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Fotografía: © 2015, Johann Mergenthaler

Hernán Bravo Varela (Ciudad de México, 1979) es autor de cinco libros de poemas: Oficios de ciega pertenencia (1999 y 2004), Comunión (2002), Sobrenaturaleza (2010), Realidad & Deseo Producciones (2012) y Hasta aquí (2014); de una antología poética personal: Prueba de sonido (2013), y del volumen ensayístico Los orillados (2009). Ha traducido al español y publicado diversos títulos de Emily Dickinson, Oscar Wilde, T. S. Eliot, Seamus Heaney y Leonard Michaels, entre otros autores. Junto con Ernesto Lumbreras realizó la muestra crítica El manantial latente. Poesía mexicana desde el ahora (2002). Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y de la Fundación para las Letras Mexicanas (f,l,m.), obtuvo en 1999 el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino y el Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario-Sor Juana Inés de la Cruz en 2010 por la presente obra. Su título más reciente es Ectoplasmas. Cuatro elegías estadounidenses (2017).

LETRAS MEXICANAS

Historia de mi hígado
y otros ensayos

HERNÁN BRAVO VARELA

Historia
de mi hígado
y otros ensayos

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

1 Pero también, y desde siempre, los cazadores y las presas del camaleón han padecido un incurable daltonismo. Lo que natura no da, la ironía lo proporciona.

ÍNDICE

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Preludio y fuga en yo menor

Un poema breve (es más, un solo verso) tiene el poder largamente codiciado por el filósofo y el historiador de corroborar o refutar una verdad sin otra referencia que el poema mismo. Salvo contadas excepciones, el lector de poesía no depende de una nota al pie de página, un marco teórico o un manual de instrucciones para poder interpretar la música del pensamiento que encierran los catorce compases de un soneto de Shakespeare o los cinco de una lira de san Juan de la Cruz. El amor terrenal y las bodas con Dios no son sino el cuerpo de una misma (y, a la vez, única) experiencia humana, erizado por la caricia sobrenatural del lenguaje. De pronto, el lector de poesía se convierte en el sultán Schahriar al que, noche tras noche, Scherezada cuenta mil y una historias. Ella debe contarlas para no morir, pero él necesita oírlas para seguir viviendo. La vida de Scherezada depende de Schahriar, pero la de Schahriar depende de otras vidas en la melodiosa voz de ella. En otras palabras, la poesía convence por compasión.

En cambio, un ensayo (es más, uno solo de sus aforismos) convence no por la verdad que encierra —verdad cuyo único autor intelectual y material es el propio ensayista—, sino por seducción. Por falaz, chabacana o impropia que resulte, la verdad que expone el ensayo guarda un asombroso parecido con la verosimilitud del cuento: nos da argumentos momentáneamente perdurables para renovar nuestra fe en lo perdurablemente momentáneo. No la “suspensión de la incredulidad”, según Coleridge, sino la suspensión de la creencia. (De hecho, si prosiguiéramos con la tipificación de los delitos literarios, se afirmaría que el cuento opera por convicción. Sin embargo, la convicción que promueve el cuento tiene un límite: el del propio relato. Nada hay después de la última página, mucho menos antes de la primera. Su universo es devorado por el hoyo negro de las tapas al cerrar el libro.)

Quizá esta digresión sea útil para resaltar las discrepancias que hay entre el ensayo y el cuento, pero, sobre todo, para concederle al primero una mayor independencia como estado libre asociado del segundo, aunque también de géneros como el teatral, el periodístico y hasta el poético. Un ensayo de Montaigne, Stevenson o Reyes jamás lograría ese concepto que Poe acuñó para el cuento moderno: “unidad de intención”. El ensayo se sostiene en el ocio, relajamiento o distensión de la idea; en su atenta invitación a divagar en torno a aquello que propone. Deja en manos de los lectores la responsabilidad (y, sobre todo, la ilusión) de que se le atribuya una arista moral, un sesgo ético. La minima moralia del ensayo está en la coincidencia de la idea con su proceder, no en la satisfacción de nuestros apetitos de verdad. Nada puede hacer el amor ciego a la verdad frente a la visionaria seducción de un argumento.

Algo así pensaba Bacon al intentar una curiosa empresa: redactar un libro compuesto por ensayos que comprobaran una tesis con todo el rigor literario y filosófico posible, mientras los otros, los inmediatamente posteriores, comprobaran una opuesta; todo ello, claro está, sin caer en contradicción. También Tournier al elaborar El espejo de las ideas, un volumen de ensayos en el cual, como Noé, metió en el arca de la “página perfecta” parejas reunidas por la antigua división geométrica del mundo: el hombre y la mujer, el agua y el fuego, la palabra y la escritura, el tiempo y el espacio, Dios y el Diablo... ¿Cómo llevarlo a cabo? La respuesta se localiza en los milagrosos remedios de una retórica dosificada, en que esos mismos remedios alimenten nuestra propia suspicacia con respecto a una verdad uniforme, sin sombra o perspectiva, en todo lugar y tiempo para todos.

