Capítulo uno El presente

Me llamo Olivia Kaspen, y si amo algo, lo arranco de mi vida. No lo hago de forma voluntaria… pero tampoco involuntaria. Ahora mismo estoy viendo a uno de ellos, un superviviente de mi amor contaminado y acre. Está a menos de cien metros de donde yo me encuentro, examinando discos antiguos.

Caleb. Su nombre da vueltas por mi cabeza como una pelota llena de púas, abriendo con sus cortes sentimientos que hace mucho que se convirtieron en cicatrices. Mi corazón trata de salir de mi pecho a base de golpes, y lo único que puedo hacer es quedarme aquí plantada y observarlo. Han pasado tres años desde la última vez que lo vi. Las palabras de despedida que me dirigió fueron una advertencia para que permaneciera lejos. Mis pulmones absorben aire pegajoso mientras trato de controlar mis emociones desordenadas.

Quiero ir hacia él. Quiero observar cómo el odio emerge en sus ojos. Estúpida. Comienzo a marcharme y he recorrido la mitad de la calle, de camino a mi coche, cuando mis pies fallan. El intenso hormigueo de la inquietud se arrastra hasta las puntas de mis dedos. Apretando los puños, vuelvo hasta el escaparate. Este es mi lado de la ciudad. ¿Cómo se atreve a presentarse aquí?

Tiene la cabeza inclinada sobre una caja de cartón llena de discos, y cuando se gira para mirar algo por encima del hombro capto un vistazo de su original nariz. El corazón se me tensa. Sigo queriendo a ese chico, y darme cuenta de eso me asusta. Pensaba que lo había superado. Pensaba que podría soportar algo como esto, un encuentro inesperado. He ido a terapia, he tenido tres años para…

Superarlo.

Pudrirme en mi culpa.

Me regodeo en mis emociones unos pocos segundos más antes de dar la espalda a la tienda de música y a Caleb. No puedo hacerlo. No puedo regresar a ese lugar oscuro. Levanto el pie para bajar de la acera cuando las nubes que han estado acechando en Miami desde hace una semana gruñen de pronto como cañerías viejas. Antes de poder dar dos pasos, la lluvia ataca el asfalto y empapa mi camiseta blanca. Retrocedo con rapidez y me cobijo bajo el toldo de la tienda de música. Miro mi viejo Volkswagen Escarabajo a través de la cortina de lluvia; con solo una carrera corta estaré de camino a casa. La voz de un extraño interrumpe mi momento de huida. Me aparto sin estar segura de que esté hablando conmigo.

—El cielo está rojo… significa que habrá problemas.

Giro sobre mis talones y encuentro a alguien de pie justo detrás de mí. Se encuentra más cerca de lo que se consideraría socialmente aceptable. Mi garganta produce un sonido de sorpresa y retrocedo un paso. Mide al menos treinta centímetros más que yo, todo músculos, aunque no de una forma atractiva. Tiene las manos unidas en un ángulo extraño, con los dedos tensos y bien estirados. Mis ojos se ven atraídos por un lunar que me recuerda a una diana en el centro de su frente.

—¿Qué?

Niego con la cabeza, confusa. Sigo tratando de mirar por encima de su hombro para echarle un vistazo a Caleb. «¿Seguirá ahí dentro? ¿Debería entrar?»

—Es una vieja superstición de marineros. —Se encoge de hombros y yo bajo los ojos hasta su cara. Me resulta vagamente familiar y, mientras me planteo la posibilidad de mandarlo a la mierda, trato de recordar dónde lo he visto antes—. Tengo paraguas. —Sostiene una cosa floral con un mango de plástico en forma de margarita—. Puedo acompañarte hasta tu coche.

Miro hacia el cielo, que realmente parece ser de un rojo crepuscular, y me estremezco. Quiero que me deje en paz y estoy a punto de decírselo cuando pienso: «¿Y si esto es una señal? El cielo está rojo. ¡Lárgate pitando de aquí!».

Examino el esmalte de uñas descascarillado de mi pulgar y sopeso su ofrecimiento. No me van los malos augurios, pero lo cierto es que tiene una forma de mantenerme seca.

—No, gracias —digo. Dirijo la cabeza con brusquedad hasta la tienda que hay detrás de mí y me doy cuenta de que ya he tomado una decisión.

—Vale. Viene un huracán, pero como quieras.

Vuelve a encogerse de hombros y sale a la lluvia sin abrir el paraguas.

