Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Cathy McDavid. Todos los derechos reservados.

DIEZ AÑOS DE ESPERA, N.º 5 - mayo 2012

Título original: His Only Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0129-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

TURISTAS en autocaravanas, vaqueros en camionetas y adolescentes en coches deportivos con la radio a todo volumen.

Aubrey Stuart se percató de que en la gasolinera de Pineville no se habían producido muchos cambios en la última década, a excepción del precio de la gasolina.

Y ella.

Dirigió el vehículo hasta uno de los surtidores, agarró su bolso y salió del coche. En menos de un segundo, había cambiado el aire acondicionado del vehículo por el calor de Arizona a finales del mes de junio.

Mientras esperaba que le autorizaran el pago con su tarjeta de crédito, abrió el tapón del tanque de gasolina y miró a los vehículos que pasaban. Todo en aquel lugar le resultaba familiar. Durante el viaje de cuatro horas que había realizado desde Tucson, se había preparado para el dolor que otras veces había sentido al llegar a Pineville durante las cortas visitas que había hecho en los últimos años. Pero para su sorpresa, sólo sintió una pizca de melancolía.

¿Sería que por fin había superado la ruptura con Gage Raintree?

Un pitido llamó su atención y se fijó en la pantalla del surtidor.

–Sólo pagos en metálico. Diríjase al dependiente –leyó Aubrey en voz alta y suspiró. Todavía le quedaba una hora de camino para llegar a casa de su abuela en Blue Ridge. Quedarse sin gasolina a mitad de camino sería un desastre.

Cerró la puerta del coche y se dirigió al interior de la gasolinera mientras sacaba un billete del bolso. Diez años antes, el día en que se marchó de Blue Ridge, había entrado en el mismo lugar. A veces le parecía que había pasado una eternidad y otras que había sido el día anterior.

En aquel entonces, ella había sido muy inocente, tímida y muy delgada. La hija mayor del renombrado cardiocirujano Alexander Stuart. Su hermana pequeña, Annie, solía llamarla empollona y con razón. Además, a excepción de Gage Raintree, los chicos apenas se fijaban en su existencia.

–Ya basta –se amonestó, obligándose a dejar de recordar. Faltaba una hora para llegar a Blue Ridge y ya estaba pensando en Gage Raintree. ¿Cómo sería cuando llegara a casa de su abuela?

Nada más entrar en la tienda se situó a la cola. Cuando llegó su turno, sonrió al dependiente y le dijo:

–Veinte dólares en el surtidor tres. Y necesito factura, por favor.

–¿Algo más?

–No, gracias –agarró la factura y se dirigió a la puerta. Al oír una voz familiar, se quedó paralizada.

–¿Aubrey?

Ella permaneció inmóvil y trató de no levantar la vista.

–Aubrey, ¿eres tú?

¿Qué probabilidad había de que él estuviera en la tienda en el mismo momento que ella?

–¿Aubrey Stuart?

Ella no tuvo más remedio que levantar la vista. Se volvió despacio y se encontró cara a cara con su exmarido.

–Pensaba que no llegarías hasta mañana –le dijo él.

–Hola, Gage –contestó ella con voz temblorosa–. ¿Cómo estás?

–Bien. ¿Y tú? –se acercó a ella–. Tienes un aspecto estupendo.

La miró de arriba abajo y Aubrey se sonrojó. Nunca había sido tan consciente de cómo su cuerpo delgaducho se había redondeado en los sitios adecuados.

–Tú también –soltó ella–. Tienes buen aspecto.

Y era verdad. La camiseta que llevaba resaltaba sus músculos. Su cabello oscuro estaba más corto que antes y unos rizos asomaban bajo su sombrero de vaquero. Sus botas estaban sucias, como siempre, y necesitaba afeitarse. Pero la barba incipiente no hacía que tuviera peor aspecto. Al contrario.

Antes de meter la pata de nuevo, decidió dar un paso hacia la puerta de la tienda. Había imaginado que encontrarse con él le resultaría un poco extraño, pero no esperaba que fuera tan desconcertante.

