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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Susanna Carr

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una isla y un amor, n.º 2308 - mayo 2014

Título original: A Deal with Benefits

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4313-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

Nuestro huésped ha llegado temprano, señorita Ashley. ¡Oh, el barco es precioso! –Clea, el ama de llaves, soltó una risa aguda que resonó por el pasillo–. Tendría que ver a Louis correr al muelle para verlo de cerca.

–Debe de ser todo un barco –dijo Ashley. El marido de Clea no se movía con rapidez. Nadie lo hacía en Inez Key. Las familias llevaban viviendo allí generaciones y seguían el tranquilo ritmo de la vida isleña.

Ashley salió y miró el barco de color escarlata. Su dramática silueta parecía obscenamente agresiva en contraste con las suaves olas del océano. El barco decía mucho de su dueño. Vibrante y llamativo. Frunció los ojos y captó que solo había una persona en el barco.

–Maldición –masculló–. Es soltero.

–Estoy segura de que no dará demasiado trabajo –Clea le dio una palmadita en el hombro.

–Los huéspedes solteros son los peores. Esperan que los entretengan.

–Iré a recibirlo mientras se cambia y se pone un vestido –dijo Clea, empezando a descender por la colina que llevaba al muelle.

–No, gracias –Ashley la siguió–. Ya no me visto para los huéspedes de pago. No desde que ese jugador de baloncesto pensó que estaba incluida en el paquete de fin de semana.

–¿Y qué va a pensar ese hombre cuando la vea vestida así? –Clea señaló su ropa.

Ashley se miró la corta camiseta amarillo brillante que no llegaba a la cinturilla de los vaqueros cortados. Las sandalias gastadas eran tan viejas que se amoldaban a sus pies y llevaba el largo cabello recogido en una despeinada cola de caballo. Solo usaba maquillaje o joyas en ocasiones especiales. Un hombre no entraba en esa categoría.

–Que por aquí no nos van las formalidades.

–No sabe mucho de hombres, ¿verdad? –Clea chasqueó la lengua y miró las largas piernas morenas de Ashley.

–Sé más de lo que nunca quise saber –respondió Ashley. Le debía esa educación a su padre, cuando aparecía tras el fin de la temporada de tenis. Lo que no había descubierto gracias a Donald Jones, lo había aprendido de su cortejo.

Había usado ese saber para conseguir un generoso préstamo de Raymond Casillas. Un riesgo enorme. No se fiaba del maduro playboy, sabía que buscaría la forma de que tuviera que pagárselo con sexo. Eso no iba a ocurrir.

Por desgracia, iba retrasada en los pagos y no podía fallar ni un mes más. Ashley se estremeció al considerar las consecuencias. Unos cuantos ricos y famosos que buscaran la intimidad de su isla bastarían para librarse de la amenaza.

Ashley bajó la colina con determinación. Caminó por el muelle de madera y se protegió los ojos del sol con la mano para mirar mejor a su huésped, Sebastian Esteban.

Tenía el aspecto de un conquistador que esperase ser rodeado por nativos agradecidos. Se le desbocó el corazón al ver el espeso pelo oscuro alborotado por el viento y la camiseta ajustada al ancho pecho. Las fuertes piernas estaban cubiertas por vaqueros desteñidos. Sintió una extraña tensión en el vientre al mirar al guapo desconocido.

–Eh, ese hombre me resulta familiar –dijo Clea, situándose al lado de Ashley.

–¿Es famoso? ¿Un actor? –Ashley rechazó la idea de inmediato. Aunque era lo bastante guapo para que Hollywood tendiera la alfombra roja a sus pies, percibía que Sebastian Esteban no era del tipo que vendía sus duros rasgos masculinos. Su nariz recta y los labios finos sugerían aristocracia, pero los pómulos altos y la forma de su angulosa mandíbula indicaban que luchaba por cada centímetro de su territorio.

–No lo sé con seguridad. Tengo la sensación de haberlo visto antes –musitó Clea.

Ashley pensó que daba igual cómo se ganara la vida. No la impresionaba el estrellato. Se había apartado del mundo tras el fallecimiento de sus padres, cinco años antes. Aunque reconocía a algunas superestrellas, no seguía las novedades. Pero no se sentía capaz de tolerar a otra persona famosa que pensara que la cortesía básica era cosa del resto del mundo, no suya.

