Contenido

Venganza y honor

Portada

Créditos

Venganza y honor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Promoción

Intriga y pasión

Portada

Créditos

Intriga y pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Promoción

Inocencia y perdón

Portada

Créditos

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Promoción

Odio y seducción

Portada

Créditos

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Promoción

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 1998 Margaret Wilkins. Todos los derechos reservados.
VENGANZA Y HONOR, Nº 16 - marzo 2011
Título original: A Warrior’s Honor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9842-3
Editor responsable: Luis Pugni

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Portadilla

Uno

Bryce Frechette se apoyó en el muro de piedra con una sonrisa indulgente, mientras observaba a la ruidosa compañía disfrutar de las festividades tras el torneo de lord Melevoir. Su anfitrión era un hombre cordial, que creía en la buena comida y el buen vino, en el deporte y en la música estridente. Su salón, aunque no tan grande como el del padre de Bryce, evidenciaba la predilección del noble normando por los lujos que le permitía una vida de riqueza. Un fuego encendido en la chimenea disimulaba el frío de aquella noche de primavera, y las velas de cera de abeja situadas en los candelabros iluminaban la sala, al igual que las antorchas de las paredes.

Tras un excelente festín, las mesas de caballetes habían sido apartadas y yacían apoyadas en las paredes, con los bancos situados delante para aquéllos que no bailaban. Unos perros bien alimentados husmeaban entre los invitados en busca de restos y, de algún modo, lograban esquivar a los vivaces bailarines.

Bryce pensaba que era un milagro que algunos no se cayeran y se rompieran la cabeza, sobre todo aquéllos que estaban evidentemente borrachos. Las risas y las conversaciones de los asistentes casi ahogaban la música del arpa y de los tambores.

Se fijó de nuevo en una adorable joven de pelo oscuro y ojos brillantes, que bailaba alegremente, y cuya encantadora risa no tenía nada que ver con la ingesta de vino. A veces podía ver su cara claramente, cuando pasaba junto a él con el vestido azul que llevaba bajo una sobretúnica de color índigo con brocados dorados.

Su piel resplandecía en contraste con sus ojos verdes y brillantes, bajo unas cejas oscuras y curvadas. Algunos mechones de pelo negro escapaban de su tocado y acariciaban sus mejillas sonrojadas. Bryce admiraba su nariz recta y sus labios sonrientes, que revelaban unos dientes blancos como perlas.

Se preguntó quién sería y cuál sería su nombre. Era sin duda la mujer más atractiva que jamás había visto y envidiaba a cualquier hombre que bailara con ella, incluyendo a su anfitrión; mayor y corpulento.

Pensó que, si tuviera un título, él también bailaría con ella, y sin duda intentaría arrastrarla a un rincón oscuro para robarle un beso.

Pero se recordó a sí mismo que él no tenía título. No era el conde de Westborough, aunque por derecho debería serlo; no tenía tierras.

Y aquella belleza probablemente sería una joven malcriada, que no querría tener nada que ver con alguien como él.

Ni siquiera podía permitirse una camisa más. La única que poseía había sido rasgada en el torneo, así que se había visto obligado a ir al festín llevando sólo su túnica de cuero. Consciente de su indumentaria poco apropiada, deseaba disfrutar de la fiesta un poco más. Le permitía saborear la vida que antes conocía, cuando su padre estaba vivo.

Por tanto se dijo a sí mismo que no importaba quién fuera ella o cuál fuera su nombre, al igual que no importaba que aquellos nobles y sus damas lo ignorasen.

Como para refutar ese pensamiento, un hombre apuesto, con una copa de plata en la mano, se sentó junto a él en el banco. Bryce sabía que era galés, y la belleza morena había estado hablando y riéndose con él antes de irse a bailar con lord Melevoir.

—He visto caras más alegres en una tumba —dijo el extraño—. Y además has ganado el premio. Una pena que diez monedas de plata no te hagan feliz. Estaré encantado de arrebatártelas si eso te complace.

—Podríais intentarlo —respondió Bryce con tono amenazante.

—Vaya, no es necesario hablar así —dijo el galés con una sonrisa—. Merecías ganar. No hay muchos que puedan vencerme, pero me alegra decir que no te guardo rencor. Has sido el mejor con la lanza, y sólo un tonto diría lo contrario. Yo no soy ningún tonto.

Bryce se relajó, satisfecho con la actitud de aquel hombre. Hacía mucho tiempo que un noble no lo trataba como a un igual.

—Perdonad mi falta de cortesía, señor —dijo con una sonrisa—. Ojalá todos los hombres a los que derroto me hablasen con tanta generosidad. Soy Bryce Frechette.

—¿Generosidad? —repitió el hombre—. Sentido común, diría yo. Y claro que sé quién eres.

Bryce se preparó para las inevitables preguntas.

Pero éstas no se produjeron.

—Yo soy lord Cynvelin ap Hywell de Caer Coch, las mejores tierras de Gales —anunció su acompañante jovialmente—. Me gusta contratar a los mejores para mi compañía y espero que consideres la opción de unirte a mi comitiva.

El primer impulso de Bryce fue negarse. No había nacido para ser el mercenario de nadie.

—Dado que somos caballeros, no haremos trueque como si fuéramos comerciantes. Si estás de acuerdo, tendrás las armas, la ropa, la comida y el alojamiento que desees. Y si después de un año ambos estamos satisfechos, no veo razón para no recompensarte más.

Bryce sabía que siempre podría ganarse la vida peleando en torneos. Como último recurso podría acudir a su hermana y buscar cobijo en su castillo.

Aun así llevaba años viajando y peleando, y nadie antes le había ofrecido una oportunidad así. En cuanto a recurrir a su hermana… se sentiría como un mendigo en su puerta.

El orgullo de Bryce dio paso a la practicidad. Su familia había perdido el título y las tierras, y el único dinero que tenía eran las diez monedas de su bolsa. Si no aceptaba la oferta de aquel noble, acabaría combatiendo en otro torneo con la esperanza de ganar un premio, como si fuera un oso entrenado luchando por su comida.

