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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Nicola Cornick

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Noche de amor furtivo, n.º 56 - abril 2014

Título original: One Night with the Laird

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4267-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Alison Lindsay. ¡Gracias!

 

 

El placer es un pecado y a veces el pecado es un placer.

Lord Byron

Capítulo 1

 

Edimburgo, Escocia, abril de 1815

 

 

Se tardaban diez minutos en cruzar en carruaje desde la Ciudad Nueva de Edimburgo a la Ciudad Vieja, y durante esos diez minutos, Jack tuvo una erección casi incontrolable como no había tenido otra igual. Durante los diez años anteriores había aprendido que la expectación era uno de los mayores afrodisíacos, y la expectación que sentía esa noche era intensa y casi imposible de soportar.

Frente a él se hallaba sentada la mujer causante de su malestar. No podía verla claramente a la luz de las farolas, pero permanecía atento a ella. Sentía el perfume a jazmines que impregnaba su cabello y su piel. Veía la sombra de una sonrisa que curvaba sus labios bajo el antifaz y aún podía saborear el beso que le había robado minutos antes. Entonces ella lo había apartado, pero juguetonamente, de una manera que parecía prometer mucho, mucho más.

Jack tenía fama de libertino, pero hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer. Se preguntaba si a ello se debía el temerario impulso que sentía de mandar al garete toda precaución y poseer a aquella mujer a la que había conocido apenas cuatro horas antes. Ignoraba su nombre. No había visto su cara. Solo sabía que la atracción sexual que sentía por ella era tan aguda que, si no la hacía suya y enseguida, corría peligro de estallar de frustración.

Ella también lo sabía. Jack estaba seguro de que notaba la tensión que reinaba en el carruaje, aquella expectación tensa como un muelle. Tenía ganas de borrar de su cara con un beso aquella sonrisilla satisfecha. Quería tomarla allí mismo, en el carruaje, y hundirse con más fuerza en su cuerpo con cada zarandeo de las ruedas al rodar sobre los adoquines. Ignoraba por qué la deseaba tanto, y ello le desagradaba, porque se sentía a punto de perder el control. Solo sabía que desde el momento en que la había visto por primera vez la había deseado.

El carruaje se detuvo con un súbito zarandeo. Un mozo inescrutable y vestido de negro abrió la portezuela y bajó los peldaños. Jack se retiró para dejar que su acompañante descendiera primero. Ella recogió con una mano las vaporosas faldas de seda plateada de su vestido y se apeó con ligereza. Jack la siguió y miró a su alrededor con curiosidad. El carruaje se había detenido en la Royal Mile de Edimburgo. Distinguió la mole oscura de la catedral de Saint Giles. Las farolas desprendían un suave resplandor en medio de la llovizna que caía.

Ella tomó su mano y lo condujo por uno de los estrechos callejones que se alejaban cuesta abajo de la calle principal. Allí la oscuridad era total. Jack oía el tableteo de sus escarpines sobre el empedrado y sentía en la cara la fría lluvia que calaba su pelo y su levita. Las paredes de los edificios se apretujaban a ambos lados de la calle.

Iba de cabeza hacia el peligro. En aquellos profundos callejones, podían robarle y asesinarlo y nadie acudiría en su auxilio. Una puñalada en el costado sería una buena recompensa para su temeraria búsqueda de la pasión. La prudencia se impuso al deseo un instante y Jack se detuvo, pero la mujer se volvió hacia él y, apretándose contra su cuerpo, se empinó para besarlo. Tenía a la espalda la fría pared de un edificio, pero ella era toda ardor y dulce fragancia. Lo besó con ansia, con fervor, prescindiendo de preliminares galantes y exigiendo una respuesta. Puso la mano en la nuca de Jack y acercó su boca a la suya, metiendo los dedos entre su pelo. Jack sintió el roce caliente de su lengua y dejó escapar un gruñido.

Introdujo las manos bajo su capa y sintió la seda escurridiza de su vestido deslizarse bajo sus palmas. La enlazó por la cintura y la atrajo hacia sí. Sus pechos se apretaron contra su torso y ella frotó las caderas contra las suyas. Resultaba inquietante hallarse tan a la merced de sus sentidos siendo un hombre con experiencia y no un colegial, pero Jack parecía incapaz de resistirse a la ardiente lujuria que circulaba por sus venas.

Un hilillo de luz brilló en los ojos de ella cuando le sonrió. Se apartó, pero solo para girar el pomo de una puerta empotrada en la esquina de un muro, entre las sombras. Tomó de nuevo su mano y tiró de él hacia el interior.

La casa no era lo que esperaba Jack. Allí, en aquel vecindario mísero de paredes desportilladas y adoquines repletos de desperdicios, era como un palacio en miniatura. Todo era limpio, lujoso y brillante, de madera, de plata, de oro. Jack lo vio todo en un fogonazo fugaz mientras subía unas escaleras de piedra, arrastrado por ella: los colores brillantes como gemas de los largos cortinajes que cerraban el paso a la noche, los cojines dispersos por la otomana. Ella se detuvo en la esquina de la escalera para besarlo de nuevo, metió la mano dentro de sus pantalones y acarició su verga, y Jack estuvo a punto de correrse allí mismo. Jadeaba de deseo y de expectación, tenía la boca seca y su corazón latía con violencia.