–¿Señor Esteban? –Ashley extendió la mano. Alzó la mirada y sus ojos se encontraron. Su cómoda y segura existencia se paralizó cuando oyó el latido de su corazón resonarle en los oídos. Sintió una oleada de anticipación cuando los largos dedos de Sebastian envolvieron los suyos, su mundo dio un vuelco. Vio el brillo de interés en sus ojos oscuros y la recorrió una oleada de energía salvaje.

Quiso retroceder, pero el desconocido no soltó sus dedos. Se tensó cuando su instinto le gritó que se protegiera. Estaba paralizada, envuelta en un torbellino de emociones oscuras.

–Por favor, llámame Sebastian.

–Yo soy Ashley –respondió ella, impresionada por su voz ronca y grave–. Bienvenido a Inez Key. Espero que disfrutes de tu visita.

–Gracias, lo haré –sus ojos chispearon como llamas antes de que le soltara la mano.

Ella le presentó a Clea y a Louis, notando, a su pesar, lo alto que era y cómo sus hombros bloqueaban la luz del sol. Sentía la potencia de su virilidad.

Lo miró de reojo cuando, rechazando la ayuda de Louis, se echó la mochila al hombro. Se preguntó quién era ese hombre, lo bastante rico para tener ese barco, pero que no vestía ropa de diseño. Llegaba sin acompañantes o montañas de equipaje, pero podía permitirse pasar un exclusivo fin de semana en su casa.

–Se alojará aquí, en la casa principal –dijo Clea, mientras lo escoltaban colina arriba.

Sebastian se quedó parado un momento, estudiando la blanca mansión. Tenía el rostro inexpresivo y los ojos velados, pero Ashley sintió la tensión explosiva que emanaba de él.

Los huéspedes solían quedarse admirados ante la arquitectura prebélica. Veían las líneas limpias y la grácil simetría, las enormes columnas que se elevaban del suelo al tejado negro y que rodeaban la casa. Los balcones hablaban de un elegante mundo, largo tiempo olvidado, y era fácil olvidar que las contraventanas negras protegían la casa de los elementos y no eran una mera decoración.

Nadie notaba que su hogar se estaba desmoronando. Una capa de pintura, una mesa en ángulo o un ramo de flores frescas solo podían ocultar ciertas cosas. Los muebles antiguos, las obras de arte y todo lo de valor había sido vendido hacía muchos años.

Cuando entraron al vestíbulo señorial, oyó a Clea ofrecer refrescos. Ashley miró a su alrededor, esperando no haber olvidado ningún detalle. Quería que Sebastian Esteban se fijara en la enorme escalera curva y en cómo el sol destellaba en la araña de cristal, en vez de en el papel pintado desvaído. Pero por cómo estudiaba la habitación, percibió que lo veía todo.

–Señorita Ashley –Clea le clavó un codo en las costillas–, ¿por qué no le enseña su habitación al señor Sebastian mientras voy a por las bebidas?

–Por supuesto. Por aquí, por favor –Ashley bajó la cabeza al acercarse a la escalera. No quería estar sola con ese hombre. No temía a Sebastian Esteban, pero su reacción hacia él la incomodaba. No era propia de ella.

Sintió un cosquilleo en la piel mientras subía la escalera delante de él. Los vaqueros cortados le parecieron demasiado pequeños al sentir su mirada ardiente en las piernas desnudas. Tendría que haber hecho caso a Clea y haberse puesto un vestido que cubriera cada centímetro de su piel.

Desechó la idea de inmediato. Quería protegerse pero, al mismo tiempo, quería que Sebastian se fijara en ella. Su pecho subió y bajó cuando aceleró el paso. Ashley deseó poder ignorar la intensa y furiosa atracción. No era extraño que Sebastian le pareciera sexy. A cualquier mujer le parecería deseable.

–Esta es tu habitación –dijo Ashley, abriendo la puerta de la suite principal sin mirarlo–. El vestidor y el cuarto de baño están por esa puerta.

