LA NOVIA AHORCADA EN EL PAÍS DEL VIENTO


V.1: octubre, 2017


© Rafael Jiménez, 2017

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2017

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Corrección: Miguel Cornejo, Judith López y Saúl Chaza


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-16223-91-6

IBIC: FH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA NOVIA AHORCADA EN EL PAÍS DEL VIENTO

Rafael Jiménez



1





Pienso en ti cada día de mi vida




El verdadero héroe es héroe por error. Sueña con

ser un cobarde honesto como todo el mundo.

Umberto Eco


Sobre el autor

2


Rafael Jiménez, nacido en Barcelona, es Inspector del Cuerpo Nacional de Policía. Ha sido coordinador y coautor de dos antologías de los mejores casos de la policía nacional: Barcelona negra (Planeta, 2009) y España negra (Planeta, 2011). Como autor ha publicado la trilogía del odio, formada por Inchaurrondo Blues (Principal de los Libros, 2013), El Blues de Garibaldi (Principal de los Libros, 2015) y La novia ahorcada en el país del viento.

LA NOVIA AHORCADA EN EL PAÍS DEL VIENTO


Una historia de amor y muerte en un pueblo fronterizo


Portbou, 1990. Una joven aparece ahorcada en un árbol. Lleva un vestido blanco, como de novia, y nadie sabe quién es. La investigación confirma que se trata de un suicidio, aunque no logran identificar a la víctima.

Veinticinco años después, el inspector Garibaldi descubre el caso. A pesar del tiempo transcurrido, decide trasladarse a Portbou para investigar qué sucedió. Pero allí topa con entramados muy poderosos de tráfico de drogas, trata de blancas y corrupción política que no le pondrán las cosas fáciles. Garibaldi sabe que se juega la vida, pero, aun así, está decidido a indagar hasta el final.


Basada en un hecho real



«El autor tiene un amplio y minucioso dominio de la mecánica de la narración policíaca. Muy cinematográfica.»

Imanol Uribe, director de cine


«Ficción española digna del mejor hardboiled.»

Daniel Cebrián, guionista y director de cine


«Una intrigante trama de ficción magníficamente construida con pedazos arrancados de la realidad.»

Tura Soler, periodista de El Punt Avui



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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Artículo de El Punt Avui que inspira este libro

Nota del autor


1. El ramo, la carta y la periodista

2. El comediante

3. El país del viento

4. El patrón y su clan

5. El ayer, el amor. Y el enigma

6. La novela y los tentáculos del clan

7. El dinero. El método. Y las mujeres

8. La mercancía

9. El aviso. Y la inquietud

10. La zorra. La niña

11. La gaviota. Y el pájaro. En el casino

12. No. Que no

13. El puzle. Y la primera pieza

14. Un atisbo de luz

15. La niña y la madre. El desenlace

16. La desnudez. El éxito. Y su precio

17. La reunión de los impacientes

18. Verges. Y el deseo

19. El comediante y el forense. La luz

20. Siniestro

21. El resplandor de la certeza

22. Volviéndose crédulos

23. La debilidad de la inquietud

24. La sangre que vendrá

25. ¿Jugamos?

26. El clan y su conciencia

27. El duelo. Y las dudas

28. El pasado siempre vuelve

29. Pepe. Ay, Pepe

30. Rivalidad aparcada

31. Las tesis

32. Las flores del mal

33. Rebobina

34. El clan se agota

35. Duendes y demonios. Y la novia ahorcada

36. ¿Tienes miedo, Julio?

37. El sanador de almas y cuerpos

38. El principio del naufragio

39. El hundimiento

40. El amor. El perdón. Y el ramo


Sobre el autor

Transcripción literal del artículo publicado en el diario El Punt Avui el 26 de julio de 2015:

Sin nombre

Olvidada Nadie ha reclamado el cuerpo de una chica que encontraron ahorcada en Portbou en 1990.

Anónimos Los Mossos tienen pendiente identificar 74 cadáveres encontrados en Catalunya.


