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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Ana Ruíz Vivo

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Girasoles para Alba, n.º 70 - mayo 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están

registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6409-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Massimo levantó la cabeza al ver entrar a uno de sus hombres, seguramente, temeroso de su ira. Y llevaba razón al ser cauteloso porque no era un buen día.

—¿A qué viene esa urgencia por verme? Espero un buen motivo, Marco.

—Usted tenía razón, don Massimo, Rocco se está afilando las uñas. Exige que se cumpla la alianza y ha enviado un regalo a don Luciano.

Hizo ademán de entregarle el paquete, pero él le indicó con un gesto que lo dejara sobre la mesa.

—Es una provocación —murmuró al ver una liga de encaje blanco como las que usaban las novias junto a un girasol seco y sin pétalos.

—Quieren sangre, señor. En una carta le acusan de traición.

—No exageres, yo no he traicionado a nadie. —Se metió las manos en los bolsillos y caminó hacia los ventanales—. No desean ningún pacto, claman por una guerra interna.

—Con el debido respeto, deberíamos regresar cuanto antes a Palermo.

—Imposible, todavía me quedan algunos asuntos en España. Dile a don Luciano que duerma tranquilo. Que los Gambino están a salvo. Rocco no busca una alianza, solo ansía poder. Y a ser posible, mi cabeza.

Se paró junto a la puerta y sus hombres se irguieron como postes. Miró a su guardaespaldas y tomó una bocanada de aire viciado en busca de una serenidad que cada vez le costaba más encontrar.

—Pero señor, si regresamos a casa podremos…

Él lo instó a callarse con un movimiento de cabeza.

—Hazle saber a don Luciano que seguiré con nuestros planes. En unos días despacharé nuestros negocios con los inversores griegos y regresaré a Palermo. Rocco solo quiere una excusa para que uno de los dos muera y estoy dispuesto a dársela, pero jamás habrá un pacto. Sabe que tiene a la policía europea tras su pista y quiere salvar el cuello a toda costa.

—Entonces…

—Entonces, dile al piloto que prepare el avión y reserva hotel en Madrid, a ser posible uno discreto y a salvo de miradas inoportunas. No quiero que mi visita a ese país se convierta en una feria.

Capítulo 1

 

Alba se abrió paso a trompicones entre sus compañeros de redacción. La sala de juntas estaba atestada y, cuando consiguió llegar a los primeros asientos, dejó la mochila en el suelo y se sentó con un suspiro de alivio. Nada más ver la expresión ceñuda del señor Guijarro supo que el hombre no tenía un buen día, por lo que rogó para que su ira no la alcanzara. Y es que ella poseía la extraña facultad de atraer el enojo o la rabia de las personas; si alguien estaba furioso, se las arreglaba para que todo aquel caudal de sentimientos adversos abandonara a su víctima y se dirigiera hacia su persona. Afortunadamente, de la misma forma que atraía los problemas, estos se evaporaban en un santiamén.

—Llegas tarde, Alba —gruñó el señor Guijarro—. Les estaba explicando a tus compañeros que la agencia está atravesando un pequeño bache, cargado de demasiada competencia o puede que un exceso de incompetencia, que para el caso es lo mismo. Durante años hemos sido una de las mejores agencias de información del país; sin embargo, ahora nos limitamos a dos columnas en algún periódico local, o como mucho algún reportaje fotográfico que alguien nos cede por exceso de trabajo —chasqueó la lengua de forma desaprobatoria.

Ella se encogió de hombros. No comprendía qué tenía que ver con aquel irónico comentario y no le gustaba la forma en la que su jefe la miraba. El hombre caminó hacia ella mientras se entremetía la camisa blanca en los pantalones. Su abultada barriga le apuntó directamente a la cara cuando se paró delante de su mesa y, después de sondearla sin parpadear durante cinco largos segundos, continuó su paseo hasta el cañón de diapositivas.

—Fijaos bien en estas imágenes, porque podríamos estar ante el reportaje que nos devuelva el esplendor perdido. Es un asunto delicado y necesito al mejor periodista, por eso estáis aquí. —Echó un vistazo general a los asistentes y su mirada quedó de nuevo fija en ella—. Os pondré en antecedentes.

