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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Mary Taylor Burton

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Sueños del ayer, n.º 329 - junio 2014

Título original: Rafferty’s Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4351-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para mi hermana, Kim

Prólogo

 

Libby Prison

Richmond, Virginia.

Febrero de 1864

 

Cuando era niño, Travis Rafferty nunca había sido el mejor de los raterillos de los callejones de Richmond, pero durante un tiempo, se las había arreglado bastante bien.

Hasta el día en que el sheriff lo había atrapado.

El representante de la ley lo había mandado al ejército, y le había dicho que la disciplina militar era exactamente lo que necesitaba. Allí le inculcarían el sentido del honor y le darían un objetivo en la vida, y le enseñarían a ser paciente, le gustara o no.

Y, para sorpresa de Travis, la estructura y la disciplina le habían gustado. Por no mencionar la cama caliente y las comidas diarias.

Su mente, tan hambrienta como su cuerpo, había asimilado todas las lecciones. Había descubierto su habilidad como explorador y su puntería, y había aprendido a leer y a escribir.

El ejército se había convertido en su familia y lo había hecho un hombre. A los treinta y dos años lo habían ascendido a capitán y se había ganado el reconocimiento en Washington. Y, lo más importante, tenía el respeto de sus hombres.

El ejército había hecho mucho por Travis Rafferty.

Sin embargo, allí nunca le habían enseñado a ser un buen prisionero de guerra.

Travis empezó a tamborilear los dedos en el suelo de madera mugriento de la celda donde se hacinaban más de un centenar de presos hambrientos de la Unión. Estaba deseando que pasaran las nueve horas siguientes.

Algunos de sus compañeros estaban acurrucados junto al barril de agua y otros estaban sentados por los rincones, pero todos tenían la mente puesta en lo mismo: en nueve horas serían libres.

Desde que los rebeldes del sur lo habían capturado, tres semanas atrás, Travis había estado planeando la fuga. Habían estado excavando un túnel que llevaba desde la cocina de la cárcel hasta el almacén. Aquella noche, cuando se pusiera el sol, se marcharían. Todo había salido según lo planeado.

Sin embargo, el dulce sabor de la libertad se le amargó en la boca al mirar al soldado que yacía agonizante a su lado. Travis levantó el vendaje que cubría la herida del teniente Michael Ward. El oficial se estremeció y gruñó.

Dos días antes se había enzarzado en una pelea con otro prisionero, y los guardias habían disparado. El otro hombre había muerto en el acto. A Ward le habían alcanzado en el hombro. El doctor Ezra Carter, un simpatizante de la Unión, le había extraído la bala y había prometido que regresaría a la cárcel con una medicina para detener la infección. Sin embargo, el anciano no había vuelto por allí.

Rafferty soltó una maldición.

Tenía muy pocas cosas en común con Ward, pero el joven era del ejército de la Unión. Su familia. Y Rafferty era fiel a los suyos.

Ward abrió los ojos con la expresión crispada por el dolor.

—¿Qué aspecto tiene?

—Mejor —mintió Travis.

—Yo no me siento mejor —susurró el muchacho.

Travis esbozó una sonrisa forzada.

—El médico te va a traer la medicina muy pronto.

—Quiero irme con los demás esta noche.

Ward estaba demasiado enfermo como para arrastrarse por el túnel, y aunque lo consiguiera, el viaje hacia el norte acabaría con él. La medicina era su única esperanza en aquel momento. Con ella tendría una oportunidad de sobrevivir.

—Lo primero que tenemos que conseguir es que te cures.

—No estoy mejorando, capitán —dijo él, con desesperación—. El dolor es peor cada día que pasa, y usted y los demás se marcharán. No quiero morir solo en este lugar.

—Aguanta. El doctor Carter volverá —dijo Travis. Aquella impotencia le provocaba deseos de dar puñetazos contra la pared—. Estarás perfectamente antes de que termine la semana.

Ward tosió e hizo un gesto de dolor.

—Hábleme. Me ayuda a olvidarme del dolor.

—¿De qué te gustaría que habláramos?

Ward se humedeció los labios.

—¿Tiene familia?

