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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

EN LA OSCURIDAD, Nº 137 - agosto 2013

Título original: In the Dark

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3501-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Julie Sullivan le había destrozado vida. Se merecía que le destrozara la suya.

Nadie podía salir de prisión al cabo de ocho años y seguir siendo la misma persona que cuando había entrado. Antes de que Julie abriera la boca y lo echara todo a perder, él era un hombre admirable. Un triunfador atractivo y generoso.

Había conseguido hacer sus sueños realidad. Todas las chicas guapas del país volaban hasta Nueva York para que las convirtiera en modelos. Si necesitaban ayuda con el maquillaje o la peluquería, se la conseguía. ¿Problemas para bajar de peso? Ahí estaba él para ayudarlas. ¿Dificultades con el presupuesto? Él siempre podía darles un buen consejo. Para ellas era un hombro en el que apoyarse, un mentor en el que confiar, alguien que podía ayudarlas durante su estresante rutina. Glenn Perry era su hombre.

Había sido bueno con ellas. Se había preocupado realmente por las chicas, por algunas más que por otras, pero su corazón estaba abierto a todas. A algunas las había amado profundamente. Había sido un buen hombre, un alma cariñosa.

Hasta que Julie Sullivan lo había traicionado.

Ocho años después, por fin estaba de vuelta en Nueva York. Quizá el mundo no hubiera cambiado mucho en ese tiempo, pero él sí. Su corazón estaba marcado y su alma rota.

Y Julie tendría que pagar por ello.

1

 

Estaba vigilándola otra vez.

Pero cuando Julie giró la silla de su despacho hacia el marco de la puerta, ya había desaparecido. Vio su sombra alejándose por el pasillo, una sombra tan silenciosa como él.

Gerard, el antiguo jefe de seguridad del hotel, caminaba de forma tan ruidosa que Julie y Charlotte bromeaban diciendo que aquél era el secreto de su éxito: los posibles alborotadores lo oían y se marchaban antes de llegar a hacer ningún daño. Pero Gerard se había retirado el año anterior y su sustituto, Mac Jensen, hacía las cosas de manera muy diferente. Se movía con el elegante sigilo de una pantera que estuviera a punto de atrapar a su presa.

Julie normalmente sentía su presencia sin necesidad de verlo, sin necesidad de oírlo. Notaba su cercanía, percibía su olor y, si era suficientemente rápida, podía incluso distinguir su sombra. En alguna rara ocasión había llegado a verlo. Y casi siempre lo había descubierto observándola.

Julie se levantó del escritorio, cruzó la puerta y salió al pasillo. Mac Jensen estaba lejos, pero su olor permanecía en el aire, un olor boscoso y profundamente viril que probablemente nadie salvo ella notaba. Era una persona extremadamente sensible a los olores. Y extremadamente sensible a la presencia de Mac Jensen.

Suspirando, regresó al despacho y volvió a sentarse. No podía perder el tiempo pensando en el nuevo jefe de seguridad del hotel Marchand. Desde que Anne Marchand le había cedido las riendas del hotel a su hija Charlotte, Julie tenía trabajo más que suficiente para mantenerse ocupada. Como segunda al mando después de Charlotte, tenía que hacer malabarismos para llevar a cabo tareas que eran mucho más importantes que la atención que Mac le estaba prestando.

En la pantalla del ordenador tenía dispuesto el menú del restaurante que el chef había preparado para la fiesta de la Noche de Reyes. Robert LeSoeur era un mago de los fogones y a Julie nunca se le habría ocurrido cuestionarlo. Pero tenía que revisar los presupuestos antes de pasárselos a Charlotte. Melanie, la hermana pequeña de Charlotte, había comenzado a trabajar bajo las órdenes de Robert y estaba más preocupada por la calidad de los ingredientes que por su precio. Y si le dejaban elegir, Robert terminaría ofreciendo platos con ingredientes capaces de dejar al hotel en bancarrota.

—¿Julie? —la llamó Charlotte desde el despacho de al lado.

El despacho de Charlotte tenía una puerta que daba al pasillo y otra que comunicaba con el de Julie y ésta casi siempre dejaba las puertas abiertas. Le gustaba estar accesible. Más aún, le gustaba dejar que el ambiente del hotel impregnara su espacio. Situado en el segundo piso, encima del elegante vestíbulo del hotel, su despacho estaba en una habitación de techos altos con molduras y paredes pintadas de un color ámbar apagado, ambos elementos de la arquitectura clásica del barrio Francés. Pero la decoración era estrictamente funcional: una alfombra resistente, una mesa en forma de ele, archivadores y un buen ordenador. Gracias precisamente a que aquel equipo de alta tecnología estaba en su despacho, Charlotte podía adornar el suyo con todo tipo de cerámicas y flores imaginables, además de con una mullida alfombra y un aparador en el que exponía las fotografías de aquellos a quienes adoraba: sus tres hermanas, su sobrina, su madre, su abuela y su padre, Remy, fallecido cuatro años atrás, pero cuyo espíritu continuaba flotando en el hotel como una brisa benevolente.