Los paisajes portuarios fueron pasando con intermitencias de luz y un desagradable chasquido al final de cada imagen. El proceso duró unos instantes, hasta que éstas fueron sustituidas por la fotografía de un hombre de rasgos duros y atractivos, por lo que varios silbidos femeninos rompieron el silencio. También se escucharon suspiros jocosos que provenían del sector masculino.

—Su nombre es Massimo Fabrizzi —vociferó el señor Guijarro para mantener el orden. Una imagen más grande y que exaltaba los varoniles rasgos de aquel desconocido acalló a los periodistas con una explosión de luz—. Estamos hablando de uno de los magnates más importantes de Europa, y vive en Palermo, Sicilia. Él y su «familia» —terminó la frase en tono irónico.

Alba recorrió con interés el rostro que se exponía ante ella. Sus rasgos irradiaban poder. Su sonrisa, que por otra parte se mostraba natural y en ningún momento parecía un posado, curvaba ligeramente unos labios finos y aristocráticos. Su mirada era exultante, satisfecha, y su expresión inescrutable. Un brillo acerado refulgía en sus ojos grises, dotados de un aire temerario que sobrecogía al mirarlos. Tenía el pelo negro, recio, y su piel bronceada contrastaba con la elegancia de sus ropas caras. El aspecto tonificado de su cuerpo daba a entender que era un hombre habituado al ejercicio físico, pero sin apartar la elegancia innata que daba una crianza selecta de varias generaciones.

—Alba, ¿me estás escuchando?

—Sí, jefe, perdone. ¿Dice que ya tiene familia?

Se escucharon unas risitas femeninas al fondo.

—Sí, pero no es de esa clase de «familia» que tanto te interesa. ¡Silencio! —Guijarro trató de poner orden entre sus empleados que habían formado corrillos para hablar entre ellos—. Massimo Fabrizzi es el dueño de una importante compañía de transporte marítimo que opera desde la isla de Sicilia. Como ya sabéis, por su situación, Palermo posee uno de los puertos más estratégicos de Europa, y su abuelo, don Fabio Fabrizzi, también lo intuyó cuando inició su andadura como naviero.

Aprovechando que las imágenes de los edificios de la compañía y de los inmensos barcos pasaban ante los atentos ojos de los periodistas, Guijarro hizo una pausa. La misma diapositiva de un Massimo trajeado y seductor llenó la pantalla y los ojos codiciosos de las mujeres que lo observaban.

—Existen pocas fotografías de este hombre del que se especula… todo. Diríamos de forma diplomática que es camaleónico; algo así como el doctor Jekyll y el señor Hyde con un ligero toque de El Padrino.

—Este padrino es guapo, mucho más que Andy García, dónde va a parar —lo interrumpió una de sus empleadas, seguida por un coro de risas.

—¡Ya está bien! —bramó Guijarro, al tiempo que se subía los pantalones algo caídos por el esfuerzo al hablar—. Este asunto es serio, ¡muy serio! ¿Por qué creen que les he citado aquí a todos? He tardado meses en descubrir dónde será la famosa reunión en la que nuestro hombre y varios socios europeos determinarán posibles rutas alternativas. Rutas, por cierto, bastantes sospechosas. Que el punto de contacto haya sido precisamente nuestro país, España, y concretamente nuestra ciudad, Madrid, es algo con lo que nadie o casi nadie contaba. Se trata de una cita tan secreta que no se ha enterado ningún medio de comunicación, lo que es preocupante. Ni siquiera su embajada o las fuerzas de seguridad del estado están al tanto de la visita de un personaje tan relevante en el ámbito internacional. Ese pequeño detalle es primordial para nosotros. —Por fin llegó el silencio que Guijarro esperaba y suspiró agradecido—. Para que lo comprendáis mejor, os diré que este hombre y su familia han pertenecido durante generaciones a lo que todos conocemos como mafia siciliana.

»Cuando las cosas se pusieron mal en su país, el Don, como llamaban al mandatario principal, Don Fabio, fue legalizando sus negocios hasta conseguir evadir con habilidad a la justicia. Así han seguido trabajando sus herederos hasta el día de hoy. Aunque sus costumbres y su disciplina no han variado, Massimo Fabrizzi y los suyos son personajes que han traspasado el fino hilo de la ilegalidad para hacerse fuertes y respaldarse en la legalidad. Sin embargo, no hace mucho, han aparecido algunos enemigos en las turbias aguas del puerto con la sutil firma de unos zapatos de cemento.