La habitación a la que lo llevó estaba en completa oscuridad. Solamente las ascuas de un fuego ardían suavemente en la chimenea. No había velas. Ella cerró la puerta con un ligerísimo chasquido y se quedó parada un momento. Jack sintió que lo miraba. La oscuridad agudizó sus sentidos: la oyó respirar, sintió el suave entrecortamiento de su respiración, y se convenció de que no estaba ni tan tranquila ni tan segura de sí misma como parecía. Ello le produjo una salvaje satisfacción. Habría detestado ser el único que estaba al borde del desenfreno.

Se oyó un tenue susurro de terciopelo cuando ella desató la cinta de su capa y la dejó caer. La vaporosa seda del vestido centelleó de nuevo cuando se acercó a él y puso una mano sobre su pecho. Desabrochó hábilmente los botones de su levita, se la quitó de los hombros y deslizó las manos bajo la camisa para buscar su piel caliente. Jack oyó que contenía bruscamente la respiración al pasar las manos sobre su torso desnudo. A pesar del deseo furioso que se agitaba dentro de él, se mantuvo quieto y la dejó hacer. Resistirse a ella le pareció una pequeña victoria.

Ella se puso de puntillas para besarlo. Era alta, pero él lo era más aún. Jack tomó un rizo de su pelo, suave como el raso, entre los dedos. No sabía de qué color era, pues ella había llevado todo el tiempo una capa con capucha y antifaz. Palpando, encontró varias horquillas que sujetaban sus rizos. Tiró de ellas. Cayeron con un tintineo al suelo de madera, y su cabello se deslizó como una cascada entre sus manos.

Ella le mordisqueó el labio inferior e introdujo la lengua en su boca, y Jack sintió que su mente se adentraba, girando como un torbellino, en un oscuro reino de sensaciones. Hundió una mano entre su pelo para sujetarle la cabeza y besarla, buscando el ardor exigente de su boca. Ella salió al encuentro de sus besos y exigió más a cambio. Allí donde él la conducía, ella lo seguía con ansia. Enredó su boca impaciente con la de él. Mordisqueó sus labios y saboreó los confines de su boca.

A veces se le adelantaba, impulsada por sus propios deseos. Fue ella quien le puso la fría empuñadura de una daga en la mano y quien se giró, ordenándole en silencio que cortara sus lazos. Era una locura, a oscuras, pero Jack se las arregló de algún modo para hacerlo, pasando la hoja de la daga por debajo. Oyó el primer crujido y rasgó la tela, que cedía súbitamente. Su vestido y sus enaguas cayeron y quedaron amontonados a sus pies.

Jack sintió que estaba desnuda. Notó su calor. Sintió de nuevo aquel perfume a jazmín, ahora más leve, y percibió que sobre su piel se transformaba en algo distinto, dulce y penetrante. Recordó la impresión que le había dejado sentir sus pechos apretados contra su cuerpo y le tendió los brazos, pero de pronto notó la hoja de la daga en su garganta y dio un paso atrás. Ella puso la mano contra su pecho y lo empujó. Sus muslos chocaron con el borde de una cama. La hoja se clavó con más insistencia en su piel y Jack se dejó caer en el colchón más suave, grueso y mullido que había conocido nunca.

Ella le rasgó la camisa y se sentó a horcajadas sobre él, apretándole los costados con los muslos. Con una mano desabrochó los botones de sus pantalones y dejó que su verga saltara, libre, a su mano. Jack intentó colocarse sobre ella, pero la daga apoyada en su garganta le advertía de que se estuviera quieto. Su hoja trazó lentamente un camino hasta su pecho, por encima de su clavícula, bajó por su estómago y se detuvo al rozar con su parte más ancha la punta de su verga erecta. Al mismo tiempo, ella le apretó el miembro con la mano.

Dios santo, estaba loca. Y él también estaba a punto de perder la razón.

Ella tiró a un lado la daga y se colocó sobre él, deslizándose hacia abajo para hundir su verga dentro de sí. Jack abrió la boca para gritar al sentir el ardor y la humedad de su sexo, pero ella sofocó sus gritos con un beso. Se meció sobre él, hundiéndose cada vez más profundamente, y Jack, enloquecido, la asió por las caderas con fuerza y la apretó contra su cuerpo al tiempo que se corría violentamente, con un grito desesperado.

Ella se apartó y se tumbó a su lado. Por encima de sus fuertes jadeos, Jack distinguió su respiración agitada. A pesar del ardor asombroso de su cópula, tenía la impresión de que faltaba algo, de que había algo que no entendía.

Volvió la cabeza para mirarla, pero la oscuridad opresiva no le permitía ver nada. De pronto, sin embargo, tuvo la certeza de que ella estaba a punto de huir. Lo notó en el estremecimiento que recorrió su cuerpo, lo sintió en su forma de respirar.

Alargó repentinamente la mano y la agarró por la muñeca justo cuando ella empezaba a moverse. Tiró de ella y la apretó contra su costado, sujetándola con fuerza.

–¿No sabes que es de mala educación escapar tan pronto de un hombre después de yacer con él? –su susurro agitó el pelo de ella. Lo sintió acariciarle los labios.

Pasado un momento, ella se rio y Jack sintió que su cuerpo se relajaba. Pero ella no dijo nada.

–¿Cómo te llamas? –quería hablar con ella, ardía en deseos de hacerlo, como si el vínculo físico que había entre ellos sencillamente no le bastara. Era extraño: antes nunca había deseado de una mujer más que lo puramente físico.

–Rose –había vacilado ligeramente antes de contestar. Así pues, no era su verdadero nombre.

–Yo soy Jack –no le gustaban las mentiras, ni las medias verdades, ni las evasivas. No era su estilo.

