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CRIATURA DE UN DÍA

Juan Tovar

breve esplendor de mal distinta lumbre

Soledad primera

[Entrada]

Nadie sabe que existimos; todo se conjuga en singular. Cada quien anda en lo suyo de acá para allá, con el peso del mundo a cuestas y en el alma la obsesión de lo incomunicable, su oscuro entrevero en la querencia de lugar común que todavía de pronto, así nomás, nos congrega en cualquier aquí y ahora. Se hace un alto en el camino, se depone la carga, se enciende un fuego. Se despliegan tableros, se barajan cartas. Se graban, acaso, signos en un papel, o se descifran. Nos evocamos, nos invocamos, nos contemplamos en un parpadeo y acto seguido nos revestimos de personas circunstanciales a fin de establecer diferencias a partir de las cuales pueda llegarse a estar de acuerdo. Ahora mismo aquel de allá, poniendo una brasa en la pipa, aduce que debería decirse ser, no estar, o traducirse para salvar la distinción: y salvarla quiere, si en otro sentido, quien acá se ocupa de los signos y al oírlo levanta los ojos del texto para dar la réplica a la prédica. Bien mirado, resulta distinto estar loco que serlo, dice; porque de serlo nadie se libra en este mundo efímero empeñado en perdurar. Y algún tercero advierte que, en cambio, para estarlo tienes que ensimismarte, y todo consiste en asir el cabo por más que el hilo se enrede. No le falta razón, ni falta que le hace en el ámbito de la historia, si de eso va a tratarse este juego de voces que discurren y discuten y entre que cantan y cuentan y van dando cuerpo a la representación. El tiempo con ser breve alcanza y el espacio se concentra. Aquí entramos todos, ausentes y presentes. Nadie nunca está solo.

El canto que despierta a los durmientes

Llegó a mi casa y, aposentándose como un viejo amigo, se apoderó de la pipa de hueso, tibia aún de la ronda reciente, y procedió a llenarla. Nosotros nos miramos por ver si alguien lo conocía. Nadie estaba seguro. Él tomó lumbre del hogar y fumó con avidez mientras paseaba la vista de semblante en semblante como si en cada uno leyese lo ocurrido desde la última vez que lo viera. Y esa mirada era lo más familiar, lo que más irresistiblemente invocaba el recuerdo que, sin embargo, no acudía.

—Has cambiado mucho, aventuré.

Se rió, fraternal y ajeno a la vez: la amistad un gesto adoptado porque sí, no un refugio compartido en santa tolerancia.

—Ni mucho ni poco. Soy el que soy.

La voz removía ecos, pero se dispersaban como pregón en calle desierta sin que sujeto alguno saliera a decir esta boca es mía, y el rostro huesudo y cetrino daba tanto como una máscara que nada real dejara ver sino los ojos, fijos en los míos y, de pronto, feroces. Fiel a mis principios, mi reacción fue amable. El otro remedó mi sonrisa y, ensanchándola, desnudó los dientes; un rugido sordo, luego resonante, trajo la selva al recinto. En el acto se volvió carcajada y reíamos de nuestro sobresalto. El hombre cedió la pipa.

—Es bueno estar juntos, dijo mirando el fuego. Ser.

Un silencio como la sombra tan larga de una palabra tan breve. ¿Qué era ser, en verdad, sino estar juntos aquí, al amor del fuego, y qué más daba, en principio, quién se era si, en suma, todo es la misma llama oscilante? La miré arder allí, en el hogar, velada por una película de lágrimas. El otro se puso en pie y caminó reconociendo la habitación.

—Sólida viga central. ¿Cimientos?

La película pareció cristalizar; las cosas se veían nítidas y distintas, y respondí con aplomo:

—Espero que no en arena.

—Ah sí, sonrió, todos lo esperamos.

