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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Joan Elliott Pickart

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Perdido en el ayer, n.º 1195 - febrero 2016

Título original: Plain Jane MacAllister

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filialess, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N: 978-84-687-8051-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Mark Maxwell dejó la pesada maleta en el suelo y pensó que al fin estaba en casa. Por fin había regresado a Boston después de vivir y trabajar en París durante un año largo.

Oh, sí, era fantástico estar en casa. El proyecto de investigación en el que había sido invitado a participar había sido fascinante y retador, y también un honor que se lo hubieran pedido.

El problema con su estancia en París fue que la visión preconcebida que la mayoría de los norteamericanos tenían de la ciudad resultó ser completamente cierta. Dondequiera que iba parecía estar rodeado de parejas enamoradas.

Quizá se podía decir lo mismo de Boston, pero él nunca lo había notado. Había ido a París con una idea preconcebida, lo cual, sin duda, hizo que fuera más consciente del amor que lo rodeaba.

Y para colmo, se había sentido devuelto en el tiempo a años atrás, cuando él también estaba enamorado, cuando perdió su corazón y su inocencia juvenil por una sonrisa dulce y unos ojos marrones brillantes.

Habían hecho planes para un futuro juntos, algo duradero. Habían hablado horas de la casa en la que vivirían, los niños que crearían, la felicidad que los acompañaría hasta que la muerte los separara.

Pero nada de eso había sido real... para ella.

Aquella joven le hizo pedazos el corazón, dejándolo atónito, amargado y decidido a no volver a enamorarse nunca.

Estaba convencido de que ya había lidiado con aquellos fantasmas dolorosos, de que hacía tiempo que la había olvidado a ella y lo que le había hecho.

Pero durante su estancia en París, rodeado de parejas que se miraban a los ojos, los viejos recuerdos resurgieron con fuerza, obligándolo a darse cuenta de que en realidad no la había perdonado, ni olvidado.

Cruzó la sala de estar hacia la cocina. En su ausencia, había alquilado su apartamento a su amigo Eric, un médico recién divorciado, y este le había dicho por teléfono que encontraría comida en el frigorífico a su vuelta.

También le había dicho que había cumplido sus instrucciones y llevado el correo que parecían facturas al despacho del contable de Mark, y que las revistas y la publicidad estaban en una caja en un rincón de la cocina.

Mientras Mark preparaba cuatro huevos revueltos en la sartén, a los que añadió queso rayado y trozos de jamón, inhaló el delicioso aroma y frunció el ceño al colocar el montón de huevos en un plato y llevarlo a la mesa situada en el extremo de la cocina. Se sirvió un vaso de leche, se sentó y dio el primer mordisco a la comida.

Pero seguía frunciendo el ceño y mirando al espacio.

Y pensando que seguía siendo el mismo doctor Mark Maxwell.

El mismo que llevaba doce años evitando tomar parte en cualquier tipo de relación seria con una mujer.

El doctor Mark Maxwell que se había enterrado en su trabajo y con solo treinta años era el niño prodigio de la investigación médica.

El doctor Mark Maxwell que era solo un niño de dieciocho cuando le partieron el corazón, dejándolo amargado y furioso.

–Vaya, ¿no es genial? –movió la cabeza con disgusto–. ¿Y ahora qué, Maxwell? ¿Cómo vas a librarte de su fantasma?

Se puso en pie.

–Me libraré –prometió–. Pero por el momento no voy a pensar en eso, porque estoy agotado.

Se acercó a la caja del rincón, tomó la revista que estaba encima y miró la portada.

–«A lo largo de los Estados Unidos» –leyó. Se sentó y la abrió.

Eso estaba bien. Una revista con artículos de interés humano sobre personas de todo el país.

Pinchó los huevos con el tenedor, volvió la página y de repente se quedó rígido, con todo el cuerpo en tensión.

–«Ventura, California, primas se casan con primos de la realeza en una cuento de hadas moderno» –leyó en voz alta.

El corazón le latió con fuerza al ver la foto de color de una multitud de personas a las que el pie de foto identificaba como las dos familias... la familia real de la isla de Wilshire, y la de Ventura.

Y allí estaba ella.

