sellados. No obstante, recuperó su buen humor, parecía que aquel talud que casi habían tenido que escalar le había recordado lo que se sufre por el camino y la satisfacción de la cima.

Iluminado con un tenue tono anaranjado en aquel rincón sonaba fado. Era lo único de lo que Alma no iba a poder escapar: las violas, las letras tristes, los trágicos momentos de la vida... inundaban todo Portugal.


Amor, celos,
ceniza y fuego,
dolor y pecado.
Todo esto existe,
todo esto es triste,
todo esto es fado.


Reconoció a Amália Rodrigues en sus mejores épocas. ¿Quién se atreve a decirle a un portugués que también se le puede cantar a la alegría? Ni la propia Alma se atrevía a decírselo a sí misma. Corría por la sangre lusitana sin dar lugar a la más mínima discusión.

Involuntariamente volvió a recordar a su madre. Solía decir de sí misma que era como si las letras de este arte estuvieran inspiradas en su propia vida, que la tragedia siempre la había asolado a pesar de ser la mujer más buena del mundo, la que había hecho casi tantos sacrificios como nuestro Señor Jesucristo. La apartó de nuevo de su magín. Como a las moscas.

—¿En qué piensas, querida? —Vica sonreía con las dos manos entrelazadas bajo la barbilla posando en su sobrina sus pequeños ojos negros.

—Oh, en nada en concreto, tía. Vica. —Corrigió.

—¡Mujer pensará en su casa, en la que era nuestra tierra, ahora los dos somos emigrantes! —Manoel le guiñó un ojo. Era un hombre sorprendentemente fácil, feliz por naturaleza.

—Alma va a ser muy feliz aquí —sentenció su mujer—. Yo me encargaré de ello personalmente.

—Lo malo de Vila Praia es que no puedes salir por los alrededores, ya sabéis aquello de Pára lá do Marao mandan os que lá estao.

Vica se rio aunque le increpó por traer al presente aquellos obsoletos e irrespetuosos refranes. Alma no paraba de reír. No sabía si era el vino o la ciudad o un popurrí de ambos, pero la euforia la poseía.

—No volveré a pisar Minho —condenó mientras pinchaba un pedazo de bacalao—. Jamás.

—Hija mía, no puedes ser tan radical. Uno siempre va a estar unido a su tierra. Eso es para siempre.

—Aquella no es mi tierra, Vica. No veía la hora de salir de allí, de alejarme de todo aquello.

Hizo el esfuerzo.

—Supongo que desde que Joaquim murió tu vida en Minho cambiaría mucho. —Alma no se entristecía al recordar a su padre. La sensación era otra, una mezcla de orgullo y omnipresencia.

—Yo le siento conmigo siempre.

—Eso es maravilloso. —Le apretó la mano—. Pero de forma sana. Recuerda a tu abuela Teresa.

—La abuela Teresa es lo más parecido que he tenido a una madre, Vica. Además, ella no estaba loca.

—«Los gritos, mis solitarios amantes» —interrumpió Manoel—. Yo quería mucho a mi madre Alma, pero con este tipo de palabras... se delataba.

—Eso es porque la abuela era una artista. Tenía espíritu de poeta.

—Es una forma de entenderlo —concluyó Vica.

—En cualquier caso, Alma, creo que tu tía tiene razón. Desde que murió mi pobre hermano vuestra vida cambió mucho, quizás sea por eso que reniegas tanto de Minho.

—Puede. Pero eso no es todo. —Estaba convencida, seria, firme.

—María cambió mucho. —Vica casi lo susurró e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.

—No, rotundamente no. Lo único que cambió fue el color de su ropa y su habitual mal humor.

—Alma... —Manoel comprendió que su sobrina, la ya toda una mujer con una excelente capacidad de percepción, necesitaba estallar.

—Mi madre se alegró. Piensa que se lo merecía por meterse donde nadie le llamó. Sabía que ese iba a ser su destino y celebró que por fin se hiciese real. Por supuesto, escondiéndolo todo en su falso océano de lágrimas. ¡Qué hubiese sido de ella si nadie hubiese inventado la apariencia! ¡A qué habría dedicado su vida! ¡Cómo no iba a mostrar el más absoluto dolor y luto!

