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VAMPIROS

Alexéi K. Tolstói

VAMPIROS

Traducción de Olga de Wolkonsky y Aurora Rice

Prólogo de Luis Alberto de Cuenca

BIBLIOTECA

MÁS ALLÁ

1

Directora:

Alicia Mariño

Traducción de Olga de Wolkonsky, excepto
«Reunidos después de trescientos años»,
traducción de Aurora Rice

© 2017. Ediciones Espuela de Plata

© Prólogo: Luis Alberto de Cuenca

www.editorialrenacimiento.com

POLÍGONO NAVE EXPO, 17 41907 VALENCINA DE LA CONCEPCIÓN (SEVILLA)

tel.: (+34) 955998232 editorial@editorialrenacimiento.com

LIBRERÍA RENACIMIENTO S.L.

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez,
sobre una ilustración de Frederick Sandys,
Cassandra, c. 1895

Texto revisado por Antonio Duque Amusco

ISBN: 978-84-17146-16-0

LOS VAMPIROS DE UN CONDE PULP

El conde Alexéi Konstantínovich Tolstói nació en San Petersburgo el 24 de agosto de 1817 y murió el 28 de septiembre en su propiedad de Krasny Rog (provincia de Chernígov, norte de Ucrania), donde siempre se encontró a sus anchas, pues era más bien campero (como su primo segundo, León, el autor de Guerra y paz). Hijo de una familia aristocrática, pasó una primera infancia pletórica y feliz en Ucrania, con su cultísima y bellísima madre (pues sus padres se separaron casi inmediatamente después de su nacimiento), pero pronto regresó a la capital rusa, donde compartió juegos infantiles con el entonces zarévich, futuro emperador Alejandro II el Libertador. A partir de los diez años comenzó a viajar por el extranjero. En Weimar, por ejemplo, tuvo el honor de que un Goethe ya anciano lo sentase en sus rodillas, cosa de la que muy pocos rusos de la época podían enorgullecerse, y completó un tour de ocho meses por Italia de los que te marcan para toda la vida. Antes de cumplir los veinte años, fue enviado en misión diplomática a la embajada rusa en Fráncfort (la ciudad natal, por cierto, de Goethe), cosechando todo tipo de triunfos entre las mujeres alemanas como lo había hecho antes con las rusas, pues era un tipo alto, guapo, deportivo (mataba osos con sus propias manos) y tuvo siempre un éxito bárbaro con el sexo débil. Por si fuera poco, se comportó después como un valiente en la guerra de Crimea, y sabía francés, italiano, inglés y alemán con soltura, hasta el punto de que llegó a escribir en francés alguna de sus obras más conocidas.

Como escritor, el bueno de Alexéi se adscribió a la corriente del Arte por el Arte, o sea, que pasaba por el tamiz de la estética todo lo que tenía en la mente, incluidas sus convicciones políticas y sociales, que fueron vagamente humanitarias, llegando a ser un amo muy bien visto por los siervos de sus posesiones ucranianas. Aunque su cultura y su formación eran cosmopolitas, no descuidó su eslavofilia, apostando por los valores de la Rusia medieval de Kíev y por la poesía épica popular de las bylinas, que imitó con acierto en numerosas ocasiones. Poeta de renombre, escribió también novelas históricas de raíz scottiana que aún siguen leyéndose con fervor en la Rusia actual, como El príncipe Serébriany (1863), y compuso una trilogía teatral muy celebrada evocando una etapa muy relevante de la historia patria: La muerte de Iván el Terrible, El zar Fiódor Ioánnovich y El zar Borís. Incluso se inventó, al alimón con sus primos, los también escritores Alexéi y Vladímir Zhemchúzhnikov, un esperpéntico pseudónimo, Kozmá Prutkov, cuyas obras causaron furor entre los lectores rusos de entonces por su ingenio, su empleo de la sátira y su buen humor. Con ese currículum, lo normal es que Alexéi Tolstói padeciese un destino más aparatoso y solemne –y, por tanto, más aburrido– en la inmortalidad literaria. Pero a quien se recuerda es, por fortuna, al autor de El vampiro y de Una familia de vampiros, dos nouvelles de una estética abiertamente pulp por las que es universalmente conocido y que hubiesen merecido ser ilustradas por Virgil Finlay (por lo menos). Daré noticia a continuación de mi relación libresca con esas dos obras maestras de la literatura de vampiros.

