Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Susanna Carr. Todos los derechos reservados.
SECRETO VERGONZOSO, N.º 2228 - mayo 2013
Título original: Her Shameful Secret
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3049-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Isabella Williams oyó el rugido de lo que sin duda debía de ser un carísimo deportivo. Levantó la cabeza, igual que un animal que acaba de oler al cazador. El movimiento rápido la hizo tambalearse. Dio un paso atrás y agarró con fuerza la bandeja. Intentó recuperar el equilibrio.
El ruido del coche se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos. Isabella soltó el aliento. Relajó los músculos. Se secó el sudor con la mano. ¿Por qué dejaba correr la imaginación? La mente le estaba jugando malas pasadas.
Un flamante descapotable pasó por su lado y no pudo evitar pensar... en él.
Era absurdo que Antonio Rossi pudiera estar en esa zona de Roma, o que estuviera buscándola. Puso los ojos en blanco. Solo habían compartido cama unos días durante la primavera. Habían sido unos días maravillosos, pero un tipo como él ya debía de haberlo olvidado. Antonio Rossi era un sueño para cualquier mujer y seguramente le habría encontrado sustituta al día siguiente.
Isabella sintió una punzada de dolor en su interior. Parpadeó rápidamente y ahuyentó las lágrimas. Los ojos le escocían. Miró el reloj y calculó cuántas horas le quedaban para terminar el turno. Demasiadas... Todo lo que quería era meterse en la cama, esconderse debajo de las mantas y aislarse del mundo, pero no podía permitirse ni un solo día libre. Necesitaba hasta el último euro que ganaba para sobrevivir.
–Isabella, tienes clientes esperando –le dijo su jefe en un tono gruñón.
Ella se limitó a asentir con la cabeza. Estaba demasiado cansada como para responderle con el típico comentario sarcástico. Se dirigió hacia una de las mesitas de la terraza de aquel pequeño café. Tenía que aguantar, tal y como hacía todos los días. Era sencillo. Solo tenía que poner un pie delante del otro, paso a paso.
Cuando llegó a la mesa de la pareja se sentía como si acabara de atravesar un lodazal. El hombre le dio un beso a la mujer, casi con adoración. Isabella sintió el golpe de la envidia. Se mordió el labio. Hacía tanto tiempo que nadie la besaba de esa manera que ya casi ni recordaba lo que era sentirse deseada, idolatrada.
Una ola de recuerdos amargos la inundó por dentro. Ya no podría volver a tener esa clase de amor. Ya no volvería a ser el centro de atención para Antonio, y él ya no sería todo su mundo. Echaba de menos sus besos posesivos, la sed que los había unido tanto. Sin embargo, por mucho que le echara de menos, él jamás la aceptaría de nuevo, y mucho menos cuando descubriera la verdad.
Le empezaron a temblar las rodillas. El peso del arrepentimiento era grande. Apretó los dientes e hizo acopio del poco autocontrol que le quedaba. Aquellos días desenfrenados y románticos habían llegado a su fin. Era mucho mejor no pensar más en ello.
–¿Ya saben qué van a pedir? –les preguntó en un italiano un tanto atropellado.
Su dominio del idioma no era gran cosa, aunque hubiera tomado clases en la universidad, y el esfuerzo que tenía que hacer para comunicarse hacía más arduos sus días.
En otra época solía soñar con llegar a hablar italiano con fluidez. Soñaba con transformarse en una mujer sofisticada y glamurosa, con conquistar la ciudad de Roma. Quería vivir aventuras, experimentar el amor, la belleza. Durante un efímero momento, lo había tenido todo en sus manos, pero se le había escurrido entre los dedos.
El presente era ese humilde café en el que trabajaba por unos cuantos euros. La gente la ignoraba o la miraba como si fuera basura. Esa había sido la transformación. En casa la hubieran tratado igual, pero por lo menos hubiera sabido lo que decían a sus espaldas. Vivía en una pequeña habitación, justo encima de la cafetería. No tenía agua corriente ni cerrojo en la puerta. Lo único que tenía era un peso enorme sobre los hombros y una necesidad imperiosa de sobrevivir.