—El ejército es mi familia.

—¿No está casado?

Travis volvió a sentir sal en aquella herida abierta.

—Estuve prometido, pero las ausencias largas eran demasiado para ella. Se casó con otro.

—Lo siento.

—No te preocupes —le dijo.

Había sido un tonto al pensar que una mujer de alta sociedad como Isabelle aguantaría los sacrificios y la soledad que exigía ser la mujer de un soldado.

—Yo me casé hace muy poco con mi mujer, Roberta —dijo Ward—. Tengo que volver con ella. Lo es todo para mí.

—Volverás.

Ward se movió, hizo un gesto de dolor y cerró los ojos.

—No quiero morir aquí.

A Travis se le encogió el estómago. Había visto morir a muchos hombres en aquellos tres años de guerra.

—Acuérdate de que me prometiste que me invitarías a una cena cuando llegáramos a Washington.

Ward sonrió débilmente.

—Es cierto.

Fuera de la celda hubo un movimiento que atrajo la atención de los hombres. Todos se acercaron a la puerta.

—Atrás —gritó el guardia—. O no abriré la celda.

Los prisioneros protestaron, pero se retiraron hacia atrás.

Al desdoblar su cuerpo de guerrero hasta su altura de un metro ochenta y cinco, Travis sintió que las articulaciones entumecidas protestaban. Sin embargo, se mantuvo erguido.

—Ojalá sea el médico —murmuró.

Sin embargo, cuando se abrió la puerta de la celda, en vez del doctor Castleman, apareció una mujer joven que sostenía un farol y que llevaba un maletín de cuero al hombro. La luz del farol le iluminaba los rizos rojizos y la capa negra que llevaba revelaba un cuerpo esbelto.

Todos los hombres se fijaron en ella y empezaron a susurrar. Al igual que Travis, muchos no habían visto a una mujer durante meses. Era como una brisa de verano inesperada en aquella celda helada.

La mujer observó el mar de presos muertos de hambre y palideció. Travis pensó que se marcharía.

—Le estaría bien empleado que la destrozaran —le dijo el carcelero confederado—. No es usted más que una traidora.

La mujer levantó la barbilla.

—Eso es todo, gracias. Lo avisaré cuando quiera marcharme.

El carcelero escupió a sus pies y cerró la puerta. La mujer se quedó inmóvil mientras los hombres se arracimaban a su alrededor. Uno se le acercó y le tocó la manga del vestido. Ella se movió un poco hacia la derecha y se tropezó con otro soldado que le acarició la mejilla.

—¡No haga eso! —le dijo, con cierto nerviosismo.

Travis salió de entre los hombres.

—Apartaos. Dejadla respirar.

Los hombres se quejaron, pero obedecieron.

Travis, aliviado por no tener que enfrentarse a una sublevación, se volvió hacia la mujer.

—¿Quién es usted?

—Meredith Carter, la sobrina del doctor Castleman.

—¿Ha venido en su lugar?

—Mi tío Ezra está muy enfermo. No ha podido venir.

—Yo necesito un médico, no una aprendiz.

—Si quiere, me marcharé —dijo. El acento sureño no mitigó la ira de su tono de voz.

Un sargento se acercó y pasó por delante de Travis.

—Me llamo Franklin Murphy —le dijo educadamente.

Ella asintió, pero no dijo nada.

—No deje que el capitán Rafferty la asuste. Es de primer orden. Hemos servido juntos en el ejército. De hecho, nos capturaron cerca de Ashland hace tres semanas. Perdimos unos cuantos hombres, pero nos llevamos por delante a unos cuantos rebeldes antes de que nos atraparan.

A ella empezaron a temblarle visiblemente las manos.

—Mi marido es coronel del ejército confederado. Lo último que supe de su batallón es que se dirigían a Ashland.

La sonrisa de Murphy se desvaneció.

—Eh…

Travis miró su mano izquierda. Su alianza de oro brillaba bajo la luz del farol. El hecho de saber que estaba casada lo irritó más de lo que hubiera debido.

—¿Está casada con un rebelde? Su tío apoya a la Unión.

—Él y yo no estamos de acuerdo en todo.

