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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Muna Shehadi Sill

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una apuesta peligrosa, n.º 1473 - agosto 2014

Título original: Beauty and the Bet

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4635-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Publicidad

Capítulo 1

 

Pero claro que importa el tamaño! —François resopló—. Las mujeres decís que no, pero siempre queréis hombres que la tengan grande.

Heather Brannen dio un sorbo del agua con gas para no soltar lo que realmente quería decir.

—Sólo quiero decir que si la forma es bonita, no tiene que ser grande... Marco tenía...

—¡Marco! —el anciano se agarró del fular como si fuese a ahorcarse— Es como la de un niño pequeño.

—Bueno, Bryan. Era mucho más grande.

—¡Ja! Tiembla como un adolescente.

—Ricky... abrumadoramente grande...

—Rick es un soso.

—Entonces, Ed.

—¡Ni hablar! Ed es como un viejo. No tengo tiempo para flaccideces.

Heather apretó los dientes para no dejar escapar toda su impotencia y miró a su jefe. Una ráfaga de viento ardiente sopló sobre las mesas de la terraza como si corroborara la opinión que tenía de él en esos momentos.

—¡Buscamos algo más que una parte del cuerpo! —François tiró su sombrero negro sobre la mesa—. Buscamos la esencia misma de la virilidad. O consigo la perfección o no hago las fotos. ¡No!

Heather tomó aire. François tenía que recapacitar. Aquella sesión le proporcionaría a ella suficiente dinero como para abrir su propio estudio fotográfico en la costa de Connecticut. Podría huir de las multitudes y la suciedad de Nueva York. Podría definirse y empezar a sentar las bases de su vida. Además, lo que era igual de importante, François volvería a entrar en ese mundo, que era donde tenía que estar. Heather no se olvidaba de lo mucho que había hecho por ella y de lo mucho que su obra la había inspirado. Sí, tenía que olvidarse de que a veces era terco como una mula.

—Mira, hemos hecho un repaso de todos los modelos masculinos que pueden respirar sin asistencia mecánica. Este encargo es una bendición. No puedes permitirte...

—No puedo permitirme poner en peligro mi arte. Necesito... un hombre de pies a cabeza. Un hombre que transmita que ha conquistado a Eva, que ha construido naciones, que ha pasado a cuchillo a ejércitos enteros, que se rasca sin importarle quién esté mirando... —se cruzó las piernas y la miró desafiantemente—. No me lo has enseñado. ¿Dónde está?

—Detrás de ti, preciosa.

Una voz profunda y segura de sí misma los interrumpió. Heather se volvió y se estremeció. Evidentemente, era un pedazo de carne sin dos dedos de frente. Demasiado guapo de cara, un cuerpo que parecía que iba a estallar y rubio. También podría haber llevado una insignia que dijera que él se amaba y que todos los demás deberían hacer lo mismo.

El hombre se quitó las gafas de sol con un gesto muy estudiado y sonrió como si fuera el anuncio de un dentífrico.

—He oído vuestra conversación. Me llamo Rod —se inclinó hacia Heather mostrando todos los dientes—. Tengo lo que necesitáis y siempre estoy dispuesto a hacer una prueba. Ya sabéis lo que quiero decir...

François soltó un bufido de desprecio.

—¿Tú? ¡Ja! La tuya es pequeña y redondeada. Es la peor barbilla que he visto en mi vida.

—¿Barbilla...?

Los ojos de Rod se nublaron por el desconcierto y sus amigos estallaron en una carcajada a sus espaldas.

Heather también dejó escapar una risotada. Rod se encogió de hombros en un intento de recuperar su dignidad y se acercó un poco más hasta que ella captó el olor a gimnasio.

—La oferta sigue en pie. ¿Qué te parece si pasamos del viejo y vamos a tomar algo? Un bombón como tú tiene que estar deseando un poco de acción.

