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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Alexandra Sellers. Todos los derechos reservados.

UNA ESPÍA PARA EL SULTÁN, N.º 1172 - febrero 2013

Título original: Undercover Sultan

Publicada originalmente por Silhouette Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2667-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

–Tienen la Rosa.

Al otro lado del hilo hubo un silencio.

–¿Cómo es posible? –preguntó Ash por fin.

–Dos hombres llegaron antes que yo –contestó Haroun–. Uno de ellos dijo: «Hemos venido por la Rosa». Y la mujer no tenía motivos para sospechar. Por lo visto, ambos daban el papel.

–¿En qué sentido?

–Eran muy morenos, de rasgos árabes. Uno de ellos se acercó a la mesa donde Rosalind tenía el adorno y lo tomó sin dudar. De modo que sabía lo que buscaba.

Ash murmuró una maldición.

–¿Te ha descrito a esos hombres?

–Uno de ellos tenía una cicatriz en el pómulo derecho. ¿Te suena? –preguntó Haroun.

–La mitad de los veteranos de guerra tienen alguna cicatriz –suspiró su hermano–. ¿Estás pensando en alguien en particular?

–En unos cuantos. Pero no podría decírtelo ahora mismo. ¿Qué han encontrado tus expertos en los ordenadores de Michel Verdun?

–Lo que han encontrado es un sistema de seguridad a prueba de hackers. No podemos acceder.

Haroun se quedó pensativo.

–Tenemos que averiguar cómo se enteró de la existencia de la Rosa. Será mejor que vaya a París para estudiar un ataque directo.

–Los controladores franceses amenazan con una huelga...

–Iré en tren. Es más rápido.

–Tu prisa es lo que me preocupa. Eres demasiado impetuoso, Haroun.

–Pero...

–No quiero que entres en la oficina de Verdun. Si tiene tal protección en su sistema informático, tendrá también guardias de seguridad. Trabájate a algún empleado.

–Tardaría mucho tiempo en hacer eso. Tenemos que arriesgarnos, Ash.

–No podemos correr riesgos. Michel Verdun apoya a Ghasib a muerte y no quiero que se sienta acorralado.

–Llevo mucho tiempo esperando –suspiró Haroun–. Tenemos que averiguar qué sabe Verdun y de dónde saca la información.

–Pero no quiero que arriesgues tu vida...

–¿Por qué no? La tuya estará en peligro dentro de unas semanas.

–Más razones para ser cauto.

–Ash, tenemos que recuperar la Rosa. Debemos evitar que los agentes de Verdun se la entreguen a Ghasib. No podemos confiar en nadie... ¿quién mejor que yo para hacer el trabajo?

Su hermano vaciló, buscando argumentos, y Haroun decidió insistir:

–Además, es culpa mía que hayamos perdido la Rosa. Si hubiera llegado una hora antes estaría en mis manos, no en las de Verdun. Lo siento, pero no puedes detenerme. Es una cuestión de orgullo. Me pediste que consiguiera la Rosa de al Jawadi y eso es lo que pienso hacer.

Cuando colgó, Ash seguía lanzando maldiciones.

Capítulo uno

 

La joven, con labios rojo pasión, melena pelirroja, pendientes largos y minifalda cortísima, subió los escalones que llevaban al vestíbulo del hotel.

Era bajita y muy esbelta, con una mariposa tatuada en el estómago y un piercing en el ombligo. Las botas de ante marrón le llegaban por encima de la rodilla y llevaba al hombro una mochila de cuero.

El hombre que estaba en recepción sonrió involuntariamente. Muchas de las chicas que pasaban por el hotel eran preciosas. La mayoría actrices o estudiantes que buscaban un complemento para su economía. Aquella, Emma... aunque ese no era su verdadero nombre, por supuesto, no era la más guapa de todas, pero tenía algo especial. Y siempre le alegraba los viernes por la noche.

Bonsoir, ma petite –la saludó–. Ça va?

Bonsoir, Henri –sonrió ella, acercándose.

Henri solía adivinar a qué se dedicaban las otras durante el día, pero Emma... ella era diferente. Siempre la misma habitación. Siempre el mismo cliente. Los viernes por la noche durante los últimos tres meses.

No era una habitual en el estricto sentido de la palabra, pero allí estaba cada viernes a las once, lloviese o tronase. Henri le reservaba aquella habitación durante dos horas y era ella quien pagaba.

Lo habían acordado así para proteger al cliente. Llegaban por separado y él subía en el ascensor de servicio. Henri no lo había visto nunca.

Emma no se lo había dicho, pero imaginaba que sería una figura pública... extranjero, por supuesto. ¿Qué francés se preocuparía por tales cosas? La amante y la hija ilegítima del presidente de la República habían acudido junto con su esposa a su funeral. Pero los extranjeros eran muy reservados en sus prácticas sexuales.

