Introducción

El título no puede ser más explícito, yo, Nacho Guerreros, también fui víctima de bullying cuando tenía trece años, el peor año de mi vida. Pero esta obra no habla, o no solo habla, de mi experiencia personal. No es mi visión o mi opinión, racional o visceral, ni la de mi compañera en este proyecto en el que nos hemos dejado la piel, la periodista Sara Brun, sobre el acoso, sino un intento de colocar este asunto en el centro del debate social. Porque los niños acosados lo están pidiendo, en el peor de los casos, con el desgarro de una nota de suicidio.

Nuestra sociedad ya ha tomado conciencia sobre la necesidad de prevenir los accidentes laborales, de mejorar la educación vial para reducir la siniestralidad en las carreteras, de aspirar a cotas de igualdad y respeto para combatir la violencia machista, y pensamos que ha llegado el momento de dar a conocer la problemática del bullying para hacer un diagnóstico adecuado y establecer, entre todos, padres y madres, niños y adolescentes, profesores, psicólogos, pedagogos, defensores del menor, abogados, jueces, policías, agentes tutores de la policía municipal, legisladores, políticos, técnicos de la administración educativa… Entre todos, conseguir acabar con esta lacra que afecta, en España, a uno de cada cuatro menores en edad escolar.

El libro que tienes entre las manos intenta, de manera honesta, dar voz a todos los afectados por una situación de violencia como el acoso escolar: a las víctimas y a los acosadores, a las familias de unos y otros, a los profesores, tutores, psicólogos y pedagogos, a la comunidad educativa, a toda la sociedad, de hecho. Recoge el trabajo realizado en dos direcciones: por un lado, el compendio de testimonios de víctimas con las que hemos compartirdo su dolor, su indignación y su frustración. Y por otro, la recopilación de las opiniones de expertos en psicología y educación en general, y en el acoso escolar en particular. Profesionales destactados, pero también personas sensibilizadas que se han unido para reivindicar soluciones. Es este libro encontraréis pautas de detección precoz de acoso y herramientas para ponerle freno, historias personales de superación y también algunos ejemplos de cómo no hacer las cosas.

Creo que la mayor dificultad con la que nos hemos encontrado es que el bullying está lleno de tabúes, parece que en torno a él se impone una ley del silencio en cumplimiento de la cual prácticamente nadie está dispuesto a dar su testimonio, y menos si no es desde el anonimato.

Así que desde aquí queremos dar las gracias a todos los valientes que nos dejaron entrar en sus vidas y nos brindaron sus experiencias. A Victoria, a Carlos, a Lucía, a Víctor y a Miguel, quienes, entre muchos otros, algunos niños, adolescentes y otros en edad adulta, son o han sido víctimas de acoso escolar con los que hemos compartido su día a día. Todos ellos son también protagonistas de esta obra. Para entender un problema hay que vivirlo y esa fue la primera premisa a la hora de encarar este trabajo. Hemos compartido con ellos y sus familias sesiones de terapia, tristeza y esperanza, ilusiones y sueños. Hemos acompañado a algunos padres a la salida del colegio para entender desde dentro qué es esperar a tu hijo con el corazón en un puño sin saber cómo le habrá ido el día.

Por el camino nos hemos encontrado con profesionales que llevan años trabajando para dar solución a este problema y que no son suficientemente escuchados. Ellos conocen, mejor que nadie, cuál es la situación real del acoso escolar en España, y el panorama es desolador. Por lo que este libro, además de los testimonios de las víctimas, también cuenta con una importante parte «teórica» con la que esperamos que el lector entienda exactamente en qué punto estamos con respecto al acoso escolar o bullying.

Puesto que las voces no son las nuestras, las de los autores, quisiéramos agradecerles, al principio, y no al final, como suele ser habitual, su colaboración a las siguientes personas y asociaciones:

Gracias a Iñaki Piñuel, psicólogo, profesional de referencia en la investigación y el abordaje del acoso y a Araceli Oñate, directora del Informe Cisneros X, el estudio más representativo sobre acoso y violencia escolar en España por vuestra labor, por el tiempo que nos habéis concedido enseñándonos la realidad del bullying, por todas las aportaciones y por el Informe Cisneros X.