Ella acarició su pecho desnudo como si le diera las gracias. Tal vez fuera una mujer de pocas palabras, pero lo compensaba de otras maneras. Jack sintió bullir su sangre por aquel leve contacto.

–Quiero verte.

–No –respondió al instante y con una nota de pánico en la voz.

–¿Por qué no, cariño? –por respeto a su temor, mantuvo un tono ligero y le apartó el pelo enmarañado de la cara, acariciando con delicadeza su mejilla.

Ella se removió un poco entre sus brazos, como si se sintiera incómoda tanto por aquella palabra cariñosa como por su ternura. Jack comprendió que le repelían aquellas muestras de intimidad, lo cual resultaba curioso teniendo en cuenta que acababan de compartir la más íntima de las experiencias.

–No quiero luz –su voz sonó autoritaria sin ella darse cuenta. Así pues, estaba acostumbrada a dar órdenes, lo cual redoblaba su misterio.

–¿Y si yo sí quiero?

–Tendrás que conformarte con tocar.

Tomó su mano y se la puso sobre el pecho. Era un gesto pensado para atajar la conversación, Jack se dio cuenta de ello. Y aun así sucumbió. Notó que su pezón se endurecía bajo su palma y sintió que se le encendía la sangre. Jugueteó con su pecho con los dedos, con los labios, con los dientes y la lengua, dejándose distraer y gozando de sus gemidos y del modo en que se arqueaba buscando sus caricias. Ella lo urgía con susurros entrecortados, le suplicaba que la mordiera y que chupara con más fuerza, hasta el punto en el que el placer se convertía en dolor. Para entonces, Jack tenía ya una erección casi dolorosa, y ella se abrió para él y le suplicó que la penetrara con fuerza mientras se agarraba al cabecero de madera de la cama. Fue un encuentro salvaje y Jack sintió que se hallaba en un sueño turbio y ardiente, pero incluso mientras la penetraba enloquecido sintió el roce de una sombra sobre él, como si hubiera algo que no encajaba, algo fuera de lugar. Era casi como si ella le estuviera pidiendo que la castigara, como si cada embestida suya, cada mordisco de sus dientes en su pecho fuera una penitencia.

Durante aquella larga noche, ella le permitió hacer cuanto quiso con ella. Fue su juguete y Jack experimentó una excitación inimaginable, espectacular. Al final, se sintió exhausto y saciado, pero ni siquiera entonces pudo sacudirse de encima la impresión de que faltaba algo. La última vez, le hizo el amor despacio, lánguidamente, intentando anclar su intimidad en algo más profundo, tratando de apresarla y de retenerla. Ignoraba por qué ansiaba aquel vínculo cuando era por naturaleza un hombre que solo buscaba los escarceos amorosos más superficiales. Quizá fuera porque ella representaba un desafío: no estaba acostumbrado a mujeres que se reservaban algo. Normalmente, eran ellas quienes intentaban empujarlo hacia una intimidad que no quería.

Ella tenía la piel enrojecida, húmeda y resbaladiza. Se movió con él, llevada por aquella misma turbia marea de deseo y placer y se corrió cuando él se lo ordenó. Su cuerpo era de él y, sin embargo, de alguna manera, parecía seguir eludiéndolo en todo lo importante. Después, se quedó dormida. Jack, en cambio, yació despierto, escuchando su respiración, con la mente alerta. En cierto momento, ella dejó escapar un gemido. Jack la estrechó entre sus brazos y ella se calmó, pero él notó lágrimas en su mejilla, apretada contra su pecho.

Pasado un rato, el calor de su cuerpo lo adormeció también a él. Se despertó horas después, cuando el sol estaba ya alto y la habitación inundada de luz.

Supo antes de abrir los ojos que ella se había marchado.

 

 

Todavía estaba oscuro cuando Mairi despertó. Por un instante sintió la mente vacía, ligera y libre, y el cuerpo maravillosamente repleto de placer, saciado y satisfecho. Un segundo después la embargó la desolación, oscura, fría y solitaria como una noche de invierno que ahuyentara la luz.

Siempre era así cuando se despertaba. Había un lapso muy corto de paz dichosa y después caía de nuevo en la oscuridad. La tristeza y la desesperación se agazapaban entre las sombras, esperando para saltar sobre ella. Esa mañana la tristeza era más aguda que de costumbre, dolorosa como un cuchillo afilado. Había tratado de ahogar su desdicha en placer sensual y solamente había logrado empeorar las cosas.

Salió de la cama y al instante echó de menos el calor de Jack. Había estado tendido a su lado, con un brazo sobre ella, agarrándola suavemente contra la curva de su cuerpo. Mairi ignoraba cómo había podido dormir así, en brazos de un extraño. Le parecía un error imposible de aceptar cuando rechazaba cualquier clase de intimidad con cualquier persona. Era extraño que pudiera entregarse a él por completo físicamente, sin reservarse nada, y que sin embargo lamentara haber dormido con él después.

Temblando, se puso la ropa interior, se acercó de puntillas al arcón y sacó un vestido sencillo y un chal. Le temblaron las manos cuando intentó abrochárselo. No veía lo que hacía. Se acercó a la puerta de puntillas, con los escarpines en la mano. La luz del día empezaba a colarse por los postigos. No quería mirar atrás, pero algo la impulsó a volverse.