Además, aquel hombre no sólo era simpático, sino también respetuoso. El servicio en la comitiva de un hombre así no podía ser muy difícil. Siempre podría marcharse si quisiera, y las alternativas eran pocas.

—Milord, estaré encantado de aceptar —respondió finalmente.

Lord Cynvelin le dio una palmadita en el hombro y sonrió abiertamente.

—¡Excelente, amigo mío!

—Podéis confiar en mí, milord.

—Si pensara lo contrario, no te habría hecho una oferta. Muchos de nosotros fuimos jóvenes tontos y testarudos. Además, piensa en la fama que adquiriré cuando otros sepan que Bryce Frechette, campeón del torneo de lord Melevoir, está en mi comitiva.

Bryce asintió, satisfecho, aliviado y halagado al mismo tiempo.

—Partiremos hacia Gales después de la misa de mañana. Confío en que estés preparado.

—¿A Gales?

—Sí. ¿Dónde si no viviría un galés?

—Por supuesto.

—Eso no supondrá un problema, ¿verdad?

—No, milord —respondió Bryce, reticente a viajar hacia las tierras vírgenes que habitaban los celtas.

—Bien —lord Cynvelin suspiró y dio un trago al vino—. Es una buena fiesta. Jamás había visto a tantas damas hermosas en una misma sala.

—Hermosas, ricas y con título —añadió Bryce—. Eso las sitúa fuera de mi alcance.

Lord Cynvelin se rió y miró a Bryce con consideración.

—Eres el hombre más guapo que jamás he visto, excluyéndome a mí mismo, claro. Me resultaría difícil creer que esta noche tengas que dormir solo.

—Dada mi ausencia de título, ninguna de estas damas me miraría dos veces.

El atractivo Cynvelin se carcajeó y atrajo las miradas de varias personas, incluyendo la de la hermosa desconocida.

—Mira a todas esas mujeres mirándonos —dijo Cynvelin cuando se calmó—. ¿Qué más prueba necesitas?

—Es a vos a quien miran, milord.

—Bueno, ¿por qué no? Pero también a ti. Me he dado cuenta mientras bailaba. Y eres tú quien ha ganado el mejor premio en la justa al pasar la lanza por el aro cinco veces. Te digo que no tienes más que chasquear los dedos para poder elegir compañera de cama esta noche.

—Creo que sería mejor prepararme para el viaje de mañana.

Lord Cynvelin sonrió.

—Si lo prefieres. Sólo puedo admirar tanta dedicación al deber. En cuanto a mí, me voy a hablar con la mujer con la que voy a casarme, si me acepta. Ahí está, bailando con lord Melevoir. ¿Habías visto alguna vez una criatura tan hermosa como Rhiannon DeLanyea?

—Es muy guapa —observó Bryce, viendo cómo la chica, que ya no era desconocida, bailaba suavemente al ritmo de la música y esquivaba con destreza los pies torpes de su anfitrión.

—Te lo advierto, Bryce Frechette. Es mía. Me pertenece —dijo Cynvelin—. Además, su padre es medio galés. Un barón, y muy temible. El hombre que gane el amor de su hija tendrá que tratar con él.

—Os lo aseguro, milord. No tengo interés en ella más allá de la admiración que todos los hombres deben de rendirle.

Cynvelin volvió a reírse.

—Hablas como un noble normando —dijo mientras se ponía en pie—. Acudiré en su rescate. Nos reuniremos en los establos por la mañana, Frechette.

Bryce asintió a modo de despedida y luego observó a lord Cynvelin acercarse a la hermosa Rhiannon DeLanyea.

Lady Rhiannon DeLanyea, se corrigió mentalmente, que era la futura esposa de su nuevo señor.

Que así fuera, pensó mientras volvía a apoyarse en el muro de piedra con una sonrisa. Había llegado a creer que ningún noble le ofrecería amistad ni lo trataría como a un igual nunca más. Que él siempre sería el deshonrado, el hijo vergonzoso del conde de Westborough.

Pero parecía que existía la esperanza de que aquello cambiase, y tal vez podría recuperar su título y sus méritos. De ser así, ¿qué otras cosas podría esperar?

Después de todo siempre habría otras mujeres hermosas que no estuvieran fuera del alcance del caballero Bryce Frechette.

Rhiannon se sentó en el banco más cercano e intentó recuperar el aliento. Lord Melevoir le hizo una reverencia y ella respondió antes de que su anfitrión se alejara en busca de alguien más con quien bailar.

Al menos había logrado mantenerse en pie, pensó mientras se abanicaba con la mano. Lord Melevoir se había mostrado bastante entusiasta en el baile, y en un momento dado Rhiannon había temido que fuese a lanzarla contra los músicos.

—Un poco de vino, por favor —dijo entre jadeos, cuando una sirvienta apareció junto a ella.

—Permitidme, milady —dijo una voz masculina en galés, y unos dedos esbeltos y familiares le ofrecieron una copa.

Ella aceptó la bebida y contempló el rostro sonriente de lord Cynvelin ap Hywell.

—¡Lord Cynvelin! —exclamó alegremente—. ¡Qué amable por vuestra parte! Estoy sedienta y tengo los pies doloridos.

—No hay bailarina más adorable aquí, así que todos los hombres quieren bailar con vos —respondió él mientras se sentaba a su lado.

Rhiannon sonrió a modo de respuesta, luego dio otro trago y estuvo a punto de atragantarse.

O'r annwul! —exclamó mientras Cynvelin se apresuraba a quitarle la copa—. Si no tengo cuidado, empezaré a dar tumbos como una borrachina. Lord Melevoir es un hombre excelente y también lo es su vino. No estoy acostumbrada a una bebida con tanto cuerpo.

—Y sin embargo, yo me emborracho sólo con vuestra presencia —respondió lord Cynvelin en voz baja.