Gracias a la Fundación ANAR, Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo, por compartir con nosotros la gran labor que desarrollais desde hace casi cincuenta años, por ser la organización de referencia en materia de acoso, por el ingente esfuerzo en investigación de todas las amenazas a las que se ve sometida la infancia, y muy especialmente, por el rigor de vuestros informes y estudios sobre bullying y ciberbullying.

Gracias a la Cooperativa de Iniciativa Social Kamira, de Navarra. Vuestra relación constante con niños, niñas y adolescentes hace que las aportaciones de vuestros profesionales sean imprescindibles a la hora de entender de qué va esto del acoso escolar.

Gracias a AMACAE, Asociación Madrileña Contra el Acoso Escolar, por abrirnos las puertas de vuestra asociación y dejarnos acompañaros en el día a día. Muy especialmente gracias a M.ª José Fernández, presidenta de la asociación y a M.ª del Mar Valdeita, vicepresidenta.

Gracias a AIPIS, Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio. Vuestra presencia en esta obra era imprescindible para llamar la atención sobre algo tan preocupante como el suicidio entre menores y adolescentes. Sobre todo gracias a Javier Jiménez y a Montserrat Montes, presidente y vicesecretaria, respectivamente.

Gracias a Inés Gasca Beltrán, psicóloga y orientadora. Cuando estábamos perdidos sin saber cómo darles voz a los centros educativos, tú nos ofreciste la solución.

Gracias a Teresa Martínez-Arrieta, psicóloga infantil, por tus palabras y por dejarnos asistir a esas sesiones con Víctor que nos encogieron el alma.

Gracias a Alicia Melero-Vallejo, doctoranda en Lingüística Cognitiva y Psicolingüística por la Universidad Autónoma de Madrid, por sus aportaciones en el capítulo del acosador.

Gracias a Jero García presentador del programa Hermano Mayor en Cuatro y director de la Escuela de Boxeo, por compartir con nosotros tu experiencia y tu punto de vista.

Gracias de nuevo y un caluroso abrazo a nuestros valientes, M.ª del Mar , Victoria, A M.ª José, Miguel, Carlos Alonso, Lucía Álvarez, Vanesa y Víctor. Gracias por compartir vuestra vida, vuestras experiencias, vuestro dolor y vuestras esperanzas en un futuro mejor con nosotros.

Finalmente nos gustaría dar las gracias a todas aquellas personas que no aparecen identificadas en esta obra por respeto a su voluntad pero que han querido compartir con nosotros sus vivencias, experiencias y confesiones.

Prólogo de Jordi Sánchez

«No pasa nada. Siempre ha existido». «No es bueno vivir entre algodones». «Así también aprenden. Es la vida. Nadie se muere por esto».

Cientos de veces he escuchado decir estas frases o similares, en lo que respecta al acoso continuado, ya sea físico o psicológico, al que se somete a un miembro de la clase por parte de un grupo de amables compañeros.

Una cosa sí es cierta, y es que siempre ha existido. Todos tenemos en mente al pobre chaval de nuestra clase, si es que no éramos nosotros mismos, al que un grupo numeroso de perlas, humillaba, golpeaba y ofendía, durante días, meses, o un curso completo. Hasta que de repente, si la cosa no iba a mayores, le dejaban tranquilo e iban a por otro, y por fin el chaval volvía a respirar en paz. El niño de mi colegio al que le hacían eso se llamaba Ricardo. Que le pregunten a él si no pasaba nada.

Que te avergüencen y humillen repetidas veces no tiene nada de bueno, no se saca nada útil, no te arregla nada, ni te hace una persona mejor en el futuro. Ni siquiera más fuerte. A ciertas edades, por no decir a todas, este tipo de actitudes, lo único que hacen es daño. Un daño innecesario. Si pudiéramos evitar algo así, lo haríamos a toda costa, ¿no es cierto? No hay dudas sobre esto. Pues lo mismo sucede con el bullying.

Ricardo, el niño maltratado de mi clase, no fue un chaval feliz en absoluto. Fue un niño triste, asustadizo, solitario e inseguro. Y que le robaran la felicidad durante todo un curso fue una pena y un delito por el que nadie pagó. Ricardo siempre tenía los nervios a flor de piel y se dormía en el aula de puro agotamiento. De noche padecía una especie de insomnio intermitente por el miedo que le daba ir a clase. El sueño constante fue la terrible guinda que provocó que le acosaran todavía más. Maltrato al que se sumaron algunos profesores que no se interesaron por ir más allá, por preguntar, por investigar qué había detrás de tantos nervios, tanta irritabilidad, tanto cansancio, tanta tristeza… y se limitaban a llamarle «vago».

