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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Tonya Wood

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto del millonario, n.º 1189 - enero 2016

Título original: The Secret Millionaire

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8046-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Zack Daniels era un macho alfa de la cabeza a los pies, desde la coronilla de sus lustrosos cabellos de color ébano hasta las puntas azules y blancas de sus cómodas Reebok.

Lo sabía porque veía el canal de Planeta Animal y se había familiarizado con las características de los lobos, perros o leopardos dominantes. Animales o humanos, no era difícil reconocer a un macho alfa. Impulsados por su poderoso instinto, sabían sobrevivir en circunstancias adversas y siempre estaban dispuestos a pelear para mantener el orden en la manada.

Como correspondía a su condición de macho alfa, a Zack no lo molestaban las broncas. De hecho, en aquellos momentos se moría por pelear. Necesitaba desahogarse.

Sabía, sin sombra de duda, que era el ser humano más frustrado de todo el Estado de California. Y al traspasar la frontera de Oregón en su Lotus Esprit plateado, se convirtió en el ser humano más frustrado de Oregón. ¿Por qué?

Porque estaba de vacaciones.

Zack podía comprender que un contable, un abogado o el comercial de un banco estuvieran deseosos de tomarse quince días de descanso. Los pobrecitos estaban sujetos a la rutina, clavados a una mesa en la que realizaban tareas tediosas como facturaciones, hipotecas y balances. ¿Y qué les procuraba al final del día todo su esfuerzo? ¿Podían asomarse a una celda de seguridad y saludar con la mano a un peligroso criminal al que habían perseguido y detenido? No. ¿Y con cuántas doncellas en apuros tropezaban en su trabajo? Con ninguna. Estaban ansiosos por cortar la ineludible monotonía de sus vidas.

Zack, por el contrario, tenía un trabajo de ensueño. Era policía, y se enfrentaba con alegría con el peligro y lo imprevisible a fin de hacer un mundo mejor. Y no era un juego de niños, sino una ruleta rusa a la que se entregaba en cuerpo y alma; no sabía hacer las cosas a medias. Detestaba dormir únicamente porque podía perder la oportunidad de proteger, servir y defender a sus congéneres. Detestaba cenar en un restaurante de lujo porque sentía que estaba incumpliendo con su deber si desconectaba el buscapersonas durante dos horas. Pero, más que nada en el mundo, Zack detestaba tomarse un absurdo descanso de una vida que le iba que ni al pelo. Y, en aquellos momentos, lo aguardaba un período indefinido de tedio, rechinamiento de dientes, migrañas y mordedura de uñas.

Había logrado eludir las vacaciones durante cuatro años. Por desgracia, hacía poco, su compañero y él habían caído en una emboscada durante una redada antidroga. «Pappy» Merkley era un negro colosal con aspecto de jugador de rugby más que de policía. Zack siempre había creído que su amigo y mentor era inmune al peligro, pero aquel día le metieron dos balas en el pecho. Había estado dos días al borde de la muerte, pero el veterano cincuentón era un luchador. Tanto mejor, porque Zack habría armado la de Dios es Cristo si un gigante idealista y amable como Pappy hubiera perdido la vida por culpa de un traficante de tres al cuarto. En cuanto Pappy salió de la UCI, Zack se propuso administrar lo que él mismo calificaba de «revancha legal».

Zack tenía muchos amigos que lo conocían bien, y ninguno quería estar a treinta kilómetros a la redonda cuando Zack divisaba una injusticia y perdía los estribos. Su capitán, Benjamin Todd, sabía que solo era cuestión de tiempo que su leal pistolero localizara al tirador y se metiera en líos. Todd lo había condenado a unas vacaciones indefinidas «fuera de California» hasta próximo aviso.

A los machos alfa solía costarles trabajo ceder el poder a figuras de autoridad, y Zack no era una excepción. Detestaba sentirse frustrado en su trabajo... casi tanto como detestaba tomarse unas vacaciones.

Por el momento, llevaba nueve horas de vacaciones y cada minuto se le hacía insoportable. Por si fuera poco, le dolían la cabeza y la garganta, y temía estar pillando un resfriado. No lo sorprendía; su estado de salud era directamente proporcional a las batallas que libraba en la guerra contra la delincuencia. Los desafíos constantes lo mantenían de buen humor y en buena forma física. La ausencia de desafíos, por no hablar de la dosis de frustración, se traducía en estornudos y catarro. Como era de esperar, Zack empezó a suspirar por una cama y una caja de pañuelos de papel. Cuando los estornudos lo llevaron a un minúsculo pueblo llamado Providence, decidió que era un lugar tan bueno como cualquier otro para pasar la noche.