—Pensé que ya no os gustaba. Podríais haberme rescatado antes del baile, en vez de hablar con ese sajón. ¡Venir a una fiesta sin una camisa!

Señaló con la cabeza hacia el hombre sentado al otro lado del salón. Su pelo castaño le caía hasta los hombros y llevaba sólo una túnica de cuero abierta en el cuello y sin camisa debajo, de modo que su pecho y sus brazos musculosos quedaban al descubierto. Había algo casi salvaje en él, y la manera que tenía de mirar le hacía sentir que estaba conteniendo una energía potente que podía liberar a voluntad.

—Es normando, milady —reveló lord Cynvelin—. ¿Y acaso vuestro padre y hermanos no llevan el pelo de la misma forma? He oído que sí.

—Tenéis razón. Dicen que así el casco les encaja mejor, aunque en el caso de mis hermanos, creo que es sólo vanidad. Tal vez a ese hombre le pase lo mismo.

—¿Habéis oído hablar de Bryce Frechette, el hijo del conde de Westborough?

—¡Por supuesto! Todo el mundo ha oído hablar de él, y sobre cómo discutió con su padre y se marchó de casa. Ni siquiera regresó cuando su padre se estaba muriendo. Me pregunto qué estará haciendo aquí. Me sorprende que se atreva a presentarse ante los nobles.

Volvió a mirar al normando y vio cómo se levantaba y se dirigía hacia el lado contrario del salón. Sus andares tenían la elegancia de un gato, y de nuevo tuvo la impresión de que albergaba un poder esperando ser liberado.

—Y pensar que no habíais oído hablar de mí hasta que nos conocimos hace tres días, mientras que lo sabéis todo sobre ese normando —dijo lord Cynvelin con sufrimiento fingido—. Me rompéis el corazón.

—Siento romperos el corazón, pero estoy segura de que hay muchas otras damas aquí que estarían dispuestas a ayudaros a repararlo.

—Sólo hay una dama que puede hacer eso —respondió él.

—Oh, creo que no, milord —dijo ella con una carcajada, aunque comenzaba a sentirse algo incómoda. Era cierto que le gustaba aquel noble galés, y encontraba sus atenciones halagadoras, pero había cierto aire en su mirada que le resultaba desconcertante—. Lady Valmont renunciaría alegremente a sus tierras si pensara que puede ganar vuestro corazón.

—Tal vez si me rechaza una dama mejor, podría consolarme con una mujer obviamente inferior y quedarme con las tierras como premio de consolación —Cynvelin se inclinó hacia ella—. Pero preferiría no hacerlo. Además, creo que sobreestimáis mi habilidad para atraer a una dama normanda. A lady Valmont no le gustan los galeses. Observad cómo mira a Frechette.

—Sólo porque se trata de un canalla deshonroso —contestó ella—. Lady Valmont siempre ha dejado clara su predilección por los sinvergüenzas.

—¿Estáis diciendo, milady, que soy un sinvergüenza?

—¡Oh, desde luego que no!

—Entonces le perdono a Frechette su mala fama. Espero que no cuestionéis mi juicio cuando os diga que le he pedido que se una a mi comitiva cuando parta hacia Gales mañana.

Rhiannon prestó poca atención a la primera parte de la declaración de lord Cynvelin.

—¿Os marcháis mañana?

—Después de la misa.

—Mi padre viene mañana —le recordó ella—. Esperaba que pudierais conocerlo.

—Lo cierto, milady, es que no puedo permanecer aquí, por mucho que me gustaría. Tengo asuntos que requieren mi atención inmediata. Tal vez se me permita visitaros en Craig Fawr cuando concluya mis asuntos.

—Será un placer para nosotros recibiros.

—Contaré las horas hasta que vuelva a veros —susurró lord Cynvelin.

Rhiannon se sonrojó y apartó la mirada, desconcertada por la expresión posesiva de sus ojos oscuros. ¿Querría conocer a su padre porque pretendía pedirle su mano?

Le gustaba lord Cynvelin. Lo admiraba y le gustaba que aparentemente él la admirase a ella. Lo respetaba. Era galés. Por esas razones había buscado su compañía durante el torneo de lord Melevoir y lo había invitado a Craig Fawr.

Pero sólo lo conocía desde hacía tres días. Apenas era tiempo suficiente para conocerlo bien, y desde luego no era suficiente para enamorarse o comprometerse con él.

Su madre solía aconsejarle que fuese más circunspecta, y en aquel momento Rhiannon deseó haber seguido ese consejo. Obviamente le había dado a Cynvelin razones para creer que le gustaba más de lo que realmente le gustaba.

—Si me disculpáis, milady —dijo él poniéndose en pie—. Debo hablar con lord Melevoir antes de marcharme y darle las gracias por su hospitalidad. Luego debería retirarme a mis aposentos.

—Sí, desde luego, milord —tartamudeó ella, y se sonrojó aún más cuando lord Cynvelin le tomó la mano y le dio un beso en los dedos.

—Hasta más tarde, milady.

Hizo una reverencia y se alejó. Por primera vez desde que lo conociera, Rhiannon se alegró de verlo marchar.

¿Hasta más tarde? ¿Qué significaba eso?

¿Acaso pensaba que iba a reunirse con él en sus aposentos?

Vio que Cynvelin se detenía a hablar con lady Valmont, que le dirigió a ella una mirada especulativa. ¿Se preguntaría también cuál era la naturaleza de su relación?

Apartó la mirada y vio a un grupo de mujeres normandas que susurraban y la miraban.

¿Qué suponía toda esa gente?

De pronto el salón parecía atestado de gente. Se puso en pie y se dirigió hacia el patio. Era una zona abierta rodeada de muros altos interiores. Más allá había otro pabellón rodeado por muros exteriores más gruesos, y las puertas más imponentes que Rhiannon había visto jamás.

Aminoró el paso, como correspondía a una mujer gentil.