En el principio estuvo Una familia de vampiros, de Alexei Tolstoi [sic], volumen que incluía, como el que nos ocupa, las dos estupendas novelitas románticas de Alexéi K. Tolstói sobre el tema vampírico: Una familia de vampiros (que daba título al libro) y El vampiro. Era un volumen argentino, auspiciado por Rodolfo Alonso, Editor, y publicado en Buenos Aires en 1972; llevaba una inefable cubierta diseñada por Sergio Camporeale, y la traducción corría a cargo de una tal Olga de Wolkonsky, cuyo nombre parecía emanar de la atmósfera gótica del interior. En ese tomo, aún susceptible de encontrarse en librerías de viejo, leí por primera vez las dos geniales nouvelles del «otro» Tolstói, uno de los más vigorosos y originales narradores terroríficos que conozco. En la edición de Rodolfo Alonso se decía del bueno de Alexéi que era ¡el padre! del célebre León Tolstói. ¡Menos mal que no decía que era la madre del autor de Ana Karénina, porque los libros de Rodolfo Alonso eran muy capaces de albergar desatinos de semejante índole!

Después de aquella singular experiencia lectora, me topé por segunda vez con Alexéi Tolstói en la antología Vampiros, preparada por Jacobo F. J. Stuart y publicada por Siruela dentro de la hoy buscadísima colección «El ojo sin párpado». Allí Jacobo había incluido una tan solo de las dos narraciones vampíricas tolstoianas, titulada en esta ocasión La familia del vurdalak (en lugar de Una familia de vampiros) y traducida por Francisco Torres Oliver al castellano. El florilegio de Jacobo ha sido reimpreso dos veces (que yo sepa) por Siruela, en 2001 y en 2006, y consta desde 2010 en el catálogo de Atalanta, la nueva editorial de F. J. Stuart. Más adelante, en 2009, la «Biblioteca de fantasía y terror» de Alianza publicó El vampiro y La familia del vurdalak en inédita y buena traducción castellana, realizada directamente del ruso original por Enrique Moya Carrión.

Y ahora, en la primavera de 2017, y brindándole una espectacular Ring­komposition a mi experiencia bibliográfica ad hoc, mis amigos sevillanos de Espuela de Plata recuperan la añeja traducción argentina de la mítica Olga de Wolkonsky, extraída de un libro mucho más antiguo que el de Rodolfo Alonso, pues lo publicó en septiembre de 1944, con el título de Vampiros, la Editora Inter-Americana de Buenos Aires, dentro de la colección «Rusalka» dirigida por Pedro de Olazábal (autor, asimismo, del prólogo que ocupa las páginas 7-9 del tomo). Para que la felicidad del reencuentro fuese completa, Vampiros incluye otros tres cuentos fantásticos de Alexéi Tolstói que yo no conocía: Amena (de ambiente romano), Dos días en las estepas de los kirguises (de milieu cinegético) y Artemi Simiónovich Bervenkovsky (de sesgo satírico, cuando no abiertamente humorístico). Pero es que hay, además, un sexto y precioso texto en el libro que empieza donde terminan estas líneas, y es el inquietante relato Reunidos después de trescientos años, traducido para la presente ocasión del libro de Tolstói Vampires. Stories of the Supernatural, Nueva York, Hawthorn Books, 1969, páginas 126-154 (versión inglesa y prólogo a cargo de Fedor Nikanov).

Créanme, no se puede dejar de leer este libro una vez comenzado: es una auténtica maravilla. Junto a El vampiro de Polidori y a Carmilla de Sheridan Le Fanu, las aportaciones al género de Alexéi Tolstói representan la cumbre de la literatura de vampiros antes del Drácula de Stoker.

LUIS ALBERTO DE CUENCA

Instituto de Lenguas y Culturas
del Mediterráneo y Oriente Próximo
(CCHS, CSIC)

Madrid, 30 de marzo de 2017

VAMPIROS

UNA FAMILIA DE VAMPIROS

El año 1815 atrajo hasta Viena todo cuanto había de más distinguido entre las gentes más notables de Europa, brillantes inteligencias de salón y hombres conocidos por sus altas aptitudes en el campo de la política. Lo que le daba a la ciudad una animación, un brillo y una alegría extraordinarios.