Él fue hacia el centro de la habitación, de la que no podía tener ninguna queja. Era la más grande y tenía una vista magnífica. Ashley había puesto los mejores muebles en la zona de asientos. La cama con dosel era enorme, de caoba tallada.

Ashley cerró los ojos al sentir un incómodo calor. No sabía por qué, pero se lo había imaginado en la cama, entre sábanas revueltas, desnudo y brillante de sudor, con los fuertes brazos estirados hacia ella, dándole la bienvenida.

–¿Te estoy echando de tu habitación? –preguntó Sebastian.

–¿Qué? –la voz de ella sonó ronca. Se vio junto a él en la enorme cama y sacudió la cabeza para borrar la imagen–. No, no duermo aquí.

–¿Por qué no? –preguntó él, dejando la mochila sobre la cama. Parecía fuera de lugar sobre la antigua colcha hecha a mano–. Es la suite principal, ¿no?

–Sí –se pasó la punta de la lengua por los labios resecos. No podía explicárselo. Esa habitación, esa cama, habían sido el escenario central de la destructiva relación de sus padres. La aventura de su padre, Donald Jones, y su madre, Linda Valdez, había estado alimentada por los celos, las infidelidades y la obsesión sexual. No quería ese recuerdo–. Bueno, si necesitas algo, házmelo saber, por favor –dijo, yendo lentamente hacia la puerta.

Él apartó la mirada de la vista del océano y Ashley vio las sombras en sus ojos. Era más que tristeza. Era dolor, pérdida, ira. Sebastian parpadeó y las sombras desaparecieron de repente.

Sebastian asintió en silencio y la acompañó a la puerta. La guió hacia el umbral poniendo la mano en la parte baja de su espalda. Los dedos rozaron su piel desnuda y ella se tensó. Él dejó caer la mano, pero Ashley siguió sintiendo el golpeteo de la sangre en las venas.

Inspiró con fuerza y se alejó rápidamente, sin mirar atrás. Le daba miedo explorar sus sentimientos. No estaba acostumbrada a sentirse tentada en Inez Key y temía el reto. Llevaba años escondiéndose, desconectada del mundo, contenida y en calma. Nunca la había interesado uno de sus huéspedes, pero ese hombre le recordaba lo que se estaba perdiendo.

Y no estaba segura de querer seguir escondiéndose...

Capítulo 1

 

Un mes después

 

¿Señor? Aquí hay una mujer que quiere hablar con usted.

–Que se vaya –Sebastian Cruz siguió firmando papeles. No toleraba interrupciones cuando estaba trabajando. Probablemente fuera una antigua amante que había pensado que el elemento sorpresa y el drama llamarían su atención. Sus empleados tenían experiencia manejando esas situaciones y se preguntó cómo había conseguido esa mujer llegar a la suite ejecutiva.

–Insiste en verlo y no ha dejado la recepción en todo el día –siguió su ayudante, con cierta simpatía por la mujer–. Dice que es urgente.

Sebastian pensó que todas decían eso. Lo molestaba más que provocarle curiosidad o halago. No entendía por qué esas mujeres sofisticadas montaban escenas públicas cuando era obvio que la relación había llegado a su fin.

–Pida a seguridad que la saquen del edificio.

–Había pensado hacerlo, pero dice que usted tiene algo suyo –el joven carraspeó y se ajustó la corbata con nerviosismo–. No me ha dicho qué, dice que es privado. Ha venido a recuperarlo.

Sebastian frunció el ceño y firmó otro documento. Era imposible. No era sentimental y no guardaba recuerdos ni trofeos.

–¿Le ha preguntado su nombre?

–Jones –dijo su ayudante, nervioso por la censura que oía en su voz–. Ashley Jones.

La pluma de Sebastian se detuvo en el aire. El documento pareció emborronarse ante sus ojos y los recuerdos invadieron su mente. Recordó la suave cascada de pelo castaño cayendo sobre sus hombros desnudos. Su energía salvaje y su risa. La excitación surcó sus venas al pensar en su piel dorada por el sol y en su boca rosada.