–Supongo que nos veremos por ahí –le dijo.

–Espera –él agarró el cambio y la bolsa con lo que había comprado–. Te acompañaré al coche.

–¡No! No es necesario. Es evidente que llevas prisa.

–De hecho, no la tengo.

La sonrisa que le dedicó era más potente que nunca. Tratando de minimizar su efecto, agarró la manija de la puerta y tiró de ella con fuerza. La puerta tembló, pero no se abrió. Ella se percató de que había estirado en lugar de empujado. Gage pasó el brazo por delante de ella y apoyó la mano en el cristal para abrirla.

–Deja que lo haga yo –se abrió la puerta y Aubrey sintió la brisa fresca en el rostro.

Lo miró por encima del hombro. Un gran error.

Él tenía el rostro muy cerca del de ella. Si ella se giraba una pizca acabaría apoyada en su brazo. Un lugar en el que había pasado mucho tiempo durante la adolescencia y que recordaba muy bien.

La alarma saltó en el interior de la cabeza de Aubrey.

–Gracias –salió por la puerta y sonrió tratando de aparentar seguridad–. Ya nos veremos.

Él la siguió hasta el coche.

–¿Éste es el tuyo?

–Mío y del banco –contestó ella, e intentó relajarse para que Gage no notara su inquietud.

–Un cuatro por cuatro. Será útil para moverte por aquí –volvió la cabeza hacia la siguiente línea de surtidores–. Yo todavía conduzco una camioneta.

Ella se fijó en que la caja de la camioneta estaba cargada de madera y material de construcción. Al parecer, Gage había ido a Pineville para comprar provisiones para el rancho familiar. En la puerta del conductor llevaba un emblema que ella no pudo reconocer desde la distancia.

–Es muy grande –dijo ella, y se volvió para rellenar el tanque de su vehículo.

–He oído que vas a quedarte con tu abuela durante una temporada. Es un detalle por tu parte. Una cadera rota no es cualquier cosa y estoy seguro de que agradecerá tu ayuda.

–Sí.

–Mira Aubrey, sé que debes de sentirte un poco extraña después de todo lo que ha pasado. ¿Hay alguna posibilidad de que podamos quedar para hablar?

–No estoy segura de que sea buena idea. Además, ¿de qué vamos a hablar? Han pasado muchos años y ambos hemos continuado con nuestras vidas.

–Pero no quiero que tengas que esconderte cada vez que veas mi camioneta en la calle. Blue Ridge es un pueblo pequeño. Uno no puede salir al jardín delantero sin tener que hablar con tres personas al menos.

–No voy a esconderme cada vez que te vea –soltó ella.

Él la miró con escepticismo.

–De veras –odiaba que él la conociera tan bien. Al fin y al cabo, habían pasado quince veranos juntos, y el último de ellos como el señor y la señora Raintree.

Después de llenar el depósito, Aubrey colocó la manguera en su sitio.

–Tengo que irme. Me está esperando mi abuela –se sentó al volante.

–Conduce con cuidado. Hay mucha grava suelta por la carretera.

Aubrey se despidió con la mano y arrancó el coche. Sin quererlo, salió acelerando del aparcamiento, sucumbiendo al deseo de poner toda la distancia posible entre ellos.

Al cabo de un rato, Aubrey notó que por fin respiraba con normalidad. «Lo peor ha pasado», se dijo. Se había encontrado con Gage y había sobrevivido para contarlo. La próxima vez no sería tan difícil, ¿verdad?

Esperaba que fuera así. Si no, aquellas podían convertirse en las seis semanas más largas de su vida.

Debía de haber pasado algo. ¿Un accidente? Aubrey frenó de golpe y detuvo el vehículo detrás de otro coche. Había un gran atasco en la autopista y se percató de que no había vehículos transitando en la dirección opuesta.

Al cabo de unos minutos, la gente comenzó a salir de los coches. Resignada, Aubrey bajó la ventanilla y apagó el motor.

No le gustaba la idea de quedarse atrapada en un atasco pero, al menos, estaba a salvo de Gage. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el reposacabezas y se abandonó ante el recuerdo.

