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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Ana Ruíz Vivó

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La fuerza del corazón, n.º 86 - septiembre 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6845-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Todo estaba igual que cinco años atrás. Nada había cambiado en el gran rancho Cruz, ni siquiera la vieja costumbre de que sus habitantes durmieran la habitual siesta de la tarde. Aunque bien pensado, eso era un punto a su favor para acceder a la propiedad.

Laura estaba decidida, nadie se lo iba a impedir. Caminó por el vestíbulo con paso seguro, más por costumbre que por valor. Subió la amplia escalinata de mármol y tomó una bocanada de aire. Ya faltaba poco. Nunca hubiera imaginado que regresaría a aquel lugar donde había sido tan infeliz; fue entonces cuando debió terminar con él, pero su miedo al fracaso no le dio las fuerzas suficientes, solo se atrevió a ponerse a salvo sin segar otra vida por el camino. Pero ahora no, ahora terminaría con el poderoso Cruz, aunque para eso tuviera que pagar un precio muy alto: su libertad, o tal vez algo peor.

El recuerdo del propósito que la había empujado a regresar al infierno la obligó a seguir caminando hasta que llego frente a la intimidatoria puerta del despacho. Acercó la cara al escuchar el leve siseo de la impresora funcionando, y soltó el aire que había estado reteniendo en los pulmones. Sentía la garganta seca, las manos le temblaban y apretó la pistola para que no resbalara al suelo. También contó mentalmente: uno, dos… y tres.

Al abrir pudo ver una silueta masculina, inconfundible, que se reflejaba en los ventanales, junto a la mesa de trabajo. Él debió escuchar su respiración nerviosa; tal vez, incluso fue capaz de intuir su presencia, porque se irguió en toda su estatura al tiempo que interrumpía la salida de los folios por la ranura de la máquina. Sus hombros fornidos destacaban bajo la chaqueta oscura, al igual que sus largas y poderosas piernas bajo los pantalones del mismo tono. Samuel no era un hombre que pasase desapercibido, precisamente, su tamaño y su aura de autoridad lo convertían en alguien inconfundible.

—Jeremías, te estaba esperando —dijo una voz que, pese a todo, resultó desconocida para ella.

Tal vez deseaba tanto olvidarla que ahora que lo tenía a un par de metros sonaba con otro matiz. Apenas se apreciaba el acento mexicano y el tono resultaba más suave. Más… amable.

Laura solo dio un par de pasos, ni siquiera pudo traspasar la puerta al sentir que los recuerdos caían sobre ella de forma aplastante, transportándola a un tiempo doloroso en el que su deseo más grande había sido desaparecer.

—¿Ocurre algo, Jeremías? —La sorprendió la voz en plena cavilación—. Pero… ¿quién eres tú?

—¡Quieto, Cruz! —le gritó mientras retrocedía, al tiempo que sujetaba el arma con ambas manos.

Él frenó sus pasos y la miró tan extrañado como si acabara de ver un marciano.

—¡Qué demonios!

«Sí, qué demonios». Aquel hombre alto y perfectamente vestido no era Cruz.

Sus cabellos eran tan negros como los suyos, sus ojos igual de oscuros e insondables. Su piel, morena y tostada como tantas otras de aquella región; y su tamaño y el porte altivo, igual de particulares, pero no era él. Este hombre era más joven. Su rostro desconcertado exudaba una virilidad abrumadora que un día también percibió en el Cruz que buscaba, pero algo en sus facciones le confería un aire totalmente diferente.

Laura sacudió la cabeza tratando de buscar una explicación al hecho de que Cruz estuviera ante ella, sin ser realmente él, aunque el brillo de su mirada amenazadora era indiscutible. Inolvidable.

—Tranquila —le aconsejó el doble de Cruz, alzando las manos y dejándolas a la vista para enfatizar sus palabras—, si es dinero lo que buscas…

—No quiero dinero, no soy una ladrona. —Movió la pistola ante su cara, sobre todo para evitar que percibiera el temblor de sus manos—. ¿Quién es usted? ¿Dónde está su jefe? —inquirió, alzando la voz con toda la intención de intimidarle.