—Alma... —En sus adentros se regocijaba satisfecha.

—Sí que lloró, y mucho, pero de alegría.

—Alma, basta. —Manoel era capaz de dar la más dura de las reprimendas sin perder la sonrisa—. Recuerda que estás hablando de tu madre. —Se hizo un silencio hasta que lo consideró procedente y continuó—: Joaquim tuvo mala suerte. Tan solo hubo cuatro muertos cuando todos creíamos que se contarían por millares. Ser uno de ellos es mala suerte; ni destino ni paparruchas, es solo mala suerte.

—Mi padre es un héroe.

—Así es. Y eso nadie puede discutirlo.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Vica levantó la copa y proclamó:

—Por Joaquim Mires, uno de los Capitanes de Abril. —Mientras brindaban su marido le apretó disimuladamente el muslo en señal de agradecimiento por el gesto.

Habían tenido a solas aquella conversación muchas veces. Vica era de la opinión de María, aunque de forma algo más moderada. Desde muy joven su cuñado había formado parte de grupos revolucionarios que no consiguieron nunca nada más que molestar. No obstante, ahí estaban, escondiéndose siempre de la pide y poniendo en peligro a sus familias. Vica no concebía que alguien con mujer e hija se permitiera el lujo de exponerlas a semejante peligro. Mucho menos que cuando se produjo el levantamiento militar participase de él. Era cierto que encontrarse entre los cuatro únicos muertos era una desgracia, pero no mala suerte. Él fue allí buscando su destino y lo encontró. Pero Vica sabía lo mucho que su sobrina quería a su padre y lo orgullosa que estaba de él, así que por nada del mundo manifestaría una opinión crítica al respecto. Si tenía que alabar al pobre diablo de su cuñado, estaba dispuesta a hacerlo.

—También cambió todo demasiado cuando murió la abuela Teresa, al menos para mí. —Ese recuerdo sí que entristecía sobremanera a Alma—. Ella nunca fue una mujer de su tiempo, era lo que más me gustaba.

—Eres tan guapa como ella —advirtió su tía—. La misma tez morena y los mismos rizos oscuros.

—Si la hubieses conocido antes de que muriera mi padre... —interrumpió Manoel. Manoel siempre interrumpía—. Era otra persona. Tú, además de tener un aspecto muy parecido al suyo, tienes grandes rasgos de su carácter. Cada vez me recuerdas más a ella.

Aquello alegró mucho a la receptora. Vila Praia de Âncora al completo murmuraba sobre la «evidente e innegable» —como decían los más eruditos— locura de Teresa. Tenía Joaquim tres años cuando su padre murió. De origen gallego Alfredo marchó en los años cincuenta a trabajar a Portugal en cuanto tuvo ocasión. Él solo y con apenas unos escudos que no se multiplicaron con el paso de los años.

El abuelo de Alma había sido pescador. Una noche el mar le atrapó, a él y a dos compañeros más. El mar está plagado de almas que no supieron defenderse. O quizás no quisieron, optaron por el eterno gusto salado. Teresa, la que un día conoció a Alfredo y a otro se casó con él en Nossa Senhora de Assunçao, tuvo tres hijos: Alfredo, Joaquim y Manoel. El primogénito ingresó en las filas del ejército de Salazar y fue destinado a la lucha en Guinea. Alfredo pensaba de esta forma acceder a los estudios superiores de manera gratuita pero no lo consiguió. Por el contrario, absorbió los principios del régimen y los convirtió en propios. Joaquim y Manoel en un principio se hicieron pescadores, como su padre. Cuando este murió Teresa se sintió morir con él. Estaba muy enamorada de su marido pese a ser este un hombre siempre frío y ausente.

Teresa había sido cantante. Nunca en el pueblo estuvo bien vista su profesión, pero ella siempre fue una soñadora, no le importó. Como solía decir su nieta, ella no era una mujer de su tiempo. No obstante, tuvo que resignarse al suceder de la vida y de los acontecimientos. Desde que su marido murió no volvió a entonar su garganta una sola nota más de fado, y el resto de su vida lo pasó entre fogones y escobas. Teresa quedó algo trastornada, siendo esto ladinamente exagerado por sus vecinos. Dejó de prestar la suficiente atención a sus hijos y a ella misma. Cuando más, escapaba unos instantes al puerto y se sentaba a ver el mar, sonando mientras tanto en su mente las más tristes y trágicas notas de vida. Teresa se entregó por completo al mar.