Tura Soler

Portbou / Figueres


Portbou, 4 de septiembre de 1990. Primera hora de la mañana. El cuerpo de una joven, con un vestido blanco que recuerda al de una novia, aparece colgado de un árbol muy cerca del cementerio. Una mujer que salió de su casa temprano fue la primera en percibir la perturbadora visión. El camión de la basura había pasado poco antes y los operarios no habían advertido la presencia de la joven colgada. Hacía muy poco que se había producido la muerte. La maquinaria investigadora se puso en marcha con el convencimiento de que no tardarían en saber quién era la misteriosa dama vestida de blanco ahorcada. Las sandalias estaban en el suelo, bien puestas y perfectamente alineadas, un detalle que avalaba la tesis del suicidio. Ningún signo de violencia hacía pensar que la joven hubiera sido víctima de una muerte criminal.

¿Pero quién era la chica, la víctima? Han pasado veinticinco años y todavía no se le ha podido poner nombre. Su cuerpo, embalsamado y, por tanto, intacto y con posibilidades de extraer ADN, una técnica que todavía no se utilizaba en 1990, espera a que alguien lo reclame en el nicho número 134, en el quinto piso del departamento primero del cementerio de Figueres.

Es una NN, No Name, nomenclatura que se utiliza en criminología para referirse a los cadáveres no identificados. El nicho que la acoge da fe de ello: no tiene lápida, ni nombre, ni inscripción que dé ninguna pista al visitante sobre quién es la difunta. Pero, a pesar del desamparo de la tumba, al menos dos hombres tienen muy presente a la joven del nicho número 134. Por un lado, el forense, ya jubilado, que aún conserva el expediente de la chica no identificada en un sobre con el teléfono del guardia civil a quien habría que llamar en caso de que alguien aporte alguna pista; por otro lado, el guardia civil, también jubilado, es el otro hombre que todavía tiene en mente a la misteriosa joven de quien tuvo que hacer el levantamiento de cadáver.

Ambos muestran su impotencia por no haberla podido identificar. No se encontró ninguna bolsa, ningún documento ni ninguna joya u objeto personal que aportase una pista. Tampoco dejó ningún rastro en las pensiones o locales de la población. Solo algunos testigos dijeron que habían visto a una chica, que podría ser ella, vagando por el puerto. Tampoco dieron resultado la difusión de la fotografía de la chica ni la petición de ayuda policial internacional que hizo la Guardia Civil.


4

Nota del autor


Uno nunca sabe cuándo encontrará algo que le atrapará. Puede suceder leyendo una noticia o un reportaje, o sencillamente observando la cotidianidad que nos rodea. A mí me ocurrió en plenas vacaciones, la plácida y calurosa mañana del 26 de julio de 2015, en Sant Antoni de Calonge, en pleno Baix Empordà, Girona. Aquel día, como cualquier otro, acudí a mi bar habitual a tomar un cortado y, de paso, leer el diario El Punt Avui. No recuerdo las noticias más relevantes de aquel día, pero mucho me temo que tratarían de las cercanas elecciones autonómicas del 27-S y de la Diada del 11 de septiembre. Apuesto que también mencionaría algún nuevo caso de corrupción, una nueva víctima de la violencia de género, el drama de los refugiados y algún nuevo fichaje del Barça. No fue eso lo que me impactó, ya que por desgracia son temas demasiado habituales.

Lo que me dejó pensativo fue la lectura de un reportaje firmado por la periodista Tura Soler. Era una de esas piezas que algunos medios publican en plena canícula, que no son más que un intento por llenar las páginas del domingo. No suelen ser más que historias prácticamente olvidadas, pero a mí, nostálgico como pocos, leer la triste historia sobre aquella joven ahorcada que firmaba Tura Soler, que es muy buena periodista, me obsesionó. No podía dejar de preguntarme qué motivaciones podría tener una chica para quitarse la vida, qué angustias o problemas la llevaron a la firme convicción de que nada tenía arreglo. Me turbaba, además, que veinticinco años después no se supiera nada de ella. Ni su nombre, ni su edad exacta ni, por supuesto, por qué eligió un vestido blanco, muy parecido al de las novias, para quitarse la vida. Todo ello por no mencionar que tal vez en algún lugar del mundo existan unos padres que aún hoy se pregunten dónde estará su hija. Quizá mantenían la esperanza de que un día su hija aparecería por la puerta y, olvidadiza como era, les explicaría que es una mujer feliz y que vive, pongamos por caso, en París o en Nueva York.