Lo observo mientras se marcha. Su ancha espalda se curva bajo el chaparrón como una protección para el resto de su cuerpo. Es enorme de verdad. En unos segundos, la lluvia se lo ha tragado y ya no puedo seguir viendo su silueta. Siento que lo conozco de alguna parte, pero estoy segura de que recordaría a un tío tan grande si lo hubiera visto antes. Me giro otra vez hacia la tienda. En el cartel sobre la puerta pone «Hongo Musical» en brillantes letras con florituras. Miro más allá del cristal y lo busco entre los pasillos. Está justo donde lo había visto, con la cabeza todavía inclinada sobre lo que parece la sección de reggae. Incluso desde donde me encuentro, puedo ver que tiene el ceño ligeramente fruncido.

«No es capaz de decidirse.» Me doy cuenta de lo que estoy haciendo y me encojo de vergüenza. Ya no lo conozco. No puedo hacer suposiciones sobre lo que está pensando.

Quiero que levante la mirada y me vea, pero no lo hace. Como no quiero quedarme más tiempo merodeando bajo el toldo como una acosadora, reúno valor, me recompongo y entro. Me estremezco al notar el aire acondicionado, helado contra mi piel húmeda. Veo un estante alto de pipas de agua a mi izquierda, me escondo tras él y saco mi espejito para comprobar mi maquillaje.

Mientras lo espío a través de las grietas en los estantes, utilizo un dedo para frotar la mancha de rímel bajo mis ojos. Tengo que hacer que mi encuentro con él parezca accidental.

Delante de mí hay una pipa de agua con la forma de la cabeza de Bob Marley. Me miro en los ojos de cristal de Bob y practico una expresión de sorpresa. Estoy asqueada por lo bajo que puedo llegar a caer. Me pellizco las mejillas para darles algo de color y salgo de mi escondite.

Y esto es lo que pasa.

Mis tacones muerden el linóleo, produciendo un fuerte ruido mientras me acerco. Bien podría haber contratado a un trompetista para anunciar mi llegada. Sorprendentemente, él no levanta la mirada. El aire acondicionado se enciende otra vez cuando estoy a un par de metros de distancia. Alguien ha atado unos banderines de un verde lima a las rejillas. Mientras comienzan a bailar, huelo algo. Es el olor de Caleb: menta y naranja.

Estoy lo bastante cerca como para ver la cicatriz que se curva con suavidad alrededor de su ojo derecho; la que solía recorrer con mi dedo. Su presencia en una habitación es como un discordante impacto físico. Para demostrarlo, veo mujeres mayores y jóvenes lanzándole miradas, inclinándose hacia él. El mundo entero se inclina por Caleb Drake, y él no es consciente de ello de una forma encantadora. Resulta muy desagradable de observar.

Avanzo furtivamente hasta él y llevo una mano hacia un disco. Caleb, ajeno a mi presencia, recorre la lista alfabética de artistas. Sigo sus pasos y, justo cuando estoy apenas un metro tras él, su cuerpo se gira en mi dirección. Me quedo paralizada, y hay un breve segundo en el que siento la necesidad de salir corriendo. Planto bien los tacones en el suelo y lo observo mientras sus ojos recorren mi cara como si nunca la hubiera visto y aterrizan en el cuadrado de plástico en mi mano. Y entonces, después de tres largos años, oigo su voz.

—¿Son buenos?

Siento que el aturdimiento se apresura a ir de mi corazón a mis miembros y se asienta como plomo en mi estómago.

Sigue hablando con el mismo acento británico diluido que recuerdo, pero la dureza que estaba esperando oír no se encuentra allí. Algo va mal.

—Eh…

Vuelve a mirarme a la cara y sus ojos tocan cada una de mis facciones, como si estuvieran viéndolas por primera vez.

—¿Perdona? No te he entendido.

«Mierda, mierda, mierda.»

—Eh… no están mal —digo, volviendo a meter el disco en el estante. Pasan unos segundos de silencio y decido que está esperando a que hable—. La verdad es que no son de tu estilo.

Parece confuso.

—¿Que no son de mi estilo? —Asiento con la cabeza—. ¿Y cuál crees que es mi estilo?

Sus ojos se están riendo de mí, y hay el indicio de una sonrisa alrededor de su boca.

Recorro su cara con los ojos, buscando una pista del juego que se trae entre manos. Siempre ha sido muy bueno con las expresiones faciales, siempre la correcta en el momento correcto. Parece tranquilo y solo remotamente interesado en mi respuesta. Me siento lo bastante segura como para decir:

—Eh… eres de los de rock clásico… aunque podría equivocarme.