Los hombres se acercaron para escuchar mejor la conversación. Unos cuantos gruñeron en señal de desaprobación. La mayoría estaban simplemente contentos de estar cerca de ella.

—¿Por qué ha venido? —le preguntó Travis.

—Porque mi tío me lo pidió. Se negó a descansar hasta que yo trajera el ungüento.

—De otro modo, usted no habría venido.

Ella apretó los labios.

—No. La Unión ha destruido casi todo lo que yo amaba.

—¿Y cómo sé que no está aquí para espiarnos? —lo dijo con la voz baja pero llena de ira.

—No estoy aquí para espiarlos —respondió ella—. He venido a traer una medicina, tal y como le prometí a mi tío. Cuando haya terminado mi trabajo, me marcharé y no volveré más.

—No la creo.

—Muy bien. Entonces me marcharé ahora —dijo Meredith, y se acercó a la puerta para llamar al carcelero.

Mientras estudiaba sus rasgos delicados, él pensó en las opciones que tenía. Debería aceptar la medicina y mandar a la mujer fuera de allí. Lo que menos necesitaba en aquel momento era tener a la esposa de un rebelde fisgoneando horas antes de la fuga. Sin embargo, él no sabía nada de medicinas y, que Dios lo ayudara, aquella mujer tenía algo que conseguía que Travis quisiera confiar en ella.

—El herido está por aquí —le dijo, y sin esperar a que ella accediera a verlo, le quitó la linterna de la mano para guiarla.

Cuando llegaron junto a Ward, la ira que había en la mirada de Meredith desapareció. Sin decir una palabra, se arrodilló y le puso al muchacho la mano en la frente.

—Está ardiendo.

Travis se arrodilló junto a ella para alumbrar a Ward.

—Su tío dijo que sin el ungüento, la fiebre lo mataría.

Cuando ella separó la venda, rígida por la sangre seca, del hombro herido, tuvo que apretarse la mano contra la nariz al percibir el horrible olor. Ward se estiró y abrió los ojos.

—¿Un ángel?

Ella frunció el ceño.

—No, no soy un ángel.

—Pareces un ángel —dijo Ward, delirando—. Si tuvieras alas, podrías sacarme de aquí.

Ella se volvió hacia Travis.

—El tío Ezra tenía razón sobre la infección. En estas condiciones, el ungüento puede ayudar, pero no sé si será suficiente para salvarle la vida —le dijo, paseando la mirada por la suciedad del suelo.

—Haga lo que pueda por él.

La señora Carter asintió y sacó de su bolso un saquito, un mortero y una botella llena de agua. Mezcló los ingredientes en el mortero y los convirtió en una pasta fina.

—Antes de ponerle esto, tengo que limpiar la herida. Usted y sus hombres tendrán que sujetarlo.

Murphy se adelantó.

—Yo ayudaré.

Travis asintió.

—Agárralo por las piernas, y yo le agarraré las manos.

Travis le tendió el farol a uno de los soldados y le ordenó que lo mantuviera alto.

—Adelante —dijo después.

La señora Carter sacó un trapo blanco y limpio del bolso, lo empapó en alcohol y empezó a limpiar la herida. Inmediatamente, Ward abrió los ojos y empezó a gritar.

—Quizá sería mejor que parara —dijo Murphy—. Se está muriendo de dolor.

Travis agarró con más fuerza y miró fijamente al grupo de hombres que se había acercado hacia ellos.

—Hay que hacer esto. Todo el mundo hacia atrás. Dejadle sitio para trabajar.

La señora Carter siguió con su tarea, retirando la suciedad y la carne muerta. Cuanto más gritaba Ward, más le temblaban las manos, pero no se detuvo.

Cuando terminó, la celda estaba completamente en silencio, excepto por los gemidos de Ward. El teniente, empapado en sudor, movía la cabeza frenéticamente de lado a lado.

—No quiero morir aquí.

Temblando de la impresión, Travis le preguntó a Meredith:

—¿Ha sido esta la peor parte, señora Carter?

—Sí. Lo demás no será tan horrible —respondió Meredith. Las sombras que se formaban bajo el farol le acentuaban las ojeras. Parecía frágil y cansada, pero era una preciosidad.