Al nacer Alma, su tercera nieta, pero a la única que conoció, pareció recuperar algo de vida. Ellas se comprendían sin necesidad de largas conversaciones ni bambollas. Siempre fueron cómplices.

—¿Café? —preguntó la vacía botella de oporto.

Después de la comida fue mucho más fácil descender por el empedrado casi vertical. El camino de vuelta a casa fue distinto, Alma supuso a propósito, y pudo seguir maravillándose con la ciudad que tanto había soñado.

El sol reinaba en el cielo dando órdenes al resto de los invisibles astros y disparando centellas de fuego que se apagaban antes de tocar cualquier epicarpio humano. Contribuía a ello la ligera brisa que se enredaba en los pies. Era un aire que parecía emanar del suelo, como si los bufidos de desesperación de Hades por la huida de Perséfone también hubiesen logrado escapar del Inframundo.

Al pasar por una tienda Vica decidió entrar a hacer una pequeña compra para la noche.

—Tienes que perdonar a tu tía —suplicó Manoel mientras esperaban fuera—, está muy nerviosa. Lleva preparando tu llegada meses, se obsesiona con que todo sea perfecto.

—Me siento feliz, tío, puedo jurártelo. —Alma no mentía—. Y la tía es una persona con la que me encanta estar.

—Es gran mujer. —Manoel suspiró y miró al suelo triste—, pero no haber tenido hijos la ha destrozado. Era su mayor deseo. Por eso que estés aquí es tan especial para ella.

—Seré como su hija. —Pensándolo bien, ella tampoco había tenido una verdadera madre.

Alma reprimía una pregunta desde la primera pisada en Lisboa, pero seguía sin atreverse a hacérsela a su tío. Quizás porque le aterraba la respuesta. Quizás porque temía defraudarse a sí misma por no tener el arrojo que creía que la englobaba desde bien pequeña. Ese arrojo que le insufló su padre. Pocas guerras internas asolaban el espíritu de Alma, pero cuando lo hacían desaparecía de ella cualquier rastro de aplomo y agallas. Era consciente de que luchaba sin nada bajo los pies, sin espectadores, con tales nubes que ni siquiera anhelaba la victoria. Sin ninguna fe en el derecho de su adversario o en el de ella misma, aunque no tuviese claro contra quién luchaba.

—Me gustaría ver dónde mataron a mi padre. —Aquello la dejó exánime, consumida, vacía.

—Alma, querida, ¿para qué?

—Para completar la historia. —Sentía ardor—. Las historias tienen un final y quiero conocerlo.

Vica salió de la tienda con dos bolsas, pero excusándose en que la cena sería una sorpresa no reveló su contenido. Manoel aprovechó para desviar la conversación. ¿Acaso alguien puede aceptar el paso del tiempo para los que siempre han sido y serán los pequeños del hogar? Habiendo muerto su hermano, él sentía que debía cuidar a su hija. En cierto modo, Alma lo agradeció. Se sentía agotada y débil tras haberse atrevido a formular la cuestión. Sabía que dentro de poco sus pesadillas tendrían escenario y eso la aterrorizaba.

Al seguir de camino hacia casa se encontró de repente con algo que no esperaba y que la sacó de sus ensueños: La Brasileira, el café del que tanto le había contado el Joaquim vivo, lugar de reuniones clandestinas y testigo desde allá por 1900, de las eternas tertulias portuguesas.

La Brasileira apareció de la nada incrustándose en color negro sobre un semicírculo dorado centellante. Alguien vestido de verde servía café debajo. Parecía que cada uno de los motivos en relieve escondía una historia. Eran como estrellas que no brillaban en plata sino en un color áureo y rubio. Parecía que el pórtico custodiara Lisboa observando los andares, velando por los errores irreversibles, acechando al enemigo de la patria.