Se hallaba de pie en la fila detrás de las dos parejas de recién casados.

Era ella.

Con la mirada clavada aún en la fotografía, Mark se incorporó tan rápidamente que la silla cayó al suelo, pero no oyó el golpe.

Todo aquello era muy raro. ¿Estaba pensando en ella y se encontraba con su foto?

Colocó la silla en su sitio y se sentó. Tal vez no fuera tan raro. Tal vez era... sí... una señal que le indicaba que el único modo de quedar verdaderamente libre era verla una última vez.

Miró la foto de nuevo, la sonrisa que tan bien conocía, el pelo rubio y los ojos grandes marrones, los labios... oh, aquellos labios que sabían a néctar.

¡Era tan hermosa! Ahora era una mujer madura, no una niña de dieciocho años. Había ganado peso, pero le quedaba muy bien, estaba muy hermosa y...

Dejó la revista sobre la mesa y apuntó un dedo a su imagen sonriente.

–Prepárate, porque voy a tu encuentro –le dijo con voz ronca–. Tenemos que hablar, Emily MacAllister.

Capítulo Uno

 

–Abuela –Emily MacAllister cruzó la soleada cocina–. Traigo las flores que te prometí, y son preciosas. Te encantarán. Puedes sentarte en el jardín y supervisar el trabajo mientras las coloco en el suelo. ¿Abuela?

–Estoy en la sala de estar –repuso Margaret MacAllister.

Emily atravesó el comedor y entró en la sala con una sonrisa para su abuela.

Pero de pronto se quedó inmóvil, palideció y se le paró el corazón.

En el segundo que tardó en reconocer al hombre que se había levantado al entrar ella, la vida que conocía dejó de existir.

Ya no tenía treinta y un años, volvía a tener dieciocho. No era una mujer regordeta de mofletes amplios y un asomo de doble papada, sino una adolescente esbelta con un tipo envidiable.

No llevaba ropa que parecía sacada de tiendas de segunda mano, sino vaqueros de marca bien ceñidos en el trasero.

Sintió un mareo y tuvo que agarrarse a una mecedora, ya que la habitación le daba vueltas.

Aquello no podía estar ocurriendo. Era una pesadilla, y se despertaría y volvería a empezar el día de un modo normal.

Mark Maxwell no podía estar en aquella habitación observándola con expresión inescrutable. No.

–¿No es una sorpresa maravillosa, Emily? –preguntó Margaret amablemente–. Mark viene a visitarnos después de tantos años.

Emily no creía que fuera maravilloso. Oh, ¿por qué no sonaba el despertador y la sacaba de aquel sueño? No, no, no. Mark Maxwell no podía estar allí.

–Hola, Emily –dijo el hombre con suavidad.

La mujer se llevó una mano a la frente. Sí estaba allí. Pero no era el Mark Maxwell delgaducho, desgarbado y encantador. No, este Mark medía por lo menos un metro noventa, tenía hombros amplios y llevaba un traje oscuro hecho, sin duda, a medida.

¿Dónde estaba el plástico lleno de bolígrafos que llevaba siempre en el bolsillo de la camisa? ¿Dónde el remolino de pelo castaño que aparecía constantemente en su coronilla? ¿Qué había sido de aquellos brazos, piernas y pies enormes... que resultaban demasiado grandes para su cuerpo todavía en desarrollo?

–¿Emily? –preguntó Margaret–. ¿No vas a saludarlo? Sé bien que los dos os separasteis en términos que los demás no comprendimos, pero de eso hace muchos años. Es historia, como decís los jóvenes. Y no estás siendo muy educada.

–¡Oh! –Emily respiró hondo–. Lo siento. Sí. Educada. Hola, Mark –achicó los ojos–. ¿Qué rayos haces aquí?

–¡Emily, por lo que más quieras! –intervino su abuela–. Eso es una grosería.

–No importa, Margaret. Supongo que mi aparición de improviso ha sorprendido a Emily –repuso el hombre.

La miró. Apenas podía creer que la tenía delante y solo los separaban unos centímetros.

Seguía teniendo el mismo pelo rubio sedoso en el que le gustaba enterrar los dedos, aunque ahora lo llevaba cortado a capas hasta la altura de los hombros.