Pero la realidad es muy distinta, y el cuerpo de la joven se encuentra en el cementerio de Figueres esperando que algún día pueda ser identificada y que, con ello, se reconstruyan sus últimos días de vida. Por ello, precisamente por ello, me animé a darle una segunda oportunidad al inspector Garibaldi, un personaje acostumbrado a vivir entre contradicciones.

Otra de las cuestiones que despertaron mi curiosidad fue la decisión de la joven de quitarse la vida en Portbou. Portbou no es un pueblo cualquiera. Se trata un pueblo fronterizo, bellísimo pero sin las aglomeraciones de los demás pueblos turísticos de la Costa Brava y con un nudo ferroviario que en su día fue la única puerta de entrada o de salida, según se mire, hacia la moderna Europa. Todavía hoy, de hecho, destaca su majestuosa estación de tren. Pero si algo caracteriza Portbou es la tramontana, un viento del norte considerado un habitante más de este bello pueblo. Sus habitantes conviven en paz con él, pero puede llevar a la locura a cualquiera que no esté acostumbrado a su presencia constante. Por todo esto me preguntaba por qué una joven decide poner fin a su vida en un pueblo tan peculiar y en el que difícilmente se acaba allí por azar.

Todas esas cuestiones me impulsaron a dar vida a esta novela, a crear unos personajes de ficción con los que desarrollar la idea que se apoderó de mí en cuanto acabé de leer el reportaje de Tura Soler. Quería plantear una hipótesis plausible acerca del desgraciado final de la joven. Tanto vale esta como cualquier otra idea que se les pueda ocurrir a ustedes. ¿Se puede ser más libre que escribiendo una novela?

El amor. El perdón. Y el ramo


Garibaldi trató de construir un muro para aislarse de los sucesos de los últimos meses. No pudo. La muerte de Pere Llach. Su odisea para llegar a tierra. Cómo había relatado el viaje hasta la muerte, ocultando las partes más escabrosas de lo que Pere había confesado. El interés de la fiscalía en reabrir unos casos prescritos y cuyos culpables estaban muertos. Prevalecería la verdad, que no sería la verdad judicial. Poca cosa para aquellos que confiaban en los tribunales como única vía para hacer justicia.

Lo único bueno había sido terminar el borrador de la nueva novela, para alegría de Jordi Roca. Lo había poseído una especie de fiebre creativa, como si necesitara descargar todo lo sucedido a modo de confesión. Mantuvo el impulso a base de paquetes de Marlboro y botellas de Moska Negra, cerveza a la que se había aficionado.

Pero los fajos de quinientos euros que le había prometido su editor no podrían compensar lo ocurrido con Anna. Él no supo manejar lo que sabía sobre su hermano Joan. Ella se enteró por otras fuentes de los apetitos sexuales de su hermano y, cuando descubrió que Garibaldi lo sabía y no se lo había contado, no pudo soportarlo. En el fondo, sabía que Garibaldi nunca sería para ella. Quizás para ninguna mujer. Pareció envejecer años en unas horas. Solicitó un par de meses de vacaciones a La Nació y, aunque la filtración a la televisión les restó éxito, se los concedieron. El nombre de Anna, asociado al diario, había salido a relucir como el de la principal investigadora de la corrupción en Girona, y las visitas al periódico se dispararon.

Anna desapareció una noche, sin dejar ni tan solo una nota. Sí dejó la tarjeta SIM del móvil. No volvió a ponerse en contacto con Garibaldi.

El policía regresó al único lugar donde se sentía como en casa: el Raval. Garibaldi sonrió. Los intentos por reconstruir su vida se habían torcido, así que mejor abrazar la vieja, se dijo. Tampoco tuvo mucha opción. De la nada surgió Mary, la murciana. Sin mediar palabra le abrazó y le metió la lengua hasta la campanilla.

—¡Has vuelto!

—¿Me esperabas?

—Pues claro, para meternos en tu casa y follar hasta la muerte, mi amor.

Habían pasado meses desde su salvaje reencuentro. En ese momento, con Mary dormida en su pecho, se convenció de que no había marcha atrás. Lo de vivir felices y comer perdices era para otros. «A la mierda —se dijo—. Ya no me queda mucho hasta volverme un vejestorio insoportable, disfrutemos mientras se pueda.» Con esa idea acercó sus manos a los pechos de Mary, con delicadeza, para no despertarla bruscamente. No lo consiguió por culpa del teléfono. Ella gruñó mientras él se estiraba hacia la mesilla. Descolgó sin fijarse en el nombre que aparecía en la pantalla.