Afortunadamente, ninguno de los tesoros del hotel se había perdido con el huracán Katrina, que había asolado la ciudad un año y medio atrás.

Julie se levantó de nuevo, en aquella ocasión para dirigirse al despacho de Charlotte. El sol entraba a raudales por los altos ventanales, arrancando reflejos dorados al pelo castaño de la directora del hotel.

—Estamos teniendo problemas con el huésped de la habitación trescientos siete —le informó Charlotte—. Alvin Grote. Su última queja se debe a la forma de los hielos. Él quiere hielos cilíndricos, no le gustan los cuadrados. Quiere hielos con forma de cilindro y un agujero en el centro.

Julie elevó los ojos al cielo y alargó la mano para tomar los mensajes.

—Los hielos cilíndricos se derriten antes.

—No soy ninguna experta en la física de los cubos —admitió Charlotte con un suspiro—. Pero el señor Grote va a quedarse en el hotel toda la semana, así que ya nos podemos ir preparando para recibir más quejas. De momento se ha quejado de la temperatura a la que sirven el Chardonnay en el bar. Dice que debería estar tres grados más frío.

—¿Tres?

—Sí. Según Leo, ha sido muy preciso.

Leo eran el barman con más antigüedad del hotel y Julie confiaba en él para los vinos tanto como en Robert para la cocina.

—En ese caso, el señor Grote debería haber puesto un cubo de hielo en la copa —musitó Julie—. Mejor todavía, debería dejar de beber. A lo mejor protesta tanto porque todavía está sufriendo los efectos de la resaca de la fiesta de Fin de Año.

—¿Has tenido oportunidad de conocerlo?

Sí, Julie había tenido esa desgracia.

—Sí, esta mañana, en el vestíbulo. Me ha arrastrado hasta una de las ventanas para quejarse del tiempo. «Estamos a uno de enero», me ha dicho, «¿dónde está la nieve?» . He tenido que recordarle que estábamos en Nueva Orleans —se echó a reír—. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo, aunque por arriba está completamente calvo.

Charlotte también rió.

—Bueno, su tarjeta de crédito es verdadera y está pagando mucho dinero por su suite. A lo mejor podemos encontrar cubitos con forma de cilindro. Me gusta que nuestros clientes estén contentos.

—¿Aunque sean clientes calvos con cola de caballo?

—Especialmente ésos. Por cierto... —Charlotte se acercó a su escritorio—, teniendo en cuenta el volumen trabajo que tenemos en esta época, he estado estudiando la posibilidad de contratar a alguien para organizar las fiestas —alzó un portafolios—. Hasta ahora siempre hemos organizado nosotros mismos las fiestas, pero he pensado que debería empezar a tener una mentalidad más abierta. Por lo menos de cara al futuro.

—¿Te has puesto en contacto con algún planificador? —le preguntó Julie.

Charlotte nombró a varios.

—Roxanne Levesque está trabajando para los Crewe, ¿verdad?

Cuando había llegado a Nueva Orleans, Julie no tenía la menor idea de quiénes eran los Crewe, pero pronto había podido conocer a aquella familia que, de alguna manera, dirigía la escena social de la ciudad.

—Creo que se está acostando con uno de ellos, de hecho. Pero su vida sexual es asunto suyo. A mí lo único que me importa es que organiza unas fiestas maravillosas.

—¿Cuánto cobra?

—Demasiado para nosotros —admitió Charlotte—. Ninguna de esas personas trabaja por poco dinero.

—Hasta ahora nosotros también hemos organizado unas fiestas maravillosas sin necesidad de ayuda profesional —señaló Julie—. Tenemos unos empleados magníficos. Y Luc es capaz de solucionar cualquier problema.

Charlotte sonrió relajada.

—Desborda encanto y los huéspedes lo adoran.

En lo que a Julie concernía, eso era lo más importante. Luc Carter a veces podía ser un tanto distraído y tenía la costumbre de desaparecer del vestíbulo del hotel en los momentos más inoportunos, pero con su aspecto juvenil y sus preciosos ojos azules, era capaz de derretir el corazón de cualquiera.