El Congreso tocaba a su fin. Los emigrados monárquicos se preparaban para regresar a los castillos que les habían sido devueltos, los guerreros rusos, a volver a sus abandonados hogares, y algunos polacos descontentos, a llevar consigo hasta Cracovia sus sueños de libertad, bajo la égida de aquella dudosa independencia que les fuera ofrecida por la triple iniciativa de los príncipes de Metternich y Hardenberg, y del conde de Nësselrode.

Así como al terminar un animado baile de sociedad, un momento antes concurrido y bullicioso, suelen permanecer todavía algunas personas con ganas de seguir divirtiéndose, había unos cuantos personajes encantados con la seducción de las damas austríacas, que no mostraban prisa en hacer sus maletas y postergaban su salida un día y otro.

Esta alegre sociedad a la que yo también pertenecía, se reunía un par de veces por semana en el castillo de la viuda del príncipe de Schwarzenberg, a unas cuantas leguas de la ciudad, más allá del pueblecito de Hitzing. El distinguido y aristocrático tono de la dueña de casa, su amabilidad llena de gracia y su fina inteligencia tenían para sus huéspedes un inmenso atractivo.

Nuestras mañanas se consagraban a ir de paseo; comíamos todos juntos, en el castillo o en algún otro lugar de los alrededores y, por las noches, sentados junto a la chimenea, cuyas llamas despedían una luz vacilante, conversábamos y nos contábamos interesantes anécdotas. Nos estaba terminantemente prohibido hablar de política, que ya nos había fastidiado lo suficiente a todos, y nuestras historias se referían a leyendas y supersticiones de nuestros respectivos países o a recuerdos personales.

Cierta vez, bien entrada la noche, cuando todos habíamos relatado alguna aventura personal, y la imaginación de cada uno de nosotros se encontraba en ese estado de tensión que suele provocar la semioscuridad y los repentinos silencios, el marqués de Jurfe, viejo emigrado que todos apreciábamos mucho por su juvenil alegría y su excelente humor, aprovechó aquel momento de silencio y empezó a hablar.

—Los relatos de ustedes, señores –dijo–, son muy singulares por supuesto, pero me parece que les falta lo esencial: que haya algo personal. No sé si alguno de ustedes habrá visto personalmente, con sus propios ojos, los sucesos sobrenaturales de que acaban de hablarnos, y si puede afirmarlo bajo palabra de honor.

Tuvimos que confesar que nadie podía hacer semejante cosa, y el anciano prosiguió, tras de haberse arreglado el cuello de la camisa:

—En cuanto a mí se refiere, no conozco sino un caso, pero este caso es tan extraño, tan terrible y, lo que es más importante, tan positivamente cierto, que él solo basta para llenar de horror la imaginación de un hombre, aun del más desconfiado. Por desdicha, yo mismo fui testigo y protagonista de él, y aunque generalmente no me gusta recordarlo, por esta vez les contaré el suceso con gusto, siempre y cuando nuestras adorables damas me autoricen a hacerlo.

El permiso le fue otorgado inmediatamente. A decir verdad, unas cuantas miradas temerosas se dirigieron hacia los relucientes cuadrángulos que la luna había comenzado a dibujar en el lustroso piso de la habitación, pero pronto nuestro pequeño círculo se estrechó aún más, y todos nos callamos en espera del relato del marqués. Este sacó de su cajita de oro una pizca de rapé, la aspiró lentamente, y comenzó así:

Ante todo, señoras, les tengo que presentar mis excusas por si en el curso de mi relato me veo obligado a hablar de mis asuntos amorosos con mayor frecuencia de la que conviene a un hombre de mi edad. Pero tengo que aludir a ellos, para mejor ilustración de mi relato. Sin embargo, es perdonable olvidarse a veces de la vejez, y sólo ustedes tendrán la culpa, señoras, si en vuestra compañía llego a imaginarme por un instante que vuelvo a ser joven. Así, pues, sin más preámbulos, les diré que en el año 1769 estaba yo perdidamente enamorado de la encantadora duquesa de Grammont. Esta pasión, que entonces yo creía inalterable y profunda, no me daba tregua ni de día ni de noche, mientras que la duquesa, como la mayoría de las mujeres bonitas, aumentaba mis torturas con su coquetería, hasta que yo, en un momento de despecho, me decidí a pedir, y conseguí, una misión diplomática. Tuve, pues, que dirigirme al príncipe de Moldavia, que por aquella época mantenía negociaciones con el gobierno de Versalles respecto a unos asuntos que encerraban cierto interés para la Francia de entonces. En vísperas de mi partida, me dirigí a casa de la duquesa. No me recibió tan burlona como antes, y se puso a hablar con cierta agitación:

—De Jurfe, se está comportando usted como un loco. Pero lo conozco, y sé que jamás desistiría de una decisión ya adoptada. Así, pues, sólo le pido una cosa: que acepte esta crucecita en señal de mi sincera amistad, y llévela hasta su regreso. Es una reliquia familiar, y todos nosotros la apreciamos mucho.

Con galantería tal vez fuera de lugar en aquel instante, besé, no la reliquia familiar sino la encantadora manecita que me la tendía. Y me colgué del cuello esta misma cruz, que ya nunca abandoné desde aquel día.

No las cansaré, señoras, con los pormenores de mi viaje, ni con más observaciones respecto a los húngaros y los serbios, pueblos pobres, aunque valientes y honrados que, a pesar de estar bajo el dominio de los turcos, no olvidaron ni su dignidad ni su primitiva independencia. Bastará que les diga que habiendo aprendido el polaco, durante una de mis largas estadías en Polonia, no tardé en dominar también el serbio, pues estas dos lenguas, al igual que como el ruso y el checo, no son sino dos ramas de un único idioma denominado eslavo.

Así, pues, ya conocía bastante el serbio para hacerme entender, cuando me encontré en una aldea cuyo nombre no hace al caso. Los dueños de la casa en que me detuve me parecieron extrañamente turbados. Esto me impresionó por ser ese día domingo, día en que los serbios se entregan a distintas diversiones, tales como la danza, el tiro al blanco, la lucha… Atribuyendo el estado de ánimo de mis huéspedes a alguna desgracia ocurrida en la casa, me disponía ya a dejarles, cuando se acercó a mí un hombre de unos treinta años, de alta estatura y de aspecto imponente, y me tomó de la mano…

—Entra, entra, extranjero –me dijo–, no te asustes de nuestra tristeza; la comprenderás cuando te enteres de su causa.

Y me contó que su anciano padre, llamado Gorsha, hombre de carácter inquieto y violento, al levantarse una mañana de la cama, había descolgado de la pared su larga espingarda turca, y les había dicho a sus dos hijos, Jorge y Pedro: «Hijos míos me voy a las montañas para unirme a los valientes que están persiguiendo a Alibek (así se llamaba un bandido turco que asolaba aquellos contornos). Esperadme diez días y, si no regreso dentro de ese término, mandad decir una misa por mí, pues será señal de que estoy muerto. Pero si –agregó el viejo Gorsha, con cara aun más seria– si (¡Dios nos salve!), llegara pasados los diez días, por la salud de vuestras almas, no me admitáis en casa. Os ordeno que, olvidando que soy vuestro padre, me atraveséis con una estaca de roble, sin escuchar mis súplicas, y a pesar de todo cuanto haga, porque, entonces, el que regresaría no sería yo sino un maldito vampiro que vendría a chuparos la sangre».

A este respecto, tengo que explicarles, señoras, que los vampiros de los pueblos eslavos no son, según la opinión popular, sino los cuerpos de los difuntos que salen de sus sepulcros para chupar la sangre de los vivos. En general, sus costumbres son idénticas a las de los vampiros de los demás países, pero poseen, además, una particularidad que les hace aún más peligrosos. Los vampiros, señoras, chupan con preferencia la sangre de sus parientes más cercanos y de sus mejores amigos y estos, a su vez, al morir, se convierten en vampiros, de modo que, según dicen, hay en Bosnia y en Herzegovina aldeas enteras cuyos habitantes son todos vampiros.

El abate Agustín Calmet, en su curiosa obra sobre los fantasmas, presenta horribles ejemplos de la existencia de los vampiros. Los emperadores germanos solían nombrar comisiones numerosas para la investigación de los casos de vampirismo. Se hacían investigaciones, se desenterraban cadáveres, que luego resultaban estar llenos de sangre; se los quemaba en las plazas públicas, después de atravesarles el corazón. Los testimonios de las personas competentes y de los funcionarios oficiales que presenciaron estas ejecuciones, cuentan que se oía gemir a los cadáveres cuando el verdugo les clavaba la estaca en el corazón. Se conservaron exposiciones formales y juradas de aquellas gentes, ratificadas por sus firmas y sus sellos.