Si él la hubiera conocido en otro lugar, en otro momento, antes de que ella se hubiera casado...

Travis se quitó aquella idea de la cabeza. No tenía sentido pensar en algo que nunca podría ocurrir.

Ella le extendió el ungüento a Ward por el hombro, lenta y cuidadosamente. Después se limpió la mano y le vendó la herida. Cuando terminó, Travis se dio cuenta de que había hecho un excelente trabajo.

—La he subestimado.

Su mirada verde se posó en él, y a Travis se le aceleró el pulso. Estaban tan cerca que notaba el calor de su cuerpo.

—Ya lo sé.

Ninguno de los dos dijo una palabra más mientras ella recogía sus cosas y las metía en el bolso. Cuando terminó, Travis se levantó y le ofreció la mano para ayudarla.

—Hemos tenido un mal comienzo.

Ella se puso de pie sin aceptar su galantería.

—No se preocupe.

Travis bajó la mano, molesto.

—¿Sobrevivirá? —le preguntó, mirando a Ward.

Ella suspiró.

—Si se le trata asiduamente...

Travis asintió.

—¿Cuándo volverá su tío a visitar a Ward?

—Mi tío está muy enfermo. No creo que pueda venir de nuevo.

Travis odiaba pedir favores.

—¿Y usted?

—No creo que sea inteligente volver. Mi marido no lo aprobará en absoluto.

Abrió el maletín y sacó de él ungüento y vendas limpias.

—Aquí tiene. Esto le servirá para curarlo durante unos días.

Travis no estaría allí para cambiarle el vendaje.

—Olvide por un momento que el que se lo está pidiendo es un yanki. Este hombre necesita su ayuda.

Parecía que ella iba a negarse otra vez, pero entonces, miró a Ward y, por la tristeza que Travis vio en sus ojos, supo que ella no era de las que le volvían la espalda a los que la necesitaban.

—Depende mucho de lo generosos que se sientan los guardias. Algunas veces, ni siquiera dejan entrar a mi tío.

—Pero usted lo intentará —insistió él.

Varios soldados de la parte de atrás de la celda empezaron a montar jaleo.

—¡Déjame pasar! —gritó uno—. Yo no he podido mirar a la mujer todavía.

—¡Ni lo sueñes! —gritó otro—. Yo tampoco he visto nada y no voy a dejarte mi sitio.

Los prisioneros empezaron a empujar y a darse codazos. Estaban dispuestos a pelearse sólo por verla. Las voces se volvieron más altas, más irritadas. Travis pensó que, finalmente, sí iba a tener un motín.

—No se mueva —le dijo a la señora Carter.

Mientras Travis se enfrentaba con los soldados, ella se volvió hacia Ward.

—Teniente —le dijo, agachándose—. Pronto se sentirá mejor. Yo tengo que marcharme, pero el capitán Rafferty ha prometido que lo cuidará.

Ward abrió los ojos.

—¿Rafferty?

—Sí. Él le cambiará mañana el vendaje. Yo volveré si puedo.

Travis notó un silencio que le puso el vello de punta. Se volvió y vio que Ward fruncía el ceño.

—Travis no puede cambiarme las vendas. Se marcha esta noche, con los otros.

Travis contuvo la respiración, y la señora Carter le dio unos golpecitos a Ward en el brazo.

—Nadie se va a ninguna parte, teniente.

—Me van a dejar aquí. Se van a escapar por el túnel —dijo él, quejumbroso.

Ella no miró hacia arriba, pero se quedó muy rígida.

—Un túnel —susurró—. Oh, Dios mío.

Travis vio cómo palidecía.

Lo sabía.

La señora Carter se levantó rápidamente. Los demás hombres que los rodeaban también lo habían oído. Su admiración por ella se había transformado en sospecha.

Travis sintió una oleada de miedo. La señora Carter había ayudado a Ward, pero aquello no cambiaba el hecho de que fuera la esposa de un rebelde. Si le decía una sola palabra a los guardias, se habrían evaporado semanas de esfuerzos y de sueños.