Estaba oscureciendo, y la luz rosada del ocaso hacía maravillas con el acabado de color platino del Lotus. El exótico deportivo llamó bastante la atención mientras recorría la calle principal. Ninguno de los amigos o colegas de Zack habría reconocido el vehículo, por la sencilla razón de que lo tenía escondido en el garaje, cubierto por una funda de gamuza. Como los demás polis que conocía, Zack conducía un utilitario destartalado con neumáticos gastados y demasiado kilometraje. El que pensara dedicarse a la defensa de la ley por dinero podía llevarse una gran decepción.

Aunque se vestía, caminaba y hablaba como un poli, Zack tenía unos cuantos secretos que guardaba con un celo casi religioso. ¡Que Dios lo ayudara si alguno de sus compañeros averiguaba que tenía el coeficiente de inteligencia de un genio! Aunque su memoria fotográfica lo ayudaba enormemente en su trabajo, no hacía gala de ella. No podía evitar ser inteligente; había nacido así. ¿Qué culpa tenía si se había licenciado en Berkeley con premio extraordinario con poco esfuerzo y escasa dedicación?

A sus treinta y tres años, Zack era un experto en disimular su prodigioso intelecto. Aun así, había retos irresistibles. Durante su último año de carrera, asistió a una conferencia sobre economía en el que el catedrático comparó el mercado de valores con una mesa de blackjack de Las Vegas. A Zack le picó la curiosidad, y empezó a estudiar el mercado de valores hasta que se familiarizó con el sistema. Empezó comprando acciones con la pequeña herencia de su padre y, con el paso del tiempo, fue invirtiendo a la baja con éxito. Conclusión: estaba podrido de dinero. Pero solo lo sabían su banquero y su abogado; Zack temía que sus compañeros dejaran de considerarlo «uno de ellos» si se enteraban de que estaba forrado. Aun así, de vez en cuando se daba un capricho, como el Lotus. Poder sacar a la calle su cohete de tierra plateado era la única ventaja de aquellas vacaciones. No había duda: a los machos alfa les gustaba vivir deprisa.

Cuando detuvo el poderoso Lotus delante de un semáforo, se fijó en un cartel del escaparate del supermercado del pueblo: ¡Adiós al resfriado! Ahorre en todos los productos antigripales. Ni corto ni perezoso, aparcó delante del establecimiento alegrándose de poder poner fin a la jornada. Había visto un motel al final de la calle y, en menos de media hora, pensaba estar medicado y acostado. Cuando se despertara, ya habría dicho adiós a otras ocho horas de vacaciones.

Se apeó del vehículo, atravesó la cortina de lluvia y sacudió la cabeza como haría un labrador negro al salir del agua. Llevaba unos vaqueros deshilachados casi blancos en las rodillas, una camiseta gris y una vieja chaqueta de cuero marrón que el uso había dejado suave como la mantequilla. A no ser que lo llamaran para prestar declaración ante un tribunal, aquella era su «ropa de trabajo». Desde que ascendió a detective, cuatro años atrás, no solo podía prescindir del corte al uno y del horroroso uniforme de agente de patrulla, sino que tenía luz verde perpetua para atrapar a los malos y ayudar a mantener el orden en la manada de Los Ángeles, California.

Hasta aquel día. Las instrucciones del capitán Todd habían sido muy claras.

–Olvídate del trabajo y lee un libro o algo así.

En opinión de Zack, Todd era un sádico. De todas formas, al salir de la ciudad, se había pasado por una librería y había comprado el Universo en una cáscara de nuez, del físico Stephen Hawking, un libro que jamás habría comprado en presencia de cualquiera de sus compañeros. Pero un poco de lectura ligera lo ayudaría a pasar el rato.

De acuerdo con el cartel que colgaba de la puerta corrediza de cristal, solo disponía de dos minutos para abastecerse de medicinas antes de que cerrara la tienda. Con paso ligero, recorrió los pasillos del uno al diez y, por fin, en el pasillo número once, encontró las medicinas. Hizo acopio de remedios antigripales, incluido un jarabe contra la tos con un alto contenido en alcohol. Mientras rebuscaba en el estante, un joven empleado estaba fregando el suelo en torno a sus Reebok; parecía irritarlo que Zack pudiera ser el responsable de que su turno se prolongara treinta segundos más de la cuenta.