Los demás rieron, no supe por qué, y echaron a hablar entre sí. Su plática de siempre cobraba a mis oídos una nueva intención que era toda sarcasmo, como si hablaran mal de mí, y provocaba una zozobra análoga a la de soñarse desnudo en público. Fumando, me sobrepuse. El otro examinaba los libros sin que alguno lo atrajera; cuando al cabo extendió la mano, lo que tomó fue una de las dos flores blancas que mi mujer había puesto sobre el estante, en un vaso de cristal. Oliscándola, regresó despacio al círculo; al mismo paso se hizo el silencio. Alguien le dirigió una pregunta que él no atendió. Acuclillado frente a mí, de espaldas al fuego, dijo:

—He venido a contarte un sueño que estoy teniendo.

Dio entonces razón de sí. Sinrazón. Morosamente describía las vueltas de alguien extraviado en soledades, sin idea de su destino, cruzando una y otra vez los mismos lugares y hallándolos otros, perdida a cada paso la noción de su persona y en el acto recobrada de otro modo.

—Es una historia sin pies ni cabeza, dijo él mismo en algún momento: raíces en la tierra y ramas en el aire.

Fue haciéndose evidente que no iba a ninguna parte y nada de sí nos revelaba; antes se envolvía en los giros de su relato inacabable, del todo hermético a las manifestaciones de impaciencia y no menos a la buena voluntad incapaz, por más que hiciera, de seguirlo así, a ciegas, a ese paso febril. La reunión se deshizo sin remedio. Cuando mi mujer llegó a alimentar el fuego, los últimos amigos aprovecharon para despedirse. El otro sólo cambió de lugar y, dejando la flor, asió de nuevo la pipa. El gesto habitual con que sus dedos acariciaban el cuenco labrado me llenó, irracionalmente, de enojo. Tomé aire y miré la hoguera revivida. Mi mujer escanció vino y aceptó la pipa de manos del otro, y eso también me enfadaba. Refrescándome, decidí dar por concluida la visita al acabarse esta copa y, como primera providencia, rechacé la pipa cuando mi mujer me la ofreció. Ella, entendiendo, la puso a un lado. El hombre la miraba mudo y quieto, como expectante, y yo mismo me descubrí pendiente de ella, como si sólo quien había hecho el silencio pudiese ahora romperlo. Ella miró de uno a otro y sonrió al extraño:

—¿Qué hace usted?

—¿Qué hago yo?, repitió él mirándola fijo.

Ella bajó los ojos, recatándose:

—Digo, en la vida.

El hombre suspiró. Mi mujer volvió a mirarlo. Él se inclinó hacia ella con gesto teatral, la mano ante el pecho.

—¿Y qué he de hacer, señora, sino la voluntad de mi dama? Por ella voy de camino en camino y canto el canto que despierta a los durmientes.

—¿Es usted entonces como los trovadores?, preguntó mi mujer, encantada con la farsa.

—Muertos antes de llegar a Bombay, tercié con intención ligera, pero mi tono fue seco, casi hostil.

—En Trípoli, precisó el otro, encarándome. ¿Sabes la historia o me dejas contarla?

Porque, dijo a mi esposa, algo tenía que contarse para que quedara escrito, y eso era también disposición de aquella dama suya, a quien de hecho nunca había visto y no hacía sino buscar. La princesa de Trípoli: la frase me vino a la mente junto con la vívida imagen de una playa dorada. La voz del otro oscilaba, como traída a rachas por el viento que removía la arena. Está muerto, pensé en algún entresueño donde eso no sólo tenía sentido sino era la clave de la historia: enamorado errante, alucinado, cayó en la trampa del Enemigo y sin saberlo todavía arrastra al azar su cuerpo enjuto, sin más vida que la idea de una mujer ya tornada a las arenas, vestigio esparcido en el aire de una canción olvidada–