No comparto, en absoluto, la teoría esa de que este tipo de situaciones te ayudan a madurar, a prepararte para la vida, a curtirte. Como si fueras un pedazo de piel de vaca, o qué se yo. Un niño pequeño debe estar entre algodones, porque es entre algodones donde va a poder sentirse seguro. ¡Y punto! Y no debe pasar hambre ni miseria ni frío ni sufrir maltrato alguno. Igual que no hace falta aprender a robar pan cuando tu familia ya te alimenta, no hace falta madurar antes de tiempo. Ya se encargará la vida de darte palos, es inevitable. Evitemos todos los que podamos.

Ricardo tenía miedo de todo, tenía miedo incluso de reírse, por si alguien se metía con él. Y vivió una adolescencia llena de rencor y de desconfianza. Vivió sintiéndose triste. Y eso sí fue una putada, un pecado por el que nadie se sintió culpable, que nadie confesó y además, ya pasó, ha prescrito. ¿Qué necesidad tenía de sufrir así?

En mi colegio y en mi barrio había dos tipos de niños: los que cuando se encontraban un polluelo de gorrión le daban migas de pan y los que le metían un petardo en la boca y le volaban la cabeza para ver lo que pasaba. Entre los amigos de mi colegio y en mi barrio, no se consideraba ni mejor ni peor al del petardo que al de las migas, sencillamente diferente. Y al del petardo mucha gente le consideraba «guay» y muchos le reían las gracias. Y, por supuesto, nunca se sentía culpable. Creo que el mundo se sigue dividiendo entre estos dos tipos de personas.

Y al que no se porta bien hay que hacérselo saber: sancionarle, convencerle y conseguir que cambie. Supongo que se trata de aplicar el sentido común en una edad tan importante en que se sientan los cimientos de los valores que regirán nuestro comportamiento el resto de nuestra vida. Premiar al que lo hace bien y castigar al que lo hace mal. Tan sencillo como eso. Supongo que se trata de educar, que no es fácil.

Jordi Sánchez, actor y guionista. (Antonio Recio en La que se avecina)

-1- Nacho Guerreros: «No dejes que te ahoguen»

Tuve una infancia feliz. Soy hijo único, así que me acostumbré a jugar solo en casa y desarrollé mi imaginación creando un montón de personajes al mismo tiempo.

Mis mejores amigos eran Santi y Mariví, dos hermanos que vivían en el portal de al lado y con los que tenía una relación casi de primos, pasábamos de una casa a otra sin que se supiera nunca donde acabaríamos comiendo o durmiendo.

Supongo que de vez en cuando me portaba mal, como todos los niños, y mi madre, en esos casos, tiraba de esa frase tan presente en la memoria de toda una generación: «Como me quite la zapatilla, verás». ¿Qué tendrían las zapatillas de aquel entonces que surtían un efecto inmediato en nuestro comportamiento? Alguna vez me cayó algún que otro zapatillazo que recuerdo sin ningún tipo de trauma, pero, realmente, no hubo necesidad de emplear mucho ese castigo; yo no era desafiante, más bien me conformaba con casi todo, con la comida, con la ropa…

Era buen comedor; esto no era mérito mío, sino de la rica materia prima de la huerta riojana de mi tierra; me encantaban y me siguen encantando las alcachofas, los espárragos, las coles, los pimientos… Todos esos sabores me resultaban placenteros desde el primer bocado.

Tampoco me quejaba mucho de la ropa que elegía para mí mi madre, o quizás era que ni siquiera sabía que se podía protestar. Me vestía con lo que ella decidía y punto. Además, en invierno y en el norte, el atuendo siempre consistía en jersey grueso y anorak.