—¿Sí?

—¡Garibaldi! Soy Josep Figols. ¿Te acuerdas de mí?

—Claro, te he reconocido por la voz. ¿Qué pasa?

—¿Sabes qué día es hoy?

—Ni idea.

—4 de septiembre.

—Si tú lo dices —bromeó.

Mary estaba besándole las ingles y tuvo que contenerse

—Hoy es el aniversario. Y hay un ramo de flores bajo el árbol. Como cada año.

El ramo, la carta y la periodista


Cada 4 de septiembre se repetía el mismo ritual en Portbou. Alguien depositaba un ramillete de flores bajo el árbol donde en 1990 había aparecido ahorcada la chica vestida de novia. Solo Josep Figols, forense del caso, comprobaba en cada aniversario la aparición de las flores. Pero el caso se cerró como un suicidio. No había nada que hacer.

Figols también tenía su propio ritual cada 4 de septiembre: llamar a Raimundo González Mata, guardia civil y amigo. Raimundo fue el agente que llevó la investigación de aquel caso en 1990.

—Hola Raimundo. ¿Cómo va todo?

—Hombre, Josep, me alegro de oírte. Todo bien.

—Raimundo, he pasado por el árbol y ahí estaba el ramo.

—¿Otra vez gladiolos?

—No, esta vez lirios y, como siempre, envueltos en celofán azul. Pero había algo más.

—¡No jodas! ¿Qué era?

—Mira, aún tengo los pelos de punta…

—¿En serio?

—Sí. Había una carta junto al ramo.

—¿Una carta?

—Sí, una carta. El sobre no tenía remite ni dirección, estaba totalmente en blanco.

—Supongo que la has leído.

—Sí, parece una poesía extraña. ¿Quieres que te la lea?

—Pues claro, joder.

—Vale, vale.


He vuelto a llorar.

Por tu sueño ligero.

Por la noche breve

en que te desgarré.


El feliz desasosiego

se interrumpió de madrugada,

y finjo que aún estás aquí.

A mi lado.


Día tras día me vence el miedo.

Necesito respirar, pero mi oxígeno se escapa.

Tu imagen se desvanece en el vacío,

y grito tu nombre sin poder escucharlo.


Me ahogo con mi llanto.

Me dejo morir en la primera hora de la mañana,

y las sombras matinales me acechan

sobre el árbol.


Ahora oigo que llegan los músicos

a rasgar nuestra calma eterna.

Ya no quiero escuchar mis latidos.

Deseo que todo se detenga

para retener tu recuerdo.


Me anuncia tu presencia la pequeña gaviota

que siguió nuestro amor desde los aires turbados y violentos,

que ilumina con su vuelo

el incólume árbol que nos sujetó

y cuyas ramas cederán poco a poco.


Tu presencia se quemó en el vacío,

pero tus cenizas se pegan a mis ojos.

Y quizá ya sea el momento de perforar mi pecho,

y volver a mirar tu sonrisa

desde el borde de la rama que nos sujetaba.


Sé lo que me dirás al verme,

conozco el aliento

de tus labios mojados.

No me abandones más,

atraviesa mi cuello.

Y siéntate junto a mí para siempre.


—Me parece muy macabro. Es como si el autor hubiera empujado a la chica al suicidio —dijo Raimundo.

—Desde luego esto no es Neruda.

—Dime que no han sido tan idiotas como para escribirla a mano.

—No, a máquina, de las de antes.

—Coño, qué raro es todo esto —susurró Raimundo, inquieto.


El caso se había archivado como suicidio y había prescrito. Finiquitado. El ritual de las flores no se había hecho público. Además del forense y el guardia civil, solo lo sabían el sargento de los Mossos d’Esquadra a cargo de los asuntos de Portbou, algunos políticos del Ayuntamiento, un par de curiosos del pueblo y Anna Serra, periodista de El Punt Avui. La mujer se había labrado su reputación cuando, a los veintipocos, había destapado la conexión entre un grupo de la mafia marsellesa y unos promotores inmobiliarios del Empordà, algo impensable para los jóvenes que salen de la facultad de periodismo hoy en día. Pero ahora su carrera estaba en punto muerto después de que la destinaran a Cultura.