—Escucha… no sé lo que buscas, ni qué problema tienes, pero estoy seguro de que dialogando podremos entendernos. —Su tono era tranquilizador mientras comenzaba a avanzar hacia ella. Siempre con los brazos separados y las manos en alto, a la altura de las caderas—. ¿Por qué no me das la pistola?

—¡No se mueva! —gritó ella, retrocediendo.

—Si no es dinero, ¿qué es lo quieres?

—Llame a su patrón.

Laura escuchó pasos en el corredor. No tuvo tiempo de reaccionar cuando se giró para averiguar de quién se trataba, porque él se movió con agilidad, desplomándola y aprisionándola con el peso de su cuerpo. Forcejeó al ver que le aferraba los brazos por encima de la cabeza, pero solo consiguió que apretara los dedos en torno a sus muñecas para obligarla a soltar la pistola. Después, él se arqueó para apoderarse del arma por lo que ella trató de escurrirse por el suelo, pero al sentir que se sentaba sobre su estómago para impedirlo, bufó con rabia y le clavó las uñas en la cara.

—¡Maldita! —vociferó el hombre haciendo más fuerte su agarre por encima de su cabeza.

Ella le dio una patada en la ingle al tiempo que se escuchaba una detonación.

Laura se quedó muy quieta al escuchar el disparo, consciente de que con el forcejeo había apretado el gatillo. Lo miró con el alma en vilo, pero cuando lo vio moverse suspiró aliviada. Ella no era una asesina, aunque su propósito fuera matar a un hombre. «A otro hombre», se dijo, sintiendo su mirada oscura clavada en la suya. No obstante, eso no significaba que su problema se hubiera solucionado.

—Levántate —le ordenó con voz hueca—. Y ahora vas a decirme por qué me has disparado —exigió con una expresión tan fiera que le erizó el vello de la nuca—. ¿Por qué quieres matarme?

—Yo no quiero matarle. No a usted. —Negó con la cabeza para reafirmar sus palabras—. Déjeme, me hace daño… —sollozó, retorciéndose bajo el peso de su cuerpo.

—¿A quién querías matar?

Ambos escucharon un murmullo de voces al otro lado de la puerta de roble, en el exterior.

—¿Señor, se encuentra bien? ¡Abra la puerta, por favor! ¿Está bien?

Reconoció la voz temblorosa del viejo mayordomo mexicano y con un nudo en la garganta le suplicó que no la delatara.

—¿Por qué no? —inquirió él, furioso. Pero algo en su forma de implorar, seguramente el terror que mostraba su cara, le hizo seguir su consejo—. No pasa nada, Jeremías. Puede retirarse.

—¿Está bien, señor?

—Sí, déjame solo.

—Como usted mande.

Los lentos pasos del criado se alejaron escaleras abajo.

—¿Y bien? Estoy esperando una respuesta. —Apretó las robustas piernas en torno a sus caderas, sin apartar su torva mirada de ella.

No solo seguía sentado sobre su estómago, sino que estaba aplastándola con su peso. Cuando la escuchó gemir de dolor, le arrancó la pistola de la mano y se puso en pie, por lo que ella suspiró aliviada.

Laura permaneció en el suelo, tratando de buscar la explicación que aquel hombre le exigía y que no sabía cómo ofrecer. Ni siquiera comprendía cómo había sucumbido a su ruego con tanta facilidad, porque, al fin y al cabo, él estaba en el despacho de Cruz y, si era uno de sus trabajadores, su piedad tendría un límite muy pequeño. Al ver que le daba la espalda mientras se alejaba hacia la mesa del despacho, vislumbró la pequeña posibilidad de escapar.

—Ni se te ocurra hacer lo que estás pensando —le advirtió con voz dura. Guardó el arma en un cajón que cerró con llave y regresó hacia ella, que se había quedado quieta, sin respirar—. ¿Y bien? ¿Vas a contarme a quién querías matar antes de que llame a las autoridades?

—Ha sido un error.