La gente cambia.

—¿Rock clásico? —repite mientras observa mis labios. Me estremezco de forma involuntaria cuando un recuerdo de él mirando mis labios de esa forma acude a mí como una ráfaga. ¿No fue con esa mirada como empezó todo?—. Lo siento —dice, bajando los ojos hasta el suelo—. Esto es extraño, pero no… Esto… no sé cuál es mi estilo. No tengo ningún recuerdo de él.

Lo miro boquiabierta. ¿Se trata de una broma enfermiza… una forma de vengarse de mí?

—¿No te acuerdas? ¿Cómo puedes no recordarlo?

Caleb se pasa una mano por la nuca, y los músculos de sus brazos se tensan.

—Perdí la memoria en un accidente. Suena muy cutre, lo sé. Pero lo cierto es que no tengo ni idea de lo que me gusta, o de lo que me gustaba, más bien. Lo siento. No sé por qué te lo he contado.

Se gira para marcharse, probablemente porque mi cara expresa tanto aturdimiento que está incómodo. Me siento como si alguien hubiera triturado mi cerebro como para hacer puré de patatas. Nada tiene sentido. Nada encaja. Caleb no sabe quién soy. «¡Caleb no sabe quién soy!» Con cada paso que da hacia la puerta, aumenta mi desesperación. En algún lugar de mi cabeza oigo a una voz que grita: «¡Detenlo!».

—Espera —digo, pero mi voz apenas resulta audible—. Espera… ¡espera!

Esta vez grito y varias personas se giran para mirarme. Las ignoro y me concentro en la espalda de Caleb. Casi ha llegado hasta la puerta cuando se vuelve para mirarme. «Piensa rápido. ¡Piensa rápido!» Levanto un dedo para pedirle que espere donde está y voy trotando hasta la sección de rock clásico. Solo tardo un minuto en encontrar el que era su disco favorito. Regreso con él aferrado con fuerza en las manos, y me detengo a un metro de donde se encuentra.

—Este te gustará —digo, lanzándole el ejemplar. Tengo mala puntería, pero él lo atrapa con elegancia y sonríe casi con tristeza.

Lo observo caminar hasta la caja, firmar el tique de su tarjeta de crédito y volver a desaparecer de mi vida.

Hola… y adiós.

¿Por qué no le he dicho quién era? Ahora es demasiado tarde, y el momento de ser honesta ya ha pasado. Me quedo plantada cuando se marcha, con el corazón latiendo con lentitud en mi pecho mientras trato de procesar lo que ha sucedido. Me ha olvidado.

Capítulo dos

En algún momento del quinto curso, veía una serie de misterio y asesinatos en la televisión. El detective, del que yo estaba ridículamente enamorada, se llamaba Follagyn Beville. Había un Jack el Destripador moderno que atacaba a prostitutas, y Follagyn le estaba dando caza. Estaba interrogando a una prostituta de aspecto bastante andrajoso, con el pelo rubio desaliñado negro en las raíces. Se encontraba aovillada en un sofá color amarillo mostaza, y sus labios succionaban con avaricia un cigarrillo. Recuerdo que pensé: «Vaya, ¡qué actriz tan buena! Debería ganar un Emmy o algo por ser tan patética». Tenía un vaso con hielo en la mano, y tomaba sorbitos rápidos de whisky. Observé sus movimientos, sedienta de drama, memorizando todo lo que hacía. Más tarde aquella noche, llené un vaso con hielo y Pepsi. Llevé mi bebida hasta el alféizar de la ventana y levanté un cigarrillo imaginario hasta mis labios.

—Nadie me escucha —susurré de forma que mi aliento empañara el vaso—. Este mundo… está frío.

Tomé un sorbo de Pepsi, asegurándome de hacer sonar el hielo.

Una década y media después todavía sigo teniendo el sentido de lo dramático. El día después de mi encuentro con Caleb, el huracán Phoebe atravesó la ciudad y me libró de tener que llamar al trabajo diciendo que estaba enferma. Me encuentro en la cama, con el cuerpo curvado de forma posesiva alrededor de una botella de vodka.

Alrededor del mediodía, salgo de la cama y voy hasta el cuarto de baño. Sigue habiendo electricidad, a pesar del huracán de categoría tres que está haciendo traquetear mis ventanas. Aprovecho para prepararme un baño. Mientras me sumerjo en el agua humeante, reproduzco todo lo que pasó por millonésima vez. Todo acaba con un «me ha olvidado».