Eso no significaba que Julie pudiera pedirle ayuda para organizar una fiesta. Al fin y al cabo, era un hombre y, como la mayoría de ellos, pensaba que una fiesta perfecta incluía patatas fritas, abundante cerveza y una enorme pantalla de televisión para ver un acontecimiento deportivo. Obviamente, Roxanne Levesque se ajustaba mucho mejor a lo que necesitaba el hotel, aunque se estuviera acostando con un Crewe.

—Me encantaría encargarle la organización de las futuras fiestas a un profesional —dijo Charlotte—, pero el precio me preocupa. ¿Podrías hacer números para ver si es factible?

—Claro —Julie tomó el portafolios que Charlotte le tendía.

—Pero no le dediques a esto más tiempo del que se merece, Julie —añadió Charlotte—. Hasta ahora nos las hemos arreglado bastante bien sin ayuda. Pero creo que deberíamos considerar la posibilidad de contratar a alguien de aquí a un tiempo.

Julie asintió. Llevaba trabajando para Charlotte el tiempo suficiente como para comprender no sólo lo que había dicho, sino también sus silencios. Desde que Anne Marchand había sufrido un ataque al corazón que la había obligado a abandonar la dirección del hotel, Charlotte había estado sobrecargada de trabajo. Traspasarle la organización de las fiestas a un profesional la aliviaría del peso de una de sus múltiples obligaciones. Pero eso también supondría un importante gasto y el hotel Marchand, a pesar de su prestigio, no estaba en su mejor momento.

—¿Algo más? —le preguntó Julie mientras regresaba a su despacho.

—Sí, Julie. Cuando has entrado tenías una expresión extraña —le dijo Charlotte—. ¿Hay algo que te preocupe?

—¿Además de lo habitual, quieres decir?

Lo habitual incluía la salud financiera del hotel, sus propias finanzas, el hecho de que su hermana viviera en Nueva York y no pudieran verse con frecuencia y el ruido que últimamente hacían sus frenos. Tenía también otras preocupaciones de las que no quería hablar con nadie, ni siquiera con Charlotte.

—Es algo muy extraño —observó Charlotte—. Cada vez que Mac Jensen anda cerca, tienes esa expresión.

—¿Qué expresión? —preguntó Julie, poniéndose sin darse cuenta a la defensiva.

Charlotte arqueó una ceja.

—Es sólo una expresión.

—¿Y ahora la tengo? ¿Está Mac por aquí?

—Andaba por aquí hace unos minutos.

—¿Y qué le ha traído al segundo piso? —quiso saber Julie.

—Traía un informe sobre el incidente de la huésped que anoche juraba estar oyendo un fantasma caminado por el tercer piso.

—Oh, no, otra vez el fantasma.

Se decía que una de las casas que habían terminado formando parte del hotel había pertenecido a un hombre de mar que navegaba con el famoso pirata Jean Lafitte y que había muerto arrastrado por una inesperada tormenta en el Golfo de México. Los huéspedes comentaban a menudo que se oían los pasos de la amante del pirata, que esperaba impaciente su regreso. Julie era demasiado sensata para creer en ese tipo de leyendas, pero si ésa era una forma de atraer más huéspedes al hotel, no iba a contradecir a nadie.

—La huésped insistía en que había un fantasma, así que seguridad tuvo que comprobarlo y hacer un informe —le explicó Charlotte—. Pero estás eludiendo mi pregunta. ¿Tienes algún problema con Mac?

—¿Eso es lo que deduces de mi expresión?

—En realidad, creo que es más una expresión de anhelo.

—¿De anhelo? —Julie frunció el ceño.

—Es un hombre atractivo, Julie. Esos ojos oscuros, su mandíbula cuadrada... Seguro que te has fijado en él.

—Si, supongo que sí —contestó vagamente.

No necesitaba que Charlotte supiera hasta qué punto se había fijado en los ojos de Mac Jensen, en la firmeza de su mandíbula, en su pelo oscuro y en aquel cuerpo atlético que le permitía moverse sin hacer ningún ruido.

Charlotte continuaba esperando una respuesta.

—Creo que... —Julie tomó aire antes de atreverse a decir—: Creo que me espía.

—¿Que te espía?

—A veces noto que me está mirando. Es como si me estuviera vigilando y no quisiera que yo me diera cuenta.

Charlotte soltó una carcajada.

—Por el amor de Dios, Julie, la mitad de los hombres de esta ciudad se te quedan mirando fijamente cuando te cruzas con ellos.