Jack estaba tumbado en el centro de la gran cama, en medio de las sábanas arrugadas y las mantas revueltas. La ropa de la cama le tapaba las caderas, dejando al descubierto su pecho ancho y musculoso, salpicado de vello dorado. El cabello rubio oscuro le caía sobre la frente y contrastaba con la barba que empezaba a asomar en su barbilla. Tenía los ojos cerrados, las pestañas densas y negras. La luz, cada vez más intensa, se deslizó sobre las facciones de su cara enjuta, sobre su larga nariz y su mentón decidido. Era un rostro fuerte, lo bastante bello para que cualquier mujer contuviera el aliento, pero no fue por eso por lo que Mairi ahogó un grito. Sintió una punzada de sorpresa y a continuación otra de horror, más fuerte y aguda, casi violenta en su intensidad.

Jack Rutherford...

No podía ser.

Alargó la mano y se agarró al poste de la cama para sostenerse en pie. No. No era posible. Había elegido premeditadamente a un extraño en un baile de máscaras. Lo había visto al otro lado del salón de baile, con su capa negra y su antifaz, y algo en él había despertado su interés. Había pensado que tenía un aire un poco peligroso, un poco salvaje, desconocido para ella y perfecto para su propósito. Ni siquiera habían hablado. Habían bailado una sola vez y ella había sido tan consciente de su cercanía, había ardido en deseo hasta tal punto, que al final de la pieza lo había agarrado de la mano y lo había llevado allí, a la casita secreta de la que era dueña en los callejones de la Ciudad Vieja de Edimburgo. Había querido que aquella experiencia fuera un secreto, pero por desgracia había escogido a un hombre que no era ningún extraño.

Jack Rutherford. Mairi pensó que su nombre debería haberle dado la clave, pero la noche anterior ni siquiera se había detenido a pensar en ello. Había muchos Jacks. Tampoco había reconocido su voz, pero eso no era de extrañar: a fin de cuentas, últimamente apenas habían coincidido.

Se sintió trémula, absolutamente desconcertada. Jack Rutherford ni siquiera era de su agrado. Era un hombre arrogante, egocéntrico, detestablemente seguro de sí mismo y muy consciente de su encanto y del efecto que surtía sobre las mujeres. Habían coincidido por primera vez tres años antes, cuando la hermana de Mairi se había casado con un primo de él. Jack le había sugerido que debían conocerse mejor, íntimamente, de hecho. Ella había rechazado sus acercamientos con gélido desdén. Después de aquello apenas se habían dirigido la palabra, aferrados ambos a su intenso desagrado mutuo.

Agarró con tanta fuerza el poste de la cama que le dolieron los dedos. La sangre le atronaba los oídos. Sencillamente, no entendía por qué se había sentido atraída por Jack la noche anterior. Sin saberlo ella, había elegido al único hombre al que no debía acercarse. Entre ellos había vínculos familiares, se conocían. Mairi ignoraba si ahora podría seguir ocultándole su identidad.

Una corriente fría la hizo estremecerse. Ya se arrepentía de lo sucedido esa noche. Había querido extraviarse en un mundo enteramente físico, escapar a la infelicidad que nublaba su mente, aunque solo fuera por un rato. Pero, por espectacular que hubiera sido la experiencia sexual, había descubierto que no tenía escapatoria.

Jack se removió en sueños y suspiró al volverse. Mairi sintió otra punzada de temor. Él no debía averiguar nunca que había pasado la noche con ella. Era inevitable que se hiciera preguntas, preguntas a las que ella no deseaba responder. Tendría que asegurarse de no volver a verlo. Y, sin embargo, los vínculos entre sus dos familias lo hacían imposible.

Se frotó la frente, frustrada y furiosa. Era casi como si lo hubiera elegido adrede, y esa idea la turbaba enormemente.

Cerraría la puerta, se marcharía de allí y se olvidaría de él por completo. Fingiría que aquello no había ocurrido.

Se arriesgó a lanzarle una última mirada. Jack Rutherford era un hombre duro, un hombre implacable, pero esa noche le había demostrado ternura. Pensarlo la hizo sentirse vulnerable. Le resultaba muy difícil conciliar al Jack Rutherford al que creía conocer, todo él arrogante encanto y descarada altanería, con aquel hombre. Se sintió desconcertada, como si todas sus opiniones acerca de él hubieran quedado invalidadas por su ternura como amante. Jack había querido conocerla a ella, no conocer únicamente su cuerpo. Y eso la confundía.

Se volvió, embargada por una angustia repentina, y cerró la puerta. Por su culpa, Jack y ella habían pasado de ser simples conocidos a zambullirse en una intimidad profunda. Ahora, tendría que dar marcha atrás en el tiempo.

Frazer, su mayordomo, salió de su cuarto en cuanto Mairi entró en el salón. Se preguntó si habría dormido.

–No hace falta que me mires con tanto reproche –dijo ella–. No eres mi padre.

El mayordomo mantuvo la misma expresión, tan absolutamente inescrutable como de costumbre. Tenía un rostro atezado y hermético, austero y secreto. A decir verdad, era lo bastante mayor para ser su padre y, de hecho, era el padre del tropel de guapos jovencitos a los que Mairi empleaba como lacayos y mozos. Llevaba diez años trabajando para ella, desde su boda. Era un sirviente, sí, pero, de algún modo, Mairi tenía la impresión de que era ella quien tenía que esforzarse por granjearse su respeto. Esa mañana, sospechó que lo había perdido de una vez por todas.

–¿Quiere la señora que le traiga algo? –el mayordomo era exquisitamente cortés–. ¿Le apetecería que la doncella le preparara el baño?

–Solo el carruaje, por favor –dijo Mairi. No quería perder ni un momento. Tocó nerviosamente sus guantes–. Si pudieras limpiar el dormitorio...

–Por supuesto, señora –la voz de Frazer sonó gélida.