Entonces se detuvo. De espaldas a ella había un hombre de pie en la sombra, cerca de los carros situados frente a los cuarteles donde se alojaban los caballeros visitantes y sus comitivas. Parecía estar rebuscando en uno de los carros, aunque era demasiado tarde para que alguno de los sirvientes del castillo estuviera preparándose para viajar.

—¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo? —gritó mientras se acercaba, dispuesta a llamar a los guardias si hiciera falta.

Se dio cuenta de que el hombre tenía el pelo largo justo antes de que Bryce Frechette se volviera hacia ella.

—Estoy buscando mi equipaje, que no está en los cuarteles. Me han dicho que uno de los sirvientes lo puso aquí por error.

Mientras hablaba, Rhiannon vio que parecía más un sajón que un normando, con el pelo por los hombros, la cara angular y una expresión ligeramente malhumorada. También se alzaba con una postura interesante, como si estuviera relajado y en actitud de pelea. Sólo conocía a otro hombre que tuviera esa postura sin estar combatiendo. Urien Fitzroy, amigo de su padre, era famoso por ser el mejor entrenador de combate de Inglaterra.

Bryce Frechette también era un guerrero imponente, y aun así a Rhiannon no le resultaba amenazante. Lo encontraba más bien intrigante y deseó poder ver su rostro más claramente.

—Lo siento. Me he equivocado.

—¿Pensabais que estaba intentando robar algo? —preguntó él.

—Sí… no… Debes admitir que tu actividad parecía cuestionable.

—¿Sobre todo cuando no soy un noble? —respondió él.

—Si ya no eres un noble, la culpa no es más que tuya, Bryce Frechette.

—Es un honor pensar que conocéis mi nombre, lady Rhiannon —dijo él sarcásticamente y con una reverencia burlona.

A Bryce le agradó ver su sorpresa al saber que él también conocía su nombre. Estiró el brazo, le agarró la mano y se agachó como si fuese a darle un beso en los dedos.

—Obviamente yo sé algo más que tu nombre —dijo ella mientras apartaba la mano.

—Tal vez no sepáis tanto como creéis, milady —dijo él acercándose más.

Advirtió que ella no se apartaba y recordó cómo se había comportado en el salón, sobre todo cuando estaba con lord Cynvelin. Tal vez no fuese tan casta como parecía.

—¿Queréis saber más?

—Tal vez. Pero éste no es ni el momento ni el lugar para semejante conversación —respondió ella con firmeza.

—Es una pena. A mí me gustaría saber más sobre vos.

Rhiannon se aclaró la garganta. Le habían dirigido muchos cumplidos en los últimos días, pero las palabras de ningún otro hombre parecían afectarla tanto como las de aquél.

—Sí, bueno, en otra ocasión.

—¿Por qué tenéis tanta prisa, milady? ¿Vais a reuniros con alguien?

—¡No!

Él ladeó la cabeza y deslizó una mirada de admiración desde su pañuelo de seda hasta el dobladillo de su vestido.

—Por favor, no me miréis de esa manera tan impertinente, señor —dijo ella.

—¿Señor? Veo que ha crecido vuestra estimación hacia mí. Dejad que os asegure, milady, que no pretendo ser grosero. Todo lo contrario —dio un paso hacia ella y sonrió.

De pronto, Rhiannon se dio cuenta de que la había acorralado en un rincón, y de que estaban fuera del alcance de la vista de cualquiera de los hombres que montaban guardia sobre sus cabezas.

—A juzgar por el modo en que actuabais en el salón —continuó él—, creí que disfrutabais de las atenciones de los hombres.

—De las de algunos hombres tal vez —respondió ella cruzándose de brazos—. Sin embargo no deseo las atenciones de un hombre que abandona a su familia y deja a su hermana en una situación tan peligrosa. De hecho, me ha sorprendido descubrir que lord Cynvelin quiera a una persona así en su comitiva.

—¿Eso es lo que pensáis de mí?

—Sí.

—Me sorprendéis, milady. Creí que erais lo suficientemente inteligente como para no creer en los rumores y cotilleos.

—¿Así que lo que he oído no es cierto? ¿No discutisteis con vuestro padre y os marchasteis enfurruñado como un niño malcriado? ¿No os mantuvisteis alejado incluso cuando vuestro padre estaba muriéndose? ¿Queréis decir que, al contrario de todo lo que he oído, regresasteis para ayudar a vuestra hermana, que quedó pobre y tuvo que convertirse en sirvienta en su propio castillo?

—¿No habéis oído más? —preguntó él—. Que soy un canalla y un gandul. Que mi hermana me echó. Que su marido, el poderoso barón DeGuerre, me odia. Que miento, engaño y robo —se acercó más—. Que he vendido mi alma al diablo.

Ella se quedó con la boca abierta hasta que él se rió con desprecio.

—¿Tan poco sentido tenéis que os creéis todo lo que oís?

—¡Cómo os atrevéis! —exclamó ella—. Sois un…

—No, milady, ¿cómo os atrevéis vos? —preguntó él con voz fría como el hielo—. No me conocéis, y aun así me castigáis por mis acciones pasadas. No sabéis por qué discutí con mi padre, ni por qué me marché como lo hice. No sabéis por qué no volví, ni cómo me sentí cuando me enteré de lo sucedido. No sabéis lo que he sufrido sabiendo que no estuve con Gabriella cuando más me necesitaba.

Rhiannon se sonrojó al oír el remordimiento en su voz. Se había equivocado al juzgarlo tan apresuradamente.

—¿Quién sois vos para juzgarme? —preguntó él—. Habría creído que, a juzgar por cómo bailabais y os reíais con más de un hombre en el salón de lord Melevoir, si a mí me faltan escrúpulos, no soy el único. ¿Así que cómo os atrevéis, mi querida hipócrita? ¿Cómo os atrevéis a actuar como lo habéis hecho y después censurarme?

La miró con tanta intensidad que fue como si su mirada la hubiese pegado al suelo. Rhiannon no podía hablar. No podía encontrar una respuesta a sus acusaciones, ni disculparse por su propio comportamiento.