—Eso espero —repuso llevándose una mano a la cara.

El profundo arañazo que cruzaba su mejilla derecha debía escocerle, porque sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió el rastro de sangre.

Sabía que, al tiempo que la miraba, aprovechaba para analizar cada una de sus reacciones. Laura pudo sentir su mirada mientras recorría su pelo rubio y despeinado por la lucha. Se levantó con cautela, atenta a cualquier movimiento brusco de él, y se sintió algo mejor al no verse estudiada en el suelo como si se tratara de una cucaracha.

—No he invadido ninguna casa ajena —aclaró con determinación y enfrentándose a él.

—Permíteme que lo dude. Más vale que comiences a hablar pronto o…

—¿Va a llamar a la policía? —Su voz tembló al seguir la dirección de su mirada, que se había posado en el teléfono.

—Por supuesto, pero primero quiero saber qué motivos tienes para entrar aquí dispuesta a matarme, porque te recuerdo que es a mí a quién apuntabas ,y de no ser porque has fallado esa bala —señaló la pared agujereada— ahora estaría en mi cabeza.

—Yo… no tengo nada contra usted. Es a él… a quien… —Se movió angustiada hacia el centro de la habitación.

—¿A quién? —insistió con impaciencia—. No tienes pinta de ladrona. —Le recorrió el cuerpo con una mirada tan afilada que ella retrocedió unos pasos.

—A Samuel —reconoció por fin—. Él es el ladrón —susurró sin poder contener por más tiempo las lágrimas. Las fuerzas le estaban fallando.

—¿Samuel? —Enarcó las cejas, muy sorprendido—. No me hagas reír. ¿Pretendes decirme que el hombre más poderoso de Sonora te ha robado algo?

La miró como si fuera la mujer más insignificante de la Tierra. Tal y como se sentía en esos momentos.

Laura se derrumbó definitivamente, dejándose caer de nuevo al suelo y escondiendo la cara entre las manos. Ni siquiera supo cuánto tiempo había transcurrido desde que él pareció ablandarse mientras le permitía que llorara. De pronto, sintió uno de sus fuertes brazos rodeándole la cintura. La levantó del suelo sin decir palabra, ella tampoco se resistió, y la condujo hasta uno de los sillones de cuero negro, frente a los ventanales.

—Bebe esto —le ordenó, llenando un vaso de un líquido ambarino.

Ella obedeció, más que nada por no contradecirlo ahora que parecía que su enfado se estaba evaporando. Dio un trago, las manos le temblaban, y él le ayudó a sostener el vaso. Mantuvo durante unos largos segundos su especulativa mirada, sabiendo que seguía estudiándola en profundidad, preguntándose a sí mismo qué empujaría a una mujer a querer matar al poderoso Cruz. Aunque ella podía enumerar más de cien razones válidas para acabar con su vida.

Cuando se dijo que ya no aguantaba más su escrutinio, hizo ademán de soltarse de él que, sin permitírselo, empujó una vez más el vaso a sus labios.

Poco a poco, Laura sintió que la tensión del primer momento la iba abandonando.

—Ahora explícame, ¿qué es eso de que Cruz te ha robado algo?

—¡Cruz! —espetó con odio—. Tengo que encontrarlo. —Intentó levantarse con brusquedad, pero él la regresó al sillón de un empujón.

—No hemos terminado —le recordó en tono admonitorio—. ¿Para qué lo buscas? Mejor dicho, ¿por qué quieres matarlo? No tengo toda la tarde, si prefieres que sea la policía quién te haga las preguntas…

—No, no por favor. —Lo miró con ojos suplicantes.

Él pareció compadecerse de nuevo, porque se sentó a su lado y le alzó la cara sujetándola gentilmente por la barbilla.

—Cruz no está en el rancho. ¿Quieres decirme de una vez qué significa todo este misterio?

Dos nuevos toques en la puerta le hicieron dar un respingo.

—¡Me ha delatado! —Le lanzó una mirada furiosa.