Mientras tomaba el pedido se dio cuenta de que podía llegar a quedar atrapada en ese lugar, para siempre. Tenía que trabajar más rápido, más duro. Tenía que ser más lista si quería volver a los Estados Unidos en los meses siguientes. En ese momento, más que nunca, tenía que rodearse de cosas que le resultaran familiares. Tenía que encontrar un sitio donde vivir, mantener la cabeza baja, trabajar duro y terminar su carrera. Después de tanto tiempo, de tanta expectación, lo único que ansiaba en ese momento era encontrar un refugio donde pudiera sentirse segura.
Pero no podía mantenerse así por mucho tiempo, trabajando hasta tarde, llegando a fin de mes a duras penas. Y las cosas no harían más que empeorar. Con solo pensarlo, sentía ganas de echarse a llorar.
Isabella se inclinó contra la pared de la cocina. Algún día saldría de ese infierno. Cerró los ojos e ignoró los gritos de su jefe durante un segundo. Muy pronto tendría suficiente dinero para regresar a los Estados Unidos. Empezaría de cero y haría las cosas bien, para variar. Esa vez aprendería de sus errores.
Antonio Rossi examinó el diminuto café a pie de calle. Después de haber pasado todo un fin de semana buscando, por fin se iba a enfrentar a la mujer que había estado a punto de destruirles a él y a su familia. Fue hacia una mesa vacía y se sentó; sus modales refinados escondían la furia que corría por sus venas. Esa vez no se dejaría encandilar por unos ojos azules y enormes, no se dejaría llevar por esa belleza inocente.
Se echó hacia atrás, estiró las piernas como pudo por debajo de la mesa. Se puso las gafas de sol y examinó el mobiliario del establecimiento, oxidado, con la pintura descascarada. Se la había imaginado en muchos sitios, pero jamás hubiera esperado encontrársela en esa cafetería destartalada y sucia al otro lado de Roma.
¿Por qué estaba viviendo en esas condiciones? No tenía sentido. Él le había abierto todo su mundo. Habían vivido juntos en el apartamento del ático, habían compartido cama. Ella tenía a un pequeño ejército de empleados a su disposición.
Pero lo había tirado todo por la borda al acostarse con su hermano. El recuerdo todavía le carcomía por dentro. Se lo había dado todo, pero nunca había sido suficiente. Por mucho que le diera, por mucho que se esforzara, no podía estar a la altura de su hermano. Siempre había sido así.
Casi se había vuelto loco al oír la confesión de Giovanni seis meses antes, durante una borrachera, y los había sacado de su vida a los dos. Había sido un corte limpio, brutal, pero ellos se lo habían ganado.
Isabella apareció ante sus ojos de repente. Una tensión inefable se apoderó de Antonio. Se preparó para sentir el filo de la rabia mientras la veía balancear una bandeja en el aire. Se había concienciado lo mejor que había podido, pero verla pasar por su lado era como si alguien le diera un puñetazo en mitad del estómago.
Llevaba una camiseta negra y una falda vaquera ceñida con unos zapatos negros de tacón plano, pero aún era capaz de llamar poderosamente su atención. Se fijó en sus piernas. Recordó cómo había sido sentirlas alrededor de las caderas mientras entraba en su cuerpo cálido y húmedo.
Antonio soltó el aliento lentamente y se sacó la imagen de la cabeza. No podía dejarse distraer por ese tirón sexual, ni tampoco por esa cara inocente. Ya había cometido el error de bajar la guardia con ella. Había confiado en Isabella y se había acercado mucho a ella, pero eso no volvería a pasar.