Cuando terminó de hablar, el silencio reinaba en la sala de juntas. Ya no se escuchaban bromas sobre el apuesto mafioso.

—Pero esta agencia no se dedica al periodismo internacional, ni tampoco al de investigación —dijo el joven que se sentaba junto a Alba.

—Ya lo sé, pero no podemos dejar desaprovechar esta oportunidad. Tengo un contacto en el hotel donde se hospedará Fabrizzi que nos facilitará la entrada a sus dependencias. Será fácil si jugamos bien nuestras cartas. No quiero un informe sobre la legalidad de su reunión, me conformo con unas buenas fotografías de nuestro hombre. Me da igual si es en la piscina del hotel, en el gimnasio o simplemente paseando por el parking. Quiero demostrar al mundo que una persona tan inaccesible ha sido interceptada por nuestra agencia. Unas instantáneas del famoso Fabrizzi comiendo en el restaurante, saliendo del hotel… lo que sea. Tened en cuenta que somos los únicos que conocemos su visita a Madrid. Y aunque siempre se escuda tras una muralla de gigantes que no permiten que se lo fotografíe, hemos de ser capaces de lograrlo. Mis pretensiones no van más allá. Las cuestiones mercantiles o mafiosas de este hombre no nos incumben. La noticia es él.

—Yo no quiero unos zapatos de cemento —anunció el mismo joven.

—Yo tengo familia, Guijarro —dijo otro.

Los murmullos comenzaron de nuevo.

—Este trabajo es mío, jefe. —Alba alzó la voz y todas las cabezas se giraron para mirarla—. Es mi oportunidad.

—No se trata de oportunidades, chica, sino de poder hacerlo. No creo que alguien tan poco discreto como tú… —Dejó sin terminar la frase e insistió, mirando a su alrededor —. ¿Algún otro voluntario?

Ella se mordió los labios. Estaba segura que aquel sería el reportaje de su vida, y Fabrizzi era su hombre. Echó un vistazo a sus compañeros y luchó por controlar el impulso de imponerse a la decisión de su jefe. Comprobó con cautela que nadie se ofrecía para el sacrifico, unos miraban a otros como que la cosa no iba con ninguno, y por fin estalló la enojada voz de Guijarro.

—¡Lagartijas! Ya veo que no puedo contar con ninguno de vosotros. En fin, Alba, el trabajo es tuyo. —Le entregó una carpeta con resignación y la señaló con un dedo amenazador—. Te espero en media hora en mi despacho para ultimar los detalles. No quiero improvisaciones, ni pálpitos, ni que actúes a tu libre albedrío, ni que…

Guijarro resoplaba por el esfuerzo al hablar mientras que todos los periodistas abandonaban con rapidez la sala de juntas, antes de que cambiara de opinión.

Treinta minutos después, como él había exigido, Alba estaba sentada frente a su mesa. En su despacho.

—Es un error, sé que me estoy equivocando —dijo antes de entregarle una tarjeta que la identificaba como miembro de la agencia y algunos documentos—. Si tienes algún problema, muestras tus credenciales y que sea lo que Dios quiera.

—No se ponga melodramático, jefe. —Ella se levantó y se colgó la mochila al hombro—. ¡Confíe en mí! ¿Acaso le he fallado alguna vez? Tendrá el mejor reportaje del año. ¿Qué digo del año? ¡Del siglo!

Guijarro miró a la joven periodista que luchaba por abrirse camino y le recordó a sí mismo, años atrás. Reparó en sus expresivos ojos verdes, en su larga melena castaña que enmarcaba sus bonitas y dulces facciones, y también admiró el entusiasmo que derrochaba. Sin embargo, el tormento de la culpa planeaba sobre él.

—Alba, recuerda que en este mundo retorcido impera el «sálvese quien pueda».

—Lo sé, jefe, pero no se preocupe, salvaré el reportaje y me salvaré a mí misma. Y también recuperaré el buen nombre de la agencia.

—Eres joven e inexperta, demasiado impulsiva para controlar una situación comprometida. Si las cosas se complican, no dudes en poner tierra por medio. —La miraba con pesar.

—Deje de inquietarse. No le fallaré. —Le sonrió agradecida.