Mi carlina, Pickles, se sienta en la alfombrilla de baño y me observa con atención. Es tan fea que me hace sonreír.

—Caleb, Caleb, Caleb —digo para ver si sigue sonando igual.

Él tenía la extraña costumbre de dar la vuelta a los nombres de la gente cuando los oía por primera vez. Yo era Aivilo, y él Belac. Me parecía algo ridículo, pero al final acabé haciéndolo yo también. Se convirtió en un código secreto que utilizábamos al cotillear.

Y ahora no me recuerda. ¿Cómo puedes olvidar a alguien que has querido, incluso aunque rompiera su corazón hasta dejarlo hecho jirones? Vierto un poco de vodka en el agua de mi baño. ¿Cómo voy a sacármelo de la cabeza ahora? Podría convertir estar deprimida en mi trabajo a tiempo completo. Eso es lo que hacían los cantantes de country; podría ser una cantante de country. Canto unos versos de No rompas más y tomo otro trago.

Tiro de la cadena del tapón con los dedos de los pies y escucho el agua bajando con un borboteo por la cañería. Me visto y camino con lentitud hasta el frigorífico. El licor barato chapotea en mi barriga vacía. Mi suministro de comida de emergencia para huracanes consiste en dos botellas de aliño ranchero, una cebolla y un trozo de queso cheddar duro. Corto el queso y la cebolla, los meto en un cuenco y vierto aliño ranchero sin grasa por encima. Pongo la cafetera y presiono el «play» del estéreo. Dentro está el mismo disco que le di a Caleb en el Hongo Musical. Bebo mucho más vodka.

Despierto en el suelo de la cocina con la cara sobre un charco de babas. En el puño tengo una foto de Caleb que rompí y luego pegué con celo. Me siento bien de narices, aunque hay una ligera palpitación en mis sienes. Tomo una decisión. Hoy voy a empezar de cero. Voy a olvidar a como se llame, voy a comprar mierda saludable para comer y voy a seguir adelante con mi maldita vida. Me lavo de la borrachera y hago una breve pausa para tirar la foto rota y pegada a la basura. Adiós al ayer. Tomo el bolso y me dirijo hacia la tienda de comida saludable más próxima.

Lo primero que hace la tienda de mierda saludable es echarme aire con olor a pachuli en la cara. Arrugo la nariz y contengo el aliento hasta que paso junto al mostrador, detrás del cual hay una chica de mi edad mascando chicle y meditando.

Tomo un carrito y me dirijo hacia la parte trasera de la tienda, pasando de largo junto a las botellas de Limpiador de Auras de Madame Deerwood (no funciona), el Ojo de Tritón y las bolsas de Gota Kola.

Por lo que a mí respecta, esta es una tienda de comestibles normal y corriente, y no un almacén de suministros para todos los raritos new age en un radio de treinta kilómetros. Caleb y yo nunca estuvimos aquí juntos, por lo que el Mercado Meca es una zona de la que no guardo recuerdos.

Meto unas galletas de algas y unas patatas cocidas en el carrito y me dirijo hacia el pasillo de los helados. Paso junto a una mujer con una camiseta que dice «Soy wiccana, mira mi escoba». No lleva zapatos.

Recorro el pasillo de los helados y me estremezco.

—¿Tienes frío?

Me doy la vuelta con tanta rapidez que mi hombro golpea un estante de barquillos. Los observo horrorizada mientras caen al suelo, desperdigándose y deslizándose como mis pensamientos.

«¡Caleb!»

Lo miro recoger las cajas una por una, apilándolas en su mano libre. Me sonríe y tengo la sensación de que le hace gracia ver cómo he reaccionado.

—Lo siento, no tenía la intención de asustarte.

Qué educado. Y ahí está otra vez ese maldito acento.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Las palabras escapan de mi boca antes de que pueda detenerlas.

Se ríe.

—No estoy acosándote, te lo juro. En realidad, quería darte las gracias por la sugerencia musical del otro día en la tienda. Me gustó… de hecho, me gustó mucho.

Tiene las manos en los bolsillos y se balancea de atrás hacia delante sobre los talones.