–Eh, relájate –gruñó Zack, y se sorbió la humedad de la nariz; no estaba de humor para que un adolescente con espinillas le diera la lata–. Y dime dónde están los pañuelos de papel.

–Los tiene justo detrás –masculló el empleado, y señaló con el extremo de la fregona–. Un poco más y le habrían mordido. Pero dese prisa; ya son las diez y van a cerrar la caja.

Era evidente que aquel muchacho no sabía con quién estaba hablando. Zack decidió ponerse obtuso por la sola razón de que se sentía desgraciado y le parecía justo que el resto de los mortales padecieran su misma suerte.

–Pues esta noche no vais a cerrar a las diez en punto, chaval. ¿Sabes por qué? Porque quiero dar una vuelta y cerciorarme de que tengo todo lo que necesito. Estoy acatarrándome y quiero estar preparado.

El empleado le lanzó una mirada furibunda a través de los cristales de sus gafas de montura metálica.

–Entonces, dígame lo que necesita y lo ayudaré a encontrarlo... deprisa.

–Ese es el problema; uno nunca sabe qué es lo que olvida hasta que no es demasiado tarde. Echaré un vistazo por toda la tienda para ver qué se me antoja. Puede que una bolsa de agua caliente, o una infusión. Y vitamina C; mi madre siempre decía que era buena para... mi madre siempre decía... ¡Diablos!

Una mujer había doblado la esquina deprisa y corriendo, tratando de llegar a tiempo a la caja. Era alta, esbelta y de aspecto exótico. La melena le caía hasta la cintura como una cortina multicolor de tonos castaño dorado, marfil y rubio oscuro. Llevaba un chaquetón de cuero negro abierto, que dejaba al descubierto un jersey de color crema con lentejuelas blancas. Lucía unos vaqueros negros y unas botas de cuero de tacón alto de un llamativo color cereza. A Zack le gustaban las mujeres que se vestían de cuero. Por desgracia, aquellas botas tan sugerentes eran un peligro en el suelo de linóleo recién fregado.

Zack comprendió con alborozo que iba a ser necesaria la intervención de un héroe. Le encantaba serlo. Todo ocurrió muy deprisa; la bota izquierda empezó a resbalar sobre el linóleo y la joven lo miró con impotencia y perplejidad. Tenía los ojos azules más luminosos y cristalinos que Zack había visto nunca, y estaban circundados de pestañas larguísimas. El color vibrante y claro creaba un contraste arrebatador con el tono dorado de su piel. Zack tuvo que darse una bofetada mental para reaccionar, soltar las provisiones de medicamentos y abrir los brazos para atrapar la carga femenina y fragante que cayó en ellos.

Pesaba un poco más de lo que había imaginado, pero logró sostenerla. Durante un instante maravilloso, la tuvo completamente en sus brazos.

–Me encanta esta tienda –comentó, y guiñó el ojo al empleado, que lo miraba, atónito. De repente, el muchacho no lo irritaba tanto.

La joven que tenía en los brazos puso los ojos en blanco y le hundió un tacón de aguja en la espinilla.

–¡Dios mío! –dijo en tono inocente cuando él hizo una mueca de dolor–. No sabes cuánto lo siento. Será mejor que me sueltes, no vaya a hacerte daño otra vez sin querer.

–Dudo que sea lo mejor –Zack suspiró, porque solo podía sostenerla en los brazos protectores de la ley durante un tiempo limitado–. Pero te soltaré porque me lo has pedido con educación y llevas unos tacones muy afilados.

La soltó a regañadientes, y la joven echó a andar en cuanto puso los pies en el suelo. Sin más. Lo había despachado.

–¿Cómo? –preguntó Zack a la espalda del chaquetón de cuero–. ¿Ni «gracias» ni «hola» ni amor a primera vista?

La joven volvió la cabeza y parpadeó; Zack creyó sentir un soplo de brisa en la cara.

–Eres mono, pero un poco engreído. Gracias por tu ayuda. Adiós –dijo, y desapareció por el pasillo.