Seguía teniendo los mismos ojos marrones de los MacAllister que podían brillar de regocijo, nublarse de deseo o relucir por efecto de las lágrimas cuando estaba contenta o muy triste.

Vestía como si comprara la ropa en un rastrillo, pesaba mucho más que de adolescente, no llevaba ni rastro de maquillaje y por un agujero de sus zapatillas deportivas asomaba un dedo.

Oh, sí, allí estaba.

Emily.

Y seguía siendo muy hermosa.

Quería acercarse a ella, tomarla en brazos, besarla hasta que perdiera el sentido y...

Peor tenía que contenerse. Ella era Emily MacAllister, que había conseguido mantener prisionero su corazón durante tanto tiempo, y él había ido a Ventura a rescatarlo.

–Mark acaba de volver de un año en París, Emily –dijo Margaret–, donde ha formado parte de un grupo selecto de investigadores médicos. Su puesto en Boston ha sido ocupado en su ausencia, y antes de decidir dónde trabajará ahora se ha tomado unas vacaciones bien merecidas y ha pasado por Ventura de visita. ¿No te parece muy amable por su parte?

–Mucho –musitó Emily. Dio la vuelta a la mecedora y se sentó en ella, ya que no estaba segura de que las piernas pudieran sostenerla más tiempo.

Mark volvió a sentarse en el sofá y cruzó las piernas. Emily fijó la vista en sus músculos, visibles bajo la tela del pantalón. Parpadeó y se miró las uñas como si fueran lo más fascinante que había visto en su vida.

–Hay un par de motivos para haber venido a Ventura –dijo Mark–. Uno de ellos es disculparme con Robert y contigo, Margaret, por no haber mantenido el contacto. Una tarjeta de Navidad al año no es suficiente. Si no me hubierais acogido en vuestra casa al morir mi padre en aquel accidente cuando aún estaba en el instituto, no sé lo que habría tenido que sufrir en las casas de acogida. Os debo mucho y tengo la sensación de que no he sabido expresaros mi agradecimiento.

–Fue un placer tenerte en la familia –repuso la mujer–. Y aunque hubiéramos tenido una bola de cristal que nos dijera lo que acabaría por pasar entre vosotros...

–Abuela –la interrumpió Emily–. Dejemos ese camino, ¿vale? –miró a Mark–. ¿Has dicho que tenías dos motivos para venir a Ventura?

El hombre asintió. Ella esperó que siguiera hablando. Esperó un segundo, dos, tres...

–¿Es un juego de adivinanzas? –preguntó Emily al fin, con el ceño fruncido–. ¿O nos vas a contar cuál es la otra razón?

–Cada cosa a su tiempo –repuso él. Hizo una pausa–. Margaret me ha contado que acabas de trasladar tu negocio de tu casa a un despacho en el centro. Que investigas la historia de casas y edificios antiguos. Me parece fascinante. Tu abuela también me ha dicho que trabajas bastante para el Departamento de Restauración de los arquitectos MacAllister, para que puedan restaurar edificios antiguos tal y como se crearon en un principio. Y sé positivamente que tu fama se está extendiendo por la costa.

Emily miró a Margaret de hito en hito.

–¿Te has acordado de decirle que me lavo los dientes cuando me levanto y también antes de irme a la cama, abuela?

La anciana se echó a reír.

–No digas tonterías. Mark me ha preguntado cómo estabas, a qué te dedicabas, y se lo he dicho. Una abuela orgullosa tiene derecho a presumir. Pero ya habíamos cambiado de tema y estábamos hablando de las bodas de Maggie y Alice y su nueva vida en la isla de Wilshire.

–Buen tema –dijo Emily; levantó un dedo en el aire–. No hay nada como unas bodas reales para añadir encanto a la vida corriente.

Miró al hombre.

–Jessica también está casada. Es una abogada muy buena que está locamente enamorada de un inspector de policía llamado Daniel y tienen una niña preciosa llamada Tessa. Los MacAllister pasamos bastante tiempo yendo a bodas y...

–¿Y tú no te has casado nunca? –la interrumpió Mark, mirándola a los ojos.