Él había sido el primero para muchas cosas. Su primer beso. Su primer novio. Su primer amor. Su primer y único marido. Sin avisar, los ojos se le llenaron de lágrimas.

–¿Estás bien?

Aubrey se sobresaltó al oír la voz. Un hombre de mediana edad estaba de pie junto a su ventanilla.

–Oh… Sí, estoy bien –murmuró ella, avergonzada de que la viera al borde de las lágrimas–. Sólo estoy cansada.

–Estoy corriendo la voz entre los coches. Ha habido un accidente en la carretera.

–¿Es grave?

–Dicen que hay una furgoneta y cuatro coches implicados. La carretera está completamente bloqueada en ambas direcciones.

El sonido distante de una sirena se hizo más fuerte. Cuando pasó la ambulancia, Aubrey sintió que aumentaba su nivel de adrenalina. Era un efecto debido a su trabajo en la unidad de urgencias del hospital.

–Espero que tengas un buen libro para leer –dijo el hombre antes de marcharse con una sonrisa–. Vamos a estar aquí un buen rato.

–Gracias –dijo ella.

No tenía ningún libro pero sí varías revistas médicas en las que se trataban los cuidados de una persona con fractura de cadera. Agarró una de ellas y empezó a hojearla. Con suerte, encontraría algo útil para su abuela y lo suficientemente interesante como para distraerse y no pensar en el atasco. Ni en Gage.

–Aubrey –él apareció junto a su coche.

–¿Qué haces aquí? –preguntó ella sobresaltada.

–Estaba como doce coches por detrás de ti. He venido a ver cómo estabas.

–Estoy bien –continuó leyendo la revista.

–¿Ya estamos como antes?

–¿Qué?

Gage apoyó los brazos en la ventanilla.

–Con frases de un par de palabras.

–Supongo.

Tenía los brazos bronceados y su vello oscuro era más denso de lo que ella recordaba. No debía mirárselos, pero le resultaba más fácil mirarle los brazos que el rostro.

–¿Te resulta tan duro hablar conmigo? –preguntó él, recolocándose el sombrero de vaquero–. Recuerdo cuando nos pasábamos la mitad de la noche hablando. Y después de casarnos, nos pasábamos la mitad de la noche haciendo el…

–No hace falta que me des detalles. Lo recuerdo bien.

Y a juzgar por su sonrisa, Gage también lo recordaba.

¿Pero qué le pasaba? Se habían visto de manera ocasional durantes los años, y más recientemente durante el funeral del padre de Aubrey. Los encuentros siempre habían sido breves y bastante tensos. ¿Habría pasado el tiempo suficiente como para que pudieran verse de forma relajada?

Al parecer, para Gage sí.

–Dos frases enteras. Ya es algo –se rió y se alejó de la ventana.

Pero no se dirigió a su camioneta. Rodeó el vehículo de Aubrey y subió por la puerta del copiloto.

–No recuerdo haberte invitado a entrar.

Como respuesta, él se quitó el sombrero y lo dejó sobre el salpicadero.

–No te esfuerces en ponerte cómodo. No estarás aquí mucho tiempo.

–Al menos, media hora más. El sheriff ha llamado a una grúa para que se lleve la furgoneta y todavía no ha llegado.

Se oyó la sirena de la ambulancia y la vieron pasar en sentido contrario, hacia Pineville.

–Espero que no haya heridos.

–Dos. En estado grave, pero no crítico.

–¿Y cómo sabes todo eso?

–He hecho una llamada desde el teléfono móvil. Tengo un amigo que trabaja en la redacción de una emisora de radio en Pineville.

–¿Un amigo?

–Sí, fuimos juntos a la academia de bomberos.

Aubrey recordaba que en el funeral de su padre Gage le había comentado que había entrado en el Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Blue Ridge. Estaba a punto de preguntarle si seguía allí, pero se contuvo. No estaba segura de querer saberlo todo acerca de él.

–¿Y tú sigues trabajando como enfermera en el área de Urgencias de Tucson General? –echó el asiento para atrás con el fin de acomodarse.