Con la mirada baja, ella se levantó y empezó a andar hacia la puerta, sin importarle que la tocaran los prisioneros y sin darse cuenta de que se había dejado el maletín en el suelo.

Travis agarró la correa y la alcanzó cuando había llegado a la puerta.

—¿No se le olvida algo?

Ella se puso muy roja y tomó el maletín.

—Muchas gracias. Tengo que irme.

—No. Primero tenemos que hablar.

Ella sonrió débilmente.

—Si es por el teniente, volveré a visitarlo. Quizá mañana.

Él la tomó por el brazo.

—No se haga la tonta. Sabe lo del túnel.

Ella se estremeció.

—Suélteme.

Varios hombres escucharon su voz, demasiado aguda. Entonces dejaron de discutir y se acercaron.

—Por favor, ¿alguno de ustedes podría decirle a su capitán que me deje marchar?

Travis los miró fijamente.

—Que nadie se mueva.

Los hombres obedecieron.

La señora Carter miró a Travis aterrorizada.

—He venido aquí a ayudar a ese hombre, no a averiguar secretos.

Él sintió que se le encogía el estómago. No podía permitirse el lujo de confiar en ella.

—Sin embargo, se ha tropezado con uno.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No voy a decirlo, se lo juro.

Él le clavó los dedos en el brazo.

—¿Cómo puedo saber que no miente?

—No lo sé, pero le juro que no diré nada.

Él le agarró uno de los rizos y lo giró entre los dedos. Era de seda.

—Voy a confiar en usted, pero no me desilusione. Si lo hace, la encontraré, cueste lo que cueste. ¿Lo entiende?

Ella asintió.

Travis la observó durante unos segundos tensos, interminables. Varios hombres empezaron a quejarse cuando se enteraron de lo que acababa de suceder. Rápidamente, él la guió hacia la puerta.

—¡Guardia! La señora Carter se va.

Murphy se les acercó, mirando a la señora Carter muy alarmado.

—Se están enterando muy rápido. Están desesperados, lo suficiente como para echarse encima de ella.

—Lo sé —murmuró Travis.

El guardia se acercó a la celda con toda tranquilidad. Cuando estaba abriendo la puerta, Travis le apretó el brazo y acercó la boca a su oído para decirle:

—Soy el mejor rastreador de toda la Unión. Lo que mejor hago en el mundo es encontrar a la gente. Recuerde eso, ángel.

 

 

Unos segundos después de medianoche, sonó una alarma que alertó a la ciudad de que se estaba produciendo una fuga en la cárcel. El viento propagó los ladridos de los perros, el estruendo de los disparos y los gritos de los prisioneros.

Travis, uno de los primeros que había salido del túnel, se escondió en la orilla llena de barro del James River y observó a los guardias confederados corriendo por la zona.

¡Habían descubierto la fuga!

Una bala le pasó rozando y se vio obligado a saltar a las aguas oscuras y heladas del río. Rezó por que los perros perdieran su olor. Se adentró, andando sobre las piedras resbaladizas del fondo. Al cabo de unos minutos, el frío le había entumecido los miembros.

No supo cuánto tardó en cruzar a la otra orilla. Cuando lo consiguió, estaba exhausto y helado. Se desmayó en el barro, y su cuerpo desnutrido se negó a obedecerlo. Descansaría durante un minuto. Dios, estaba tan cansado...

¿Qué era lo que había hecho mal? ¿Qué había sucedido? Entonces, recordó al ángel. Ella había jurado que guardaría el secreto, y él, que Dios lo perdonara, la había creído.

Hundió los dedos en el barro, respiró hondo y consiguió ponerse de rodillas. La furia lo ayudó a ponerse de pie, y empezó a correr para alejarse del río.

Si Meredith Carter les había dicho a los guardias lo del túnel, Travis la encontraría.

El tiempo que le costara no tenía importancia.

 

 

La misma alarma despertó a Meredith aquella noche. El corazón se le subió a la garganta. Sin dudarlo, se acercó a la ventana y descorrió las cortinas para mirar, por encima de los tejados de las casas, hacia la cárcel. El paisaje estaba iluminado por las estrellas y la luna llena, que se reflejaba en las aguas del río.