Heather dejó de reírse y sintió que se le revolvían las tripas. Siempre pasaba lo mismo. No era culpa suya si había nacido así. Los hombres no se daban cuenta de que en aquel cuerpo había una persona normal. Todos creían que lo único que le interesaba en la vida era el sexo inmediato con el primero que se le pusiera delante. Cuando hacía frío se tapaba con abrigos, bufandas y sombreros, pero en verano hacía demasiado calor. La descubrían aunque llevara un vestido informe, no llevara maquillaje y su peinado fuera un desastre. Suspiró. Por lo menos había elaborado un sistema infalible de deshacerse de los moscones.

—¿Quieres acompañarme? —le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja—. En estos momentos iba a ir a Central Park a buscar babosas. Estoy deseando encontrar una babosa anillada para mi colección. Son unas criaturas increíbles. Tan elegantes y delicadas, pero tan incomprendidas... Me encantaría poder hablar contigo del mundo de los invertebrados.

A Rod se le ensombreció la cara.

—Estás de broma, ¿verdad?

—¿De broma? —abrió los ojos como platos con una mezcla de inocencia e incredulidad—. Claro que no. Esos animalitos son mi pasión, mi vida, mi inspiración...

—Bueno, creo que tengo que irme.

Rod retrocedió y se tropezó con la pata de una mesa.

—Eres demasiado condescendiente. Tenías que haberle dicho dónde podía meterse su prepotencia. Imbécil... —François puso los ojos en blanco—. ¡Se creía que su barbilla rozaba la perfección que exijo!

Heather tenía que volver a intentar que su jefe eligiera un modelo rápidamente. Holden House había presentado Diablo, su primera colonia de hombre. Toda la ciudad estaba empapelada con anuncios que decían: «Danos las partes de tu cuerpo». Las primeras fotos eran de pies masculinos. Las siguientes, de barbillas. Si François tardaba demasiado en decidirse, podía tirar la oportunidad por el retrete y con ella su trabajo.

—François, es una oportunidad única. Si lo haces bien y sin crear problemas, podemos...

—¿Hacerlo bien...? Estoy intentando hacerlo bien. Tú eres quien crea problemas —golpeó la mesa con la palma de la mano—. François fotografiará la barbilla como nadie la ha fotografiado antes, pero tiene que ser la barbilla de las barbillas.

Heather apretó los dientes y miró a todos lados con tal de apartar los ojos de aquel hombre bajo, mayor, brillante, a veces adorable y casi siempre desesperante que tenía enfrente. Tenía que dominar el genio que el calor de julio sólo empeoraba.

El cierre del estudio estaba previsto para finales de mes; el alquiler del apartamento expiraba por la misma fecha; Holden House no esperaría toda la vida; todo dependía de la colaboración de aquella mula francesa. No hacía falta decir que la carrera profesional de François, que había sido fantástica, estaba en punto muerto. Se podía incordiar a alguna gente durante algún tiempo, pero si incordiabas a todo el mundo todo el tiempo, estabas acabado, independientemente del talento que tuvieras.

—Vamos a los hechos, François. Si tienes este encargo, es porque a Holden House no le gustaron las fotos de los pies que hizo Boris.

No iba a añadir que cuando se enteró de que habían despedido a Boris, ella había suplicado a un amigo que tenía en el departamento de marketing de Holden House hasta que consiguió que le dieran a François la oportunidad de salir del ostracismo. François había corrido el riesgo de contratar a una desconocida como ella y le había enseñado conocimientos impagables a pesar del poco trabajo que tenía últimamente. Si conseguía devolverlo al lugar profesional que le correspondía antes de que se fuera a Connecticut, por lo menos le habría devuelto parte del favor.

—¿Boris? —François escupió delicadamente en la acera—. No distingue la cámara de su trasero.

—Prepara el tuyo si no eliges una barbilla rápidamente.

—François no hace concesiones —se inclinó hacia delante y la miró con sus ojos negros y penetrantes—. Me encontrarás la barbilla de mi vida o no haremos esto. ¡No lo haremos!

 

 

—¿Cómo voy a encontrar una barbilla que satisfaga al maniático para el que trabajo?