–De momento, no.

–¿Has dejado el trabajo?

–He pedido una excedencia.

–Guau. Creía que te encantaba la enfermería.

–Y así es –Aubrey tragó saliva antes de continuar–. Pero, últimamente, no me gusta tanto el área de Urgencias.

Recordó a Jesse y Maureen en la celebración de su trigésimo aniversario de boda, rodeados de familiares y amigos. Aubrey los conocía desde que era una niña. Y recordaba el amor con el que se miraban. Debía de ser maravilloso seguir enamorado después de tantos años.

Pero entonces, una imagen distinta de Jesse y Maureen invadió su cabeza. Sus cuerpos golpeados y llenos de sangre. Pocos días después de que celebraran su aniversario, trasladaron a la pareja al área de Urgencias un día que Aubrey estaba de guardia. Habían sufrido un accidente de coche y Aubrey se quedó de piedra al verlos.

Ese día, perdió algo más que a dos pacientes. Y que a dos amigos de la familia. Perdió parte de sí misma. Y aunque no quería admitirlo ante nadie, temía no volver a encontrarla jamás.

–¿Estás bien? –Gage estiró la mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja–. Pareces como ausente.

No podía estar más cerca de la verdad.

Aubrey sintió un nudo en el estómago y lo miró a los ojos.

–Oh.

Se oyó el sonido de un claxon. E, inmediatamente después, otro.

–El tráfico se mueve. Será mejor que regrese a mi camioneta.

–Creo que es una buena idea –Aubrey arrancó el coche con manos temblorosas.

–¿Qué te parece si continuamos hablando después? –sin esperar su respuesta, salió del coche.

–¿Y qué te parece si no? –murmuró ella.

Al instante, él salió corriendo mientras se despedía de ella con la mano.

Aubrey suspiró con frustración. Había pasado cinco minutos con él y no había sido capaz de mantener el control.

Gage sacó su teléfono móvil y llamó a su amigo.

–Redacción de KSLN.

–Marty, soy yo.

–Hola. ¿Qué hay de nuevo?

–Los coches empiezan a moverse –dijo Gage–. Despacio, pero de forma constante. Te llamaré cuando llegue al lugar del accidente.

–La grúa acaba de llegar al pueblo. En unos minutos debería haber llegado donde tú estás. Creo que sólo está abierto un carril en dirección al norte.

–No viene nadie hacia aquí, así que debes de tener razón.

Gage no perdió de vista el vehículo de Aubrey. Pensaba seguirla hasta Blue Ridge. La carretera estaba en bastante mal estado y, teniendo en cuenta lo distraída que estaba, quizá no prestara suficiente atención.

–¿Has oído lo último sobre el incendio de Denver? –preguntó Marty.

–He recibido una llamada hace media hora. Esta tarde estaba controlado un treinta y cinco por ciento. Suponiendo que el tiempo siga así, por la mañana se habrá controlado en un cincuenta por ciento.

–Kelly ya ha deshecho mis maletas. Estaba furiosa con la idea de que pudiera perderme nuestro aniversario de seis meses.

–Los recién casados. Cada mes es motivo de celebración.

–A mí me parece muy bien –se rió Marty–. Kelly sabe muy bien cómo celebrarlo, si sabes a qué me refiero.

Gage lo sabía muy bien. Y sobre todo después de haberlo recordado tras el encuentro con Aubrey.

–¿Te ha decepcionado lo del fuego? –preguntó Marty.

–Para nada.

–¡Vaya! Creía que estarías deseando ir. Han pasado casi dos semanas desde el último incendio.

–Aubrey ha llegado hoy.

–Ah. Es cierto. Tu exesposa ha regresado al pueblo. ¿Cómo ha ido?

–Bien y mal –Gage apretó el acelerador y adelantó a una furgoneta. Sólo había tres vehículos entre su camioneta y el coche de Aubrey–. Bien porque ha permitido que me acercara a ella e incluso ha hablado un poco conmigo.

–Y mal, ¿por qué?

–Tiene un aspecto estupendo –«y tiene un tacto estupendo», pensó al recordar que le había retirado un mechón del rostro.