—Vino —añade, haciendo girar el anillo de su dedo pulgar con el índice. Solía hacerlo cuando se sentía nervioso. Lo miro con rostro inexpresivo—. Me has preguntado qué es lo que estaba haciendo aquí —me recuerda con paciencia, como si estuviera hablando con un niño—. A mi novia le gusta este vino, y solo se consigue aquí… es orgánico.

La última palabra le hace reír.

¿«Novia»? Entrecierro los ojos. ¿Cómo es que la recuerda a ella y no a mí?

—Entonces… —digo con tono indiferente, abriendo uno de los refrigeradores y sacando lo primero que veo—. ¿Recuerdas a tu novia?

Intentaba parecer despreocupada, pero no podría haber sonado más estrangulada si hubiera tenido sus manos alrededor de la garganta.

—No, después del accidente… no la recordaba.

Me siento un poquito mejor.

Recuerdo de inmediato la primera vez que mis ojos azules cayeron sobre ella, hace tres años, cuando estaba realizando el ritual de espionaje posruptura. Había decidido que necesitaba ver a mi reemplazo para cerrarlo todo. En realidad era una locura, pero todos tenemos derecho a acosar un poco.

Llevaba el sombrero hongo rojo de mi abuela porque tenía un ala ridículamente ancha que ocultaría mi cara, y además era tan melodramático como mi personalidad. Me llevé a Pickles como apoyo moral.

Leah Smith. Ese era el nombre de la harpía. Era tan rica como yo pobre, estaba tan feliz como yo triste, y era tan pelirroja como yo morena. La había conocido en alguna fiesta pija un año después de que rompiéramos. Al parecer, habían encajado bien desde el principio, o tal vez él se la había encajado bien desde el principio, no estoy segura.

Leah trabajaba en un edificio de oficinas a diez minutos de donde estaba mi piso. Cuando dejé mi coche en una plaza de aparcamiento, tenía una hora libre antes de que terminara su turno. Me la pasé convenciéndome a mí misma de que mi comportamiento era normal.

Salió del edificio exactamente a las 18:05, con un bolso de Prada balanceándose alegremente de su antebrazo. Caminaba como una mujer que sabe que todo el mundo le mira los pechos. La observé zapatear por la acera con sus tacones de aguja verdes mientras yo me quedaba sentada, estrangulando el volante. Odiaba su largo pelo rojo que le caía en gruesos bucles por la espalda. Odiaba cómo se despedía de sus compañeros de trabajo con un movimiento de los dedos. Odiaba el hecho de que me gustaran sus zapatos.

Miro a los ojos de Caleb en busca de respuestas y, tratando de sacar la cabeza del pasado, pregunto:

—Entonces… ¿seguís estando juntos a pesar de que no sabes quién es?

Espero que se ponga a la defensiva, pero en lugar de eso me dirige una sonrisa astuta.

—Está bastante destrozada con este asunto, y es una chica genial al quedarse conmigo a pesar de todo esto.

No me mira cuando dice «esto».

Como si cualquier chica que estuviera bien de la cabeza fuera a dejarlo ir… a excepción de mí, claro, aunque yo nunca he asegurado estar bien de la cabeza.

—¿Te gustaría ir a tomar un café? —pregunta—. Puedo contarte toda mi tragedia.

Siento un cosquilleo que comienza en mis pies y asciende por todo mi cuerpo. Si recordara algo sobre mí, esto no estaría sucediendo. Es una locura, exactamente la clase de situación de la que podría aprovecharme.

—No puedo.

Me siento tan orgullosa de mí misma que me estiro para ser un poco más alta. Él toma mi respuesta de la misma forma que había tomado todos mis rechazos durante los años que salimos, sonriendo como si no pudiera estar diciéndolo en serio.

—Sí que puedes. Piensa que me estás haciendo un favor. —Inclino la cabeza hacia un lado—. Necesito algunos amigos buenos… buenas influencias.

Abro la boca y suelto un prolongado resoplido. Caleb levanta una ceja.

—Yo no soy una buena influencia —aseguro, pestañeando con rapidez.

Cambio mi peso de un pie al otro, distrayéndome con una botella de cerezas al marrasquino. Podría tomar la botella, tirársela a la cabeza y salir corriendo, o bien podría ir a tomar un café con él. Después de todo, solo es un café. Nada de sexo, nada de una relación, tan solo una charla amistosa entre dos personas que supuestamente no se conocen.

—Vale, vamos a tomar un café.

Oigo la emoción de mi voz y me estremezco. Doy. Mucho. Asco.

—Genial. —Sonríe.