Cuando corre esclarecida

el agua del manantial…

La voz, apenas más alta que el crepitar del fuego y los rumores nocturnos, hallaba sitio en los resquicios de los ruidos, los amalgamaba en su armonía: todo iba volviéndose aquella música, hasta el sonido acompasado de mi respiración, y algo adentro sentía asfixiarse y pugnaba mudo, como pez en la red… Tenso de pronto, abrí los ojos. Mi mujer y el hombre se miraban y él le dirigía sus coplas, le tendió la flor:

Amor de país lejano,

por ti duele el corazón

y no trova más que duelo

si no atiende ya el reclamo

en tratos de amor gentil

bajo dosel o en jardín,

¡ay mi dueña cruel que amo!

La miraba como sólo yo puedo mirarla. El resquemor se avivó entre mi pesadez. No tenía derecho ese extraño, ese espectro, a percibir la belleza de mi mujer, a despertar la irradiación tan protegida, ¿tan opacada? por la rutina doméstica, el papel de madre, su amoldamiento a mi voluntad. Todos esos velos que a veces –cada vez más– mis propios ojos hallaban impenetrables habían caído de golpe y ahí estaba ella peor que desnuda, resplandeciendo mientras acercaba la flor a sus labios –y el intruso apuraba aquella hermosura que acrecía antes que menguar, y le cantaba

del alma que vive y muere

en la llama del deseo

y ella alzaba su copa, la ofrecía; el hombre levantó la suya: beben. Los miro y en un destello reconozco, recuerdo –nada; pasa, se va; único resto, la certeza de que alguien puso veneno en mi copa. Me levanté con brusquedad y ella se retrajo, asustada. El otro, irguiéndose, me miró de hito en hito.

—Bueno, ¿dónde están las dagas?

La mujer presenciaba trémula, la flor apretada contra el seno. La sentí lejana, como en otro tiempo: imagen de un pavor antiguo. La risa del hombre la reanimó a ojos vistas. Él le hizo un guiño mientras tomaba la pipa. Se la quité de las manos.

—No la enciendas más, dije con esfuerzo. Es demasiado.

Me escrutó un momento y se volvió hacia ella.

—¿Demasiado?, preguntó. Dilo tú, que entiendes de tonos y de rupturas.

Ella negó, sonriendo apenas. El otro me miró de nuevo.

—¿Quién juzga entonces? ¿El enemigo?

—Juzgar no importa, dijo ella de pronto.

—Dices bien. Verbo deforme: la zeta lo joroba. Jugar es la cosa, ¿o no? Como aquella reina celta que juró darse al que mejor le cantara.

—¿Quién la ganó?

—Un porquerizo, señora. La llevó a su pocilga y se revolcaron en la mierda de los cerdos.

—Pero nosotros somos civilizados.

—¿Danzarás entonces? ¿Qué dice tu marido?

¿Qué va a decir? Sufre y sofrena un deseo rabioso de romper no sólo el tono, sino todas las reglas de conducta, y estallar en santa cólera que expulse a fuetazos al traidor y marque con fuego a la ramera. El arrebato pasó y me hallé de nuevo en mi sitial, aferrando la pipa, al borde de un llanto infantil. No caería en él, ni en la violencia de la que he abjurado. Pero mi casa era mi casa y yo…

—Escucha, dije al hombre. No sé quién eres ni por qué has venido a traerme tus sueños absurdos. No los quiero. No me interesan. Los míos son otros.

Me miraban en silencio, como sin entenderme, como si yo fuera allí un extraño.

—¿Qué es lo que sueñas?, dijo él.

—Un libro, dijo ella. Apenas atiende otra cosa.

—¿Allí es donde estás?, me preguntó burlón. ¿Fuera de escena, moviendo los hilos y atando los cabos? ¿Nos tienes en las redes de tu historia y te diviertes viéndonos vivirla? Habla, hipócrita; dinos lo que pasa y habrá de venir.

—No se trata de esta historia, dije.

—El mismo sitio de siempre y tanta guerra por una criada. Con sólo verte se sabe que sigues pasos de ciego.