–Gage –dijo Marty con paciencia–. ¿He de recordarte que esa mujer se marchó de tu lado casi sin decirte adiós?

–No se marchó de mi lado. El divorcio fue una decisión conjunta.

–Gracias a la intervención de su padre.

–No puedo culparlo a él por todo. Si ella hubiese querido continuar casada conmigo, no se habría marchado –«o podía haberme ido con ella», pensó Gage–. Pero ya sé lo que dices.

–Después te quedaste hecho polvo. ¿Estás completamente seguro de que quieres arriesgarte a pasar por eso otra vez?

–No. Pero tenías que haberla visto.

Gage recordaba a Aubrey corriendo por el aparcamiento de la gasolinera. Su falda corta. Su top. Y su cabello corto y pelirrojo. Lo único que tenía largo eran las piernas. Y nunca había visto que las mostrara de esa manera. La Aubrey que él recordaba no tenía confianza en sí misma como para mostrar su cuerpo. Gage tenía que admitir que le gustaba el cambio que había dado.

De hecho, toda ella era diferente. Incluidos sus ojos verdes. Eran del mismo color, pero su brillo alegre había sido reemplazado por el de la tristeza, y Gage no creía que tuviera nada que ver con él o con la ruptura.

A menudo se preguntaba qué habría sido de ellos si su padre no hubiese aparecido aquella noche para presionarla. En aquel momento, su decisión de regresar a la universidad afectó a Gage, pero años después comprendía sus motivos y no estaba en desacuerdo con ellos.

En Blue Ridge no había muchas oportunidades para alguien que no quisiera trabajar en un rancho. Él lo sabía bien.

Marty se mostró contrariado al otro lado del teléfono.

–Ten cuidado, amigo. El hecho de que tu ardiente exesposa haya regresado al pueblo no es motivo para volverse idiota.

–Deja de preocuparte –contestó Gage, centrando su atención en el coche de Aubrey–. No estoy planeando nada.

Pero sí que planeaba algo. Había visto el brillo que había adquirido la mirada de Aubrey al tocarla. Y aunque no estaba preparado para volverse idiota, tal y como Marty había dicho, sí estaba dispuesto a explorar diferentes opciones. Quizá fuera arriesgado, pero lo cierto era que ninguna mujer le había importado tanto como Aubrey.

La única manera de descubrir si ella sentía lo mismo por él, era volver a verla.

En su cabeza, ya estaba diseñando un plan. Uno mediante el que se aseguraría de que Aubrey y él se encontraran a menudo durante su estancia en Blue Ridge.

CAPÍTULO 2

AUBREY se colocó de lado, tiró de la sábana hasta cubrirse el cuello y abrió un ojo. Un campo de tulipanes de color rosa captó su visión. Igual que la última vez que había dormido en aquella habitación.

Su hermana y ella habían elegido el papel de la pared, cuando ella tenía cuatro años y Annie, su hermana, tres. Fue durante el primer verano que pasaron en Blue Ridge. Su abuela Rose quería que las niñas se sintieran como en casa, así que el abuelo Glen y ella las llevaron a Pineville para que eligieran el papel, las colchas y una lámpara a juego en la tienda de decoración.

La abuela Rose no había cambiado nada desde entonces. Y durante los catorce años siguientes, Aubrey y Annie pasaron los veranos en aquella habitación. Hasta que el verano de diez años atrás, después de casarse en Las Vegas, Aubrey se marchó de casa de sus abuelos y se mudó a una vieja autocaravana que estaba aparcada detrás del granero del rancho de los Raintree.

Al pensar en Gage recordó el encuentro que habían tenido el día anterior en el coche. El roce de sus dedos había provocado que se derritiera por dentro. Sin duda, era difícil romper con las viejas costumbres. Aubrey se cubrió la cabeza con la sábana y ocultó el rostro contra la almohada.

–Aubrey –su abuela la llamó desde su habitación, al otro lado del pasillo.