Teniendo en cuenta todo lo dicho, no les será difícil, señoras, comprender la impresión que causaron las palabras de Gorsha en sus dos hijos. Ambos se echaron a sus pies implorándole que les permitiera ir a las montañas en su lugar, pero el anciano, por toda respuesta, les volvió la espalda y se alejó, entonando el estribillo de cierta canción épica nacional. El mismo día que llegué a la aldea, expiraba el plazo fijado por Gorsha, lo que me explicaba la inquietud de sus hijos.

Se trataba de una familia buena y honrada. Jorge, el mayor de los hijos, de rostro de rasgos varoniles y regulares, parecía ser hombre resuelto y serio. Estaba casado y tenía dos hijos. Su hermano Pedro, hermoso joven de unos dieciocho años, demostraba en la expresión de su cara tener más dulzura que valor; era, al parecer, el predilecto de su hermana menor Zdenka, que con todo derecho podía calificarse de dechado de belleza eslava. Pero, a más de su belleza, innegable en todos sentidos, me chocó en ella, desde el primer instante, cierto parecido lejano con la duquesa de Grammont, sobre todo una arruga característica en la frente, que en toda mi vida sólo encontré en estas dos personas; esta arruga podía disgustar tal vez a primera mirada, pero se tornaba irresistiblemente atrayente al volverse familiar…

Yo no sé si porque yo era muy joven en aquella época, o porque aquella semejanza unida a la original e ingenua inteligencia de Zdenka fuera en realidad tan irresistible, el hecho es que antes de haber conversado con ella tan sólo dos minutos, sentía ya hacia ella una simpatía tal que presagiaba convertirse en un sentimiento mucho más tierno de haberme decidido a prolongar mi permanencia en aquella aldea.

Todos estábamos sentados a la mesa en la que había queso blanco y un jarro de leche. Zdenka estaba tejiendo; su cuñada preparaba la comida para los niños, que jugaban con arena allí mismo. Pedro, con aparente despreocupación, silbaba, mientras limpiaba su largo cuchillo turco. Jorge, con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos, no apartaba la vista de la carretera, sin pronunciar siquiera una palabra.

En cuanto a mí, turbado por la tristeza y la depresión de toda aquella gente, miraba sin alegría las nubes vespertinas que rodeaban y hacían resaltar la dorada hondura del cielo y el monasterio que se alzaba de entre los pinos del bosque vecino.

Aquel monasterio, según supe más tarde, había sido antaño famoso por su milagroso icono de la Virgen, Madre de Dios, que según la leyenda, fue traído por los ángeles y colgado de las ramas de un roble. Pero, a comienzos del siglo pasado, los turcos irrumpieron en la comarca, estrangularon a todos los monjes y devastaron el claustro. Nada quedó, salvo unas paredes y una capilla, en la que cierto ermitaño desconocido seguía realizando oficios religiosos. Este mostraba también las ruinas a los forasteros, y daba asilo a los peregrinos que recorrían los lugares en los que había alguna reliquia, y que gustaban quedarse en el monasterio de la «Madre de Dios de los Robles». Como ya les dije, de todo esto me enteré más tarde, mientras que en aquel anochecer mi cabeza estaba lejos de ocuparse en la arqueología de Serbia. Como a menudo sucede, cuando se da rienda suelta a la imaginación, me hundí por entero en los recuerdos de los días pasados, de los tiempos hermosos de mi infancia feliz, de mi querida Francia, que había abandonado para trasladarme a una región lejana y salvaje.

También estaba pensando en la duquesa de Grammont y, por qué no decirlo, asimismo en algunas otras jóvenes, contemporáneas de vuestras abuelitas, señoras, cuyas imágenes llamaban a las puertas de mi corazón y que, prescindiendo de mi conciencia y hasta contra mi voluntad, acompañaban la imagen de la encantadora duquesa.

Pronto olvidé a mis huéspedes y su inquietud.

Mas Jorge rompió el silencio:

—Mujer –dijo a su esposa– ¿qué hora era cuando se fue el viejo?