–No la había visto antes –comentó el empleado en tono perplejo; ya no parecía tan disgustado por estar trabajando más de la cuenta–. Si no, me habría acordado. Estaba como un tren.

Zack lo taladró con su mirada gris, la misma que empleaba con gamberros adolescentes.

–Tú a lo tuyo, chico. Mira, a alguien se le ha roto un frasco de jarabe contra la tos. Es una pena.

–No voy a salir nunca de aquí –gruñó el muchacho–. Oiga, ¿qué es eso que lleva en la camisa? Se le ha quedado prendido algo en el botón.

Zack bajó la vista al centro de su pecho, donde se le había quedado enredada una delicada cadena de plata, y la desprendió despacio.

–Es un brazalete –dijo–. Lleva las iniciales de la chica... A. S. ¿Qué significarán?

–Amanda –dijo enseguida el muchacho–. El nombre le pega. Oiga, ¿quiere que lleve el brazalete a la caja central? La llamarán por los altavoces.

–Yo me encargo de encontrarla.

Zack contempló el bonito brazalete a la luz de los fluorescentes y sonrió. Se había olvidado por completo del resfriado; los síntomas habían desaparecido por arte de magia. También se había olvidado de las vacaciones; de repente, se enfrentaba con un nuevo reto, y la expectativa le daba fuerzas. Profirió una carcajada y fue tras ella.

Por desgracia, la fragante mujer de cuero negro se había esfumado. Recorrió todos los pasillos y se dirigió a la caja en la que una joven melenuda de labios pálidos aguardaba impaciente. Zack tenía una sonrisa irresistible; una de sus antiguas amantes la había calificado de arma nuclear. La empleó con total deliberación.

–Hola. Sé que estáis cerrando, pero quería pedirte un pequeño favor.

La joven ni siquiera se lo planteó.

–Son más de las diez, y la caja está cerrada.

Zack se la quedó mirando, sorprendido. Al parecer, el arma nuclear estaba defectuosa. Era la primera vez que le ocurría.

–Oye, tengo que hablar con una clienta vuestra, una joven con chaquetón de cuero negro. ¿La has visto?

La joven asintió y explotó el chicle que estaba mascando.

–Sí. Me preguntó dónde estaban los servicios.

–¿Y le dijiste...?

La cajera puso los ojos en blanco.

–¿Qué le voy a decir? Dónde estaban.

Zack dejó de ser encantador y adoptó el papel de poli.

–Mira, chica, cuanto antes colabores, antes podrás marcharte. ¿Dónde narices están los servicios?

La joven frunció sus labios blanquecinos.

–Muy bien. Vaya a las puertas giratorias que están al fondo de la tienda. Siga por la primera puerta a la izquierda y baje las escaleras. Verá las indicaciones. Pero dese prisa, ¿quiere? Mi novio me está esperando.

«Pobre tipo», pensó Zack, aunque lo sorprendía su propia determinación de encontrar a la mujer. Sencillamente, no estaba acostumbrado a que una joven atractiva lo despachara. No era egocéntrico, pero siempre recibía un trato especial de las damas. No sabía si se debía a su profesión, pero las mujeres solían encontrarlo atractivo. Al menos, la mayoría.

Y debía pensar en su orgullo. No tenía intención de seguir a la joven hasta el servicio de señoras. Parecería un acto desesperado, por no decir indecente. Aun así, no había ley que prohibiera esperarla en los alrededores. A fin de cuentas, era un buen samaritano que solo intentaba hacerle un favor. Sus intenciones eran casi altruistas.

Sonriendo para sí, siguió las indicaciones de la cajera, atravesó las puertas dobles señalizadas con un cartel de Acceso restringido y abrió la de la escalera. Era una puerta de incendios de acero, y estaba señalizada con un cartel de Solo personal autorizado y otro de Acceso sin salida.

Salvo por la bombilla amarilla que pendía del techo, el pasillo del final de la escalera estaba en sombras. Zack sonrió de oreja a oreja, se puso en cuclillas y contempló la rendija de luz de la puerta del servicio de señoras. No en vano era detective. Ya solo tenía que deshacer lo andado, esperarla junto a la puerta de incendios y devolverle el brazalete con galantería. A ella ya no le quedaría más remedio que presentarse.