–El caballero sigue dormido –añadió ella.

–¿Quiere la señora que lo despierte? ¿Que lo afeite? ¿Que le prepare el desayuno?

Mairi percibió claramente la nota de sarcasmo de su voz. Lo miró con enojo. Él le sostuvo la mirada, impasible.

–Déjalo dormir –dijo Mairi. Sintió que se sonrojaba–. Y luego acompáñalo a la puerta. Ah, y Frazer... –titubeó–. Si pregunta algo...

El mayordomo asintió con la cabeza.

–Desde luego, señora. Ni una palabra.

–Gracias –notó la garganta áspera. Las lágrimas le cosquilleaban en los ojos. Tal vez Frazer desaprobara su conducta, pero aun así seguía siéndole fiel. Hacía ya cuatro años que faltaba Archie, su marido, y Mairi todavía sentía el dolor de su marcha como si un tornillo le estrujara el corazón.

Fuera, en Candlemaker Row, soplaba un fuerte viento. El cielo de color blanco perla se desplegaba sobre la ciudad de Edimburgo. Mairi se ciñó el chal. Cuando llegó a Royal Mile, el coche estaba esperándola y uno de los guapos hijos de Frazer aguardaba para abrirle la puerta.

Montó y partió hacia su casa en Charlotte Square para darse un baño y ponerse ropa limpia. Tenía agujetas por todas partes. El cuerpo le dolía por el placer, pero más aún le dolía el corazón. Cerró los ojos. A pesar de la extraordinaria intimidad de esa noche, se sentía más sola que nunca.

Capítulo 2

 

Julio de 1815

 

 

–Tienes mala cara –Robert, marqués de Methven, dejó sus cartas y, entornando sus ojos azules, contempló a su acompañante con una expresión divertida–. Problemas de dinero, ¿verdad?

–¿Por qué lo dices? –Jack Rutherford dejó lentamente sus cartas sobre la mesa y tomó su taza de café. Era un café denso, caliente y extraordinariamente bueno, pero no logró reconfortarlo. Lo que de verdad quería era brandy, pero ya nunca bebía. Había tenido una relación desafortunada con el alcohol en su juventud y no pensaba permitir que la bebida volviera a hacerle perder el control.

–Has estado jugando tan astutamente como una tía solterona apostando un penique al whist –dijo Methven alegremente–. Estás distraído. Y no puede ser por culpa de una mujer, puesto que nunca dejas que te afecten.

Jack se removió, nervioso. Derramó un poco de café. Levantó los ojos y vio que su primo se estaba riendo de él.

–Maldito seas, Rob –dijo sin convicción.

–Nunca te había visto así –insistió Methven–. Supongo que tenía que suceder alguna vez. ¿Quién es la afortunada?

Jack se quedó callado. El club estaba casi vacío y envuelto en silencio, lo cual era una suerte, puesto que no le apetecía relatar sus desventuras amorosas ante un nutrido público. Era una situación en la que se hallaba rara vez, o más bien nunca. Normalmente tenía que quitarse de encima a las mujeres, en lugar de anhelar su compañía.

–No lo sé –reconoció pasado un momento.

Methven levantó una ceja inquisitivamente.

–¿No tiene nombre?

–No hablamos mucho.

Su primo suspiró con fastidio. Robert lo conocía muy bien.

–¿Cómo era? –preguntó.

–Alta –contestó Jack–. Esbelta y con el pelo largo. No lo sé –repitió–. Estaba tan oscuro que no pude verla bien.

Methven estuvo a punto de atragantarse con su brandy.

–Diablos, Jack. ¿Dónde ocurrió ese... encuentro?

–En un baile de máscaras –explicó Jack–. Al menos fue allí donde empezó. Acabó... –se encogió de hombros–. En otra parte. En algún sitio de la Ciudad Vieja.

Methven se echó a reír. Jack supuso que en cierto modo tenía gracia. Él, que tenía fama de abandonar a las mujeres antes de que se enfriaran las sábanas, allí estaba, languideciendo por una mujer que lo había utilizado y desechado con una indiferencia que cortaba el aliento. Era la primera vez que le ocurría algo así. Y no le gustaba. Siempre era él quien se marchaba primero.

Y, sin embargo, no era por eso por lo que quería encontrarla. Se sentía inquieto, distraído. Tres meses. Era ridículo. Debería haberla olvidado hacía dos meses y veintinueve días. Y, en cambio, seguía teniendo presente su recuerdo. El día anterior, mismamente, había dejado que un negocio se le escurriera entre los dedos porque no estaba prestando atención y otra persona se le había adelantado con una oferta mejor. Era la primera vez que una mujer se interponía entre él y su trabajo, y el hecho de que aquella lo hubiera conseguido lo llenaba de frustración y al mismo tiempo lo ponía furioso.

–¿Qué sabes de ella? –preguntó Methven.

Nada de lo que le apeteciera hablar, pensó Jack. Sabía que era preciosa y flexible como un junco, con una piel que olía a jazmines y era tan suave como la seda. Sabía que su pelo se rizaba deliciosamente. Había seguido con los dedos los contornos de su cara y sabía que sus facciones eran delicadas, su nariz recta y su barbilla pequeña y altiva. Sabía que tenía los pechos redondeados y turgentes, pequeños pero perfectos, que su vientre se curvaba de un modo que le daban ganas de poseerla otra vez, y que la piel de la cara interna de sus muslos era la más suave de todas. Sabía que se estaba excitando con solo pensar en ella y que, si no la encontraba pronto, se volvería loco. Estaba seguro de que la determinación de encontrarla no era más que una compulsión física nacida de la lujuria, y que se consumiría una vez satisfecho el deseo. Pero hasta que la encontrara, seguiría insatisfecho.