Él se acercó aún más hasta que su cuerpo estuvo a un palmo de distancia y, cuando volvió a hablar, su voz sonó como un gruñido.

—¿Cómo os atrevéis a ser la mujer más deseable que jamás he visto, y sin embargo, si me atreviera a tocaros, llamaríais al guardia y me denunciaríais como a un villano?

Rhiannon tragó saliva, incapaz de apartar los ojos de su rostro.

—No lo haría —susurró.

—¿No lo haríais, milady? ¿No llamaríais al guardia y me condenaríais por dejarme llevar por mi deseo?

Estiró la mano y la deslizó por su brazo, lo que le provocó un intenso escalofrío.

—Me alegra oírlo, pues sois la mujer más tentadora que jamás he visto.

Le colocó las manos en los hombros y la abrazó.

Rhiannon sabía que debía apartarse, y aun así en el momento en que sus labios se tocaron, besarlo no le pareció tan inmoral.

La habían besado antes, pero nunca así, con esa pasión y ese deseo que parecían despertar en ella una reacción igualmente fuerte.

Comenzó a acariciar su túnica de cuero. Mientras seguía explorando su boca con la lengua, sus músculos se relajaron bajo sus dedos.

La apoyó suavemente contra la pared y le separó las piernas con la rodilla.

De pronto se abrió la puerta del salón y se hizo la luz en el patio. Se oyó una voz chillona dando las buenas noches.

Ante aquella interrupción escandalosa, lady Rhiannon DeLanyea jadeó y, con una expresión de horror, apartó a Bryce de ella, se agarró la falda y huyó.

Dos

Bryce Frechette maldijo en voz baja mientras veía alejarse a lady Rhiannon. ¿Qué acababa de ocurrir allí?

¿Qué habría podido ocurrir si la puerta no se hubiese abierto?

Maldijo de nuevo al recordar que lord Cynvelin ap Hywell deseaba casarse con ella.

Si ella le hablaba de su encuentro…

¿Acaso no iba a aprender nunca a controlar sus impulsos? Ya había causado suficientes problemas al seguir sus deseos y pensar después. ¿No había aprendido nada en todos aquellos años desde que se marchara de casa?

Se apoyó en la pared. Le estaría bien empleado si perdía la oportunidad que lord Cynvelin le había ofrecido, y la culpa sería sólo suya.

No, sólo no. En esa ocasión no. Ella era tan culpable como él. Lady Rhiannon no había protestado cuando la había tomado entre sus brazos. De hecho había respondido a sus besos tan fervientemente como cualquier hombre podría desear.

Ella no le diría nada a lord Cynvelin, a no ser que estuviera dispuesta a mentir.

Lo cual podría hacer.

Bryce frunció el ceño y se apartó del muro. Si le preguntaran, no mentiría. Le diría a lord Cynvelin todo lo que había ocurrido y dejaría que el galés creyera lo que quisiera.

A la mañana siguiente, Rhiannon observó al grupo reunido en la capilla. Distinguió a lord Cynvelin sin dificultad. Estaba de pie junto a lady Valmont, tan cerca que sus hombros se tocaban, y parecía susurrarle al oído a la dama casi constantemente.

Bien. Tal vez no se fijara en ella, y con suerte podría llegar al salón para desayunar sin tener que hablar con él.

Después de la noche anterior, pensaba que evitarlo le ahorraría momentos incómodos y explicaciones.

Incluso había considerado la posibilidad de evitar también al resto de invitados de lord Melevoir. Pero después había decidido que no podría quedarse escondida en su habitación como un ratón asustado. Tenía que saber si había sido vista en los brazos de Bryce Frechette, o si él le había contado a alguien que había actuado como una libertina la noche anterior.

Por suerte, nadie parecía prestarle especial atención. Nadie la miraba ni la señalaba. Todos los que se cruzaban con ella le dirigían una sonrisa agradable.

Suspiró aliviada.

La misa terminó al fin y Rhiannon volvió a salir fuera. Caminó apresuradamente hacia el salón, con la esperanza de entrar antes de que lord Cynvelin la viera.

A la altura del establo, pasó frente al caballo negro de lord Cynvelin, ensillado y ya a la espera. Sus hombres estaban ya preparados para partir, pues varios de sus guardias holgazaneaban cerca de allí, algunos apoyados en las paredes del establo.

—Me pregunto si le gustará más gemir o gritar —dijo una voz galesa lo suficientemente alto para que ella pudiera oírlo.

Rhiannon se detuvo y se volvió lentamente para mirar al atrevido que se atrevía a hacer un comentario tan soez en su presencia.

Decidió que habría sido el hombre fornido que le dirigió una mirada descarada, pues sonrió cuando ella lo miró.

—¿Qué has dicho? —preguntó ella en galés, con las manos en las caderas.

—Nada, milady —respondió el hombre con inocencia fingida.

—¿Hay algún problema? —preguntó una voz familiar en francés normando.

Todo su cuerpo se tensó cuando Bryce Frechette apareció a su lado, como si se hubiera materializado de la nada.

Al igual que antes, simplemente llevaba el chaleco de cuero y los pantalones.

A pesar de no llevar cota de malla, ni armadura de ningún tipo, parecía mucho más imponente que el hombre fornido y con cota de malla, tal vez por su porte regio, y por ese aire de seguridad en sí mismo, que formaba parte de él al igual que sus ojos marrones y su boca sensual.

¿Qué diablos estaba haciendo pensando en su boca? Se suponía que debía estar indignada.

Él miró al hombre y luego a ella con expresión inescrutable.

—¿Ocurre algo?

Rhiannon levantó la barbilla ligeramente.

—Me ha dicho una grosería.

—¿De verdad? —preguntó Bryce mientras caminaba hacia el soldado—. ¿Le has dicho una grosería a la dama?

El hombre lo miró sin saber qué decir y respondió en galés.