–¡Ya voy! –Aubrey saltó de la cama y miró el despertador. Eran las ocho y cuarto de la mañana. No era de extrañar que su abuela estuviera gritando. Se puso un albornoz y salió corriendo de la habitación.

–¿Estabas dormida? –preguntó la abuela cuando entró en la habitación.

–Habría jurado que puse el despertador antes de irme a la cama.

–Está bien. Necesitabas dormir. Ayer cuando llegaste se notaba que estabas cansada del viaje.

«Más nerviosa que cansada», pensó Aubrey. Había visto que Gage la había seguido durante el trayecto entre Pineville y Blue Ridge y tenía la sensación de que no iba a resultarle fácil evitarlo durante su estancia allí.

–No es motivo para haberme quedado dormida –Aubrey colocó la silla de ruedas junto a la cama y ayudó a su abuela a sentarse–. ¿Necesitas ir al baño?

–Si no te importa.

–Para eso estoy aquí.

Media hora más tarde, después de haber ayudado a su abuela a asearse y vestirse, Aubrey la llevó hasta la cocina y la acomodó junto a la mesa. Todavía se sorprendía al ver lo frágil que se había vuelto la anciana.

–¿Qué te apetece desayunar? –preguntó Aubrey mientras preparaba la cafetera.

–Tostadas. Y quizá un poco de ese zumo de naranja enriquecido con calcio –contestó la abuela.

–¿Eso es todo?

–Todavía no he recuperado el apetito después del accidente.

No le extrañaba que su abuela hubiera perdido tanto peso. Aubrey recordaba los grandes desayunos que solían servirse en aquella cocina.

–Bueno, a lo mejor podemos solucionar eso mientras estoy aquí –dejó dos tazas de café sobre la mesa y abrió el armario donde se guardaba el pan.

–Me alegro mucho de que hayas venido, cariño –dijo la abuela–. Intentaré no ser una carga.

Aubrey se acercó a su abuela y la rodeó por los hombros.

–No hables así. No eres una carga.

–Sospecho que tu padre no quería que vinieras. Como yerno, es todo lo que una madre puede pedir. Pero a veces puede ser un poco mandón.

–¿Un poco? –Aubrey se rió y se sentó junto a su abuela.

Sin duda, a Alexander Stuart podía describírsele como un mandón. Era un hombre acostumbrado a ejercer la autoridad. Y aunque su intención era buena y quería mucho a su familia, a veces trataba a su esposa y a sus hijas con dureza.

La primera vez que Aubrey se había enfrentado a él había sido durante su primer año de universidad. Incapaz de aguantar la presión y las grandes expectativas que él tenía sobre ella, Aubrey escapó a Blue Ridge y se casó con Gage.

Y tampoco fue la última vez que se enfrentó a él. A pesar de que su padre había mejorado con los años, todavía intentaba influir sobre ella cuando consideraba que tomaba la decisión equivocada.

Como entonces.

Alexander Stuart habría preferido contratar a una cuidadora para su suegra y que Aubrey pudiera permanecer en Tucson y enfrentarse a su crisis laboral. Desaprobaba que saliera huyendo otra vez para esconderse en Blue Ridge. Pero Aubrey no le dijo eso a su abuela.

–Me alegro mucho de que estés aquí –dijo la mujer con una cálida sonrisa–. Te he echado de menos.

Aubrey acarició la mano de su abuela.

–Yo también te he echado de menos.

Aubrey se alegraba de haber regresado a Blue Ridge y deseaba que nada empañara su estancia. Así que por el bien de su abuela y su propia tranquilidad, tendría que aprender a vivir temporalmente en el mismo pueblo que Gage.

Se levantó de la silla con decisión.

–¿Qué te parece si preparo unos huevos con tostadas, abuelita?

–Quizá uno. Frito. Aunque se supone que tengo que vigilar el nivel de colesterol.

–Un huevo frito ¡en marcha! Y no le diremos al médico que te he corrompido –Aubrey se preparó un huevo para ella también.

Ambas disfrutaron del desayuno mientras conversaban, hasta que oyeron unos ruidos en el porche.

Aubrey dejó la taza de café y se puso en pie.

–¿Qué es eso?