–Era una dama –dijo, acordándose de su pulcra dicción y el tono imperioso de su voz. Virgen no, pues sin duda una virgen no se habría mostrado tan desinhibida. Pero, pese a su aparente experiencia, Jack había percibido su vulnerabilidad. Y le había parecido triste. Se acordó de cómo había gemido mientras dormía y de las lágrimas que había visto en su mejilla, y sintió un intenso y repentino deseo de protegerla.

–Olvídate de ella –repuso Methven–. Ya sabes cómo es la buena sociedad de Edimburgo. Seguramente será una esposa aburrida o una viuda rapaz. Serás solo uno de tantos. Da la impresión de que los dos obtuvisteis lo que queríais –se encogió de hombros–. No eches a perder ese recuerdo, Jack.

Era un buen consejo, aunque resultara un tanto amargo. Jack no se engañaba pensando que su misteriosa seductora solo se había acostado con él. El carruaje negro y anónimo y el lujoso nidito de amor evidenciaban lo contrario. Seguramente había sido solo la última de una larga serie de conquistas. Había vivido una noche de pasión desatada sin ninguna atadura, una de esas noches por las que mataría cualquier hombre. Debería dar gracias por que así fuera. Y dejarlo correr. Desde luego, no debía ponerse en evidencia por tercera vez volviendo a la casa de Candlemaker Row en un vano intento por encontrarla o persuadir al mayordomo, silencioso como una almeja, de que le desvelara algún pequeño detalle que pudiera ayudarlo en su búsqueda.

Methven empujó la cafetera hacia él.

–Habrá sido estupenda –comentó–. O malísima, en el mejor de los sentidos.

Jack no respondió. Tensó la boca. Ah, sí, había sido estupenda, maravillosa, de hecho. Nunca había conocido a una mujer como ella, nunca se había sentido tan extraviado en el placer carnal, ni había experimentado aquel anhelo.

–¿Has probado a acostarte con una fulana, como cura? –preguntó Methven–. Cambia una puta por otra...

Jack se incorporó a medias y echó mano de su espada antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Vio que su primo levantaba las cejas, divertido, y comprendiendo que le había tendido una trampa, se preguntó qué demonios revelaba su mirada.

–Te pido disculpas –se apresuró a decir Methven–. No sabía que se tratara de eso.

–No se trata de eso –gruñó Jack. Se sentó con un suspiro y vertió un poco de café en su taza–. No sé... –se interrumpió. No sabía por qué había reaccionado tan mal cuando, casi con toda probabilidad, su primo estaba en lo cierto y aquella mujer era posiblemente una fulana de clase alta. De no ser porque sabía de algún modo que no lo era. Y por alguna razón eso le importaba.

–No era una cualquiera –dijo tercamente.

–¿Has vuelto al lugar donde os conocisteis? –preguntó Methven. Sus ojos azules lo miraban atentamente, calibrando su reacción.

Jack procuró no inmutarse.

–Sí –contestó.

El baile de máscaras había tenido lugar en casa de lady Durness, en Charlotte Square. La casa estaba cerrada ahora por el verano, y el mayordomo no se había mostrado muy dispuesto a facilitarle la lista de invitados de su excelencia. El carruaje negro no llevaba escudo de armas. Y la casa de Candlemaker Row, tan opulenta, no le había ofrecido ninguna pista.

Tenía que asumir que ella no quería que la encontrara, y puesto que no era hombre que impusiera su presencia a mujeres que no la deseaban, el asunto tenía que acabar ahí. Solo le quedaba asimilar su frustración y su rabia por haber sido utilizado y por aquella sensación de deseo insatisfecho.

–Es igual –dijo, y compuso una sonrisa–. ¿Querías algo en particular, Rob? Tu nota decía algo de un favor.

Su primo asintió con un gesto. Miró pensativamente a lo lejos de un modo que puso nervioso a Jack. Luego levantó la vista y lo miró con fijeza a los ojos.

–¿Sabes que vamos a bautizar a Ewan en Methven dentro de un mes? –dijo–. Nos gustaría que estuvieras presente.

Robert se había casado con lady Lucy MacMorlan tres años antes, y ya tenían dos hijos, el segundo de los cuales había nacido hacía apenas dos meses. James, su heredero, había sido bautizado el año anterior en medio de una gran celebración. Al parecer, el pequeño iba a recibir el mismo tratamiento.

–Imagino que vas a reunir a todo el clan –dijo Jack.

Robert jugueteó con el pie de su copa.

–El bautizo será una celebración formal, desde luego –dijo por fin–, pero la fiesta en casa será solo para la familia.

Jack intentó no gruñir en voz alta. Odiaba las fiestas familiares, formales o informales, y aquella sería sin duda aún más incómoda que la anterior. El clan de los Methven y el de los MacMorlan habían sido enemigos históricamente, y algunos miembros de la familia todavía parecían pensar que lo eran.

–Supongo que tu matrimonio habrá bastado para restañar las heridas entre los dos clanes –comentó–. ¿Todavía tienes que hacer algo más?

Los ojos de Robert adquirieron una expresión divertida.

–Pues sí, he de hacerlo. Lucy y yo no hemos visto a Lachlan y a Dulcibella desde que se fugaron. El año pasado tuvieron la delicadeza de no ir al bautizo de James.

–Bueno, no te pierdes nada –comentó Jack–. No les invites. La abuela no puede soportarlos. Nadie les soporta. Tuviste suerte de escapar por los pelos, Rob.