—Hay una cafetería a dos manzanas de aquí, en la esquina noroeste. Podemos quedar ahí en media hora —sugiero, calculando el tiempo que tardaré en llegar a casa y dejar de babear. «Di que no puedes. Di que tienes otras cosas que hacer…»

—En media hora —repite, observando mis labios. Los frunzo para dar efecto y Caleb agacha la cabeza para ocultar una sonrisa. Me doy la vuelta y recorro el pasillo con calma. Puedo sentir sus ojos en mi espalda, provocándome un cosquilleo.

Abandono el carrito en cuanto estoy lejos de su vista y voy al galope hacia la parte delantera de la tienda. Mis sandalias me golpean los talones mientras corro.

Llego a casa en un tiempo récord. Mi vecina Rosebud está llamando a mi puerta con una cebolla en la mano. Si me ve, quedaré atrapada en una conversación unilateral de dos horas sobre su Bertie y sus problemas de gota, así que me escondo entre los arbustos. Cuando se rinde cinco minutos después, me arden los muslos por estar acuclillada, y además tengo ganas de ir al baño.

Lo primero que hago al pasar por la puerta es rescatar la foto de Caleb de la basura. La limpio de cáscaras de huevo y la meto en el cajón de los cubiertos.

En quince minutos estoy saliendo por la puerta, sintiéndome tan nerviosa que tengo que hacer un esfuerzo consciente por no tropezar con mis propios pies. El trayecto de tres manzanas en coche es una tortura. Me suelto improperios a mí misma, y dos veces giro hacia el carril en dirección contraria para volver a casa. Cuando llego al aparcamiento tengo un ligero traumatismo cervical.

La cafetería está llena de paredes de un azul oscuro y mosaicos con patrones. Es intenso, deprimente y cálido, todo al mismo tiempo. Con un Starbucks a solo tres manzanas, este lugar está reservado para un público más serio, gente con pretensiones artísticas que meditan con melancolía sobre sus MacBooks.

—Hola, Livia —me saluda el chico punki y bajito que trabaja en el mostrador.

Le dirijo una sonrisa. Mientras paso junto al tablón de anuncios, algo me llama la atención. Hay una foto de la cara de un hombre entre los folletos. Me acerco más, sintiendo un cosquilleo de reconocimiento. Bajo la parte inferior de su cara, las palabras «SE BUSCA» destacan con letras en negrita. Es el hombre del Hongo Musical… ¡el que llevaba el paraguas!

Dobson Scott Orchard, nacido el 7 de septiembre de 1960.

Se busca por secuestro, violación y atraco.

Rasgo característico: marca de nacimiento en la frente.

¡El lunar! Esa es la marca de nacimiento a la que se refiere el cartel. ¿Qué habría pasado si hubiera ido con él? Me quito la imagen de la cabeza y memorizo el número de la parte inferior del papel. Si no hubiera visto a Caleb aquel día, tal vez habría dejado que me acompañara hasta mi coche.

Dobson escapa de mi cabeza cuando veo a Caleb.

Me está esperando en una mesa pequeña en la esquina trasera, mirando el mantel de forma distraída. Se lleva una taza de porcelana blanca hasta los labios, y lo recuerdo haciendo lo mismo en mi apartamento hace años. El corazón se me acelera.

Me ve cuando me encuentro a un par de metros.

—Hola. Te he pedido un café con leche —dice, levantándose. Sus ojos van desde mis pies hasta mi cara en un único movimiento rápido. Estoy bien arreglada. Me aparto un mechón de pelo oscuro de los ojos y sonrío. Estoy nerviosa, y las manos me tiemblan. Cuando extiende una mano hacia mí, titubeo antes de darle la mía—. Caleb Drake —dice—. Diría que por lo general me presento a las mujeres antes de proponerles ir a tomar un café, pero no me acuerdo.

Sonreímos con incomodidad ante su terrible chiste mientras permito que mi pequeña mano quede tragada por la suya. La sensación de su piel es demasiado familiar. Cierro los ojos durante un breve segundo y dejo que lo absurdo de la situación me inunde.

—Olivia Kaspen. Gracias por el café.

Nos sentamos, incómodos, y comienzo a poner azúcar en mi taza. Observo su cara. Antes se metía conmigo diciendo que mi café estaba tan dulce que hacía que te dolieran los dientes. Él bebe té caliente, como los británicos. Solía pensar que era encantador y distinguido. De hecho, todavía lo pienso.

—¿Y qué le has dicho a tu novia? —pregunto tomando un sorbo.