La observó mientras atendía a la pareja. Estaba distinta. La última vez que la había visto estaba dormida en la cama, sonrosada y desnuda. Su larga melena, rubia y brillante, estaba extendida alrededor de su rostro sobre la almohada, como un aura. Pero en ese momento parecía otra persona. Estaba pálida, como si estuviera enferma. Aquellas curvas que le hacían olvidar todo lo demás parecían haber desaparecido. Se le veían mucho los huesos. Parecía frágil, agotada. Tenía un aspecto horrible. Una sonrisa cruel bailó en la comisura de sus labios. Solo podía esperar que hubiera conocido bien el infierno, pues estaba dispuesto a llevarla allí de nuevo.
En otra época había llegado a creer que era inocente y dulce, pero todo había sido una mentira. Las sonrisas tímidas y el rubor repentino le habían desarmado por completo, y había llegado a creerse que solo tenía ojos para él. Pero ese afecto tan efusivo no era más que una cortina de humo.
Al final había resultado ser toda una maestra en el arte de la manipulación y había jugado sus cartas mucho mejor que cualquier otra de las mujeres que habían pasado por su vida; mujeres que estaban dispuestas a mentir, engañar, y meterse en su cama para acercarse a Gio, heredero de la fortuna de los Rossi.
Isabella le había seducido con su belleza angelical. Le había hecho creer que era su primera opción, su única opción. Sin embargo, durante todo ese tiempo no había hecho más que tejer su tela de araña alrededor de Giovanni.
Ella se apartó de la mesa y echó a andar hacia él. Tenía la cabeza baja y sostenía la libreta y el bolígrafo con ambas manos. Antonio sintió el latigazo de la tensión. Estaba listo para saltar, rígido como una cuerda. No quería hacer ningún movimiento que pudiera revelarle su presencia.
–¿Ya sabe qué va a pedir? –le preguntó en un tono casual.
–Hola, Bella.
Isabella levantó la vista de golpe. Sus ojos neblinosos se aclararon y miraron a Antonio con fijación. Estaba allí, en carne y hueso, delante de ella, expectante.
«Corre...». La palabra retumbó en su cabeza.
Parpadeó lentamente.
A lo mejor estaba alucinando. Llevaba un tiempo sin ser ella misma. No tenía ningún sentido que Antonio Rossi, millonario, miembro de la élite de la sociedad, hubiera ido a parar a esa cafetería por pura casualidad.
«¿Lo sabe? ¿Es por eso que está aquí?».
No podía dejar de mirarle, como un ciervo sorprendido en mitad de la carretera e iluminado por los faros delanteros de un coche. Llevaba un traje negro de raya diplomática. El corte de sastre, impecable, le realzaba las espaldas anchas y los músculos. La camisa, cosida a mano, y la corbata de seda, le daban cierto aire civilizado, pero no lograban esconder ese magnetismo animal. Era el hombre más sensual del mundo, y el más poderoso.
Pero también era la persona más cruel que había conocido en toda su vida.
Isabella tomó el aliento, poquito a poquito, pero no fue suficiente. No sabía qué iba a hacer él, o qué estaba pensando en ese preciso momento. Lo único que sabía con certeza era que, hiciera lo que hiciera, iba a ser devastador.
Había cometido un gran error involucrándose con él. Era de esa clase de hombres de la que su madre intentaba protegerla con sus consejos. Para alguien como Antonio ella no podía ser más que un juguete del que se deshacía cuando algo mejor se le cruzaba en el camino, pero, aun así, no había podido evitar caer en sus redes. Incluso en ese momento, no podía dejar de mirarle y de sentir esa atracción poderosa por todo el cuerpo.
Sus ojos estaban ocultos tras las gafas de sol, pero las líneas rectas y los ángulos de su rostro masculino eran tan agresivos y duros como los recordaba. Antonio no era un hombre hermoso, pero ese toque sombrío y misterioso le daba un aire glamuroso que las volvía locas a todas.
«Corre. Y no mires atrás».
–¿Antonio? ¿Qué estás haciendo aquí?