—Dice que no os entiende —explicó Rhiannon.

—Pero vos sí lo habéis entendido, ¿verdad, milady?

—Por desgracia sí.

Un segundo después, Bryce tenía al hombre empotrado contra el muro, con las manos en sus hombros.

—Discúlpate ante la dama —murmuró entre dientes—. Me entiendes, ¿verdad?

El hombre miró a Rhiannon con miedo en los ojos.

—¡No lo entiendo! —gritó en galés—. ¿Qué he hecho?

Rhiannon se acercó corriendo y agarró a Bryce del brazo.

—¡No os entiende! Soltadlo.

Bryce no se movió.

—Entonces decidle que debe disculparse, o lo lamentará.

Rhiannon le dijo al soldado lo que el normando había dicho y éste balbuceó una disculpa.

Bryce lo soltó y el hombre cayó al suelo. Los demás se arremolinaron en torno a él y algunos miraron al normando con recelo.

—Por muy agradecida que os esté por defender mi honor, temo que os habéis hecho enemigos —dijo Rhiannon cuando Bryce se volvió para mirarla. Intentó mantener una apariencia fría, aunque por dentro sentía tanto calor como si estuviera en pleno desierto.

—Debería estaros yo agradecido, milady, por darme la oportunidad de demostrarles a mis futuros compañeros que no deben meterse conmigo —respondió él—. De lo contrario, me habría visto obligado a forzar la situación.

—¿Os veis a menudo obligado a forzar situaciones, señor? ¿O es más común que esperéis a que insulten a una dama y entonces acudís en su defensa para demostrar vuestra masculinidad?

—Nunca pensé que mi masculinidad estuviese en duda —respondió él.

—Vuestro esfuerzo por hacer que se disculpara me ha parecido más bien extremo.

—Lo sé.

Rhiannon sabía que debía marcharse, pero la cortesía decretaba que dijera algo más.

—Habéis sido muy efectivo —admitió—. Tenéis mi agradecimiento, Frechette.

—Era mi deber —respondió él con una reverencia.

Rhiannon miró a su alrededor y vio que los soldados se habían alejado y que no había nadie cerca.

—Frechette —dijo en tono conspirativo.

—¿Sí, milady?

—No le diréis a nadie lo de anoche en el patio, ¿verdad?

—¿Acaso pensabais que lo haría?

—Como vos dijisteis, no os conozco.

Creyó ver que parecía sorprendido, pero no podía estar segura.

—Entonces sabed que mantendré en secreto lo ocurrido entre nosotros —respondió él—, y espero que vos no me delatéis ante lord Cynvelin.

—¡No! —exclamó ella—. Fingiremos que nunca ocurrió.

Él asintió, pero había algo en su mirada que hizo que Rhiannon se sonrojara. Sabía que él no lo olvidaría, y tampoco ella.

No olvidaría la pasión que había despertado en su interior, ni cómo había condenado su aparente hipocresía.

Siempre recordaría el amargo remordimiento que había bajo su ira cuando hablaba de su hermana. Jamás se olvidaría de él, sin importar lo mucho que creyera que debía hacerlo.

Entonces, por el rabillo del ojo, vio algo que no era bien recibido.

Lord Cynvelin se acercaba a ellos con aire de preocupación.

—¡Milady! ¿Qué ha ocurrido?

Rhiannon no tuvo más remedio que dirigirse a él, así que se apartó de Bryce, que inmediatamente se alejó hacia su caballo.

También advirtió que lord Melevoir y algunos de los invitados también se acercaban y que contemplaban la escena.

Consciente de que mucha gente podría oírlos, Rhiannon habló en galés cuando su compatriota se acercó.

—Todo está bien, milord —respondió.

—Me alegra oírlo, y también me alegra veros. Sabía que no dejaríais que me fuera sin despediros —le tomó la mano y le dio un beso—. Pensé que os vería anoche, pero habíais desaparecido.

—Decidí retirarme.

—Os eché de menos.

Ella tragó saliva.

—Sí, bueno, hacía calor y estaba cansada.

Cynvelin miró hacia el cielo y ella hizo lo mismo.

—Queremos partir temprano y desayunar por el camino —le dijo él—. El tiempo amenaza con cambiar.

Ambos se miraron y ella sonrió, aliviada porque fuese a marcharse.

—Que tengáis buen viaje, milord.

—¿Eso es todo lo que tenéis que decirme, mi hermosa Rhiannon? —se acercó a ella, como ajeno al hecho de que había mucha gente mirándolos. Incluyendo Bryce Frechette.

Rhiannon se sentía impotente. Sabía que debía intentar corregir cualquier falsa impresión que pudiera haberle dado, ¿pero delante de tanta gente?

—Es todo por ahora —respondió sin mirarlo a los ojos.

—¿Hasta que os vuelva a ver?

—Si lo deseáis.

—¡Si tan sólo supierais lo que deseo! —murmuró él.

Ella se sonrojó aún más, sintiendo que la situación era cada vez más incómoda.

Entonces empezó a enfadarse. ¿Acaso no veía su reticencia? ¿No se daba cuenta de lo embarazoso que resultaba todo aquello?

—Adiós, milord —dijo con una pizca de desafío en la voz.

Sin previo aviso, lord Cynvelin la abrazó y le dio un beso en la boca.

Ella se quedó demasiado sorprendida como para moverse.

Cuando Cynvelin acabó, se apartó y le dirigió una sonrisa triunfal. Ella miró inmediatamente a Bryce Frechette. ¿Qué estaría pensando?

Su expresión era enigmática, aun así eso parecía una condena de igual modo.

—Milord —dijo ella, haciendo un esfuerzo por mantener la voz calmada—, tal vez sea mejor que esperéis una invitación de mi padre a Craig Fawr antes de ir a visitarnos.

—¿Perdón? —preguntó él, obviamente sorprendido por sus palabras.

—Creo que ya me habéis entendido. No vengáis a Craig Fawr hasta que mi padre os invite. Que tengáis un buen día, milord.