Serra no llegó a investigar el caso de la chica ahorcada en 1990. Solamente estaba ligada a él porque ocurrió muy cerca de la casa de sus padres. No creía en la versión oficial, por eso también recibió la llamada de Josep Figols en el macabro aniversario. El hallazgo de la carta reforzó sus sospechas. No sabía por qué, pero siempre había sentido una especie de empatía con la joven hasta llegar a obsesionarse con el asunto. Entre unos operarios incompetentes e inexpertos, y un trayecto sinuoso en que el cuerpo pudo haberse golpeado contra los laterales de la furgoneta de los juzgados, cabía la posibilidad de que los peritos hubieran pasado por alto alguna señal de resistencia en el cuerpo de la joven. Estaba casi segura.

Anna recordaba la noche de autos a la perfección. Era el cumpleaños de su padre y lo celebraban, como cada año, en una gran fiesta en el pueblo, cortesía del bolsillo del homenajeado, por supuesto. La democracia en Portbou era una farsa: el señor Serra y su amigo, el señor Llach, manejaban los hilos en el pueblo desde hacía cuarenta años. Allí estaban ambos, presidiendo el festejo bajo el humo de sendos Montecristos, acompañados del alcalde Colomés, el forense y el benemérito, y Julio Puertas, un empresario advenedizo que nunca se perdía la fiesta para intentar sacar tajada.

En la plaza, el jolgorio era por partida doble. Aquel año el equipo de balonmano del pueblo había derrotado en un torneo de Girona a su máximo rival y habitual campeón, el GEiEG. A medida que se emborrachaban, los jóvenes presumían de su hazaña de forma cada vez más ruidosa e intentaban magrear a las chicas. Desde el balcón del ayuntamiento, los dos caciques sonreían satisfechos.

Aquello era demasiado para Anna. Tenía muchas cosas en la cabeza y nadie con quien compartirlas. Además, no le gustaba la mirada de Puertas, por no mencionar sus negocios, si es que los rumores eran ciertos. Se despidió de su padre, que apenas se enteró de la marcha de su hija, y decidió ir a nadar a la playa. Sumergirse en el mar la ayudaría a olvidar por un rato la oferta que el periódico El Punt le había hecho para trabajar en Barcelona y sobre la que no se decidía. Quería alejarse de la comarca, pero no irse a Barcelona. Odiaba esa ciudad.

Antes de llegar a la playa tuvo la sensación de sentirse vigilada. Miró a ambos lados de la carretera pero no vio a nadie. Se metió en el agua desnuda y nadó hasta el espigón, donde poco antes había desaparecido una gaviota. El baño tuvo el efecto buscado, pero Anna se vio obligada a regresar cuando las nubes ocultaron la luna. Se vistió lo más rápido que pudo. Al llegar al paseo de la Sardana vio un coche aparcado en el arcén. El conductor volvía de echar una meada entre los árboles y, aunque estaba acompañado por una mujer rubia que parecía su pareja, Anna se sintió vigilada. Aquello le dejó una sensación de desazón en la boca del estómago.

Ya en casa, la periodista se quitó la ropa húmeda y se desenredó el pelo. Los fuegos artificiales anunciaban el fin de fiesta, pero la juerga seguiría en alguno de los locales de Puertas. Al explotar el último petardo, Anna oyó una especie de choque entre dos coches y creyó ver un resplandor en la zona de la playa. Se acostó inquieta.

El comediante

Marzo de 2016



«Estoy hasta los cojones de la gente», se repetía Garibaldi. Desde que supuestamente evitó en Barcelona un atentado yihadista más falso que una moneda de tres euros, la gente no hacía más que adularlo por la calle. A eso cabía añadirle la existencia de una ruta turística basada en el protagonista de su libro, al que su editor se había empeñado en poner el pomposo y ridículo título de El desgarrador lamento de un pavo real en el jardín. Se había convertido en un Pepe Carvalho o un inspector Méndez de carne y hueso. Lo único bueno de aquel coñazo supremo eran las mujeres de tetas grandes y culo enorme que querían acostarse con él. Justo sus preferidas. 