Aquellos ojos se sostenían sobre dos largas piernas de hierro que le permitían auparse sin flaquear. Y eran justo como los había descrito su padre: del color del mar. Unas veces azul y otras verde, dependiendo del estado de ánimo dominante en sus visitas, supeditándose al aura preferente que la invadía. Tenía el color del piélago porque compartían la condición esencial: la rebeldía, la libertad, la independencia. La imaginación de Alma llevaba una velocidad vertiginosa al entrever allí a su padre y a todos los que como él creyeron en la justicia. También a la cantidad de intelectuales que sabía que habían frecuentado las mesas cubiertas ahora por sombrillas naranjas, todas las páginas de novelas que se habrían escrito sobre ellas.

Alma deseaba fervientemente ver y saber más. Su mente siempre había ido un paso por delante de lo que correspondía, sus inquietudes intelectuales perpetuamente serían infinitas. ¿Cómo satisfacer todo esto en Minho? ¿De qué forma podría albergar aquel lugar toda la cantidad de libros que ella soñaba leer, toda la información que necesitaba para ampliar sus escasos conocimientos políticos, históricos, artísticos? Por un momento pensó que, en realidad, no estaba allí, que todo era un sueño. Como el más hermoso de los sueños en el que a ese «él» al que se refieren todos los versos se le pasa por la cabeza besarla. Una macabra obra de Morfeo que terminaría con los habituales gritos de su madre que le reprochaban el exceso de sueño. Pero aquello parecía cierto. Sentía el empedrado bajo sus pies, ¡le abrasaba! Veía las sonrisas en las caras de sus tíos y, sobre todo, olía a Lisboa.

No tardaron en llegar al primer piso, lado izquierdo, pero antes de que Manoel hubiese tenido tiempo de girar la llave la puerta del lado derecho se abrió.

En el umbral apareció una mujer cuyo rostro llamaba la atención por la tristeza que desprendía. Sus labios sin pintar se torcían en las comisuras hacia abajo. Parecía que apretaba los dientes y por eso sus pómulos se marcaban perfectamente en dos circunferencias de carne que sujetaban unos ojos terriblemente pequeños, pero, sobre todo, infelices y amargos. Cansados de llorar. Secos. Incapaces de fabricar una sola lágrima más. Su rostro adornado con una cortísima y oscura melena inflada también llameaba por lo envejecido del mismo en comparación con el resto del cuerpo. La mujer podía tener veinticinco años. También podían ser sesenta. Era imposible precisarlo.

—Buenas tardes, Assun —saludó Vica.

—Hola —se limitó a contestar sin mirar. Lo extravagante de la figura seguía creciendo. De su boca salió una voz que uno le atribuye a una niña de seis años de bucles dorados que con una mano sujeta un globo y con la otra, una piruleta. Detrás de ella apareció un hombre con barba. Sus ojos azules y su cabello rubio le delataban; no era portugués. Su tez, además, era muy pálida, casi transparente, dejando prácticamente al aire las vergüenzas que la piel ha tenido la consideración de taparnos. Miró a Alma instintivamente.

—Vica, Manoel, ¡qué alegría! ¿Cómo estáis? ¡Parece que tenéis visita!

La sorpresa neutraliza cualquier otro sentimiento, cualquier resquicio de razón o tradición que las personas albergan en esa bolsa a la que llaman modales y en la que almacenan las instrucciones para vivir en sociedad. La sorpresa ha sido el perfecto factor con el que cualquier estratega a lo largo de la historia ha ido ganando batallas y llegando dentro, el único lugar desde el que se puede dirigir. Dentro. Precisamente por esto el matrimonio no pudo evitar mirarse casi abriendo la boca y con los ojos luchando por salir de sus órbitas, gritando «¿es esto real?».

—Hola, Carlos —respondió Manoel—. Ella es Alma, es nuestra sobrina. Ha venido a vivir con nosotros.

—Hola, Alma, es todo un placer. ¿Cuántos años tienes, dieciocho, diecinueve?... —Sus dientes amarillos se vislumbraban tras su barba formando palabras pronunciadas en un portugués con acento americano.

—Diecinueve. —Alma no entendía bien de dónde procedía la sensación de asco que la embargaba. ¿Y qué les pasaba a sus tíos? ¿Por qué parecían estar contemplando una resurrección?