–He venido a buscarte.
Ella se estremeció. Jamás hubiera esperado volver a verle u oír esas palabras.
–¿Por qué?
–¿Por qué? –Antonio se echó hacia atrás y la miró de arriba abajo.
El corazón de Isabella retumbaba contra su pecho. Debería haberle dicho que se fuera, que se alejara tanto como fuera posible.
–Tienes que irte. Ahora –le dijo, intentando sonar lo más hostil posible.
–Bella...
Él era el único que la llamaba así. Antes le encantaba oírle llamarla así, con cariño, con una sonrisa en los labios. Pero esa vez las cosas eran diferentes. Su voz sonaba cargada de rabia.
–No tengo nada que decirte.
Antonio se quitó las gafas de sol de repente.
–¿Y qué tal si me das tus condolencias?
Isabella sintió una presión repentina en el pecho que le impedía respirar. Esos ojos marrón oscuro la hipnotizaban. No podía apartar la vista. Jamás había visto tanta furia y dolor. No haría falta mucho para desatar toda esa rabia. Si daba un paso en falso, él atacaría.
–Acabo de enterarme del accidente de Giovanni. Siento mucho tu pérdida.
Antonio arrugó los párpados. Su rabia hizo vibrar el aire.
–¿Tanto lamento por un antiguo amante? –susurró él en voz baja–. Debió de ser una ruptura desagradable. ¿Qué pasó? ¿Le engañaste también?
–No tuve una aventura con Giovanni –dijo ella, sosteniendo la libreta y el bolígrafo contra el pecho, como si eso pudiera protegerla de Antonio.
Dio un paso atrás.
–Bella, si das otro paso...
–Signorina –dijo de repente un hombre que estaba sentado en una mesa cercana–. Ha olvidado el...
–Un momento, por favor –dijo Bella, aprovechando para apartarse de Antonio–. Vuelvo enseguida.
Echó a andar en dirección a la cocina, pero no tardó en sentir una mano en el hombro. Cerró los ojos y los apretó con fuerza.
Él la hizo darse la vuelta de golpe. Si no la hubiera sujetado con tanta fuerza, probablemente se habría desmayado allí mismo. Se sentía enferma de repente, débil, cansada de preocuparse tanto, de sobrevivir.
Echó atrás la cabeza y le miró a los ojos. Había olvidado lo alto que era.
–Te he estado buscando –dijo él. Su voz sonaba suave, pero peligrosa. Bajó la cabeza–. Me ha costado mucho encontrarte.
Isabella sintió que se le agarrotaba el estómago. Antonio le puso las manos sobre los hombros. Casi le clavó las yemas de los dedos en la piel. La rodeaba por todos lados. La tenía encajonada, enjaulada, atrapada.
–¿Qué sucede aquí? –de repente se oyó la voz refunfuñona del encargado–. Isabella, ¿qué has hecho?
–No pasa nada. Yo me ocupo de todo –dijo ella, sin quitarle la vista de encima a Antonio.
Con solo mirarle una vez, estaba perdida. Siempre había sido así.
–No sé por qué te molestaste en buscarme –miró de reojo un instante y vio que su jefe estaba junto a la cocina. Su interés por ese cliente rico e inesperado era evidente–. ¿Todavía sigues pensando que tenía una aventura con Giovanni cuando estaba contigo?
Los ojos de Antonio se oscurecieron y sus rasgos se tensaron.
–Oh, sé que tenías una aventura.
No había perdonado a su hermano, ni tampoco la había perdonado a ella. Nunca lo haría. Isabella tragó en seco. Las fuerzas que le quedaban se agotaron de pronto. Se sentía floja, exhausta, pero aún le quedaba una batalla por librar.
–Sé que eras su amante. ¿Por qué si no iba a dejarte algo en su testamento?