—No seas tonta. Ya te he dicho que no está en el rancho. Hace varios días que salió del país. —Hizo ademán de levantarse y ella lo sujetó por un brazo.

—Entonces… ¿me ayudará?

Su expresión era inescrutable, pero finalmente aceptó.

—Ni siquiera sé lo que debo hacer. —Negó con la cabeza, antes de indicarle una puerta corredera al otro lado del despacho—. Espera ahí dentro.

Él insistió con un gesto para que terminara de entrar. Se había quedado a medio camino, sin atreverse a traspasar el umbral que la llevaría al mismo centro del infierno del que había escapado años antes. Un nuevo empujón terminó de adentrarla en el que un día fue su dormitorio.

Dio un paso, y otro más, sin dejar de mirar alrededor, sin apenas pestañear, con el temor de que el pasado hubiera regresado, con el miedo de estar soñando y no poder despertar. Todo estaba exactamente igual. La amplia cama con el cabezal tapizado en terciopelo granate, los pesados cortinajes de igual color y las paredes de una tonalidad ocre y asfixiante que tantas veces habían sido testigo de su dolor.

Caminó despacio sobre la mullida alfombra blanca, deslizó los dedos sobre el tocador y se detuvo sobre los frascos de perfume, ordenados por tamaños, tal y como ella los había dejado. Después, cogió el cepillo, lo pasó despacio por la melena despeinada y lo colocó junto al espejo; ambos eran de oro, con incrustaciones de piedras preciosas que formaban dos letras entrelazadas: SC. Las mismas iniciales que los vaqueros marcaban a fuego en las reses del rancho, las mismas que señalaban todo aquello que pertenecía a Samuel Cruz.

«Es solo una chuchería», le dijo Cruz, nada más llegar a su nuevo hogar. Pero todo resultó tan diferente a como ella había imaginado…

—Espero que no estés pensando en llevártelos.

La sorprendió la voz del hombre a su espalda. Laura soltó bruscamente el cepillo y se giró para encararse él.

—Ya le dije que no soy una ladrona.

—¿Y cuándo me dirás quién eres?

La adusta gravedad de sus facciones la dejaba sin habla, no podía dejar de repetirse que aquel hombre no era el mismo al que esperaba encontrar y, sin embargo, ambos poseían los mismos rasgos atractivos y arrogantes, el mismo magnetismo que un día la había engañado.

Laura regresó al despacho, deseosa de salir de aquel dormitorio que la agobiaba, y evitando pasar junto a él, se acercó a los ventanales.

—Lo mejor será que me vaya y olvidemos lo que ha ocurrido —repuso, con vehemencia.

—¡Y un cuerno! ¿Te estás burlando de mí? —La retuvo por un brazo al ver que hablaba en serio y se disponía a marcharse.

—Necesito salir de aquí.

Le sorprendió el énfasis de sus palabras.

—Antes tendrás que convencerme para que no te saque yo a patadas.

No obstante, la dejó caminar por la estancia, con toda la intención de que se tranquilizara. Ella dio por hecho que habría cerrado con llave, porque lo vio sentarse en uno de los sillones, como si se dispusiera a escuchar un bonito relato.

Reacia a hacerlo partícipe de sus desgracias, sabiendo que solo serviría para que más tarde se burlara de ella junto a su patrón, regresó a los ventanales y observó en silencio el horizonte, pensando en la mejor manera de escupir todo el dolor que guardaba para sí.

«Todo cuanto alcance tu vista es mío, incluidas aquellas montañas que se recortan en el horizonte», le dijo Samuel el día que llegó a la propiedad, parado a su espalda, desabrochándole el vestido y desnudándola. «Como tú, que ahora también me perteneces», agregó, sujetándola violentamente y empujándola hacia la cama.

—Gracias por no descubrirme. —Se giró hacia el hombre, dispuesta a sincerarse.

Él la observaba en silencio. Su aspecto sombrío indicaba que estaba perdiendo aquella tolerancia que jamás hubiera esperado de alguien en el Rancho Cruz. Se fijó de nuevo en él, tal vez con un interés inusitado, porque lo vio fruncir el ceño y apretar los labios, como si calibrara el examen al que lo estaba sometiendo. Poseía un aire indómito, feroz, pero también vislumbraba cierta disciplina.