Después de que su intervención permitiera a la afición celebrar una victoria del Barça con un doblete de Neymar y otro gol de Suárez, Garibaldi se había pasado un mes ingresado en el hospital del Mar. Tuvo que aguantar a toda una caterva de pelmazos oficiales que querían hacerse una foto con el héroe de la ciudad. Incluso el embajador yanqui había llamado para felicitarlo en nombre de Obama. Por suerte para él, la planta de neurología estaba al borde del colapso, por lo que decidieron trasladarlo a oncología. Allí no solo podía controlar las visitas, sino que además el uso del móvil estaba restringido. A pesar de los recortes, el hospital funcionaba muy bien. «Para que luego pretendan privatizar la Sanidad, no te jode», pensaba Garibaldi.

La explosión había hecho mella en él: un hueso fracturado, el tímpano a punto de reventar, dientes rotos y su fachada de tipo duro y cínico resquebrajada. Empezaba a plantearse algunas prioridades en su vida, a sus cincuenta y pocos. Tal vez había llegado el momento de sentar la cabeza y aposentar su culo en un lugar más tranquilo. No sabía cuánto tiempo se sentiría así, ni hasta qué punto se tomaría en serio esas intenciones, pero sí tenía clara una cosa: necesitaba vacaciones. Y las iba a hacer.

Lo bueno era que, por una vez, no tendría problemas de dinero. Se había embolsado 100 000 euros limpios gracias a las ventas del libro, que, según su editor, Jordi Roca, habían alcanzado los 50 000 ejemplares. Lo malo era que no se había molestado en leer el contrato y estaba obligado a entregar dos novelas más a su editor, separadas por un plazo de dieciocho míseros meses, además. Como si no fuera lo suficientemente complicado sentarse a escribir un libro, más aún si no tenías ni idea sobre qué hacerlo. Aunque, según Jordi Roca, el público adoraba a Garibaldi y se tragaría cualquier cosa. 

La inspiración le llegó una tarde de marzo al encontrar el recorte de periódico que su amiga Anna le había llevado al hospital. Ahí estaba su salvación. El caso de la joven ahorcada en Portbou era la excusa perfecta para marcharse de Barcelona una temporada y, además, le servía en bandeja posible material para cumplir con el contrato que le ataba a Roca. Todavía le quedaba algo de dinero después de pagar sus deudas y la parte del piso que pertenecía a su exmujer, así que no lo dudó: anunció a su editor que se marchaba de viaje, entregó la placa y la pistola y obtuvo una excedencia en tiempo récord. Nada como amenazar con largar a la prensa la verdad sobre el falso atentado.

Marcharse al ventoso pueblo de Portbou tenía otras ventajas. No solo podría ayudar a su amiga Anna a disipar sus dudas sobre la muerte de aquella chica, sino que además no estaba lejos de La Jonquera, considerado el burdel de Europa. A Garibaldi le encantaba ir a ese tipo de locales, y estaba seguro de que cuando la palmara, sería en uno de esos establecimientos. Al fin y al cabo, razonaba el policía, servían para poder echar un polvo sin tener que enamorarse.

El país del viento


Portbou no llegaba a los 1 200 habitantes, por lo que no tenía comisaría de Mossos d’Esquadra. Los ocho miembros de la policía local se dedicaban a tomar vinos y anchoas entre multa y multa, y por la noche veían series y leían el Sport en la comisaría. En verano, con la población habitual multiplicada por tres, contaban con el refuerzo de un coche patrulla de los Mossos de Figueres.

Los edificios más destacados eran la iglesia, único atractivo turístico junto a las vistas del Mediterráneo; la antigua estación de tren, en desuso; el ayuntamiento, que destrozaba el perfil que trazaban las viejas casas de piedra del centro del pueblo; la piscina municipal, rodeada de canchas de balonmano; y el puerto, con un viejo embarcadero y que, milagrosamente, no tenía un club náutico reservado a ricachos y advenedizos varios. Había un par leyendas marítimas en Portbou, la de la gaviota que amedrentó al diablo en una tempestad, y la de las sirenas que, según decían, surcaban las aguas junto a dicha gaviota, conocida como la petita gavina.