—Aun así me doy cuenta.

—Mayor ha de ser entonces tu libro, con debe y haber. ¿Los tráficos y negocios de un alma consigo? ¿La historia de nadie que él solo se entiende? ¿Morada interior, propiedad privada, congoja inconjugable? Cántala de una vez por todas si es que pretendes el amor de la reina.

—No, dijo ella. No escucharé a este ser inmundo; su sola presencia me ofende.

Y corrió su cabello como un velo sobre su risa de ebria. El hombre indicó ceremonioso mi copa.

—No has bebido, dijo.

Maquinalmente apuré aquel vino de color extraño, y tampoco el sabor conocí. Ya no el vino de mi casa, nunca ya. Un leño crujió entre las llamas con el fragor de una viga que se quiebra por en medio. La luz dejó de fluctuar, fijo el instante de la caída en el vacío y postrer contemplación de la vida que se tuvo por segura, arrebatada ya en la crecida de la sangre ingrata que sólo en lo mudable se reconoce y corre a su encuentro desbaratando el cauce; pero qué es entonces, hermano, de lo que vamos siendo, dónde queda, cómo es que volvemos locos de soledades y caminos para hallarnos en casa antes de la partida y vernos frente a frente y no entendernos, como si nada tuviéramos que ver y todo a fin de cuentas viniera a dar cero: como si no viviéramos más que de farsa, representando a cada cambio lo único presente en la memoria del mundo que nos olvida –no sus hijos sino huéspedes de paso, ondas fugaces en las aguas que van a dar a la mar…

—Parece que te entonas, dijo el otro. Tranquilo ahora. Darse a entender es irse entendiendo: no hay lugar que no sea común.

Me pasó la pipa encendida. La mujer, dueña de sí, me miraba con ojos profundos y fríos, sin esperar de mis labios otra cosa que balbuceo destemplado. Enderecé la espalda apuntalándome en lo que llamara mi mundo interno, lo único que ya me quedaba: ese orgullo de ser solitario y extraño, ese fondo de mi alma que nada podía arrebatarme.

—Escríbelo, escriba, dijo el otro. No vine a traer la paz.

Y la historia empezó a contarse.

El bosque y los árboles

El zorro pisa el hielo y la corriente es aérea, viento boreal, los pasos despaciosos golpes de remo, las orejas gachas disciernen grados de entereza más allá del relumbre parejo. Así, en otra historia natural, un hombre camina entre la lluvia calles de luz blanca, triza finas redes, ata cabos por urdirse vida mientras el agua deslee su recuerdo hasta el nadie nada nunca dos veces, una sola y en ella seguimos: de siempre no de nuevo nos encontramos, compañeros de camino, y la lluvia es todavía ramalazo de aquella que dispersó la peregrinación cerca del pueblo de los ciegos, cuando el niño que es el hombre se vio separado de sus padres por peripecias sin duda entretenidas pero demasiado aparatosas para desplegarse aquí, entre los árboles, donde el rumor a secas enjuga el relato.

—Aproveché la confusión, confesó al anciano que se encontró en el bosque. Mi padre es cortabolsas y mi madre prostituta; no me avienen sus negocios.

El anciano se rió, mirándolo.

—¿No será que ya procuras los tuyos? Conozco a tus padres y son gente de bien.

—Eso según se vea.

—Mira pues: tampoco yo te recuerdo, si he de darte lugar y fecha; pasamos por tanto sitio, conocemos tanto rostro que tarde o temprano las cuentas se pierden y bastante hay si se lleva el hilo. Pero ¿me equivoco?

—Todos ellos, mis padres y sus iguales, son putas y ladrones.

—Templa el corazón cuando juzgues más allá de tus alcances.

Su semblante ensombreció: un resplandor lejano formaba halo en su cabello. Fuimos a ver. Era la fogata de los actores.