—¡Qué gran noticia! ¡Por fin alguien joven en el edificio! —Vica y Manoel seguían mirándose, anonadados—. Mi mujer, Assunçao, y yo tenemos un hijo con tres años más que tú. De hecho, ahora mismo está aquí en casa ¿Quieres conocerle? —Alma titubeó, pero Carlos casi ladró el nombre de su hijo, Belmiro. Nunca había escuchado aquel nombre. Sonaba a persona anciana, a esos señores que se sientan en los bancos para alimentar palomas hasta que su maquilladísima mujer grita por la ventana «¡Belmiro! ¡La cena!».

En la puerta apareció casi al instante un chico que no aparentaba más de dieciséis años. Estaba en pijama y con el pelo sin obedecer a ninguna regla. Se sonrojó de forma exagerada al ver de repente a cinco personas en el pequeño rellano, una de ellas desconocida.

—Belmiro, ésta es Alma, es la sobrina de Vica y Manoel y ahora vive aquí. Tiene casi tu edad, ¡seguro que podéis ser buenos amigos! —Belmiro saludó tímidamente y se excusó por estar en medio de una conversación telefónica. La situación estaba empezando a rozar el absurdo.

—Es muy tímido —Carlos se reía—, pero en cuanto toma confianza, ¡no calla! —Soltó una carcajada. ¿Qué era tan cómico? Alma sentía pena por el pobre Belmiro—. Bueno familia, a cuidarse, y bienvenida a Lisboa, Alma. —Dicho esto cogió del brazo a su mujer y se marcharon.

—No puedo creerlo —confirmó Vica entrando por fin en su casa.

—Que hombre tan... amable —espetó Alma algo confundida.

—Ellos jamás hablan. En ocho años ésta ha sido la conversación más larga que hemos mantenido. ¡A veces ni siquiera nos saludan!

Manoel, no obstante, sonreía.

—Me alegro muchísimo. Siempre es bueno tener amigos, más aún viviendo puerta con puerta.

Vica torció el gesto algo escéptica.

El piso era bastante amplio. Constaba de un salón-comedor, una cocina, dos cuartos de baño, un despacho y dos habitaciones. La iluminación no era mucha por tratarse de una primera planta, pero estaba perfectamente paliada por la luz artificial. Era lo que más gustaba a Alma de la casa: el toque anaranjado, suave, dulce, íntimo. Era la iluminación del gas, algo etéreo e intangible que establecía armonía entre el espíritu y los elementos del lugar. Las luces de la casa de su madre eran todas de un intenso color fluorescente que mezclaba el amarillo con el blanco. A veces se quedaba a oscuras por no tener que soportarlo. ¿Por qué no dejaba de pensar en Minho? Los recuerdos la asaltaban sin previo aviso a pesar de que el rechazo era máximo. Minho y todo lo que suponía estaba enterrado. En lo más profundo de la tierra. En lo más profundo de su corazón.

CAPÍTULO II

—¿Puedes estar dentro de media hora en el arco de Luz Soriano?

—¿Para qué?

—Tengo un trabajo para ti.

—¿Cuánto?

—Mucho, muchísimo... No llegues tarde.

La vocación periodística se saltaba generaciones cual gen recesivo. Tanto en la familia de su padre como en la de su madre había habido intrépidos que habían decidido dedicarse a informar. Ya el tío Paulo, muerto y unos años menor que la madre de Alma, hizo la misma peregrinación de Minho a Lisboa para trabajar en una emisora de radio. María apenas le mencionó en vida; para ella, por supuesto, ese comportamiento era vergonzoso y reprochable. María era la última de tres hermanas y un hermano. Fue educada por su madre de forma estricta y tradicional y se convirtió en la más típica mujer del Portugal salazarista. Creció aprendiendo recetas de cocina, la realización de las tareas del hogar y el eterno cuidado del hombre. Fue al colegio hasta que tuvo diez años para después ser sacada de él, al igual que sus tres hermanas. Aunque solo era una niña, la pequeña María lo aceptó. No sufría por dejar de aprender números, letras e historia. Entendía que si ese había sido el destino de sus hermanas había de ser el suyo también. Solo una de ellas, Serafina, la mayor, se reveló. Apenas fue mayor de edad se marchó a París. No escribía mucho y eran inexistentes las veces que aparecía por casa. Eran Aldina, su otra hermana mayor, y María las que consolaban a su madre, y las que se comprometieron a asumir todas las responsabilidades que su hermana había obviado. Paulo pronto se marchó a Lisboa a hacerse médico, aunque, por las pocas noticias que de él llegaban a casa, no es que le hubiera ido muy bien. Por ello lo dejó para comprometerse con Emissores Associados de Lisboa.