—Las ocho –contestó la interpelada–. Oí cómo dobló entonces la campana del monasterio.

—Muy bien –prosiguió Jorge–. Ahora, por lo visto, no son más que las siete y media.

Y volvió a su mutismo, clavando otra vez la mirada en la carretera que se perdía en la selva.

Me olvidé prevenirles, señoras, de que los serbios, cuando sospechan que alguien sea vampiro, evitan llamarlo por su nombre o mencionarlo directamente, porque de hacerlo así, lo invocarían en su tumba. Por consiguiente, Jorge, al hablar de su padre no aludía a él, sino por la designación de «el viejo».

Durante unos minutos reinó un silencio absoluto. De pronto, uno de los niños le dijo a Zdenka, tirándola del delantal:

—Tía, pero ¿cuándo vuelve abuelito a casa?

Jorge respondió a la pregunta con una bofetada.

El chico se echó a llorar, y su hermanito dijo con expresión de asombro y de susto en el semblante:

—¿Por qué, papaíto, nos prohíbes ahora que hablemos del abuelito?

Otra bofetada fue la respuesta. Los chicos lloraban a dúo, y la familia, entre tanto, empezó a persignarse. En aquel instante, el reloj del monasterio lentamente dio las ocho. Apenas resonó la primera campanada vimos salir la figura de un hombre de la selva y acercarse a nosotros.

—¿Es él, Dios sea loado! –exclamaron a la vez Zdenka, Pedro y su cuñada.

—¿Dios nos ampare! –dijo Jorge solemnemente–. ¿Cómo podremos saber si ya transcurrió o no el término de diez días que él mismo se había fijado?

Todos lo miraron con espanto. Entre tanto, la figura humana se acercaba cada vez más. Era un viejo de alta estatura, con bigotes canosos, de rostro pálido y severo, que avanzaba penosamente con ayuda de un bastón. A medida que se aproximaba, Jorge se ponía más sombrío. Al llegar por fin adonde estábamos, el recién venido se detuvo y paseó por los miembros de su familia una mirada que, al parecer, nada podía ver, tan opacos y hundidos estaban sus ojos.

—Bueno –dijo con voz ronca–, ¿por qué no se levanta nadie a recibirme? ¿Qué significa este silencio? ¿Acaso no veis que estoy herido, y de gravedad?

Y así era: el costado izquierdo del anciano estaba cubierto de sangre coagulada.

—Sostén a tu padre –le dije yo a Jorge–, y tú, Zdenka, dale algo para reanimarlo, pues de lo contrario no tardará en caer sin sentido.

—Padre –dijo Jorge, acercándose a Gorsha–. Muéstrame tu herida, yo entiendo de esto y sabré vendártela…

Pero cuando se disponía a ayudar al anciano a sacarse la ropa éste le dio un violento empujón y se apretó con ambas manos el costado izquierdo.

—Déjame, torpe–dijo–; sólo has logrado aumentar mi dolor.

—¡Pues entonces, eso quiere decir que estás herido en el corazón! –exclamó Jorge poniéndose muy pálido–. ¡Quítate la ropa, es preciso hacerlo, oye, es imprescindible!

El viejo se levantó de su asiento e irguiéndose dijo, sordamente:

—Ten cuidado. ¡Si intentas tocarme, te maldeciré! Pedro se interpuso entre Jorge y su padre.

—Déjalo. ¿No ves que está sufriendo?

—No le contradigas –añadió la mujer de Jorge–. ¿Acaso no sabes que nunca lo ha tolerado?

En ese momento, vimos venir hacia nosotros el rebaño que regresaba a la casa, levantando nubes de polvo. El perro que lo conducía, por no haber reconocido a su viejo dueño, o por algún otro motivo, se puso a aullar apenas advirtió a Gorsha; se detuvo; el pelo se le erizó y temblaba como si viera algo extraordinario.

—¿Qué le pasa al perro? –dijo el anciano, frunciendo el ceño cada vez más–. ¿Qué significa todo esto? Qué, ¿acaso me he vuelto un extraño para mi propia familia? ¿Tanto me han cambiado diez días en las montañas, que ni mis perros me reconocen ya?

—¿Oyes? –dijo Jorge a su mujer.

—¿Qué Jorge?

—Él mismo dice que los diez días han pasado.