Heather alargó la mano para tomar un higo del cuenco que había en la mesa de Stephanie, su mejor amiga.

—¡No toques ese higo! —Stephanie le dio una palmada en la mano—. Me he pasado toda la tarde hasta que lo que colocado en la posición perfecta. He tardado toda la mañana en decidir cuál era el tamaño perfecto. La revista Gourmand va a hacer un artículo sobre los alimentos con mucha fibra.

—Perdona, tengo la cabeza llena de barbillas —Heather se dejó caer en el sofá de Stephanie—. Este encargo iba a ser mi billete de salida de aquí y el billete de vuelta para François. Ahora parece un billete al infierno.

Stephanie miró su naturaleza muerta.

—Quizá no debiera poner las ciruelas junto a los melocotones. Las ciruelas parecen melancólicas y busco algo elegante. ¿Qué opinas?

—Son elegantes. El príncipe encantado podría llevar a una al baile —Heather hizo un gesto de desesperación con las manos.

Stephanie se puso en jarras y fingió estar enfadada.

—Me parece que no te tomas muy en serio a mis ciruelas.

—Perdona, perdona... —Heather sonrió y puso los ojos en blanco—. Tus ciruelas son esenciales para el cielo, la tierra y mi abuela. Si tuvieran barbillas perfectas, también lo serían para mí.

Stephanie agarró una uva, la giró un poco y volvió a dejarla con un cuidado infinito.

—Todo lo que tienes que hacer es echarte a la calle con un vestido muy ceñido. Todos los hombres se abalanzarán sobre ti y sólo tendrás que elegir el mejor —fue hacia el trípode y miró por el visor de la cámara.

—Ja, ja. Esto es muy serio. Me falta tan poco para pagar la entrada del estudio de Southport que ya puedo oler la escayola. Lo único que se interpone en el camino del éxito y la felicidad eterna es la mandíbula de un hombre —Heather se cubrió la cara con la melena rubia.

¿Por qué no tendría problemas normales como todo el mundo? Un grifo que goteara o unos juanetes que la mataran...

—Así que los hombres lo enredan todo. Menuda novedad —la cara de Stephanie apareció por detrás de la cámara y miró un montón de alubias—. ¿Hay demasiadas alubias? Quizá debiera ponerlas en otra foto.

—Las alubias están muy bien. Deja las alubias. Conmueven mucho a la gente —Heather apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se tapó los ojos con el brazo—. A lo mejor robo un banco y me olvido de este encargo.

—No es propio de ti. ¿No prefieres pintar un retrato de François para soltar toda esa furia? Podrías llamarlo «Maniático con peras» —la cámara de Stephanie disparó varias veces—. Hablando de peras, ¿crees que debería poner alguna más?

Heather miró por debajo del brazo. Era una idea muy buena. Era su método favorito de acabar con los problemas. Se vestía de negro y se ponía a pintar hasta quedar agotada y en paz.

—No es una mala idea.

—¿Lo de las peras?

—El retrato.

—Mira, me encantaría dejarte el dinero si quieres. Mejor dicho, te lo doy. No sé qué hacer con él. No deja de amontonarse sin mi permiso —Stephanie dio un salto hasta la mesa—. Maldición, una avalancha de lentejas.

Heather bajó el brazo y miró al techo mientras observaba las telas de araña y pensaba en la oferta de su amiga. La cantidad que necesitaba era el chocolate del loro para Stephanie, aunque se ufanara de ganarse la vida haciendo fotografías para revistas de cocina. Aun así, no podía aceptar aquella limosna. Sobre todo cuando había trabajado tanto para llegar hasta allí.

Sacudió la cabeza.

—No gracias. Tengo que hacerlo por mis medios.

—Bien hecho —Stephanie salió un instante del mundo de la fibra y sonrió a Heather—. A mí me pasa lo mismo. Por eso hice la Fundación Chrissman con los miles de millones de mis padres. También podría regalarlo y fastidiar las vidas de otras personas —se derrumbó en el sofá junto a Heather—. ¿Por qué no pones un anuncio en el periódico?