Manoel siguió el mismo camino, pero para ser acogido en el Boletín Oficial del Estado, que no hacía mucho había pasado a llamarse Diario dá República. Fue allí donde conoció a Vica, que en el momento era su superior. El tío de Alma siempre bromeaba con la forma en la que extendió su manto de encantos sobre su jefa y cómo ella se enamoró al instante. Vica siempre reía por lo bajo y le daba un leve golpe en el antebrazo. ¡Quién no se hubiera enamorado de Manoel! Un hombre todo rodeado de un aura de felicidad constante que extendía a todo cuanto había a su alrededor...

Fue un amanecer bello, sonriente, ilusionado. Sin ningún tipo de temor ni de perturbación. Un abrir de ojos con ganas, suave, mágico, como nunca lo había sentido.

Sus tíos acababan de desayunar y se dirigían a sus puestos de trabajo tras un fin de semana de lo más agradable. Alma les sorprendió hablando de sus vecinos. No habían querido hacerlo el día anterior, habían cambiado de tema rápidamente y ella estaba muy intrigada por la reacción que había presenciado.

—Carlos parece un hombre amable —les interrumpió saliendo de la cocina con un pedazo de pan con mantequilla.

—¡Hija, buenos días! —Vica recuperó su extravagante sonrisa y se levantó estrepitosamente para besarla—. ¿Qué tal has dormido?

—De maravilla. La cama es comodísima —insistió—. Ayer parecíais casi asustados.

—¡No! —Manoel como siempre tenía el gesto resplandeciente—. No se trata de eso. Verás, querida, hace ocho años que vivimos aquí. Cuando llegamos ellos ya estaban. Y nunca hablan. Jamás. A veces ni siquiera se molestan en saludar. Por eso nos sorprendió tanto.

—Entonces... ¡parece que yo les gusto!

—Tú le gustas a todo el mundo, cariño. —Vica, maternalmente, le acarició el pelo.

—Yo me alegro muchísimo, chicas. Conocer gente y relacionarse siempre es algo bueno. Todos llevamos algo dentro para ofrecer a los demás.

—¿A qué se dedican? —Alma comía el pan por las esquinas.

—No se sabe. —Vica puso mala cara—. No se les conoce trabajo alguno.

—¡Cariño! ¿Cómo lo vamos a saber si nunca hemos hablado con ellos? Alma, tenemos que marcharnos. Volveremos entre las seis y las siete si no hay ningún imprevisto. Puedes comer lo que quieras, ¡estás en tu casa!

Ambos la besaron y ella les observó cruzar y cerrar la puerta. Puso la radio y volvió a sonar fado. Recordó que iba a tener que acostumbrarse a sonreír.

Que Deus me perdoe
Se é crime ou pecado
Mas eu sou assim
E fugindo ao fado
Fugia de mim...

Esta vez no lo reconoció, pero se descubrió bailando por toda la casa con la compañía de una tostada roída. Quiso arreglarla un poco, pero en nada podía colaborar, pues su tía estaba siempre al tanto de la más mínima mota de polvo o de cualquier jarrón milimétricamente movido de su sitio.

Sabía lo que quería hacer, lo anhelaba desde que llegó. Lisboa. Quería recorrerla, perderse en ella, buscarla, bailar por sus calles... Y no estaba dispuesta a esperar un minuto más. Si algo la entretuvo fue la rebeldía de sus rizos que no querían estar en su sitio. Se rio ante el espejo. Al fin y al cabo su pelo era como ella, necesitaba libertad. Así que se la dio y salió de casa.