No sabía por qué le importaba tanto conocer su nombre, pero así era. Los años de trabajo en el cuerpo le habían afinado su poder de observación y memoria. La joven llevaba pendientes grandes y centelleantes, de bisutería, pero bonitos. Visto de cerca, el chaquetón negro no era de cuero sino de una imitación menos costosa. Además de la delgada cadena de plata de la muñeca, también llevaba un reloj digital barato y, más importante aún, no había visto ninguna alianza. Si no recordaba mal, llevaba anillos en todos los dedos menos en el anular.

Oyó el ruido del pomo del servicio de señoras y subió los peldaños de tres en tres. No quería asustarla esperándola en el pasillo. Regresaría a la entrada iluminada y... y...

Probó por segunda vez a abrir la puerta de incendios. Se había quedado bloqueada.

Hizo una mueca al oírla salir al pasillo. Estaba atrapado, como un conejo en su madriguera. Iba a ser un duro golpe para su dignidad. Permaneció inmóvil, sintiendo el calor de la sangre en las mejillas mientras escuchaba el clic clac de unos tacones acercándose por el pasillo.

–Disculpe –dijo una voz curiosa desde el pie de la escalera–. ¿Qué hace ahí arriba?

Zack golpeó el acero de la puerta con la frente.

–¿Yo? Nada. Me he quedado perplejo, nada más.

–¿Perplejo? ¿Ocurre algo? Sé que están a punto de cerrar y siento haberme entretenido, pero...

Era evidente que lo había tomado por un empleado. Zack inspiró hondo y se dio la vuelta despacio, dando gracias porque las sombras ocultaran el fuego de sus mejillas.

–Hola. Me alegro de verte por aquí.

–¿Tú? –preguntó, y frunció las cejas con recelo–. ¿Qué pasa? ¿Es que me estás siguiendo?

–Deberías ir a que te revisen el ego; creo que lo tienes bastante inflado –hacía tiempo que Zack había aprendido a improvisar, era una de sus herramientas de supervivencia. Fingió sentirse ofendido, se sacó el brazalete del bolsillo y lo hizo oscilar como un péndulo–. Te dejaste esto enredado en uno de mis botones cuando caíste en mis brazos. Solo intentaba devolvértelo. Lo siento, no tengo segundas intenciones. Eres mona, pero un poco engreída.

Fue ella quien se sonrojó en aquella ocasión.

–Bueno... Supongo que me he precipitado.

–Y que lo digas –reprimiendo una sonrisa, Zack le arrojó el brazalete, y ella lo atrapó con un ágil giro de muñeca.

–Gracias –murmuró la joven, mientras volvía a ajustárselo en la muñeca–. Este brazalete tiene mucho valor sentimental para mí. No sé qué habría hecho si lo hubiera perdido.

–No ha sido nada –por desgracia, seguía sin poder abrir la puerta. En un último intento, se puso de costado y la golpeó con la cadera–. Ay. Eso me va a dejar un cardenal. Oye, lo siento, pero creo que nos hemos quedado encerrados.

–¿Qué? –preguntó una voz alarmada justo detrás de él–. ¿Encerrados? ¿No podemos salir?

Zack no se había dado cuenta de que la joven había subido las escaleras. Volvió la cabeza y recibió el impacto de sus penetrantes ojos azules, situados a apenas treinta centímetros de distancia. Incluso en la penumbra, constituían una intensa fuente de luz. Tenía la piel dorada y los generosos labios pintados con brillo de color canela. Era la clase de mujer capaz de enamorar a un donjuán... por decirlo de alguna manera.

–No podemos salir –confirmó Zack con voz ronca, intentando no fijarse en aquellos labios llenos–. Al menos, hasta que vengan a buscarnos.

–¿Lo dices en serio? ¿Estamos atrapados? –inquirió en tono más agudo.

–Sé positiva –la animó Zack–. No estamos atrapados, sino muy, muy a salvo.

–¡Soy claustrofóbica! –chilló, perdiendo la calma. Lo apartó y zarandeó la barra con las dos manos–. Es superior a mí, en serio. Tengo que saber que puedo salir de los sitios en los que entro. Si me siento atrapada, a veces... a veces, me entra el pánico y...

–¿Y qué? –preguntó Zack con recelo, mientras contemplaba sus pupilas dilatadas–. Vaya, no tienes buen aspecto. ¿Qué es lo que haces a veces?

–Esto –murmuró con voz débil. Y por segunda vez en menos de diez minutos, cayó desplomada en los brazos de Zack.