Rhiannon se dio la vuelta y se dirigió hacia el salón.

Desde su posición junto a su caballo, Bryce vio a lady Rhiannon entrar en el salón después de hablar con lord Cynvelin.

Debían de estar por lo menos prometidos para que el galés la besara de esa manera en público, a pesar de que la noche anterior no hubiese actuado como si perteneciese a algún otro hombre.

¿Qué tipo de mujer era Rhiannon DeLanyea?

Tal vez fuese el tipo de mujer cuyos afectos cambian casi cada hora.

Su pasión le había parecido sincera cuando la había besado.

O quizá fuese el tipo de mujer que había pensado en un principio. El tipo de mujer que disfrutaba de las atenciones de muchos hombres.

De ser así, sería mejor compadecer a lord Cynvelin, no envidiarlo.

El galés hizo una reverencia a la gente que seguía reunida en el patio.

—Está triste por verme marchar —anunció apesadumbrado.

Bryce imaginó que aquello explicaría su salida precipitada y todo lo demás.

—Hace una mañana excelente, ¿verdad, Frechette? —le preguntó entonces el noble mientras se acercaba a él—. Un buen día para viajar.

—Sí, milord.

—¿Qué ha ocurrido aquí antes de que yo llegara?

—Nada de importancia, milord. Vuestra dama se ha sentido insultada por uno de vuestros hombres y yo me he asegurado de que éste se disculpara.

—¿Cuál de ellos ha sido?

—Estoy seguro de que no volverá a hacerlo, milord —respondió Bryce algo sorprendido. Cynvelin hizo que sonara como si fuera un niño y él esperase que delatase a otro.

Creyó ver cierta desaprobación en los ojos del galés, pero debió de ser un error, porque inmediatamente después lord Cynvelin se carcajeó.

—Si ya lo has castigado tú, me doy por satisfecho.

—La dama no necesitaba mucha ayuda.

—Posee el orgullo de su padre, sin duda.

Sorprendido por el tono hostil de su voz, Bryce le dirigió una mirada de curiosidad.

—Ha sido un placer defender su honor.

—Rhiannon estaba agradecida, claro.

—Deduzco que habéis llegado a un entendimiento con la dama —observó Bryce.

—Obviamente.

—Os doy mi enhorabuena, milord.

—Gracias —respondió Cynvelin mientras supervisaba a sus hombres—. Bien, estamos listos para irnos. Adelante —ordenó mientras dirigía su caballo hacia la parte delantera de la comitiva.

Sí, pensó Bryce.

Sería mejor marcharse y alejarse de hermosas mujeres que atraían a los hombres hacia las sombras aunque estuvieran prometidas.

Bryce se giró hacia los aposentos de los invitados, esperando ver a lady Rhiannon con un pañuelo en la mano para contener las lágrimas por la partida de su amado.

Si estaba allí, él no la vio.

Aquella tarde, Rhiannon corrió hacia la compañía de caballeros y soldados que llegó al patio de lord Melevoir.

Por el momento, la alegría por la llegada de su padre superó al miedo que sentía porque ciertos acontecimientos salieran a la luz. Aunque ya no temía que su encuentro con Bryce Frechette se hiciera público, no creía que el beso de lord Cynvelin fuese a ser olvidado tan fácilmente por aquellos que lo habían presenciado.

Se dijo a sí misma que no debía preocuparse. Su padre lo comprendería.

Había sólo veinte hombres en el séquito de su padre, pero parecían muchos más. Entonces su padre la vio y la saludó.

Estaba muy orgullosa de ser la hija del barón DeLanyea. Parecía tan regio como cualquier rey, incluso aunque su ropa fuese sencilla y sin ornamentos. Ella sabía que podía ser feroz. Había oído las historias de sus batallas.

Pero para ella siempre había sido un padre devoto. Se mordió el labio y esperó que siguiera siéndolo a pesar de lo que oyera. Luego sonrió y le devolvió el gesto.

Miró más allá de él y sonrió al ver a su guapo hermano de leche, Dylan, comportándose como siempre. Prestaba más atención a las sirvientas que a cualquier otra cosa.

En contraste con Dylan, su hermano mayor, Griffydd, no se fijaba en las mujeres ni hablaba con ellas. En vez de eso miraba a su alrededor con cuidado deliberado. Rhiannon sabía que, si se lo preguntaba más tarde, él podría decirle el número exacto de soldados y guardias, el número de edificios dentro de los muros del castillo y probablemente incluso el número de ventanas en cada uno.

Su hermano pequeño, Trystan, que se parecía tanto a ella que podrían haber sido tomados por gemelos salvo por la diferencia de edad, no estaba en el grupo. Había sido enviado con sir Urien Fitzroy para completar su entrenamiento.

El barón desmontó y ella corrió a abrazarlo. Su padre se apartó y la miró con el ojo que le quedaba. El otro había sido destruido en Tierra Santa hacía mucho tiempo, cuando se había unido al rey Ricardo en su cruzada.

—¿Te lo has pasado bien, hija? —preguntó.

—Lord Melevoir es un hombre excelente y un buen anfitrión —respondió ella.

—¡Sabía que debería haberme ofrecido para ser tu acompañante! —declaró Dylan mientras se bajaba del caballo—. Quién sabe lo que me habré perdido, y por nada además.

—Tenías otras tareas más importantes —le recordó Griffydd.

—¿Supervisar la reparación de un muro? —respondió Dylan—. No pienso que…

Su padre se rió.

—No, no piensas —dijo—. Además, Mamaeth dijo que sólo Rhiannon, nada de hermanos. Creo que tenía grandes planes para esta visita, ¿verdad, hija mía?

Rhiannon intentó sonreír mientras pensaba en la vieja curandera de su padre, que había dejado muy claro que esperaba que Rhiannon regresara casada o al menos prometida.

En vez de eso, Rhiannon lo había estropeado todo.