La mirada de Robert se hizo más cálida y Jack comprendió que estaba pensando en su esposa. Tres años antes, su primo había estado prometido en matrimonio con la señorita Dulcibella Brodrie, pero, finalmente, ella se había fugado con Lachlan, el hermano de Lucy. Robert, pensó Jack, había tenido una suerte inmensa: Lucy era encantadora, inteligente y preciosa, y lo quería con locura. Dulcibella, en cambio, era caprichosa, superficial y desdeñosa, y solo se quería a sí misma. Ya corrían rumores de que su matrimonio con Lachlan empezaba a hacer aguas.

–Tengo que mantenerme en buenas relaciones con Lachlan –repuso Robert, muy serio–. Ahora que Dulcibella ha heredado las fincas de los Cardross, somos vecinos. No quiero disputas por las lindes –se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa–. Además, hay otra cosa, Jack. Nos preguntábamos si... ¿Te importaría ser el padrino de Ewan?

Cambió la atmósfera. Se impuso el silencio. Jack no encontraba palabras. Sintió que el frío le calaba los huesos. Ser el padrino de un niño equivalía a asumir responsabilidades familiares, compromisos. Habría de tener una presencia muy activa en la vida de su ahijado. Dios no quisiera que a Robert y Lucy les pasara nada, pero si así fuera, tal vez incluso tendría que servirle de tutor, un papel para el que se sentía sumamente inepto. Refrenó un escalofrío.

–No me necesitáis –dijo con ligereza–. Ewan tiene todo un clan de parientes mucho más apropiados que yo para ese papel.

Robert entornó los ojos.

–Jack –dijo–, si algo nos pasara a Lucy o a mí, me gustaría que fueras el tutor tanto de Ewan como de James.

Jack sintió que un temor frío embargaba su cuerpo. Era imposible.

–Rob... –dijo con cierta dificultad.

–A Lucy y a mí nos gustaría muchísimo –añadió su primo con suavidad–. Si te sientes capaz de aceptar.

Jack no lo miró. Mantuvo los ojos fijos en los posos del café que giraban en su taza.

–No soy precisamente un dechado de virtudes –dijo, intentando poner un tono ligero–. Ewan se merece algo mejor.

–Al contrario –repuso su primo con firmeza–. No hay nadie que le convenga más –luego, al ver que Jack guardaba silencio, su tono se llenó de impaciencia–. Jack, por amor de Dios, no te desacredites así a ti mismo. Sé lo que estás pensando, pero hiciste lo que te pareció más conveniente para Averil...

Jack lo atajó con un gesto. Nunca hablaba de su hermana y no iba a empezar ahora.

–Dejé que se pudriera en esa horrible escuela, Rob –dijo–. No hice nada por ella.

Hubo un silencio cargado de tácitos reproches. Luego Robert suspiró.

–Muy bien. Respeto tu franqueza y lo entiendo –se removió en la silla–. Pero ¿aun así vendrás a Methven para el bautizo?

–En realidad no es una pregunta, ¿verdad? –repuso Jack–. Me lo estás ordenando.

Los ojos de Robert brillaron, divertidos.

–No puedo hacer tal cosa, como tú bien sabes –dejó que pasara un momento de silencio–. Pero la abuela te lo agradecería. Últimamente ha estado algo pachucha, como sabes. Verte la animará.

–No respondo bien al chantaje –dijo Jack, y dejó escapar un largo suspiro–. Está bien. Con tal de que no insista otra vez en casarme...

–La haría feliz verte casado –comentó Robert.

–Tengo la sensación de que me estás ocultando algo –observó Jack.

Su primo suspiró.

–Puede, y solo digo que puede, que la abuela haya invitado a algunas señoritas escogidas a la fiesta en Methven...

–Como un mercado de ganado –comentó Jack torciendo la boca–. No vas a convencerme, Rob.

–Ahora que tienes la finca de Glen Calder, sin duda estarás haciendo planes para el futuro –dijo Robert suavemente.

–Mi futuro no incluye una esposa, ni una familia –contestó Jack con dureza–. No todos queremos eso –bebió un sorbo de café y luego otro. No era lo que quería. Lo que quería, lo que necesitaba, era la quemazón del brandy. Rara vez pensaba en emborracharse para olvidar, pero esa noche la perspectiva le resultaba tentadora. Demasiado tentadora. Conocía sus flaquezas, sabía lo poco que le haría falta. Apartó aún más la botella. Deseó que Robert no estuviera bebiendo brandy, pero no era culpa de su primo. Robert se había ofrecido a tomar café, pero Jack se había negado y había pedido brandy para él. Detestaba que los demás estuvieran tan atentos a sus flaquezas.

–Jack, no deberías culpabilizarte –dijo Robert.

Jack masculló una maldición.

–No deberías cargar con los errores de tus padres –insistió su primo.

–No hablemos de eso –contestó Jack con voz ronca. Oía las palabras de su primo, pero no podían afectarle. No creía en ellas porque la verdad era que había fallado. Como único hijo varón, había tenido el deber de velar por su madre y su hermana tras el fallecimiento de su padre, y les había fallado a las dos de la manera más vergonzosa.

Miró la botella de brandy. Sentía en los dedos un hormigueo, un impulso casi irresistible de alcanzarla, como una oscura marea.

Era mejor que siguiera solo. De ese modo no corría peligro de volver a fallar a nadie, como no fuera a sí mismo. Deslizó una mano por la mesa, hacia la botella.

–... lady Mairi MacLeod –dijo Robert.