Estoy balanceando la sandalia del dedo gordo, algo que le molestaba cuando estábamos juntos. Veo que lleva los ojos a mi pie y, por un segundo, creo que va a sujetarlo para detener el movimiento.

—Le he dicho que necesitaba un poco de tiempo libre para pensar. Es horrible decirle algo así a una mujer, ¿verdad? —pregunta, y yo asiento con la cabeza—. En fin, el caso es que rompió a llorar en cuanto las palabras salieron de mi boca, y yo no sabía qué hacer.

—Lo siento —miento. La niña pija y pecosa está acurrucándose con el rechazo hoy. Es algo maravilloso—. Entonces… tienes amnesia.

Caleb asiente con la cabeza y baja la mirada hasta la mesa. Con expresión ausente, traza un patrón de círculos con el dedo.

—Sí, se llama amnesia selectiva. Los doctores, ocho de ellos, me han dicho que es algo temporal.

Le doy vueltas a la palabra «temporal», pensativa. Podría significar que mi tiempo con él es tan temporal como un tinte de pelo o un subidón de adrenalina. Decido que aceptaré cualquiera de las dos posibilidades. Estoy tomando un café con un hombre que me odiaba, así que «temporal» no tiene por qué ser una mala palabra.

—¿Cómo sucedió? —pregunto. Caleb se aclara la garganta y mira a nuestro alrededor, como si estuviera evaluando si alguien de la sala puede oírnos—. ¿Qué? ¿Demasiado personal?

No puedo mantener la risa alejada de mi voz.

Me resulta extraño que esté dudando en decírmelo. Cuando estábamos juntos, me lo contaba todo; incluso las cosas que la mayoría de los hombres no compartirían con sus novias por vergüenza. Todavía puedo leer su expresión después de todos estos años, y me doy cuenta de que se siente incómodo compartiendo los detalles de su amnesia.

—No lo sé. Me siento como si debiéramos comenzar con algo simple antes de contarte mis secretos. Como mi color favorito.

Sonrío.

—¿Es que recuerdas cuál es tu color favorito?

Caleb niega con la cabeza, y los dos nos reímos.

Suelto un suspiro y jugueteo con mi taza de café. Cuando comenzamos a salir, le pregunté cuál era su color favorito. En lugar de decírmelo, me hizo meterme en el coche, diciendo que tenía que enseñármelo.


—Esto es ridículo, tengo que estudiar para un examen —me había quejado yo.

Él condujo durante veinte minutos, poniendo a tope la horrible música rap que le gustaba, y al fin aparcó junto al Aeropuerto Internacional de Miami.

—Ese es mi color favorito —dijo, señalando las luces que recorrían la pista.

—Es azul —señalé—. ¿Y qué pasa?

—No es cualquier azul, es azul de aeropuerto —especificó—. Y jamás lo olvidas.

Yo me giré otra vez hacia la pista para examinar las luces. El color era espeluznante; parecía fuego cuando arde a grandes temperaturas y se vuelve azul. ¿Dónde iba a encontrar una camiseta de ese color?


Lo miro ahora, con el recuerdo claro en mi mente y desaparecido de la suya. ¿Cómo será olvidar tu color favorito? ¿O a la chica que te destrozó el corazón?

El azul de aeropuerto me atormenta. Se ha convertido en una marca para mí, una señal de nuestra relación rota y mi fracaso a la hora de seguir adelante. El puto azul de aeropuerto.

—Tu color favorito es el azul —digo—, y el mío es el rojo. Ahora ya somos buenos amigos, así que cuéntame lo que pasó.

—El azul, entonces. —Asiente con una sonrisa—. Fue un accidente de coche. Un compañero de trabajo y yo estábamos de viaje de negocios en Scranton. Nevaba con fuerza, e íbamos de camino a una reunión. El coche salió derrapando de la carretera y acabó empotrado en un árbol. Sufrí heridas graves en la cabeza…

Lo recita todo de un tirón, como si la historia lo aburriera. Supongo que ha tenido que contarla ya cientos de veces.

No tengo que preguntarle cuál es su trabajo; es inversor bancario. Trabaja para la empresa de su padrastro, y es rico.

—¿Y tu compañero de trabajo?

—Él no tuvo tanta suerte —dice, y sus hombros se desploman.