–¿Yo? –se llevó una mano al pecho–. ¡Cielo santo, no! Cuando era joven, inmadura y soñadora pensaba que quería eso, pero luego comprendí que esa vida no era para mí y...

Agitó la mano en el aire.

–Bueno, tú ya sabes todo eso porque los dos fuimos inseparables desde el momento en que llegaste a Ventura hasta que te largaste a buscar fama y fortuna en Boston y... ¡Pero qué tontos! ¡Estábamos tan seguros de estar locamente...! Éramos jóvenes y tontos, ¿verdad? Oh, sí. Bueno, basta ya de ese tema.

Mark estaba de acuerdo. No le gustaba oírla decir las mismas palabras que le había escrito en la última carta que le enviara a Boston tantos años atrás.

Su primer impulso fue subir a un avión y volverá a Ventura para pedirle que lo mirara a los ojos y le repitiera lo que decía en la carta. Pero no tenía dinero. Y además, ella había dejado muy claro en aquella carta odiosa que todo había terminado entre ellos, así que ¿qué sentido tenía?

Y ahora le decía lo mismo en su cara una docena de años después. Y todavía le dolía. Le dolía mucho.

No podía negar que había aprovechado bien el tiempo. Había llegado aquella mañana a Ventura y en su primer encuentro con Emily tenía ya los datos que necesitaba para empezar a rescatar su corazón de la prisión en que lo tenía ella metido.

Pero...

Había algo raro en las palabras de ella. Hablaba como si hubieran acordado mutuamente que sus sentimientos no eran lo que ambos creían, y eso no era ni remotamente cierto.

Él se había marchado de Boston con la promesa de enviar a buscarla en cuanto pudiera alquilar una casa para ella mientras él asistía a la universidad con la beca que le habían dado.

Por su parte Emily le había jurado esperarlo el tiempo que hiciera falta, pero un mes después le había escrito aquella carta y...

–¡Ah, de la casa! –gritó una voz en la distancia, que devolvió a Mark a la realidad del presente–. Estoy aquí dispuesto a cavar la tierra.

Emily abrió mucho los ojos y se incorporó de un salto.

–No puedo. Hoy no puedo quedarme. Perdona, abuela, pero me duele mucho la cabeza, así que lo haremos mañana. Tengo que... Adiós, Mark, que disfrutes de tus vacaciones y...

Se abrió la puerta de la sala y entró un adolescente.

–¡Oh, Dios querido! –susurró la joven–. No.

–Hola –dijo el chico–. ¿No me habéis oído gritar? He venido en mi bici en cuanto he visto tu nota, mamá. Hola, abuela. Vamos a plantar flores, ¿no? –entonces vio a un hombre alto que se ponía en pie despacio–. Ah, hola. Perdone, no sabía que había visita.

Miró a su madre con aire interrogante.

–Sí, bueno –a Emily le costaba trabajo respirar–. Ah... Mark Maxwell, te presento a... –respiró con fuerza–. A... a mi hijo... Trevor. Trevor MacAllister. Trevor, saluda al doctor Mark Maxwell. Es un viejo... compañero de la escuela.

–Hola –dijo el chico.

–¿Tú eres hijo de Emily? –preguntó Mark, con una voz que a él mismo le sonaba rara.

–Sí, así es. Soy su hijo. ¿Ha visto ya que soy más alto que ella? No está mal, ¿eh?

–Nada mal –dijo Mark–. ¿Cuántos años tienes, Trevor?

Emily, que no quería que su hijo respondiera a aquella pregunta, dio un paso hacia él.

–Sí, ha llegado el momento –susurró Margaret a nadie en particular.

–Doce años, casi trece –repuso Trevor–. Estoy a punto de cumplir los trece.

Mark pensó que se parecía mucho a él a su edad. Alto, desgarbado, delgado, con pies enormes, brazos y piernas que parecían demasiado largos para el cuerpo aún sin desarrollar, ojos marrones, pelo castaño claro y un remolino en la coronilla.

¿Y aquel era el hijo de Emily? La cabeza le daba vueltas. Oh, no dudaba ni por un momento de que ella lo hubiera dado a luz, pero el chico era algo más que el hijo de Emily.

En su mente no había duda. Ninguna duda.

Trevor también era hijo suyo.