Jack se detuvo y giró la cabeza bruscamente.

–¿Qué has dicho?

–He dicho que me gustaría que acompañaras a lady Mairi MacLeod al bautizo –repitió Robert. Luego, al ver que Jack no respondía de inmediato, añadió–: Sé que te desagrada, pero es mi cuñada. Es una cuestión de cortesía.

Jack gruñó.

–¿He de hacerlo? –preguntó. Y él que creía que la noche no podía ponerse peor aún...

El término «desagrado» se quedaba muy corto para describir lo que sentía por Mairi MacLeod. La primera vez que la había visto, tres años antes, en la boda de su hermana, la había juzgado fascinante, fría, bellísima, reservada, un auténtico desafío. Le gustaban las viudas ricas y él, a su vez, solía gustarles a ellas. Sin más tardanza, le había sugerido a Mairi que fuera su amante. Y ella le había dicho sin rodeos lo que podía hacer con su proposición y después lo había tratado con la mayor indiferencia. Jack no estaba acostumbrado al rechazo, y le irritaba seguir sintiéndose atraído por Mairi MacLeod después de que le hubiera dado calabazas tan claramente, pero lo cierto era que no podía ignorar la intensa atracción que suscitaba en él. Una semana en su compañía, acompañándola por pésimas carreteras en el largo y arduo viaje hasta las Tierras Altas, le haría desear sucesivamente estrangularla y hacerle el amor, y ninguna de las dos cosas era posible.

Robert soltó un suspiro exagerado.

–No me explico tu antipatía.

–Entonces permíteme que te la aclare –dijo Jack–. Lady Mairi es orgullosa y altanera. Es demasiado rica, demasiado bella y demasiado lista.

La hostilidad hacia ella volvió a agitarse dentro de su pecho. Le enfurecía no poder mostrarse indiferente a ella. Ni siquiera su noche de pasión desatada con su misteriosa seductora había logrado romper su hechizo. De hecho, curiosamente, parecía aumentar su anhelo. Ya eran dos las mujeres a las que deseaba y a las que no podía tener.

Robert se rio.

–¿Tiene algún otro defecto del que quieras hablar? –murmuró.

Jack se pasó una mano por el pelo.

–Preferiría no acompañarla –dijo–. ¿Por qué no viaja con su familia?

–Porque están en Forres y lady Mairi está en su casa, a las afueras de Edimburgo –contestó su primo tranquilamente–. Es un gesto de cortesía, Jack. Como te decía, estamos intentando poner fin a las rencillas entre los dos clanes –se encogió de hombros–. Si lady Mairi te desagrada tanto como dices, se negará a que la acompañes.

–Puede que acepte solo para atormentarme –refunfuñó Jack. Soltó un fuerte suspiro–. Está bien, pero me debes un favor.

–No creo –contestó Robert con sorna.

–Cinco minutos –dijo Jack–. Solo nos llevará cinco minutos que yo se lo pida y que ella me rechace –no pensaba pasar más tiempo en su compañía. Iría a Ardglen, invitaría a Mairi a viajar con él a Methven, ella rehusaría y él se marcharía. Una vez en Methven para el bautizo, podrían ignorarse cordialmente.

Se recostó en la silla y la tensión de sus hombros se aflojó un poco. Mairi MacLeod y él podían sin duda comportarse civilizadamente durante un espacio tan corto de tiempo. Cinco minutos y se acabó.

 

 

–Dígale a lady Mairi MacLeod que el señor Rutherford desea verla.

Mairi estaba en el salón cuando oyó que alguien tocaba la aldaba con un repiqueteo que sonó al mismo tiempo arrogante y autoritario. Un momento después oyó hablar en el vestíbulo y una voz profunda que ahora reconocía con cada fibra de su ser la sobresaltó hasta tal punto, que estuvo a punto de cortarse los dedos, en lugar de los largos tallos de las rosas que estaba arreglando. Dejó las tijeras con cuidado sobre la mesa, se acercó de puntillas a la puerta entornada y se quedó allí, consciente de la tensión que atenazaba su cuerpo. El denso olor a rosas parecía saturar el aire, sofocando su respiración. La sangre latía con fuerza en sus oídos. Agarró con fuerza el pomo de la puerta y cerró los ojos. Le daba vueltas la cabeza.

El tiempo la había hecho aletargarse, acunada por una falsa sensación de seguridad. Había abandonado Edimburgo la misma mañana en que dejara a Jack durmiendo en su cama después de una noche de excesos. Se había ido a su casa de campo y se había recluido con la esperanza de evitar a Jack. Había empezado a pensar que estaba a salvo.

Y sin embargo allí estaba él.

Intentó controlar su respiración, convencerse de que no había peligro. Aunque Jack la hubiera identificado, no tenía por qué verlo. Les había dicho a los lacayos que no dejaran entrar a nadie, y estaban todos muy bien enseñados. Oyó que uno de ellos le negaba cortésmente la entrada.

–Lo siento, señor, pero lady Mairi no recibe invitados en estos momentos.

–A mí sí me recibirá –contestó Jack lacónicamente.

Mairi se retiró, pero era ya demasiado tarde. Quizá Jack había visto su sombra en el suelo de mármol blanco y negro del pasillo, y quizás había intuido su presencia. Solo dispuso de unos segundos de aviso. Después, Jack entró en el salón y la miró de frente. Avanzó hacia ella con paso ágil e imperioso, y Mairi sintió que se quedaba sin respiración y que un escalofrío recorría su piel. Se dio cuenta de que estaba temblando y entrelazó los dedos para no delatarse.