No me gustaba jugar al fútbol, pero nunca me consideré un niño raro por eso. Simplemente a mí nunca me apetecía jugar y mis amigos no me presionaban para que lo hiciera. De hecho, las dos únicas veces que metí un gol fue en mi propia portería, en 6.º de E.G.B. A día de hoy, todavía me lo recuerdan y nos echamos unas risas, pero nunca sentí que mis amigos me dejaran de lado por culpa del fútbol. Eran y son mi cuadrilla de siempre, conservo ese sentimiento de pertenencia a un grupo que permanecerá de por vida y que tan bien entendemos los que nos hemos criado en un pueblo.

Hago esta aclaración porque muchas de las víctimas a las que he conocido durante el proceso de investigación de esta obra sí que tuvieron problemas para que les aceptaran por no ser maestros del balón. En mi caso, los de mi cuadrilla nos entreteníamos también sin fútbol, con muchos otros juegos en la calle. Pertenezco a esa generación para que la palabra «calle» era sinónimo de diversión, de libertad y de jugar y charlar con tus amigos. Una generación asilvestrada, que solo cogía catarros de vez en cuando, y para la que mancharse la ropa era el pan nuestro de cada día. Si nos encontrábamos con un pájaro muerto lo enterrábamos y le hacíamos un funeral, lo mismo con una lagartija o con una mosca. Los funerales nos gustaban, metíamos al pobre animal en una caja donde cupiera y le dábamos sepultura con todos los honores. Mis amigos eran mis compañeros de colegio y algunos, además, eran mis vecinos. Vivíamos en el casco antiguo, junto a la catedral, en la parte más baja de Calahorra, un pueblo de veinticinco mil habitantes de La Rioja. El río pasaba al lado de casa, por lo que ir a jugar y a bañarnos en verano también forma parte de mis recuerdos más entrañables. A los nueve años, nos mudamos de barrio y tuve que despedirme de mis dos grandes amigos, Santi y Mariví.

Aunque no dejamos de vernos, ya no era lo mismo. Cada uno tiró por su lado; pero hasta el día de hoy nos une una especie de cordón umbilical irrompible.

No teníamos PlayStation ni videojuegos ni Internet ni falta que nos hacía, y la tele contaba solo con dos canales: la primera y la segunda. Por eso, cuando jugábamos, siempre interpretábamos a personajes reales sin ningún tipo de superpoder, policías y ladrones solían ser nuestras referencias. Este recuerdo me hace reflexionar: cuando yo era pequeño, no quería ser otra cosa que no fuera yo mismo. No quería ser un superhéroe porque no tenía contacto con ninguno y solo admiraba a personas de carne y hueso que, incluso, conocía en persona.

Yo era un niño tranquilo, al que le gustaba dibujar y jugar a hacer televisión. Me apasionaba, entre otros, el programa 1, 2, 3… responda otra vez e imitaba continuamente a Kiko Ledgard o a cualquier presentador o cantante de aquella televisión setentera. Ese es el primer recuerdo televisivo que tengo. Ese y la muerte de Franco. Por aquel entonces estaba a punto de cumplir cinco años, pero creo que a todos los que tenemos más o menos mi edad nos impactó que suspendieran toda la programación en la tele, más incluso que la propia muerte, y por eso tengo tan presente la muerte del dictador.

Desde que nací o, mejor dicho, desde que tuve uso de razón, supe que quería estar sobre un escenario ya fuera como cantante, presentador o actor —decisión que tomé firmemente a los diez años, aunque no se lo conté a nadie—. Mi pasión por la interpretación nació gracias a Estudio 1, de Televisión Española, un programa dramático que emitía representaciones teatrales. Descubrí a actores como Quique Camoiras, Julia e Irene Gutiérrez Caba, José Bódalo, José María Rodero, José Luis López Vázquez, Carlos Larrañaga, María Luisa Merlo, Pedro Osinaga, María Luisa Ponte o Gemma Cuervo. Todos ellos siguen siendo mis referentes profesionales hoy en día.

Yo sabía que quería ser actor, pero nadie de mi familia se había dedicado a nada parecido y entre mis amigos no era ni siquiera una opción, no podíamos soñar con ello. A los trece años se lo dije a mis padres. Fue como decirles que quería ser astronauta. Después comprobé que da igual la edad en la que anuncies que quieres ser actor, la reacción siempre es la misma: es como si dijeses que quieres viajar al espacio. Pero no me desanimé. Lo primero era terminar la E.G.B. y luego estudiar cualquier grado de F.P., que me llevara a los dieciséis años y mi futuro ya podría plantearse con la seriedad que requería mi elección.