Cómicos de la legua, nos dicen, y por honrar el nombre transportamos escena, vestuario y personas a todo lo largo de la distancia; cruzamos soledades como quienes perseguían quimeras y siguiendo sus huellas vamos delante, pues las hacemos. Tampoco descuidamos vulgarizar la acción a fin de ganar mantenencia: la otra noche, sin ir más lejos, asaltamos un tren. Plantamos un árbol de utilería en medio de la vía, y ahí fue el chirriar de frenos. El maquinista y el fogonero salieron del aturdimiento cuando ya tenían el filo contra el cuello. Ludovico, buen director, los puso en situación con órdenes precisas y amenazas retumbantes para luego hacer de guardia mientras, de tres, irrumpíamos en los vagones de primera a desvalijar al pasaje. De hecho, tomamos una sola valija –ésa, dijo la reina: era piel de cocodrilo– y echamos en ella joyas, relojes y carteras. Arturo recorría el lado izquierdo del pasillo, por el otro iba yo: sacristanes en colecta avalados por dagas de mentiras. Los ojos de las mujeres daban vértigo; eran la parte pasional del regateo por posesiones, comedia del siglo pasado. Arturo bajó el último y dijo desde la puerta:

—Si por acaso, señoras, nos llevamos algún alma entre las prendas, es tiempo de que el cuerpo la siga.

—No veo que ninguna venga, deslicé entre el crujir de la grava.

—Cántales algo, repuso; conmuévelas con eso de que la soledad te desentona. No es sólo leer en los ojos; hay que decirlo. ¿Y quién lo dice sino el que cierra la escena?

—El resto es silencio.

Se rió, benévolo, y palmeó mi espalda.

—No te preocupes, juglar. Tendrás tus parlamentos, y hasta alguna canción.

Quise responderle pero la reina terció para indicar que Ofelia se aproximaba. Había estado vigilando al lado del terraplén y algo tenía que reportar:

—Del vagón de carga bajó un hombre, cargando una caja, y se fue por el llano.

Oímos ruido en la locomotora y apresuramos el paso. Ludovico luchaba entre el carbón con los operarios. Pasada la sorpresa y percatados de su buen corazón, le hicieron plática y le quitaron el rifle, pero no éramos tan necios de confiarle un arma verdadera. Arturo los descontó con sendos golpes de pala y ayudó al director a incorporarse.

—Y bien, Vico Ludens, le dijo, ¿quién es el autor de la obra?

Nosotros cruzamos miradas. Cierto que en este oficio los bufones son los más sabios; no menos cierto que su sabiduría es rastrera. Acordamos, mudos, seguir la corriente y por elipsis llegamos en transcurso natural al recuento del botín, donde Arturo se proclamaba cazador de las mejores piezas por confirmarse digno tesorero. Era un juego habitual, pero esta vez la risa despertaba eco en el doble fondo de la intención. El buen Perkins –para nombrarlo por máscara– estaba en verdad inspirado. Quién sino él nos condujo al bosque durante la tormenta; no fue otro el que logró encender una fogata. Mientras secábamos nuestros trapos vinieron los dos peregrinos, el anciano y el muchacho, y él se puso a evocar para ellos sus años de lucha. Al mirarlo dueño de la acción, gesticulando ante su fuego, un parlamento me vino a la mente: quien lo traicione será libre. Busqué la mirada de Ofelia y nos fuimos yendo entre los árboles. Lo crean o no, salió el sol. Espejeaba en el limo de los charcos. Yo hacía música en el laúd y ella cantaba:

La nostalgia es vivir en la onda

de ríos que se cruzan con aguas de sangre;

el amor es morir entre flores

ardiente sol despedazado

perdida la razón, deshecha en coplas

la urdimbre del tapiz de tu mirada…

Más tarde el anciano dijo que la peregrinación acamparía afuera del pueblo de los ciegos. Allí quedamos de vernos.