Ashley Jones había hechizado sus sueños todo el mes. Había intentado sacársela de la cabeza distrayéndose con trabajo y mujeres, pero no podía olvidar la desinhibición de su respuesta. Ni su altanero rechazo.

Sebastian recordaba esa mañana vívidamente. Aún desnuda sobre la cama, le había dicho que no estaba interesada en más que una aventura de una noche. Había compartido más que su cuerpo con él, pero de repente ya no lo consideraba lo bastante bueno para respirar el mismo aire que ella. Tenía los labios enrojecidos por sus besos, pero no se dignaba a mirarlo a los ojos.

Ashley no había sabido que era el soltero más deseado de Miami. Un multimillonario de gran influencia. Mujeres ricas, poderosas y de sangre azul lo perseguían. Hacía años que se había librado de la pestilencia del gueto y pasado a formar parte de la alta sociedad. Pero ella lo había rechazado como si fuera una princesa en su torre de marfil y él siguiera viviendo en las calles. ¿Quién se creía que era? Ashley no había movido un dedo para vivir como vivía, mientras que él seguía luchando por el imperio que había creado con las manos desnudas.

–Creo que es la hija de aquella leyenda del tenis –siguió su ayudante con tono escandalizado–. Ya sabe, el asesinato-suicidio. Fue noticia de portada hace unos años.

Donald Jones. Las aletas de la nariz de Sebastian se ensancharon e intentó controlar su ira. Lo sabía todo del tenista y su familia. Se había ocupado de averiguarlo todo sobre Ashley.

Había recibido algunas sorpresas cuando la conoció, pero su primera impresión había sido correcta. Era una heredera malcriada que vivía en el paraíso. No sabía lo que eran la pobreza, el sufrimiento o la supervivencia. Para una mujer como Ashley Jones, el mundo era su reino.

Sebastian achicó los ojos cuando se le ocurrió una idea. Se le aceleró el corazón al considerar las posibilidades. Sabía por qué estaba allí. Quería saber cómo había conseguido su preciosa isla y cómo recuperarla.

Torció la boca al imaginar su venganza. No tendría tanta prisa en rechazarlo sabiendo que tenía algo que ella quería. Tenía la oportunidad de verla doblegarse y perder su tono de superioridad. Sebastian quería despojar a esa mujer de su orgullo y su estatus. Llevársela a la cama una noche, disfrutar del exquisito placer que haría al amante más cínico creer en el edén, para luego desdeñarla.

–Por favor, hazla entrar –dijo Sebastian con frialdad–, después puedes irte por hoy.

 

 

Ashley, sentada al borde del sillón de cuero blanco, observaba el sol ponerse en la línea del cielo de Miami. Sintió un pinchazo de nostalgia al ver la silueta de los altos edificios recortándose contra el cielo coral y rosa. Se sentía incómoda rodeada de acero y cristal, ruido y gente. Echaba de menos sentarse a solas en su cala favorita mientras el sol se hundía en el océano turquesa.

Tal vez no volviera a verlo. El miedo oprimió su corazón y sintió acidez en el estómago al recordar la carta de desalojo. Había sentido el mismo horror al descubrir que, cuando se retrasó en dos pagos, Sebastian Cruz había comprado su deuda y se había convertido en el propietario de la isla de su familia.

Ashley apretó los labios y rezó por poder llegar a un acuerdo con el señor Cruz y recuperar su isla de inmediato. No sabía qué iba a hacer si no conseguía hacerle ver la razón.

Soltó el aire lentamente, consciente de que no podía pensar así. La derrota no era una opción. Esa era su última oportunidad e iba a encontrar la manera de recuperar su hogar familiar.

Miró a su alrededor. La sala de espera estaba mucho más tranquila desde que la mayoría de los oficinistas se habían ido tras acabar la jornada. Sin embargo, el entorno seguía intimidándola. Había estado a punto de no entrar al rascacielos de línea esbelta y agresiva. Había requerido mucho coraje pasar el día sentada allí, sintiéndose pequeña e invisible, mientras los empleados se enfrentaban a la jornada de trabajo con una energía desmedida.

Movió la cabeza al oír unos pasos resonar en el suelo negro. Un hombre alto y trajeado, con el que había hablado antes, se acercó.