Pero hacer planes a tan largo plazo resultó mucho más duro de lo que imaginaba; mi cabeza estaba siempre en otro lugar, leía a escondidas la revista Fotogramas y mi mente adolescente soñaba con aparecer algún día en sus páginas —a día de hoy todavía no lo he logrado—. No conseguía concentrarme lo suficiente en las materias y comenzaron a caer los primeros suspensos.

Hasta 8.º de E.G.B mis amigos y mis compañeros de clase fueron las mismas personas con las que compartí una infancia feliz. Estudiábamos en un centro parecido al que hay en todos los pueblos, construido en los años sesenta y con grandes ventanales que daban al patio. Los suelos eran de madera y las ventanas bordeaban unos mosaicos de elefantes azules y amarillos.

Mi profesora preferida, la que marcó toda mi infancia, se llamaba Crescencia y, para mi, encarnaba el paradigma de lo que debe ser la educación. A ella no le importaba tanto que sacaras un diez como que respetaras a los demás. Los deberes y trabajos teníamos que presentárselos limpios y ordenados y nos recomendaba que siempre que fuéramos a hacer cualquier tarea, preparáramos el espacio para estar cómodos y concentrados. Mucha luz, a Crescencia le gustaba que aprendiéramos con mucha luz. Era una maestra atenta y cariñosa.

Por oposición, los profesores que tuve después de ella, en 7.º y 8.º de E.G.B., me daban miedo. A mí y a todos; porque en aquellos años les estaba permitido pegarnos si hacíamos algo mal —o aunque no lo hiciéramos— y había algunos que la única manera que tenían de hacerse respetar —debido a su incapacidad docente— era a base de collejas, capones, tirones de orejas o bofetadas.

Aunque esa manera de enseñar me resulte inaceptable, no dejo de asombrarme de cómo han cambiado las cosas. Hoy en día un profesor apenas puede levantar la voz a un alumno que seguramente comete infracciones o tiene faltas de respecto mucho más graves que las que cometíamos nosotros a su edad. En pocos años se ha pasado del autoritarismo a la falta de autoridad en las aulas.

Al terminar 8.º de E.G.B., como se me daba bien el dibujo, el tutor le recomendó a mi madre que me matriculara en la rama de Delineación de Formación Profesional. En mi cabeza soñaba con ser actor, pero me pareció una buena opción hasta que fuera lo suficientemente mayor como para poder estudiar fuera de Calahorra. Esta decisión me separó de mis compañeros de clase de toda la vida porque, aunque algunos se matricularon en el mismo centro que yo, ya no compartimos clases ni nos veíamos con la misma frecuencia. Era mi primer paso hacia el mundo adulto; un paso que duró un año entero y que he intentado borrar de mi cabeza con todas mis fuerzas, sin llegar a conseguirlo del todo.

El Instituto de Formación Profesional de Calahorra era un edificio antiguo al que le habían anexionado otro de nueva construcción de ladrillo rojo. El aula de Delineación tenía nueve alumnos, uno de ellos era yo, y en las asignaturas como Lengua o Historia nos unían con otra clase perteneciente a otra rama, con la que llegábamos a sumar diecinueve estudiantes. Desde el primer día que pisé aquella clase y todos y cada uno de los siguientes me sentí como gallina en corral ajeno. Percibía que estaba en el lugar equivocado.

Yo venía de mi colegio de E.G.B. donde me sentía seguro y arropado y acababa de adentrarme en una jungla. En un primer momento me puse contento porque había gente conocida entre los alumnos, pero la alegría solo me duró un minuto. Había un chico que había sido compañero ocasional de mis juegos infantiles. Su mejor amigo era otro al que no había visto en mi vida y, nada más sentarme en mi sitio, ambos me miraron como si yo estuviera cubierto de mierda. Esta mirada de asco fue la única expresión emocional que me mostraron sus caras durante todo el año. Si el curso empezó en octubre, en Navidad, yo ya estaba destrozado, desanimado y muy acojonado.