Una caminata de quince minutos cuesta arriba separaba el puerto y el centro de Portbou. En ese trayecto se encontraba el palacete de los Serra, una edificación de posguerra construida al estilo modernista, vulgar y ostentosa por sus proporciones exageradas. La enredadera de la puerta principal y las ventadas cerradas a cal y canto le daban aspecto de abandonado. Dos casas más pequeñas flanqueaban el mayor de los edificios de la finca, y al fondo se veían un jardín que rodeaba una piscina, una pista de tenis y una portería de balonmano. El callejón que había entre el palacete y una de las casas contaba con dos columnas romanas y otros restos arqueológicos que, probablemente, habrían robado de uno de los yacimientos de la zona.

Siguiendo el camino hacia el centro se encontraban los núcleos que sustentaban económicamente al pueblo: dos fábricas de tapones de corcho, un polígono industrial cuyo punto fuerte era la producción de componentes electrónicos para vehículos, y una serie de oficinas de alquiler de pisos y chalets para clientes rusos. Tan solo los camiones, las furgonetas de reparto, el bar y algunos trabajadores de las cadenas de montaje indicaban que las empresas tenían actividad. No eran las únicas.

El patrón y su clan


Los tentáculos del empresario figuerense Julio Puertas habían llegado hasta Portbou. El charnego sexagenario había empezado con varios locales de mala muerte en el pueblo al que llegaron sus padres en 1950, hasta que se dio cuenta de las posibilidades que ofrecía la prostitución. Transformó los bares en coquetos hoteles donde paraban los camioneros que circulaban por la A7 para un polvo rápido antes de seguir su ruta hacia Francia o Barcelona. En Portbou había abierto el club Micronesia y complementado el negocio con un par de discotecas.

Su éxito empresarial se cimentó en los años preolímpicos, gracias a la normativa de la entonces llamada Comunidad Económica Europea sobre el libre tráfico de personas y también a una legislación permisiva con construcciones en zonas no edificables que hacía la vista gorda a ciertos establecimientos de carretera anunciados con luces de neón. Con el tiempo, el imperio de Puertas se aglutinó bajo el nombre CONRESA (Concesiones Recreativas S. A.) y acabó incluyendo restaurantes, salones de juego, locales de alterne, empresas de seguridad y de alquiler y compraventa de coches de lujo.

Sin embargo, el principal activo de CONRESA seguía siendo el tráfico de mujeres. La sociedad tenía locales de diversos standings y ofrecía todo tipo de servicios para los clientes más exigentes. El mérito no era de Puertas, sino de su mujer de confianza, Natasha Raducanu, y de su segunda, Irina. La rumana había sido una de las mejores chicas de Puertas y ahora era la madame del Coria, uno de los reputados establecimientos del conglomerado, bautizado en homenaje al pueblo de los padres del empresario, Coria del Río, en Sevilla. La rusa era a su vez la jefa de intendencia. Gracias a los contactos de Natasha en Rumanía, los locales disponían de mujeres para sesiones de BDSM, incluidas las prácticas más violentas, e incluso de menores, que eran las que daban mayores beneficios. La última idea de Natasha incluía madres con hijas quinceañeras en el mismo pack, por lo que cobraban más de 1 000 euros por sesión. Ese servicio tenía exceso de demanda.

El tráfico de menores era problemático. Las muchachas estaban recluidas en un chalet de Forallac, donde las tenían un máximo de tres meses antes de venderlas a los marselleses. Puertas desconfiaba del clan francoargelino, famoso por sus venganzas sangrientas, pero no le había quedado más remedio que negociar con ellos tras negarse a vender su cocaína en los establecimientos del grupo CONRESA. Había sido su política de drogas cero la que había impedido que el negocio degenerase, lo que reforzaba las ideas de Puertas: se perseguía a los capos de la droga con más ahínco que a los proxenetas y, por tanto, para que sus negocios pasaran desapercibidos debía impedir la entrada de camellos y drogatas en sus locales. Con ello había llegado a una frágil paz con los marselleses, al tiempo que le pedía a su encargado de seguridad, Pepe Garrido, que contratase a exsoldados serbios a modo de guardia pretoriana. Si había guerra, Puertas estaría preparado.

Sin embargo, había otro enemigo más próximo: la opinión pública. A Puertas le convenía tenerla adormilada y, para ello, había ordenado a Natasha que filtrase un informe falso a Anna Serra, una periodista metomentodo de El Punt Avui. Tal y como esperaba, el artículo se publicó sin contrastar. Gracias a ello, la carrera de Serra se había estancado, lo que dio a Puertas margen de maniobra. Pese a que ese frente estaba tranquilo, el empresario no bajaba la guardia. El peor enemigo es el que está más cerca.