Henri aceptaba que aquel hombre entrase por la puerta de servicio, aunque no era lo normal. Le gustaba ver a los clientes de las chicas porque un sexto sentido le decía si iban a crear problemas. Tenía un hotel muy decente y no quería líos. Cobraba a los clientes por la habitación y que cada uno hiciese lo que quisiera. Él no era una Celestina.

Pero en el caso de Emma, era ella quien pagaba. En aquel momento estaba dejando el dinero sobre el mostrador, con esa bonita sonrisa suya.

Muchas veces había pensado decirle que no se pintara tanto los labios, ya de por sí generosos. Pero ella no se portaba como otras chicas. Era simpática, agradable... pero nunca le confiaba sus cosas. Y Henri nunca se atrevió a darle consejos, como a las demás.

Como cada viernes, en lugar de tomar el ascensor, Emma subió hasta la habitación por la escalera de mármol. Y él la observó con una sonrisa en los labios hasta que las botas de ante marrón desaparecieron de su vista.

 

 

Mariel entró en la habitación 302. Con la lamparita roja encendida, la ajada elegancia del mobiliario parecía llevarla atrás en el tiempo. Antes de la guerra aquel había sido un establecimiento sólido y respetado, pero los alemanes lo usaron como cuartel general y, después, el hotel nunca pudo recuperar su alcurnia. Sin embargo, los muebles y las lujosas cortinas, aunque viejos, eran el testamento de su antiguo esplendor.

Mariel abrió a la ventana y respiró el indefinible perfume de París. Después, se sentó en el alfeizar, pasó ambas piernas al otro lado y saltó a la escalera de incendios.

Se quedó parada un momento, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad; sobre su cabeza solo la luz de las estrellas. Debajo, un par de ventanas iluminadas en el estrecho callejón.

Pegada a la pared, intentando no hacer ruido, corrió hacia el edificio anexo. Allí había una ventana abierta. Con gran agilidad, Mariel saltó al interior y buscó la tapa del inodoro con los pies.

Un segundo más tarde salía al pasillo. Tras ella, la palabra Aseos marcada en letras de bronce sobre la vieja puerta gris. Mariel miró a derecha e izquierda, alerta.

El pasillo estaba desierto. Debían ser de la misma época, pero la decoración de aquel edificio era muy diferente de la del hotel. Allí había halógenos en el techo, moqueta de color gris y chapitas de bronce anunciando el nombre de las empresas en cada una de las puertas.

Sigilosa, abrió la que daba a la escalera, bajó dos pisos y entró en otro pasillo casi idéntico. Quitándose la mochila, sacó unas llaves y se dirigió hacia la puerta marcada como: Michel Verdun, S.A.

Mientras intentaba desconectar la alarma, rezaba en silencio. Por fin, consiguió hacerlo y entrar en la oficina sin que nadie la viera.

Llevaba tres meses haciendo aquello y sabía que, tarde o temprano, iban a pillarla. Un día incluso podría encontrarse con el propio Michel Verdun.

Pero si así fuera, tenía lista una coartada: había perdido las llaves de su apartamento y volvía a la oficina porque tenía una copia en el cajón de su escritorio.

Seguramente Verdun sospecharía, pero esperaba distraerlo con aquel atuendo. Aparentemente, su empleada vivía una doble vida: genio de la informática por la mañana, prostituta de noche. Y esperaba que esa confusión le comprase algo de tiempo para poder escapar.

Después, por supuesto, no volvería a la oficina. Su uso como espía habría terminado. Pero, con un poco de suerte, Michel Verdun no descubriría para quién había estado espiando.

Mariel se acercó a su escritorio, aprovechando la luz que emitían media docena de ordenadores, y sacó varias cosas del cajón, como hacía cada viernes. Si Verdun aparecía, fingiría estar buscando las llaves de su casa.

Entonces tomó el ratón de su ordenador. El salvapantallas era un cielo con nubes blancas... otra pantomima. Si hubiera podido elegir, su salvapantallas sería un cielo iluminado por fuegos artificiales. Le gustaban el color, la emoción, la aventura.

El cielo sereno desapareció al mover el ratón y Mariel tecleó el nombre de un archivo. En un papel anotó las cifras y los nombres que buscaba, sacó un disquete del cajón y, con el papel en la mano, se acercó a una puerta.

Marcó el primer número en el panel de seguridad, esperó hasta oír el clic y después entró en el despacho, cerrando con cuidado antes de encender la luz.

Frente a ella, dos pantallas de ordenador en las que una pareja desnuda estaba pasándolo bomba.

Aquel era el despacho secreto de Michel Verdun, al que solo él tenía acceso.

Mariel se sentó frente a uno de los ordenadores y tomó el ratón. El salvapantallas pornográfico desapareció. Sabía que Verdun lo hacía para molestarla y, en otras circunstancias, lo habría denunciado. Pero aquellas eran circunstancias extraordinarias.

En realidad, Mariel de Vouvray habría dicho una sola vez que aquella imagen era ofensiva y la segunda... sencillamente habría tirado el ordenador al suelo de una patada.