El trayecto de mi casa al instituto me parecía el camino hacia la guillotina. Todos los días tenía que aguantar empujones entre las mesas, collejas y que se rieran de mí, de mi mochila, de mi ropa… Cuando les daba la gana tiraban al suelo todo lo que había sobre mi pupitre y seguían su camino. De los nueve que estudiábamos en esa clase, tres éramos los chivos expiatorios con los que se metían continuamente aquellos dos chicos. Quedaban cuatro personas que, aunque eran conscientes de lo que estaba ocurriendo porque lo presenciaban cada día, nunca hicieron nada.

Con los años, jamás —y en algunos casos he tenido relación con ellos e incluso buen trato— han comentado nada de lo sucedió durante aquel curso. Y les entiendo. El miedo a ser señalados era más grande que las ganas de ayudar. Mi clase era una verdadera jauría en la que solo conseguía poner orden un profesor —que además era el tutor— al que hasta mis dos acosadores le tenían miedo por el desprecio con el que nos trataba a todos.

Yo tenía trece años. Muchas veces pienso que podría haber actuado de otra forma, pero la verdad es que no hubiera sabido cómo hacerlo. En esos momentos te sientes tan bloqueado que solo piensas en ser invisible. Sabía que mi estancia allí era de paso, que duraría solo un año; tenía claro que, en cuanto acabara el curso, me matricularía en otra rama. Quizás por eso no se me ocurrió hacer piña con los otros damnificados para ir a quejarnos juntos a la dirección del colegio. En cualquier caso, estoy seguro de que no nos hubiera servido de nada. El tutor —recuerdo que se llamaba Jesús— era apático, despreciativo y muy poco dado a la conversación. No conseguí aprobar Dibujo nunca. Nos daba miedo. Tampoco lo comentábamos entre nosotros. Era como si al hacerlo la vergüenza fuera aún mayor. Yo nunca dije nada en casa, ni a mis amigos de toda la vida. Creo que no supe gestionar lo que me estaba pasando y tampoco ponerle un nombre; lo único que hacía era repetir una y otra vez la cuenta atrás de los días que me quedaban en lo que a mí me parecía el corredor de la muerte. Recuerdo tener la sensación de no poder establecer vínculos con nadie, no formar parte de ningún grupo y sentir que la única la ley vigente era la del «sálvese quien pueda».

Yo despreciaba a mis dos acosadores. Curiosamente tenían el mismo nombre, aunque se les llamaba con apelativos distintos. Por lo que viví y lo que he ido viendo en los casos de acoso que nos han explicado para este libro, un acosador nunca actúa solo, siempre se hace acompañar de otros cómplices cobardes para afianzar su superioridad. Su concepto de diversión me parecía, incluso a mis trece años, de gilipollas. Se ponían a ambos lados del pasillo y se dedicaban dar empellones y envites a todo aquel que pasara por el medio, y los tontos de su clase éramos a los que empujaban más fuerte.

Durante todos aquellos meses confié en que uno de los dos abusones, que había sido mi compañero de juegos de la infancia, se diera cuenta de lo que me estaba haciendo, reaccionara y me ayudara; pero nunca lo hizo. Perdí toda esperanza el día que, delante de toda la clase, me hizo una pregunta bastante incómoda que me negué a responder. Al quedarme callado empezaron a insultarme. De fondo sonaban algunas carcajadas, yo tragué saliva como pude y seguí a lo mío. Ese día fue el que más me alegró que justo entonces el profesor entró en el aula, así que se callaron. Quería huir de allí. Ya no me gustaba ni la Delineación ni la Historia ni la Lengua ni nada. Solo quería desaparecer. Para poder sobrellevar esos días me repetía una y otra vez que ya quedaba menos, que yo iba a ser actor, que estaba allí por equivocación, pero que ya quedaba menos.

Frustración y miedo. Eso es lo que recuerdo. Yo era incapaz de hacer que pararan los insultos y de pedirle a mi amigo de la infancia que no me tratara así. Al otro, a su compañero de hazañas, le tenía pavor. Lo veía mayor que yo. Fumaba. Como entonces se permitía fumar dentro del edificio, nos echaba el humo directamente a los ojos. Se sentía mayor, todo un hombre. En los recreos se iba a tomar un café al sitio de moda y siempre volvía pavoneándose de la gente con la que se había relacionado en ese rato, los más guais de Calahorra; para mí, casi estrellas de Hollywood, que pertenecían o hacían ver que pertenecían a la clase social alta calagurritana. Un asco.