—¿Para el dinero?

—Para la barbilla.

—Ya lo he pensado, pero no quiero ni imaginarme los tarados que contestarían a ese anuncio. Supongo que primero me pasaré por los gimnasios y los centros de belleza.

Heather suspiró. Le espantaba tener que pasearse entre aquellos adoradores del músculo.

—Mmm. Edificios llenos de hombres sudorosos. Me parece que es más de lo que puedes abarcar. ¿Necesitas una ayudante? —la miró burlonamente y se levantó para volver a su trabajo—. Aunque resultaré invisible a tu lado.

—¡Ja! No por mucho —Heather sonrió a su amiga.

Stephanie tenía ese tipo de belleza que te arrebataba poco a poco. Tenía una melena rubia, lisa y abundante que le llegaba a los hombros y unos rasgos delicados y pálidos. Irradiaba serenidad y elegancia, como una estrella de cine de los años cuarenta.

Menos cuando se enfurecía con la fruta.

—Juro que esas fresas se mueven cuando no las miro. No he podido ponerlas así. ¡Es un disparate! —Stephanie volvió a colocarlas y miró el reloj antiguo que había en la estantería—. Roger va a venir de un momento a otro para invitarme a comer y tengo que cambiarme. ¿Quieres apuntarte? Va a venir con su hermano mayor.

—Vaya, vas a conocer a la familia... Parece que la cosa va en serio, jovencita —Heather imitó a la tía Doris de Stephanie para disimular la envidia—. ¿Vas a decirle que eres una Chrissman y no una artista muerta de hambre o vas a esperar hasta la boda?

—No voy a decirle nada hasta que me demuestre que merece la pena —Stephanie no pudo disimular una sonrisa soñadora. Se quitó los vaqueros desgastados—. ¿Vas a venir?

—¿A tu boda?

—A la comida. Al parecer, su hermano está cañón. Roger lo adora, pero nunca lo reconocerá —su cara apareció por el cuello de un vestido azul que hacía juego con sus ojos—. Nunca se sabe, a lo mejor te gusta...

—¡Stephanie...! Creía que podía contar con que hubiera alguien que no quisiera casarme.

—Mil perdones. Se me ha escapado.

—No tienes perspectiva. No te das cuenta de que Roger es el único hombre normal y bueno que hay en el mundo. El resto o son unos machotes imbéciles o son unos inseguros que querrían ser unos machotes imbéciles.

—Estás como François en busca de la perfección. Un hombre sin defectos es como un unicornio, lo suficientemente apetecible como para buscarlo, pero inexistente.

—No es la perfección —Heather sacudió la cabeza. Daba igual las veces que lo explicara, todo el mundo seguía pensando que era una idealista—. Es alguien que sea sensible y agradable. Alguien que pueda analizar y comentar sus sentimientos y necesidades. Alguien que sea suficientemente independiente como para necesitar una pareja y no una niñera. Lo que es más importante, alguien que pueda tener abrochados los pantalones el tiempo suficiente como para darse cuenta de que puedo mantener una conversación.

Lo dijo con decisión para que no se le notara la vacilación. Después de años saliendo con unos y otros, ya se había resignado a un futuro como soltera. Gracias a Dios tenía una profesión que la satisfacía, si llegaba a encontrar esa maldita barbilla.

—Sé lo que dices. Tu aspecto es como mi dinero, sólo que tú no puedes esconderlo tan fácilmente.

—Quizá en una bolsa de papel a la última moda.

—Creo que es mejor que sigas resistiéndote a los ataques de los hombres. ¿Te apuntas?

—No, creo que será mejor que empiece la cacería.

—¿Del unicornio?

—No, de la barbilla —Heather se levantó del sofá—. Gracias por escucharme. Me siento mejor.

—No hay nada que desanime a mi Heather durante mucho tiempo. ¿Qué tal estoy?

Heather se volvió para mirarla. Era la viva imagen de una mujer enamorada de un hombre maravilloso.

—Estás muy guapa y elegante. Como una ciruela.