No acababa de comprender qué era lo que olía en la ciudad de aquella forma. No hubiera podido describirlo. Era un olor que no se quedaba en la nariz: traspasaba cualquier órgano. Un olor que solo podía percibirse con el alma, un olor que no olía, sino que se sentía, que impregnaba cada uno de los poros de la piel y los poseía. Los hacía suyos. Aquel olor se apoderaba por completo de la razón y se perseguía, sin saber adónde, como se persigue el presentimiento, sin saber tampoco de dónde proviene. En cada segundo en el que se fusionaba con Lisboa comprendía cosas que jamás había podido captar en las historias de su padre. Joaquim no sabía expresar aquello de forma completa al igual que le pasaba a ella ahora por la sencilla razón de que era imposible; solo podía sentirse.

Recordaba cómo miraba al cielo cuando le contaba que Lisboa se había llamado Olissipo en otra época que no sabía identificar y lo que significaba el nombre: la primera ciudad que fundó Ulises en la península Ibérica tras huir de la Guerra de Troya siendo el único superviviente. ¿Por dónde habría entrado? ¿Cruzaría con sus místicas embarcaciones el río Tajo hasta pisar lo que hubiera debajo del empedrado que ella pisaba ahora mismo? ¿O habría entrado andando y hollando ya las piedras que sugerían llevar allí más tiempo que la vida misma? ¿Habría Ulises pensado en La Brasileira? Esta se presentaba de nuevo ante sus ojos a la par que bajaba por la calle Garret y poseía también su vista. Alma era consciente de que iba perdiendo los sentidos, más bien iba entregándoselos a Lisboa. Y ello la hacía feliz. De repente se dio cuenta de que iba a tener que acostumbrarse a ser feliz.

Fue preguntando a amables portugueses cómo llegar hasta la Plaza del Comercio y, sin perderse ni una sola vez, allí acabó: en lo que había sido el principio del fin de la última batalla de su padre. Esto ya no pudo contárselo a él, pues después de su último viaje a la capital no regresó a Minho con capacidad de relatar. Su boca, la que siempre estaba abierta, en aquel último retorno estaba cerrada para no volver a abrirse. No obstante, Alma se había informado hasta el extremo sobre cómo sucedieron los hechos. Su búsqueda había sido desmesurada, para que pareciese que el mismo Joaquim se lo había recitado mientras ella escuchaba expectante. Como siempre.

Giró sobre sí misma. Sabía de sobra con qué iba a encontrarse. A pesar de ser la primera vez que se hallaba en aquel lugar su padre se lo había descrito hasta la saciedad. Y era exactamente igual que en sus historias, con el añadido del olor que se sentía y que era precisamente la pieza que le faltaba por encajar en el ahora más que comprensible apasionamiento de aquel hombre.

La plaza solo se abría en la zona sur para que tanto ella como sus visitantes pudiesen admirar el Tajo y experimentarlo. Sentirlo. Ésta era la antigua puerta de Lisboa, por la que tantos pies habían discurrido en todos los sentidos y que impregnaba la ciudad de aquella sustancia invisible que estaba en el aire y acababa más allá de los pulmones.

En la plaza los Capitanes de Abril, comandados por el capitán Selgueiro Maia, habían comenzado la marcha hacia el Cuartel do Carmo, el último lugar al que pudo huir Marcelo Caetano, líder del régimen salazarista. Él siempre señaló al cielo con el dedo índice, razón por la cual quizás huyó cuesta arriba. Acaso tuvo miedo por su vida, no comprendía que no debía tenerlo y quizás, en un momento excéntrico, pensó que no era a él a quien correspondía estar allí sino a su colega Antonio Salazar. Pero quiso la vida que aquel que solo aceptaba libros y flores también tuviese una parte humana, corporal e indigna de la vida pública. Quiso la vida que fuese a sentarse para quitarse los callos de los pies y que la silla se rompiera quedando así, y que, por mucho que se resistiese, fuera sustituido por su camarada Marcelo. Quiso la vida que el Estado Novo se rompiera igual que una silla de lona que cae por su propio peso golpeando la cabeza del régimen.