El ayer, el amor. Y el enigma


Garibaldi y Anna eran amigos desde 1992. Ella acabó destinada en Barcelona y entrevistó al policía debido al descenso de delitos menores en el Barrio Chino antes de los Juegos. Él no era el típico poli, lo que llevó a Anna a entablar una amistad que culminó cierta noche que empezó en la coctelería Boadas y acabó en el coche de él, frente al rompeolas. Garibaldi no pudo resistirse a esa mujer tan parecida a Michelle Pfeiffer, a la que adoraba desde La casa Rusia, aunque el parecido con Anna era extraordinario en La edad de la inocencia. Le encantaba ver a la periodista vestida siempre con pantalón y engalanada con sus fulares de colores.

Más de veinte años después, Anna y Garibaldi habían quedado cerca del ayuntamiento de Girona, a una distancia prudencial de las oficinas del periódico para evitar la presencia de otros periodistas. Mientras lo esperaba, Anna recordó todo lo que había vivido junto a aquel hombre, lo que ocurrió y lo que no. Él siempre había acertado lo que la periodista pensaba cuando tenía dudas, y ahora Anna volvía a necesitar ese don. Su situación personal se había torcido hacía un tiempo, pero intuía que Garibaldi podía ayudarla a retomar esa energía con la que trataba de destapar los turbios asuntos a los que su trabajo la enfrentaba. Simplemente esperaba que la fama no lo hubiera convertido en otro pajarraco más. Y que en los meses transcurridos desde la última vez que se habían visto hubiera recuperado el vigor de antaño. En el hospital estaba hecho un cisco, como no podía ser de otro modo.

El policía llegaba una hora tarde, así que Anna miró sin disimulo el reloj cuando lo vio aparecer, con mejor aspecto, pero lejos de recuperar su mejor forma. Garibaldi se disculpó antes de abrazarla.

—Lo siento, Anna, el maldito tren llevaba una maldita hora de retraso. Y luego tienen la jeta de anunciar lo bien que funciona RENFE, o ADIF o como se llame ahora.

—Calla y ven aquí que te abrace, héroe nacional. En el hospital no me dejaron ni rozarte.

—Pura chiripa, y lo sabes.

—No seas modesto, anda. Además, tengo el honor de poder hablar contigo, algo que no has concedido a ningún otro periodista desde entonces. Ni una entrevista, ni un comentario, nada. Y aquí estamos, como si nada.

—Ya te conté la verdad en el hospital. Me aburre toda esta tontería del poder y la prensa. No quise evitar el atentado, y menos que coincidiera con lo del libro. Y prometiste no hablar de ello.

—No pienso hacerlo. Puedes confiar en mí, como siempre.

—Porque eres la única periodista decente que conozco. Todos los demás venderían a su madre por una exclusiva.

—Me vas a sacar los colores. Vamos a ver si hay una mesa libre en el bar, por favor.

Encontraron una al fondo del local. Anna se sorprendió cuando Garibaldi pidió un poleo menta; él aclaró que trataba de beber menos y esa era su infusión favorita.

—Bueno, ¿cómo estás? —preguntó ella.

Garibaldi meditó la respuesta.

—Mejor, pero no te creas. Tanto cambio, tanto plasta que me quiere conocer, tantas llamadas de mi puto editor recordándome que le debo un libro por un contrato que ni siquiera recuerdo haber firmado, todo me supera. La vida era más fácil antes.

—Es normal, ¿no? Son muchas cosas en poco tiempo. Y no me has contado lo de Júlia…

—Era un final previsible.

Anna asintió. Júlia Casals, niña bien del Eixample enamorada del gallito del Barrio Chino, era una mujer demasiado refinada para Garibaldi. Anna había estado celosa y había lamentado no presionar al policía para que la eligiera a ella en vez de a Júlia. Pero nunca había peleado bien a la contra, no como él, así que no hubo guerra alguna. Garibaldi cambió de tercio.

—¿Qué tal en el periódico?

—Absorbimos al Avui porque ni con las subvenciones maquillaba sus cuentas. Con la fusión despidieron al treinta por ciento de la plantilla, entre ellos a Adrián, mi fotógrafo, y a Tanit, la de tribunales. Una lástima.