—Eso es una exageración —contestó Julie sonrojada.

—En absoluto. Antes eras modelo, la gente no puede evitar fijarse en ti.

—Cuando era modelo era mucho más joven. Y estaba más delgada.

—Y ahora eres mayor y más voluptuosa. No me extraña que los hombres vuelvan la cabeza para mirarte. Sólo espero que no distraigas a Mac. Si alguna vez surge algún problema en el hotel, intenta alejarte de él para que pueda concentrase en su trabajo.

Julie rió la broma de su jefa, pero mientras abandonaba el despacho, iba pensando que Charlotte estaba equivocada. Mac no la devoraba con la mirada. La estudiaba como si estuviera intentando descubrir sus secretos. Pero no iba a conseguirlo si ella podía evitarlo.

Regresó a su escritorio y pulsó una tecla del ordenador para entrar en la página web de Roxanne Levesque. Justo en aquel momento, apareció un icono en la pantalla indicándole que acababa de recibir un mensaje.

Normalmente revisaba el correo tres veces al día: al llegar al despacho, a la hora del almuerzo y antes de marcharse a casa. Pero aquel día estaba esperando que su hermana le diera noticias sobre su padre, que estaba enfermo de gripe.

De modo que hizo un clic en el icono, esperando que su hermana le contara que su padre estaba mejorando y su madre había podido descansar. Sin embargo, el mensaje que acababa de recibir no era de su hermana. El remitente era 4Julie y todo el mensaje consistía en un glissando, la rápida reproducción de una escala musical por una sola nota. Bajo el mensaje sonoro figuraban las siguientes palabras: «La canción ha terminado».

Julie tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no ponerse a gritar.

 

 

A lo largo de toda su vida profesional, a Mac lo habían contratado muchas veces para vigilar a alguien. Pero rara vez había disfrutado de aquel tipo de misiones como lo estaba haciendo vigilando a Julie Sullivan.

Él era un profesional y jamás dejaría que los placeres personales interfirieran en su trabajo. Pero, diablos, si tenía que espiar a una mujer que podría protagonizar las fantasías de cualquier hombre, tenía todo el derecho del mundo a disfrutarlo.

Julie tenía que ser consciente de su atractivo. A los diecisiete años ya estaba apareciendo en las revistas. A los diecinueve la habían elegido para ser la chica de la Sintonía de Perfumes; sus enormes ojos de color violeta y sus labios generosos habían aparecidos en los anuncios de los perfumes Arpegio, Sonata y Glissando y Nota de Gracia. Mac la había investigado a fondo.

Desgraciadamente, Julie sólo era uno de sus trabajos, el verdadero. El segundo trabajo, su tapadera, consistía en ser el jefe de seguridad del hotel Marchand. Su despacho era muy pequeño, una habitación sin ventanas situada al final de un pasillo. Le habría gustado tener una ventana. Estar sentado en aquel horrible cubículo le hacía sentirse como un topo.

Pero por lo menos podía asomar la cabeza de vez en cuando por el piso de arriba. Siempre tenía algún informe que entregarle a Charlotte. Le gustaba moverse por el hotel, comprobar que las salidas de urgencia estuvieran abiertas, que las ventanas cerraban o pasear por el vestíbulo intentando detectar a cualquier sospechoso. Le gustaba hacerse visible a los huéspedes que, seguramente, encontraban tranquilizadora su presencia. Y le gustaba vigilar a Luc Carter, el conserje. Luc era un hombre amable y dinámico, pero había algo en él que no terminaba de gustarle. No estaba seguro de lo que era, pero su intuición le decía que no lo perdiera de vista.

Además de hacer las rondas, tenía que atender las llamadas de emergencia: localizaba niños perdidos, pedía una grúa para algún coche averiado o acompañaba discretamente a sus habitaciones a los huéspedes que habían bebido en exceso.

Carlos estaba en la oficina cuando Mac volvió del segundo piso. Apenas había espacio para dos personas y Mac agradecía no tener que pasar allí tantas horas como pasaba Carlos. Aunque a aquel muchacho parecía gustarle estar allí encerrado, contemplando las pantallas que mostraban los diferentes escenarios del hotel.

Carlos llevaba más de un año trabajando allí, pero Charlotte le había considerado demasiado joven e inexperto como para ascenderlo a jefe de seguridad cuando Gerard Lomax se había retirado. Mac se habría conformado con el trabajo de Carlos, le habría bastado cualquier cosa que le permitiera estar cerca de Julie, pero Charlotte había decidido ponerlo al mando de la seguridad y, para él, era el trabajo perfecto, puesto que le permitía más libertad de movimientos.