—¿Cómo está Mamaeth? ¿Y mamá? —preguntó con la esperanza de cambiar de tema.

—Están bien, pero te echan de menos —respondió su padre. Entonces olisqueó el aire y miró hacia las nubes oscuras que cubrían el cielo—. Vamos dentro o nos empaparemos.

Griffydd asintió y comenzó a dar órdenes a sus hombres, mientras el barón agarraba a Rhiannon del brazo para acompañarla dentro. Dylan le dio las riendas a un mozo antes de correr hacia la cocina. Siempre decía admirar los brazos de las mujeres que amasaban el pan y Griffydd siempre respondía que simplemente le gustaba satisfacer todos sus apetitos de manera simultánea.

—Voy a tener que ponerle una correa —murmuró su padre—. Todos te hemos echado de menos. Craig Fawr parecía medio vacío sin ti. Creo que incluso Mamaeth estaba reconsiderando la idea de verte casada y lejos de allí cuando nos marchamos a buscarte.

—Te aseguro, padre, que no tengo prisa por casarme —respondió Rhiannon.

Cuando su padre se detuvo y la miró con seriedad, ella temió haber revelado demasiado.

Por suerte, en ese instante apareció lord Melevoir en la puerta.

—¡Siempre es un placer, barón! —exclamó—. Perdonad mi tardanza. Es esta maldita humedad. Se me mete en los huesos y hace que me duela todo el cuerpo.

—Entonces, por favor, regresad junto a la chimenea, milord —dijo el barón.

—Si venís conmigo —respondió su anfitrión.

—De hecho, mis huesos tampoco son ya tan jóvenes como antes —admitió el barón mientras seguían a lord Melevoir hacia unas sillas de roble situadas junto a la chimenea.

Tras sentarse, oyeron como la lluvia empezaba a caer fuera.

—Me alegra que no os sorprendiera el mal tiempo durante el viaje —dijo lord Melevoir con una sonrisa.

—¿Qué es la lluvia para un galés, milord? —preguntó el barón DeLanyea alegremente—. En cualquier caso, será un placer quedarme y disfrutar de vuestra hospitalidad un día o dos.

Cuando su padre la miró, Rhiannon intentó sonreír. Sabía que la visita de su padre duraría más de una noche, y eso significaba que aumentarían las probabilidades de que se enterase de la historia del beso de lord Cynvelin.

Por un momento pensó en sacar ella el tema, pero su padre habló antes.

—¿Quién ganó los premios? —le preguntó a su anfitrión.

—Bryce Frechette ganó el primer premio —respondió lord Melevoir—. Tiene la mejor puntería con una lanza que jamás haya visto.

—¿Frechette? —preguntó el barón—. ¿El hijo del conde de Westborough?

—El mismo. Confieso que tenía mis dudas sobre permitirle participar, pero os aseguro que jamás había visto a un joven tan reformado, barón Emryss —respondió lord Melevoir.

—¿Y qué piensas tú de él? —le preguntó su padre a Rhiannon inesperadamente.

—Lord Melevoir no nos permitía ver las competiciones —contestó ella encogiéndose de hombros.

—¡Claro que no! —exclamó el noble—. No es apropiado que las jovencitas presencien esas cosas.

—Así que Frechette se ha reformado —dijo su padre volviendo a mirar al anciano—. Es una pena que su familia perdiera las tierras y los títulos. Siempre viene bien un buen caballero.

—¿Su familia perdió las tierras y los títulos? —preguntó Rhiannon inocentemente.

—Su padre gastaba demasiado; podría haberlo usado como ejemplo antes de dejarte ir a la feria la primavera pasada —contestó su padre con una sonrisa.

—Necesitaba vestidos nuevos, papá —le recordó Rhiannon—. Mamaeth lo dijo.

—Si querías conseguir un marido, eso fue lo que dijo. ¿Y lo conseguiste?

Lord Melevoir empezó a reírse mientras contemplaba la conversación.

—Ya te he dicho, padre, que no tengo prisa en casarme.

—Entonces no querría ser tú cuando lleguemos a casa y Mamaeth sepa que todas estas visitas y el gasto de dinero no te han proporcionado un marido.

—La han admirado mucho, barón —intervino lord Melevoir.

—Es hija de su padre —contestó el barón con orgullo.

—Un joven en particular parecía muy interesado en ella. Un compatriota vuestro además. De hecho, el interés parecía mutuo.

—¿De verdad? —preguntó el barón—. ¿Y quién es ese galés?

Rhiannon se miró las manos, entrelazadas en su regazo.

—Ah, ahora se mostrará tímida —respondió lord Melevoir, y Rhiannon deseó desmayarse en aquel momento. Cualquier cosa con tal de no responder.

—No fue nada… —comenzó a decir ella.

—¿Nada? —declaró lord Melevoir—. ¿No es nada que os besen en mi patio?

Rhiannon quería encogerse hasta hacerse invisible.

—¿Ese hombre te besó en público para que todo el mundo lo viera?

—Padre, yo…

—Oh, barón, temo que estéis demostrando vuestra edad. Un joven hace cosas impetuosas cuando es alcanzado por las flechas de Cupido. No os enfadéis con vuestra hermosa hija. Dejó muy claro que sentía que él había actuado de forma inapropiada.

—Me alegra oírlo.

—En efecto, lord Cynvelin…

—¿Qué?

La palabra fue pronunciada suavemente, pero Rhiannon jamás había oído una amenaza tan fría en la voz de su padre.

Tres

Rhiannon se quedó mirando a su padre hasta que él se volvió de nuevo hacia su anfitrión.

—Lord Cynvelin ap Hywell —respondió lord Melevoir—. Un noble galés.

—Un galés, puede —dijo el barón—. Pero una deshonra para todos nosotros.

Rhiannon nunca había visto a su padre reaccionar con tanta antipatía, y ni siquiera sabía que conociera a lord Cynvelin. ¿Qué diablos habría hecho el noble para enfadarlo tanto?