En un intento por justificar su prepotencia, creía que me trataba con desprecio por eso; porque él pertenecía a una clase social superior a la mía. Él venía de un colegio privado y yo de uno público. Ahora me río de aquel pensamiento, pero cuando tenía trece años no lo hacía.

Me tenía sometido. Lo sabía él y lo sabía yo. Me daban miedo sus reacciones. Cuando tiraba al suelo los bolígrafos que había en mi pupitre, me limitaba a recogerlos en silencio y a evitar mirarle a los ojos. A veces, cogían mi abrigo y se lo iban pasando los unos a los otros mientras yo intentaba recuperarlo y, cuando entraba el profesor, me lo tiraban a la cara.

Un día, el esbirro de mi examigo le dio una paliza a un chico durante un recreo. No recuerdo exactamente el motivo, pero debió de ser algo muy gordo porque, aunque el agredido era físicamente superior en fuerza y corpulencia, no pudo con aquel energúmeno que daba manotazos y patadas a una velocidad digna de un boxeador. Eso sucedió en el recreo, dentro del recinto escolar, donde se suponía que los alumnos debíamos estar protegidos. Yo me sentí aún más pequeño y desamparado. Tenía un miedo atroz y solo quería volverme invisible.

El Dibujo, que había sido mi pasión, pasó a ser mi asignatura más odiada; primero, porque el profesor nos insultaba cuando consideraba que algún trabajo no estaba bien hecho; y segundo, porque aquella clase, al ser la de la especialización, la teníamos todos los días y, como el grupo era más reducido, (solo nueve alumnos), era cuando más cerca tenía a mis acosadores. Me temblaba el pulso de tal manera que jamás llegue a hacer nada que se mereciera un aprobado, así que dejé de intentarlo. Aborrecía aquella clase más que ninguna. Recuerdo largas tardes de invierno encerrado en aquella maldita aula compartiendo espacio con mis verdugos, dibujando figuras geométricas deformes, en las que no había ni una línea recta por los temblores, cuya visión solo me generaba más frustración.

Pero lo que más odiaba por encima de ninguna otra cosa era la manera en la que mi principal acosador pronunciaba mi nombre. Yo siempre había sido Ignacio para todo el mundo, a veces, mi nombre venía acompañado del artículo «el»: el Ignacio. Para mi familia y mis amigos soy Ignacio, no Nacho; en Nacho me convertí gracias a este tipo. Tenía una manera de pronunciar mi nombre que todavía me da escalofríos: I G N A A A C I I I O O O. Lo repetía constantemente porque sabía que me molestaba, y si hubiera sabido el pavor que me provocaba su modo de alargar las vocales, lo habría repetido aún más. Ignaaaciiiooo… nunca olvidaré la cadencia de sonidos al decir mi nombre.

Cuando por fin acabé aquel curso, con la mayoría de asignaturas suspendidas, y ya libre de mis verdugos, me matriculé en Administración. Tenía catorce años y aún tendría que esperar dos más para irme a Vitoria a estudiar Interpretación.

La Administración me interesaba menos que nada, pero al menos no compartía ninguna clase con ellos, solo el centro de estudios y, como estaba compuesto por dos edificios, me ilusioné al pensar que no iba a verlos nunca más.

Pero una tarde, iba por el patio camino de mi clase y, desde la ventana de una de las aulas, oí claramente: Ignaaaciiiioo, Ignaaaaciiiooo, Ignaciiiioooo. De pronto volví a sentir el terror del año anterior. Temía encontrármelo por los pasillos. Si me lo cruzaba por la calle e iba solo no me saludaba pero, cuando iba acompañado de su manada de guais, lo hacía con el mismo desprecio de siempre, pronunciando mi nombre de aquella horrible manera que provocaba las risas de los demás.

Han pasado los años. A mi examigo no he vuelto a verlo. Al otro, me lo he cruzado de ciento a viento cuando he visitado mi ciudad. Tiende a girar la cabeza hacia otro lado y evita cruzar la mirada conmigo. Afortunadamente, no tengo nada que ver con ese tipo de personas. Aún conservo a mis amigos, a los de siempre, y he ido sumando los que he conocido a largo de la vida.