—Me pregunto qué es lo que me ha empujado a no llamar a la policía.

Lo decía como si hablara para sí mismo.

—Has hecho bien. —Lo tuteó ella, acercándose. Lo vio frotarse la mejilla, dejando un rastro de sangre a su paso y su voz se convirtió en un susurro—. No quería herirte, y mucho menos matarte.

—Sí, solo querías matar a Samuel, ya lo has dicho.

Laura cogió de la mesa el pañuelo que él había usado para limpiarse y, cuando se inclinó para rozarle la cara, lo vio apartarse con brusquedad. Después, pareció pensarlo mejor y dejó que presionara sobre su herida, aunque en ningún momento apartó sus ojos oscuros de los suyos. Su mirada había vuelto a adquirir aquel tono acerado que tanto le recordaba a otra. Casi estuvo a punto de romper a reír, al ver que un hombre que podría partirla en dos de un golpe seguía sin fiarse de alguien tan insignificante como ella.

—Tienes que comprender que estaba muy asustada.

—¿Y ya no lo estás?

La luz del sol que se filtraba por los ventanales resplandecía en su pelo negro, acentuando la estructura ósea de su rostro.

—¿Qué? —preguntó perdida en sus cavilaciones.

Dejó de limpiarle la mejilla y se alejó tan confusa como al principio.

—Asustada. ¿Ya no estás asustada?

—No. Al menos, no tanto. ¿Quién eres? Cada vez que te miro lo veo a él. Y eso es… —Sintió un escalofrío al no encontrar las palabras—. Debo marcharme.

—No sin una explicación —exigió, yendo tras ella que ya había llegado a la puerta.

Laura tuvo que alzar la cabeza para mirarlo. Al verlo levantar las cejas ligeramente, tragó saliva y se dispuso a contarle el motivo de su visita; la razón por la que estaba dispuesta a matar a su patrón. Pero en ese instante se escuchó el sonido de un teléfono móvil en alguna parte. Él miró hacia la mesa, donde ambos lo vieron sobre unas carpetas, y sin decir nada se alejó para contestar.

—Cruz al habla —contestó con voz grave.

Laura se apoyó en la puerta para sobreponerse de la sorpresa. Tomo una bocanada de aire y con gesto nervioso se pasó una mano por el pelo. Él comenzó a hablar con alguien que requería toda su atención en el mismo instante en el que agarraba el pomo de la puerta y… esta se abrió. No podía creer en su suerte. El muy confiado no había cerrado con llave. Lo miró de reojo, se había girado mientras buscaba unos papeles sobre la mesa, y no lo pensó más. Corrió y corrió escaleras abajo como si la persiguiera el mismísimo diablo. Como si la siguiera Samuel Cruz.

Capítulo 2

 

David se sentó en el sillón giratorio, miró a través de los ventanales y pensó en la muchacha que había estado a punto de matarlo en aquel mismo lugar. De aquello hacía más de una semana y, aunque no era un pensamiento muy agradable, todas las tardes a la hora de la siesta se dejaba caer por allí, por si ella decía regresar a terminar lo que había dejado a medias. Pero no fue así.

Todavía no comprendía cómo se había dejado engatusar por una presumible historia lacrimógena que nunca llegó a escuchar. Al contrario, le dio la oportunidad de escapar mientras él fingía demasiado interés por una conversación telefónica; de hecho, escuchó su carrera escaleras abajo como si la vida le fuera en ello. Y, realmente, tenía motivos para huir, porque nadie que atentara contra Cruz sería capaz de salir por su propio pie del rancho.

Abrió el cajón del escritorio, agarró la pequeña pistola y la giró con lentitud. Era plateada y ligera como la mujer española, cuyo acento la había delatado nada más abrir la boca. Entrecerró los ojos para evocar con precisión sus lindas facciones, la piel clara y sus cabellos rubios y despeinados. Parecía muy joven, demasiado para albergar tanto odio por un hombre como para querer matarlo, y también bastante descuidada, a juzgar por los vaqueros desgastados y la camisa deslucida que vestía.