Si hay muerte después de la vida, si hoy el arte es corto y la vida larga o el silencio es tan sólo un rumor de gente parlanchina; si estos tres equívocos pueden adquirir la categoría de temas con cierto “desarrollo sustentable”, es gracias a una exposición personalísima de la pluralidad, a un autorretrato honestamente artificioso de nuestras obsesiones. Allí el eclecticismo, que en el cuento o la novela podríamos calificar de descuido, se alza en el ensayo con la majestad de la congruencia. Es más: por ser reflejo de la charla y el pensamiento, la técnica mixta del ensayo refuerza la seducción que ejerce sobre sus lectores. Hay demasiado ruido en el mundo como para pensar que una opinión no cruza por el eterno cable de un teléfono descompuesto; hay demasiado humo como para pensar que la mirada contempla el objeto de su investigación sin reparar en falsos focos o elementos distractores.

De ahí que el ensayo se corresponda a lo que, en criminología, se ha dado en llamar “juego de indicios”. Como explica Leo Perutz en los párrafos finales de su novela El maestro del Juicio Final:

Con este término [se denomina] un impulso de automortificación observado en muchos culpables de delitos considerados más o menos graves, y que consiste en tergiversar las pruebas de su propio crimen para acabar demostrando que, de haberlo querido el destino, podrían ser totalmente inocentes del hecho que se les imputa.

Se da por lo tanto un rechazo contra el propio destino y contra todo lo que parece como irreversible. Y sin embargo, visto desde una perspectiva más elevada, ¿no ha sido éste desde siempre el origen de toda creación artística…?

Juego cruzado de entendimientos y desentendimientos con la reflexión, el ensayo, como se dijo antes, sólo tiene el compromiso de hacer coincidir la idea con su proceder. Frente al destino trazado y a lo irreversible de una fe universal, el libre albedrío y la constante revisión de intuiciones microscópicas. Pero la idea es altamente volátil, y el ensayista debe seguir con firmeza los indicios que se desprenden de su búsqueda, aun cuando terminen por echar abajo la creencia que dio origen a tal búsqueda. Es por eso que en el personal essay o “ensayo personal” —término que emplean los estadunidenses para diferenciar al ensayo de carácter íntimo de aquél destinado a la tribuna, la discusión y el análisis—, una visión empírica rige la disertación de una vivencia. Pese a su libertad de tono, el empirismo del personal essay es a menudo normativo y hasta dictatorial. Y no podía ser de otra manera: el ensayista se encuentra solo frente a una multitud de grandes temas, dogmas, clichés y malos entendidos, con su palabra en la punta de la lengua. Su causa está perdida de antemano entre las preocupaciones actuales de la humanidad, pues cualquier punto de vista, cualquier “modesta proposición” que eluda el plural de modestia, corre el riesgo de ser tachada de orgullosa, egoísta y subjetiva; peor aún, de cínica globalifobia.

Con todo, el ensayo sigue teniendo por materia el multívoco yo en un planeta ecologista y devastado, incluyente y discriminatorio, laico y fundamentalista: el espejo empañado de las ideas. En dicho escenario, el ensayo no oculta sus tropiezos ni evita retractarse; quien lo cultiva considera más útil mostrar las huellas que dejaron sus errores, indicar el rumbo incierto que tomó para llegar a su meta. Un brindis en honor a las causas perdidas, un generoso brindis ofrecido por un hombre, mitad Dios y mitad Diablo, al ejército numeroso de sí mismo.

Luis Ignacio Helguera ya lo advertía en la “Nota preliminar” a ¿Por qué tose la gente en los conciertos?, una recopilación de “ensayos personales” en torno a los ferrocarriles, la distracción, las supersticiones o el récord de manejo de los escritores mexicanos:

Quise aquí convocar y confrontar pequeños temas, o grandes, abordados en pequeño; dar cauce libre a obsesiones, pasiones, manías, neurosis, misantropías esporádicas, “sombría fidelidad a las causas perdidas”, melancolías más o menos recurrentes, frivolidades, chácharas.

Encomendado a esa “sombría fidelidad” de la que hablara Victor Hugo, Helguera opuso la neurosis privada a la salud pública, las “misantropías esporádicas” a una filantropía culposa, la baratija al artículo de lujo. Alto poeta de vuelos al ras, “murciélago al mediodía”, Helguera escribió ensayos para decir lo que la palabra ideal de la poesía, por increíble que parezca, no puede decir: la idea apalabrada. Parecería que el ensayo personal es el reducto en el que sobrevive la voz entrecortada, el humor blanquinegro, la vocación miniaturista, la aguda ingenuidad y el espíritu exquisitamente malogrado del poeta menor. Los “pequeños temas, o grandes, abordados en pequeño” desde el ensayo personal poseen el encanto de un desnudo para deleite exclusivo del cuerpo que lo hace por el puro placer de quitarse la ropa, manchada de ojos, sin que nadie más lo mire.

XVIVaria historia Miscelánea XXI

Distanciado algún tiempo de la poesía como Zapata, mitigué mi desánimo con reseñas de libros, luego con crítica literaria y, de ahí, con ensayos personales y autobiográficos. En estos últimos he tocado asuntos como el esplendor y la caída de la balada romántica, el escapismo y el spleen que entrañan la demora en un baño o el arte poéticamente incorrecto de enfermar y curarse. Sólo espero que este mercado de pulgas ofrezca al lector alguna baratija de su gusto, a la que el tiempo pueda brindarle un valor afectivo tan alto como su depreciación intelectual.

También propongo el mismo juego que Tournier: encontrar el parentesco que une la presente miscelánea. Al menos, el lector ya tiene los indicios para hacerlo.