Ya no temo a mis acosadores. A ninguno de los dos. Durante muchos años permanecieron en el olvido. Al trasladarme a vivir y a estudiar a Madrid abandoné aquellos recuerdos. Quise empezar mi vida sin rencores y fui olvidando aquel larguísimo curso, el maldito curso 84-85.

Pese a todo, solo hay una cosa que les echo en cara: durante todo aquel año, por su culpa, yo quise ser otra persona. Una persona digna de su respeto, seguramente para que me dejaran en paz. Pero también hay algo que les agradezco: mis ganas de salir de allí, mis ganas de conocer más mundo y de ser actor se multiplicaron por mil.

Así que, a los dieciséis años, me fui a Vitoria a estudiar Bachillerato porque era necesario para entrar en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático).

Con veinte años me trasladé a Madrid. Estaba asustado y solo pero fui capaz de gestionarlo porque no había nadie haciéndome la vida imposible. Empezaba mi vida adulta de verdad. Comencé estudiando en una pequeña escuela de Arte Dramático pero sentía que, si seguía allí, iba a tardar mucho en poder vivir de la Interpretación. Tenía prisa por hacer papeles importantes y por ser reconocido.

Sin embargo, trabajar como actor no es sencillo y he tenido que esforzarme mucho para salir adelante. Durante seis años compaginé mis estudios con todo tipo de trabajos: cuidé a personas discapacitadas y también estuve detrás de la barra de un bar.

A los veintiocho años y, tras haber abandonado por un tiempo mi sueño de ser actor, me matriculé en el Estudio de Interpretación de Gina Piccirilli, una profesora de Arte Dramático que me enseñó mucho de lo que ahora sé. Tras el paso por su estudio empezaron a llamarme para interpretar papeles episódicos en series como Aladina o La Casa de los líos. Pero fueron José María en Aquí no hay quien viva y Coque en la actual La que se avecina, —personajes que probablemente fueron víctimas de bullying cuando eran pequeños— los que me han permitido vivir exclusivamente de mi profesión.

Coque no se parece a mí en nada y creo que por eso me gusta tanto. Cuando comienzas en esto, tienes la profesión idealizada. Crees que interpretarás obras de Shakespeare o suspiras porque algún día alguien dirija algo parecido a Los santos inocentes del gran Mario Camus y te llame para hacer un papel.

Siempre creí que yo sería un actor dramático y puede que encontrara mi mejor registro en Bent, una obra de teatro en la que interpreté a un preso condenado a muerte. Pero es Coque quien me ha dado el reconocimiento público y miles de fans, sobre todo adolescentes. Y es en ellos en los que he pensado al involucrarme en este proyecto. Seguramente tenga entre mis seguidores acosados y acosadores y espero que todos ellos lean estas líneas en nombre de ese personaje al que tanto quieren. Solo con poder ayudar a uno a salir del agujero me daré por satisfecho. Porque yo me callé. Me callé durante años, aunque ni siquiera en los peores momentos, llenos de tristeza, de indignación, de rabia, perdí de vista mi objetivo: escapar de allí y ser actor. Sin esa meta hubiera estado perdido.

La muerte de Jokin en 2004 me trajo de vuelta el recuerdo del acoso que sufrí y que yo había relegado a un rincón de mi cerebro. Cuando leí sobre su caso, pensé: «esto me pasó a mí y no le pude contar a nadie lo que estaba viviendo». Entonces recordé que durante aquel año vomitaba el desayuno todas las mañanas porque mi estómago reconocía lo que me pasaba mejor que yo; y aun así no dije nada a nadie. Y no lo decía por miedo, por miedo a ser un chivato y que me trataran aún peor.

Sufrir acoso no es una situación «normal» y, aunque parezca que hoy en día estemos más concienciados con este asunto porque «bullying» es una palabra que se oye a todas horas, tenemos que trabajar juntos para ponerle fin. Que se hable de ello no quiere decir que se solucione. El acoso escolar no es «cosa de niños». Un niño tiene que poder jugar, estudiar y divertirse de manera sana. Acosar no está bien ni es algo «normal» ni es justificable. Por eso animo a que nadie se calle. Ningún niño o niña debería sufrir acoso.

-2- ¿Qué es el bullying?