Inconscientemente, rozó con los dedos la herida de su mejilla, que ya no era sino un rasguño. Sus ojos azules y asustados regresaron a él con la fuerza de un disparo; el mismo que había dejado un agujero en mitad de la pared del despacho. Lo que no sabía era por qué la recordaba así, vulnerable y temerosa, cuando había empuñado un arma y le había apuntado a la cabeza.

Sí, debía estar loco por haberla dejado escapar. Aunque la loca era ella, de eso no había duda. Una loca muy guapa y con unos ojos preciosos, capaz de meterse en la guarida de un lobo muy particular: la de Cruz.

—Señor, el patrón acaba de llegar.

El viejo criado asomó tímidamente la cabeza por la puerta.

—Gracias, Jeremías —repuso él, guardando la pistola en el cajón.

Cerró con llave y siguió al hombrecillo que lo esperaba en la escalera con aire solemne.

—¡David! —Lo llamó Samuel desde el vestíbulo—. Cuando me dijo Jeremías que habías regresado, no pude creerlo.

Se acercó a él con los brazos abiertos y se vio en mitad de un gran abrazo que jamás hubiera esperado de su hermano mayor.

—Sé que debí avisarte, pero fue algo imprevisto. —Trató de justificarse.

—Estás cambiado, David, muy cambiado. Ya eres todo un hombre. —Le palmeó la espalda y volvió abrazarlo. En realidad, su alegría por verlo parecía sincera.

—Sin embargo, tú sigues igual —admitió él, que sí fue franco en su apreciación.

Observó al hombre que tenía frente a él. Tan distinto y tan parecido a sí mismo que daba miedo. En realidad, así eran todos los Cruz. Altos, fornidos y de amplios hombros; con aquel aire del que sabía afrontar cualquier desafío sin inmutarse. En eso radicaba el imperio de los Cruz. Todos sus hombres en el pasado habían sido hábiles en la vida para sobrevivir, lo indicaba la tenacidad de su mandíbula, su porte orgulloso que impedía olvidar que gran parte de la sangre que corría por sus venas era apache.

—Pues me miras como si fuera un desconocido. —Samuel soltó una carcajada y lo condujo con un brazo por encima de los hombros hacia el salón.

Al entrar, le indicó que tomara asiento en el sofá, se acercó al mueble bar y comenzó a servir unas copas.

—En realidad, todo está exactamente igual que cuando nos fuimos —reconoció David mientras recorría con la mirada la lujosa estancia en la que predominaban los tonos verdes y rojizos—. Y ahora que te tengo enfrente, debo reconocer que Gonzalo y tú seguís pareciéndoos mucho. —Hizo referencia al mayor de los tres hermanos—. Aunque seáis tan distintos —puntualizó en un tono más bajo.

—¡Ah!, Gonzalo… —Chasqueó la lengua al tiempo que se sentaba frente a él—. Siempre tuvo agua en lugar de sangre en las venas.

David se irguió en su asiento.

—Han pasado muchos años —le recordó antes de llevarse la copa a los labios.

—Nunca serán suficientes —sentenció con rabia, aunque no pudo resistirse a decir lo que pensaba—. Ese cabrón me la jugó bien. ¡No me mires así, diablos! Llevo razón. Nunca fue un Cruz de verdad, jamás comprendió el sentido de la verdadera esencia de una estirpe.

—Por eso nos marchamos —aseveró David con brusquedad—. Era eso, o que cualquier día uno de los dos cometiera una locura.

—Él cometió la locura —le recordó, señalándolo con un dedo acusador—. Y tú te fuiste corriendo detrás de su culo, como un niñato.

—¡Era un niño! Apenas tenía doce años. —Lo miró incrédulo.