—Tómate un descanso —le dijo a Carlos nada más entrar—. Te vendrá bien un poco de aire fresco.

Carlos, un joven de aspecto aniñado, se volvió hacia él con una sonrisa.

—Un poco de aire fresco, claro —dijo, palpándose el paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo del uniforme.

A diferencia de Mac, que vestía de paisano, Carlos y el resto del personal de seguridad llevaban un uniforme que los identificaba.

—Deberías dejar de fumar —le dijo Mac, y no por primera vez—. Con lo joven que eres y la nicotina ya puede contigo.

—También me puede mi novia —replicó Carlos encogiéndose de hombros.

Sonrió, se colgó el transmisor en el bolsillo y salió de la oficina.

En cuanto Carlos se fue y cerró la puerta tras él, Mac apoyó los pies en la mesa y sacó su teléfono móvil. No quería que quedara ningún registro de las llamadas que hacía desde su oficina.

Sandy contestó a la segunda llamada.

—Crescent City, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Hola, cariño —la saludó Mac—, ¿me echas de menos?

Sandy se echó a reír en cuanto reconoció su voz.

—Ni por un instante. ¿Cuándo demonios piensas regresar?

—Cuando haya terminado este trabajo. Aunque cada día que paso lejos de ti me destroza el corazón.

Sandy volvió a reír. Era la mujer del socio y mejor amigo de Mac y aquel coqueteo era un juego habitual entre ellos.

—Frank está hasta arriba de trabajo con ese sucio asunto de los seguros —le informó Sandy—. Todavía no ha sido capaz de encontrar la pista de ese dinero que terminó en una cuenta de Costa Rica que ahora está vacía. La verdad es que tu ayuda nos sería muy útil.

—Lo siento —dijo Mac.

Pero no lo sentía en absoluto. Vigilar a una mujer tan maravillosa como Julie Sullivan era mucho más divertido que intentar aclarar aquel laberinto de cuentas.

—No te importa, ¿eh, pluriempleado? Te están pagando por vigilar a esa chica y por controlar la seguridad del hotel.

—Me gano hasta el último penique que me pagan.

—Sí, claro —respondió Sandy con burlona incredulidad—. No sé, Mac, llevas más de un mes allí. No me parece bien que el hotel te esté pagando por hacer un trabajo cuando en realidad te dedicas a otra cosa.

—Si hubiera sabido que ibas a regañarme, cariño, no te habría llamado —contestó Mac.

Fijó la mirada en el ascensor y vio que alguien acababa de entrar. En el vestíbulo había una pareja de mediana edad hablando con Luc. El pasillo en el que se encontraba el despacho de Julie estaba vacío.

—Muy bien, no más regañinas —respondió Sandy resignada—. Pero nos vendría muy bien que vinieras. Procura terminar con esto antes de Navidad, ¿quieres?

Teniendo en cuenta que faltaba casi un año para Navidad, Mac creía que a eso al menos podría comprometerse. La cámara que estaba fuera del despacho de Julie mostró algo: Julie. Aparecía en el monitor cruzando el pasillo y abrazándose a sí misma, como si necesitara entrar en calor.

Mac se irguió en su asiento y frunció el ceño. El rostro de Julie era normalmente alegre y expresivo, sobre todo sus ojos, unos ojos grandes rodeados de espesas pestañas. Pero en aquel momento parecía aterrada.

—Tengo que irme —dijo Mac bruscamente—. Dile a Frank que al final todo se alegrará.

Y antes de que Sandy pudiera decir nada, colgó el teléfono y se inclinó hacia delante para observar atentamente el monitor.

No le gustó ver a Julie utilizando la escalera de servicio, normalmente mucho menos concurrida que la que bajaba al vestíbulo pero, por lo menos, aquel espacio estaba controlado por cámaras de televisión. Aquel día Julie vestía un traje de color entre gris y turquesa que le sentaba tan bien que Mac no pudo menos que preguntarse por el aspecto que tendría sin él. En sus ojos era patente la preocupación y se mordía los labios con un gesto de tensión.

Presionó un botón del transmisor.

—¿Carlos? ¿Cuándo piensas volver por aquí?

—Voy para allá —respondió Carlos, que debió de advertir su tono de urgencia.

—No estaré en mi mesa. Tengo que ir a comprobar algo.

Y, sin molestarse en escuchar la respuesta de Carlos, salió de la oficina dando un portazo. El miedo que había visto en los ojos de Julie le decía que no podía esperar.