Me muerdo el labio. No se me dan bien la muerte y las palabras que se supone que debes decir para mostrar tus condolencias. Cuando mi madre murió, la gente decía estupideces que me ponían furiosa. Palabras blandas y esponjosas que no tenían ningún peso: «lo siento» (cuando claramente no era culpa suya); y «si hay algo que pueda hacer…», cuando ambos sabíamos que no había nada. Cambio de tema para no tener que ofrecerle palabras huecas.

—¿Recuerdas el accidente?

—Recuerdo despertar después de que ocurriera. Antes de eso, nada.

—¿Ni siquiera tu nombre?

Niega con la cabeza.

—La buena noticia es que los doctores dicen que recuperaré la memoria. Tan solo es cuestión de tiempo y de tener paciencia.

La buena noticia para mí es que no recuerde nada. Si lo hiciera, no estaríamos hablando.

—Encontré un anillo de compromiso en el cajón de mis calcetines —añade, y su confesión es tan repentina que me atraganto con el café—. Lo siento. —Me da unas palmadas en la espalda y yo me aclaro la garganta, con los ojos húmedos—. La verdad es que necesitaba contárselo a alguien. Me estaba preparando para pedirle que se casara conmigo, y ahora ni siquiera sé quién es.

Vaya… ¡vaya! Me siento como si alguien acabara de enchufarme y tirarme a una bañera. Sabía que había seguido adelante con su vida, lo había espiado lo suficiente como para saberlo, pero ¿matrimonio? Sentí un picor por el cuerpo solo de imaginarlo.

—¿Qué piensan tus padres sobre tu situación? —pregunto para dirigir la conversación hacia un camino más agradable. La idea de Leah con un vestido blanco hace que me entren ganas de reír. Le pegan más la lencería de zorrilla y las barras de striptease.

—Mi madre me mira como si la hubiera traicionado de alguna forma, y mi padre no deja de darme palmaditas en la espalda, diciendo: «La recuperarás pronto, colega, todo va a ir bien, Caleb».

Sonrío al ver que imita a su padre de maravilla.

—Sé que suena egoísta, pero solo quiero que me dejen en paz, ¿sabes? —continúa. No lo sé, pero asiento con la cabeza de todos modos—. No dejo de preguntarme por qué no puedo recordar. Si mi vida era tan genial como todo el mundo no para de decirme, ¿por qué nada de ella me resulta familiar?

No sé qué decir. El Caleb que conocía siempre lo tenía todo bajo control. Siempre pensé que era un experto; era sensible con la moda, pero demasiado genial para que le importara. Este Caleb está confuso y roto, y está soltando todas sus miserias a alguien que piensa que es una completa desconocida. Quiero besarle la cara y suavizar su ceño fruncido. En lugar de eso, me quedo paralizada sobre mi silla, luchando contra la necesidad de contarle todo lo que nos separó en primer lugar.

—Y bueno, ¿qué hay de ti, Olivia Kaspen? ¿Cuál es tu historia?

—Yo, esto… no tengo ninguna.

Su pregunta me ha dejado con la guardia tan baja que mis manos comienzan a temblar.

—Venga ya… yo te lo he contado todo —suplica.

—Todo lo que recuerdas —puntualizo—. ¿Hace cuánto tiempo que tienes amnesia?

—Tres meses.

—Bueno, pues durante los últimos tres meses de mi vida no he hecho nada más que trabajar y leer. Ahí tienes tu respuesta.

—Por alguna razón, creo que hay un poco más en ti que eso.

Examina mi cara y tengo la impresión de que está generando una historia por lo que ve en ella. Me gustaría que no lo hiciera, que no tratara de ver más allá de mis muros. Nunca he sido muy hábil a la hora de fingir con él.

—Mira, cuando recuperes los recuerdos y puedas divulgar todos tus secretos del pasado, haremos una fiesta de pijamas y te lo contaré todo, pero, por lo que a mí respecta, hasta que llegue ese día los dos tenemos amnesia.

Suelta una risa fuerte y profunda, y yo escondo mi sonrisa complacida detrás del borde de mi taza de café.

—Bueno, eso no me suena tan mal —dice con voz provocativa.

—¿No? ¿Y eso por qué?

—Bueno, porque acabas de darme permiso para volver a verte, y ahora puedo estar a la espera de una fiesta de pijamas.

Me ruborizo y decido que nunca podré decírselo. Lo acabará recordando en algún momento, y toda esta pantomima se desmoronará a mi alrededor como un castillo de naipes mal construido. Hasta entonces, lo he recuperado, y voy a aferrarme a eso todo el tiempo que pueda.