–¿Señorita Jones? El señor Cruz la verá ahora.

Ashley asintió. Se le cerró la garganta por la ansiedad. Se levantó y, con las piernas rígidas y las manos heladas, siguió al hombre.

«Puedes arreglar esto», se recordó con fiereza, pasándose las manos por el pelo. Había tardado mucho en recoger su salvaje melena en un moño, y tenía la sensación de que iba a desmoronarse.

Mientras seguía al hombre, sin duda un ayudante, intentó no dejarse amilanar por el austero y frío pasillo. No sabía cómo Sebastian Cruz había conseguido Inez Key, pero sabía que tenía que ser un error. No se podía imaginar qué quería un hombre tan rico de una isla ruinosa.

Ashley miró al ayudante. Sentía la tentación de preguntarle por Sebastian Cruz, pero dudaba que le dijera mucho. Se arrepentía de no haber investigado al propietario de Conglomerado Cruz. A juzgar por sus oficinas, sospechaba que era un caballero mayor y formal que valoraba la propiedad y el estatus.

Ashley se alisó el antiguo vestido blanco que había pertenecido a su madre. Se alegraba de haberlo elegido. Estaba pasado de moda, pero sabía que le daba un aspecto dulce y modesto.

Solo tenía que acordarse de hablar como una dama. Se detuvo ante las enormes puertas negras que conducían al despacho del señor Cruz mientras el ayudante llamaba a la puerta. «Cuida tu lenguaje», se dijo, pasándose la lengua por los labios resecos. Sabía mejor que nadie que una mala palabra podía estropearlo todo.

Ashley apenas oyó la presentación del ayudante. Percibiendo el tamaño de la habitación, controló el impulso de mirar a su alrededor. Esbozó una sonrisa educada y estiró la mano, pero se quedó helada al ver a Sebastian Cruz.

–¡Tú! –gritó instintivamente, retirando la mano. Ante ella estaba el hombre al que había esperado no volver a ver nunca. Sebastian Cruz era quien había vuelto su mundo del revés un mes antes, derrumbando sus defensas y mostrándole un mundo de placer y promesas.

Ashley se tensó como si fuera a escapar. No sabía qué estaba ocurriendo. Ese no podía ser Sebastian Cruz. Era Sebastian Esteban. El nombre estaba grabado en su mente para siempre. Una mujer nunca olvidaba a su primer amante.

Pero ese hombre no se parecía en nada al misterioso huésped que había pasado un fin de semana en Inez Key un mes antes. Los vaqueros desgastados y la sonrisa cómplice habían sido reemplazados por un traje formal y unos labios tensos. Paseó la mirada por el corto pelo negro, los grandes ojos marrones y la barbilla altiva. Era atractivo pero intimidante. Amenazador.

El traje negro y bien cortado a duras penas ocultaba el poder salvaje de Sebastian. Su figura esbelta y musculosa insinuaba que era grácil, rápido y poderoso. Un hombre que podía luchar sucio y duro.

Él sonrió y Ashley sintió un escalofrío de intranquilidad. Los dientes blancos le hicieron pensar en un animal sediento de sangre que fuera a desgarrar a su presa. Temblorosa, dio un paso atrás. Sebastian era deslumbrante, pero sus recuerdos de él habían paliado el magnetismo de su poder y virilidad.

–Ashley –dijo con voz sedosa, señalando la silla que había frente al escritorio. No parecía sorprendido de verla–. Por favor, siéntate.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella sintiendo un torbellino de emociones. Se sentía mareada, vulnerable. Quería sentarse y protegerse, pero no podía darle ninguna ventaja–. No entiendo. Él te ha llamado señor Cruz.

–Ese es mi nombre –dijo él.

–¿Desde cuándo? –su voz sonó aguda y Ashley intentó contenerse–. Me dijiste que eras Sebastian Esteban.

–Ese es parte de mi nombre. Esteban es el apellido de mi madre –los ojos oscuros la escrutaron, como si eso debiera significar algo para ella–. Soy Sebastian Esteban Cruz.

Ella lo miró, esperando más. Pero él siguió sentado en su trono, mirándola con impaciencia. No iba a pedirle disculpas, era obvio.