—¡Pues no, no es cierto, porque vino dentro del término fijado!

—Bueno, está bien. ¡Ya sé lo que tengo que hacer!

—Y el maldito perro sigue aullando… ¡matadlo de un tiro! –exclamó Gorsha–. ¿No habéis oído?

Jorge no se movió, pero Pedro, con lágrimas en los ojos, se levantó, cogió el fusil paterno y disparó contra el perro, que rodó por tierra.

—Era mi favorito –dijo, bajando la voz–. No sé por qué padre necesitaba que se le matara.

—Pues, porque lo merecía –contestó Gorsha–. Pero empieza a hacer fresco; quiero ir bajo techado.

Mientras ocurría todo esto, Zdenka preparó para el viejo un brebaje de aguardiente hervido con peras, miel y uvas pasas, pero el anciano lo rechazó con repugnancia. Idéntica repugnancia demostró por las costillas de cordero con arroz que Jorge le puso delante, y fue a sentarse en un rincón, murmurando palabras incomprensibles.

La leña de pino ardía en la chimenea y lanzaba su fulgor tembloroso sobre el rostro del anciano, que estaba tan pálido y tan extenuado que, a no ser por aquella iluminación, podría parecerse al rostro de un muerto. Zdenka se acercó a él y se sentó a su lado.

—Padre –le dijo–, ¿no quieres comer nada, no quieres descansar? Pues, cuéntanos al menos algo de las hazañas que realizaste estos días en las montañas.

Al decir eso, la muchacha sabía que estaba tocando el punto débil del viejo, que gustaba mucho de conversar de las batallas y combates contra los turcos. Y así era, pues una sonrisa asomó durante un instante a sus pálidos labios, pero sus ojos permanecieron tan inexpresivos como antes, y contestó, acariciando con la mano el hermoso cabello rubio de su hija:

—Está bien, Zdenka, te contaré todo lo que vi en las montañas, pero no será ahora, ni hoy: estoy cansado. Una sola cosa te diré, y es que Alibek ya no figura entre los vivos, porque fue muerto por la mano de tu padre. Y si alguien duda de mis palabras –prosiguió el viejo, echando una mirada a sus familiares–, ¡aquí está la prueba!

Y tirando de la cuerda que ataba la bolsa colgada de sus espaldas, sacó una cabeza ensangrentada que, como la cara del viejo, tenía la lividez de la muerte. Nos volvimos con horror para no verla, pero Gorsha dijo, alargándosela a Pedro:

—Toma, cuélgala sobre la puerta de nuestra casa, para que todo el que pase sepa que Alibek está muerto y los caminos libres de malhechores, salvo de la guardia del sultán.

Pedro le obedeció con repulsión.

—Ahora lo comprendo todo –dijo–. ¡El pobre perro aullaba porque sentía olor a muerto!

—Sí, sentía olor a muerto –confirmó sombríamente Jorge, que entre tanto había salido disimuladamente de la habitación, y regresaba llevando en la mano un objeto que puso en un rincón; me pareció que era una estaca.

—Jorge –dijo a éste su esposa, bajando la voz–. ¿Será posible que quieras…?

—Hermano –intervino Zdenka–. ¿Qué es lo que tienes en la mente? No, no, tú no puedes hacer eso. ¿Verdad que no?

—Dejadme –contestó Jorge–. Sé lo que tengo que hacer, y no he de hacer nada que no deba.

Entre tanto, cayó la noche y la familia se recogió en la parte de la casa que estaba separada de la habitación en que me alojaba por un delgado tabique. Confieso que todo lo visto durante la tarde había causado una honda impresión en mi mente. Apagué la vela. La luna daba directamente en la ventana baja de mi cuarto, muy cerca de mi cama, y volcaba en el suelo y en la pared sus azulados reflejos, casi como aquí, en este momento, señoras. Tenía ganas de dormir, pero no podía. Creí que era por la luz de la luna, y me puse a buscar algo para tapar la ventana, pero no encontré nada; entre tanto, detrás del tabique se oyeron unas voces bajas. Involuntariamente, me puse a escuchar.

—Acuéstate, mujer –decía Jorge a su esposa–, y tú, Pedro, y tú también, Zdenka. No os inquietéis por nada, que yo mismo velaré por vosotros.