—Sí, eso es cierto, tú eras un crío, pero él no. Siempre fue un excéntrico, con sus libros de leyes y sus tonterías… en lugar de ocuparse del ganado. El rancho es nuestra vida. Los Cruz siempre hemos sido hombres de transacciones, de negocios. Aquí, donde se encuentran nuestras raíces. —Señaló el suelo antes de apurar su copa de un trago.

—¿Para eso me pediste que regresara? —Se interesó él, cada vez más arrepentido de haberlo hecho.

Cruz soltó otra carcajada, como si el enojo inicial se hubiera evaporado.

—Llevas razón. Ahora estás aquí, has vuelto conmigo. Mi hermano menor ha regresado a casa y tenemos que celebrarlo. —Se levantó para servir otras copas, pero se giró a medio camino para decir con orgullo—: Me gusta mirarte, David, eres Samuel Cruz hace diez años. —Se pasó una mano por el pelo negro que comenzaba a mancharse de algunas hebras plateadas y agregó—: ¿Qué edad tienes, exactamente?

—Treinta y dos, ¿ya no lo recuerdas? —Sonrió David.

—Han pasado diecisiete años. —Negó con pesar—. ¿Sabes lo que eso significa? Que todavía podemos comernos el mundo. Tú y yo, ahora que has regresado. —Soltó otra carcajada y comenzó a servir dos nuevas copas.

—¿Querido? —Lo llamó una voz femenina desde el vestíbulo.

—Aquí, Margot —gritó Cruz para hacerse oír—. Ya verás qué bombón de mujer, te gustará —le dijo en tono confidencial, bajando un poco la voz.

En pocos segundos, apareció un «bombón», como Samuel la había descrito con acierto. Era muy atractiva, pelirroja, con llamativas curvas enfundadas en un vestido negro. Al descubrir su presencia, se contoneó con sensualidad exagerada mientras se acercaba a Cruz, aunque sin apartar sus golosos ojos verdes de él.

—Querido, te dije que esto no iba a funcionar —replicó contrariada.

—Margot, quiero presentarte a David, mi hermano menor. Un verdadero Cruz —añadió con énfasis.

—Es un placer conocer a otro verdadero Cruz. —Lo miró con admiración mientras dejaba caer una de sus finas manos entre las morenas de él.

—Encantado, señora. —David le devolvió la sonrisa—. Ahora… si me disculpáis, tengo que regresar al despacho. Estaba terminando algunas cartas para mandarlas mañana por correo. Aquí la conexión a internet es pésima, y apenas si puedo utilizar el teléfono móvil desde el porche. —Se levantó del sillón y buscó dónde dejar su segunda copa, todavía llena.

—Es por las montañas —le explicó Samuel con un gesto—. Pero no puedes irte ahora, ni siquiera has terminado la bebida y tenemos muchas cosas de las que hablar.

—Ya lo haremos más tarde. Además, acabas de llegar y supongo que tendrás asuntos que resolver después de varios días ausente.

—Ya me ha contado Jeremías que tú personalmente te has ocupado de alguno de mis… asuntos —añadió con gesto grave.

—No ha sido difícil. He podido comprobar que tienes muy bien aleccionados a tus trabajadores en caso de presentarse cualquier contrariedad. Solo he corroborado alguna de las órdenes que diste a los hombres cuando se estropeó la bomba de extracción de la zona norte. De hecho, ya estaba arreglada cuando me enteré de la avería.

—Sí, uno tiene que saber rodearse de gente leal si quiere que sus propósitos salgan adelante.

—No lo dudo —aseveró él, alejándose hacia la puerta.

Era como si no hablaran del mismo «asunto».

—La cena se servirá a las siete. Procura no llegar tarde —vociferó Samuel para hacerse oír.

 

 

Unas horas después, Cuando David bajó al comedor, Jeremías estaba dando las últimas instrucciones a las doncellas que colocaban la vajilla en la gran mesa para más de doce comensales. El hombrecillo tampoco había cambiado mucho en los diecisiete años que habían transcurrido. Seguía fiel a su amo, tal y como lo recordaba, de piel tostada por el sol y arrugada por la edad indefinida que parecía conferirle cierto halo de inmortalidad, porque ya era muy anciano cuando Gonzalo y él se marcharon del rancho. Supervisaba con atenta mirada el mínimo detalle que pudiera contrariar a su señor, y David comparó su fidelidad con la sumisión.