La Mariel que Verdun conocía era una mosquita muerta que bajaba los ojos y se mordía los labios cada vez que él la llamaba a su despacho para hablar de algo, con el salvapantallas encendido. Algo que le hacía a todas las empleadas, el muy cerdo.

Pero tenía cosas más importantes en que pensar. Si hacía bien su trabajo, esa sería venganza suficiente. Y pensaba hacerlo muy bien.

Mariel era espía industrial. Llevaba tres meses trabajando para Michel Verdun... pero en realidad trabajaba para su primo americano, Hal Ward, investigador de recursos energéticos de California.

Hal trabajaba en una variedad de energías alternativas que dejarían obsoletos al petróleo y al motor de combustión.

Pero alguien estaba robando los resultados de sus investigaciones para venderlas a gobiernos extranjeros y el responsable había sido detectado unos meses antes.

Michel Verdun era un detective privado con base en París y enlaces por todo Oriente Medio, sobre todo en Bagestan. Era el dictador de ese país, Ghasib, quien estaba beneficiándose de los secretos industriales robados por él.

Verdun tenía la mejor protección del mundo para su software, pero Hal había conseguido meter un topo en la empresa para descubrir quién estaba pasándole información y hundir todas sus operaciones.

El padre de Mariel de Vouvray era francés, su madre, americana, hermana de la madre de Hal. Ella era bilingüe, licenciada en informática... y el topo de Hal Ward.

Había sido relativamente fácil entrar en la empresa de Verdun. Su primo había orquestado la salida del anterior jefe de informática y, con un currículum inventado, Mariel consiguió el puesto.

Desde entonces, iba descubriendo uno tras otro los secretos de Michel Verdun. Había puesto «espías» en todo el sistema informático para que su propio ordenador recibiera los cambios de códigos y contraseñas cada semana.

Cada viernes por la tarde, antes de abandonar la oficina, subía al cuarto piso para dejar abierta la ventana de los lavabos. Después, iba a casa para cambiarse de ropa y volvía como Emma.

Y entonces comprobaba los ordenadores del despacho privado, buscando el correo electrónico que hubiese llegado durante la semana para enviárselo a Hal desde su propio ordenador. Aunque su jefe descubriera que estaba siendo espiado, no sabría adónde iba la información.

Verdun borraba cada día los archivos, pero con su sistema «espía», el ordenador los guardaba en una segunda papelera de reciclaje que solo ella conocía.

Michel Verdun tenía agentes, espías y hackers por todas partes, robando datos que llegaban a esos dos ordenadores. Después, los vendía a sus clientes por cifras millonarias.

Una de las cosas por las que Mariel más lo despreciaba era por sus tratos con un banco suizo. Verdun investigaba la vida de la gente que intentaba recuperar el dinero que sus familiares, muertos en campos de concentración, depositaron allí antes de la Segunda Guerra Mundial. Y el banco, con los datos que él proporcionaba, intentaba chantajear a los más débiles para que no presentasen la demanda.

Hacía lo mismo para una multinacional farmacéutica, investigando el pasado de cualquiera, políticos incluidos, que intentase desvelar los componentes tóxicos de algunos de sus productos.

Así era Michel Verdun. Muy selectivo con sus clientes, servía a lo peor de lo peor. Y todos ellos con mucho dinero.

Mariel comprobó la lista de archivos recibidos. El sistema funcionaba por códigos cifrados. Los agentes enviaban su información con un código y, a cambio, Verdun enviaba dinero a una cuenta bancaria también cifrada.

Cualquiera que intentase entender aquel pequeño imperio tendría que saber mucho de informática, pero ella tardó poco en descubrir que cierto código se relacionaba siempre con Ghasib, el dictador de Bagestan.

Y esa era su prioridad.

Aquella noche había una docena de archivos, que copió en el disquete antes de borrarlos de su papelera «espía». Una vez grabados, se los enviaría a Hal desde su ordenador.

Nunca enviaba nada desde el ordenador de Michel Verdun porque su programa de seguridad era extremadamente sofisticado y detectaba cualquier tráfico de correo electrónico.

Mariel levantó la cabeza, aguzando el oído. Nada. Entonces miró el reloj: las 11:38.

El último archivo acababa de llegar, de modo que Verdun no había tenido oportunidad de leerlo.

Y ella tuvo un curioso presentimiento mientras lo abría. Quizá era importante, quizá era lo que necesitaba para destruir las sucias operaciones de su jefe.

Era un mensaje en clave con un archivo anexo, la fotografía de un hombre... Mariel se quedó boquiabierta al ver la imagen. No lo conocía, pero era el hombre más guapo que había visto en su vida.

En toda su vida.

Había oído hablar del amor a primera vista, le coup de foudre como decían los franceses. Y creía en ello.

Pero no sabía que alguien pudiera enamorarse de una fotografía.