En cualquier caso, allí estuvo Marcelo como le correspondía, allí aguantó el tipo mientras esperaba que Lisboa toda saliera de la Plaza del Comercio por la Rua Augusta, al norte, y que empezara el camino por la calle tan estrecha que no se comprende cómo pudo albergar tantos tanques.

Alma les siguió. Siguió las sombras y los espíritus de los Capitanes de Abril que ya se habían quedado allí para siempre y buscó el de Joaquim, casi rastreándolo. Estaba segura de poder encontrarlo. No importaba si la gente la miraba como si estuviese loca. Ella sabía que el olor de su padre ya formaba parte de la Lisboa libre y quería reconocerlo. Inhalarlo y sentirse orgullosa.

Las marchas, tanto la militar como la de Alma, acababan en la Calle Augusta para entrar en la Plaza del Rossio. Lo supo inmediatamente sin necesidad de observar ningún letrero ni de hablar con nadie. Era allí. Sin lugar a dudas. Por mucho que hubiese cambiado el sitio solo en un lugar así el pueblo podía fusionarse con los soldados pidiendo justicia y libertad. Nada más. Ni regímenes políticos de un lado ni de otro: el pueblo se unió al ejército porque éste pedía libertad y democracia. Y nada más. Solo podía ser en un lugar así donde se habían encontrado con las vendedoras de claveles que, creando de forma magnífica y eterna su participación en la que sería su Revolución, se animaron a repartirlos entre todos, soldados y civiles, poniéndolos en los fusiles como símbolo de lo único que iba a ser disparado: claveles rojos por doquier, claveles rojos para que siempre oliese a libertad y a democracia.

Alma levantó la vista. Los ojos no entienden de dolor, no lo aceptan. Cuando de verdad duele, la retina es la primera en querer abandonar el barco y lucha desesperadamente por huir de su propia órbita. Es el espectáculo de la retina, encolerizada, queriendo escapar y dirigiéndose hacia cualquier sitio, obligando a la pupila a dilatarse hasta desaparecer en un diminuto abismo negro. Del dolor se dice que taladra, que bloquea. Se habla de él como contaminador de la fibra nerviosa. Pero qué sabrá quien así habla lo que es dolor... El dolor secuestra la sonrisa y la posee. El dolor sonríe usando el robo. Valiéndose de lo que no es suyo. Como el triunfador estético repleto de joyería ilícitamente adquirida. Ese es el dolor, grandísimo espadachín cuya única preparación es el arte de destruir, ornado con ostentosa joyería, diamantes en línea recta agrupados en dos filas. Y va ganando territorio. Conquistando. Haciendo suyo por la fuerza lo que no lo es. Y Alma siente que se rinde porque ha observado la sonrisa. Eso es lo primero que se ve, y a ella se la teme. Si el espadachín zurdo ha logrado tenerla ya no hay defensa posible. Su alma ya es pro vincere, solo queda el cuerpo, la fachada, para aparentar. Pensaba una locura. Cavilaba que quizás no era su padre quien tenía que haber muerto, alguien le empujó, alguien hizo que se quedara atrás, alguien se equivocó de día y pensó que el levantamiento sería a la mañana siguiente... Alguien a quien le correspondía morir se había salvado a costa de la sangre de su padre. Era posible que ya no importase, pero la poseyó tal instinto homicida que tuvo miedo de sí misma.

Se sacudió la cabeza de los hombros y las lágrimas de los ojos e intentó concentrarse en el pequeño Don Pedro IV que se veía en las alturas de una enorme columna blanca en el centro de la plaza. El Rey Soldado, del que también Joaquim le había hablado. Era como si el fallecido hubiese edificado la ciudad, como si la hubiese construido con sus propias manos teniendo el legítimo derecho de conocer cada una de sus historias mejor que nadie en el mundo.

Alma necesitó concentrarse en algo desesperadamente, casi con violencia. Temía aquella reacción desde el primer momento en el que planeó hacer el mismo recorrido que llevó a la muerte a su padre: se estaba apoderando de ella una amalgama de tristeza, orgullo y rabia que le ofuscaba por completo la mente. Las lágrimas salían de sus ojos implorando a sus espectadores piedad, compasión y auxilio, y no soportaba que así fuese.