Meredith apoyó la cabeza contra el cristal helado y dejó escapar un suspiro. Después se puso la mano en el estómago. De repente, se sintió mareada.

La fuga de la prisión había fracasado.

Se pasó una mano temblorosa por el pelo. Ella había mantenido la promesa que le había hecho a Rafferty y había guardado el secreto. Sin embargo, algo le dijo que él la culpaba.

«Lo que mejor hago en el mundo es encontrar a la gente».

Algún día, él la encontraría.

Uno

 

Trail’s End, Texas.

Abril de 1866.

 

—¡Demonios, Meredith! Cuando el doctor Castleman me sacó un diente la última vez, no me dolió tanto —dijo el sheriff Fox Harper mientras se frotaba la mandíbula hinchada. Después escupió en una bacinilla—. Para ser tan poquita cosa, tienes la fuerza de un buey.

Meredith guardó los instrumentos en el maletín de su tío y se dirigió hacia el fregadero de la cocina para lavarse las manos.

—Si me hubiera llamado antes, se habría ahorrado mucho dolor.

La mujer del sheriff, una mujer de pelo blanco, le alargó a su marido un trapo lleno de hielos.

—Llevo días diciéndole que te llame —le dijo la señora Harper a Meredith—. Pero él decía que no quería, que estaba preocupado porque no eres médico.

El sheriff se ruborizó.

—Meredith, eres una estupenda enfermera, pero los hechos son los hechos. No eres médico como tu tío.

Meredith empezó a mezclar unas hierbas en un cuenco con agua y lo removió todo con una cuchara. Entendía la preocupación del sheriff. Su tío había sido un gran médico, y todo el mundo de Trail’s End lo echaba de menos.

—Tiene razón en las dos cosas, sheriff Harper.

El sheriff miró a su esposa con la ceja arqueada y se apretó el hielo contra la mejilla. La señora Harper se encogió de hombros.

—No me importa los estudios que tengas. Para mí, eres mucho mejor que la mayoría de los médicos de verdad que he conocido. Sólo espero que el nuevo doctor al que ha contratado la ciudad no sea un borracho.

Sin hacerle caso a su mujer, el sheriff se puso los anteojos.

—¿Qué es eso que estás mezclando, Meredith?

—Un poco de tisana, que le calmará el dolor y la hinchazón —dijo ella, y le acercó el cuenco para que lo viera. Él hizo un gesto de repugnancia.

—No me gustan las medicinas.

La señora Harper sacudió la cabeza.

—Hombres ¿Por qué será que se comportan como niños cuando se ponen enfermos?

Meredith intentó tragarse la sonrisa y le dio al sheriff el cuenco. Parecía increíble que aquél fuera uno de los más temidos representantes de la ley en Texas.

—Beba, sheriff.

—Huele muy mal —dijo el sheriff, y dejó la taza sobre la mesa—. No pienso beberme una cosa que huele a calcetines sucios.

Su esposa se plantó las manos en las caderas.

—Si no te lo bebes, vas a dormir en el porche esta noche. No tengo por qué estar despierta toda la noche aguantando tus quejidos.

El hombre tomó la taza de mala gana y se tragó la tisana de una vez. Inmediatamente se quedó pálido y empezó a toser. Aceptó un vaso de agua que le estaba tendiendo Meredith y se lo bebió.

—¡Me has envenenado, Meredith!

Meredith se rió y abrió el bolso para sacar un pequeño saquito de hierbas.

—Vivirá usted cien años —le dijo—. Señora Harper, tiene que mezclar esto con agua caliente y dárselo todas las mañanas, cuando se despierte.

—No voy a beberme eso de nuevo —dijo el sheriff, con un mohín.

La señora Harper se metió el saquito en el bolsillo del delantal.

—Por supuesto que sí.

Meredith se rió de nuevo. Sabía que el sheriff no tenía nada que hacer con su esposa.

—Señora Harper, la medicina le dará sueño. Además, necesita una buena noche de descanso. Avíseme si hay algún problema.

La señora Harper se sacó cuatro monedas del bolsillo y se las dio a Meredith.

—Lo haré.