Isabella hizo una mueca de dolor. Pensaba que Giovanni era su amigo. Le había dado cobijo y la había ayudado mucho. Su verdadera naturaleza no se había dejado ver hasta el último momento.
–Vete, Antonio. No sabes nada.
–No me voy sin ti. Tienes que firmar unos documentos en el juzgado lo antes posible.
Isabella sintió una ola de pánico. No iba a ir con él a ningún sitio. Trató de disimular, pero supo que no lo había hecho muy bien cuando vio ese destello maligno en su mirada. Era evidente que quería verla sufrir.
–Dile a tu familia que no pudiste encontrarme –dio un paso atrás. Él la soltó por fin–. Dale el dinero a la beneficencia.
Antonio la miró con ojos de sospecha.
–No sabes cuánto es.
–No tiene importancia.
–¡Isabella! –gritó el encargado de repente–. Llévate los platos antes de que se enfríe la comida.
La joven giró de golpe. La cabeza le dio vueltas. Trató de apoyarse en la pared, pero terminó agarrándose del brazo de Antonio. Hizo todo lo posible por recuperar el equilibrio. No podía demostrarle debilidad.
–¿Estás enferma?
–No dormí mucho anoche –le dijo ella, rehuyendo su mirada.
Antonio era muy listo, intuitivo. No tardaría mucho en averiguar qué le pasaba en realidad. Tenía que escabullirse antes de que llegara a descubrir la verdad.
–¡Isabella! –gritó su jefe.
–Déjame servir esto –le dijo a Antonio, agarrando la bandeja con los platos–. Después no volverán a interrumpirnos.
Sin esperar respuesta alguna, salió corriendo hacia la acera. Sirvió la comida rápidamente. Casi se le cayó al suelo, pero logró agarrar los platos en el último momento. Se disculpó como pudo. Su mente estaba enfrascada en otra tarea: buscar la forma de escapar. Se movió con discreción hasta situarse en un ángulo muerto con respecto a la cocina. Era su última oportunidad.
Puso la bandeja sobre una de las mesas vacías y echó a andar con tranquilidad. Al doblar la esquina, echó a correr tan rápido como pudo por el callejón hasta llegar a las escaleras de atrás.
Sus pies golpeaban el pavimento y los pulmones le ardían, como dos balones a punto de estallar en cualquier momento. El tiempo era el factor más importante. Llegó a las escaleras y las subió a toda prisa, abarcando dos peldaños con cada zancada. Tropezó y cayó al suelo. Se golpeó la rodilla, se mareó, pero siguió adelante.
Las piernas le dolían, le temblaban, pero tenía que ir más rápido. Antonio ya debía de haberse dado cuenta de que había huido. No tardaría en empezar a buscarla.
Llegó a la puerta de su habitación, pero no se detuvo para recuperar el aliento. Sentía unas náuseas violentas, el cuerpo le dolía. Pero nada de eso importaba. Tenía que alejarse lo más posible y entonces podría descansar.
Abrió la puerta de golpe. Localizó su mochila encima de la cama. Entró y se lanzó a por ella. Justo en el momento en que agarraba uno de los tirantes, oyó un portazo estruendoso.
Se giró y la habitación empezó a dar vueltas. Vio a Antonio, apoyado contra la puerta. No parecía sorprendido o sofocado, pero había furia en sus ojos. Seguramente llevaba un buen rato esperándola allí.
–Me has decepcionado, Bella –le dijo en un tono que ponía la piel de gallina–. De repente eres tan predecible.
–Yo... yo...
Isabella parpadeó, empezó a ver manchas negras. De pronto sintió la cabeza más ligera que nunca. Las extremidades le pesaban tanto. No podía moverse.
Él fue hacia ella.
–No tengo tiempo para juegos. Vas a venir conmigo ahora.
–Yo... –tenía que moverse, correr, mentir.
Él fue a agarrarla... Y justo en ese momento Isabella sintió que la cabeza se le caía hacia atrás. Todo se volvió negro y se desplomó a sus pies.