—Pero, Jorge –le contestó su mujer–, sería más justo que fuera yo quien no se acostase; trabajaste toda la noche de ayer, y has de estar muy cansado. Además, tengo que cuidar al mayor de los muchachos. ¡Sabes que no se siente bien desde ayer!

—Quédate tranquila, y acuéstate; yo velaré por los dos.

—Hermanito –dijo Zdenka con voz suave y cariñosa–; me parece que no se necesita vigilancia alguna: el padre duerme ¡y mira qué rostro tan tranquilo tiene!

—¡Ni mi mujer ni tú, ninguna de los dos, entiende nada! –repuso Jorge en tono de voz que no admitía réplica–. Os digo que os acostéis y me dejéis de guardia.

Después de esto, hubo un silencio absoluto. Al poco tiempo también yo sentí cómo mis párpados se volvían pesados y el sueño se apoderó de mí.

De pronto, veo que la puerta de mi cuarto comienza a abrirse, y que el viejo Gorsha entra. Pero yo, más que ver adivino su presencia, porque el cuarto del que salió está oscuro. Me parece que con sus apagados ojos trata de penetrar mis pensamientos y observa mis movimientos. Le oigo mover una pierna, y levantar después la otra. Luego, con suma cautela se acerca a mí. Un momento más, da un salto, ya estaba junto a mi cama… Experimento un terror indescriptible, pero una fuerza superior me impide cualquier ademán. El viejo se inclina sobre mi cama y aproxima su pálido rostro al mío, tan cerca que siento su aliento de ultratumba.

Hice un esfuerzo sobrehumano y me desperté, bañado en un sudor frío. En el cuarto no había nadie; pero al mirar la ventana, divisé al viejo Gorsha, que con la cara pegada al vidrio, desde afuera, no apartaba de mí sus horribles ojos. Tuve bastante dominio de mí mismo para no dar un grito, y bastante presencia de ánimo para no saltar de mi lecho y para aparentar no haber visto nada. Sin embargo, al parecer, el viejo sólo había venido con el propósito de cerciorarse de que yo estaba durmiendo, y no había tenido intención de entrar; tras de haberme mirado fijamente, se apartó de la ventana y oí cómo se puso a andar por el cuarto vecino. Jorge se había dormido, y roncaba con tanta fuerza que poco faltaba para que temblasen las paredes. En aquel momento se despertó el muchacho, y oí la voz de Gorsha:

—¿No duermes, chico?

—No, abuelito –contestó el niño–, y mucho me gustaría conversar contigo…

—¡Ah, tienes ganas de charlar…! Pues, ¿de que hablaremos?

—Quisiera que me contaras cómo has combatido a los turcos, porque yo también iría gustoso a pelear contra ellos.

—Ya lo sabía yo, pequeño, y hasta traje una navajita que te regalaré mañana mismo.

—¡Ah!, abuelito, dámela ahora mejor, puesto que no duermes.

—¿Por qué, muchachito, no me hablaste hoy de día?

—Porque mi padre me lo ha prohibido.

—Es prudente, tu padre. ¿Quieres pues que te dé tu navaja hoy?

—Sí que lo quiero, pero que no sea aquí, porque mi padre puede despertarse.

—¿Dónde, pues?

—Salgamos de aquí, abuelito, afuera, sin hacer ruido, para que nadie nos oiga.

Me pareció oír como si Gorsha se riera sordamente, y el muchacho empezó a vestirse.

Yo no creía en la existencia de los vampiros, pero la pesadilla que acababa de tener me había sacudido los nervios, y para no tener que reprocharme nada más tarde, me levanté y di un fuerte puñetazo al tabique. El golpe fue tan fuerte que, al parecer, habría podido despertar a los siete durmientes de los cuentos árabes, pero a pesar de ello toda la familia siguió durmiendo.

Me lancé a la puerta, decidido a salvar al niño, pero la encontré cerrada por fuera y la cerradura no cedió a mis esfuerzos. Mientras trataba de romper la puerta, vi por la ventana al viejo que andaba por el camino con el niño en los brazos.

—¡Levántense ustedes, levántense! –seguía gritando yo con todas mis fuerzas sacudiendo el tabique con mis puñetazos. Sólo entonces Jorge se despertó.

—¿Dónde está el viejo? –preguntó.

—Síganlo rápido –grité–, acaba de llevarse a su hijo.