Tampoco había olvidado la excéntrica costumbre de Samuel de vestirse de etiqueta para las cenas, por lo que cambió su ropa informal por uno de los pocos trajes que había colgados en el armario y se sentó en el salón, al otro lado del arco de piedra que separaba ambas estancias. Mientras observaba a las tres doncellas que disponían la mesa, se preguntaba qué sería lo que empujaba a su hermano a llevar una vida tan ordenada y metódica, donde cada cosa, objeto o persona tenía un lugar, cuando luego él se saltaba a la torera todas las leyes habidas y por haber.

En realidad se veía ridículo, pensó cuando Cruz y Margot se unieron a él. Su hermano presidía la enorme mesa ovalada para más de doce comensales, con aquella guapa mujer sentada a la derecha, frente a él, que no podía dejar de mirar cómo aleteaban sus manos blancas mientras hablaba.

La cena fue amenizada por la frívola conversación de Margot. Cuando una de las doncellas retiró el último plato del postre y Jeremías dio la orden de servir unos licores, el hombrecillo hizo una leve inclinación y se marchó con sigilo, tal como recordaba.

—Margot, quiero hablar con mi hermano —anunció Samuel sin delicadeza.

—¡Oh! Por supuesto, querido. Estaré en el dormitorio —añadió mientras se levantaba—. Buenas noches, David —se despidió antes de desaparecer por la puerta.

—Esplendida mujer. ¿No te parece? —alardeó Samuel con voz orgullosa.

—Sí, es encantadora. —Al verlo sonreír como si no le creyera, añadió—. Y parece muy enamorada de ti.

—Sé sincero, te importa una mierda lo que ocurra con esa mujer.

—No te comprendo. —Fue sincero.

—Llegados a este punto, después de diecisiete años sin vernos, lo que menos te preocupa es si una mujer me quiere o me pega un tiro. No seas diplomático como Gonzalo. Tú no. —Lo miró fijamente. Sus ojos negros, tan idénticos a los suyos, clavados en él.

—Pero aquí estoy. —David alzó los brazos para dar fuerza a sus palabras—. Me pediste que viniera y acepté.

—Sí, y supongo que te costó un gran esfuerzo tomar la decisión.

—Bastante, sí, sobre todo porque a Gonzalo no le hizo mucha gracia.

—¿Qué pasa? ¿No puedes dar un paso sin su aprobación? —Su voz sonó burlona.

—Sabes que no he querido decir eso.

—Bien, vale… porque solo acepto la debilidad en las mujeres. —Samuel prefirió cambiar de conversación—. Hay dos requisitos imprescindibles que siempre debes buscar en ellas, ¿sabes? —le dijo como si estuviera a punto de darle una lección—. Belleza y sumisión. Y, como habrás comprobado Margot no es muy lista, pero es muy guapa, además de obediente. Por eso, de momento, sigue pareciéndome una mujer espléndida. —Encendió un cigarro, le ofreció otro que él desechó con un gesto, y añadió, pensativo, como si el hecho de recordar le resultara doloroso—: ¿Para qué quiero una mujer inteligente, si quien hace los negocios soy yo? Ya he cometido dos errores —le confió muy serio—. Uno con Annie… ella era débil… —Cerró los ojos un segundo, como si le doliera el hecho de decir el nombre. Él apretó los labios, consciente de los recuerdos de su hermano—. El segundo tropezón fue con otra que también era muy guapa. Y, claro, me equivoqué.

David observó el humo que ascendía sobre sus cabezas, esperando a que Samuel decidiera si seguía revelando más sobre aquel segundo error, porque estaba seguro de que el primero no saldría a relucir en aquella conversación. Ni en ninguna otra.

—Bueno, cuéntame, no sé nada sobre mi hermano pequeño, quiero saberlo todo de ti —bramó, totalmente repuesto del breve instante que duró su consternación.