—Ten mucho cuidado, Alba —le advirtió antes de verla salir de su despacho.

Sí, Guijarro sabía que no le defraudaría. Aquella muchacha poseía el empuje y la determinación que él mismo había tenido cuando era joven, se dijo abriendo un cajón y sacando un sobre de color marrón con su nombre estampado en letras negras.

Desde que comenzó la falsa reunión había sabido que este trabajo era para ella, aunque prefirió ponerle las cosas difíciles. «La vanidad eclipsa la virtud», le había dicho la persona que le había entregado en mano aquel sobre con instrucciones claras y un buen fajo de billetes de color morado.

 

 

Durante el resto de la semana, Alba se dedicó a estudiar los informes que su jefe le había entregado sobre el misterioso Fabrizzi. Estaba tan impresionada por todo lo que había leído sobre él que, cuando llegó la víspera de la aventura que la llevaría directamente al Pulitzer, no podía conciliar el sueño.

Vivía en un apartamento en el centro de Madrid con María, una compañera de la agencia que en esos momentos se hallaba en un pueblo cercano, cubriendo un interesante reportaje sobre un campeonato de patatas con formas geométricas. De modo que no podía compartir con nadie la euforia que la embargaba. Ya había revisado varias veces el material que llevaría en su mochila, pero volvió a echarle un vistazo. Después sacó la fotografía que le había entregado Guijarro y la miró, recostada en la cama.

Tenía que reconocer que el siciliano era guapo. Bueno, lo de guapo era una apreciación demasiado superficial, porque era condenadamente atractivo. Repasó con atención sus facciones, aunque ya las conocía de memoria de tanto mirarlo. De repente, la incomodidad se apoderó de ella porque, aunque resultaba absurdo, tenía la sensación de que sus ojos grises eran capaces de desnudarla desde la fotografía.

Y su boca… seguro que sabía a gloria. ¡No, a gloria no!, tendría sabor a pecado con un delicioso toque de pimienta.

Se imaginó siendo devorada por él y cerró los ojos con fuerza. Podía sentir su hambre, la fuerza de sus besos abriéndole los labios con la lengua y las piernas con una de las suyas para penetrarla con ímpetu.

Acalorada, se sentó en la cama y arrojó la fotografía sobre la mesilla de noche para que aquellos ojos que parecían un mar turbulento dejaran de desnudarla. ¿Podía una persona prendarse de otra a la que solo conocía por diapositiva? Porque si la respuesta era que sí, ella estaba enamorada de una fotografía.

María tenía razón al decirle que necesitaba un hombre. No paraba de repetirle que debía dejarse de sueños románticos que solo espantaban a los candidatos que se acercaban a ella, pero aquella era otra historia. Ella no tenía la culpa de ser del grupo de las rellenitas y no muy altas, ni de que ellos salieran huyendo como conejos, temerosos de una larga relación, por si les exigía como desagravio el matrimonio. De hecho, eso era lo que había pasado con los dos novios que había tenido: en cuanto ella quiso dar un paso adelante, ellos habían retrocedido tres.

Ojeó el reloj y procuró ser realista, ya que lo único que obtendría del mafioso siciliano, si seguía pensando en él, sería una larga noche de insomnio. Le dijo «buenas noches, amore», y apagó la luz.

A la mañana siguiente, se vistió con ropa cómoda para poder moverse con soltura por el hotel sin ser vista, y cargó su mochila a la espalda. Al mirarse al espejo se dijo que era una exagerada. Observó sus anchos pantalones con bolsillos —parecía que fuera a cubrir una noticia a Irak—, y estiró la discreta camiseta oscura que se pegaba a su silueta haciendo destacar sus pechos, que más de una vez habían sido objeto de bromas por parte de algún compañero fanático de Pamela Anderson.

Se había recogido la melena en una cola de caballo y unas gafas oscuras terminaban de darle el aspecto misterioso que tanto le gustaba. Por último, se roció el cuello y las muñecas con unas gotas de aquel perfume caro que su último novio le había regalado para romper con ella, hacía ya más de un siglo.

Capítulo 2

 

Media hora más tarde el taxi estacionó en la puerta trasera del hotel Ritz y Alba tomó aire. La estaba esperando un ayudante de cocina que fue muy explícito en todas sus indicaciones mientras la conducía a toda prisa por los lujosos corredores. No debía abrir el pico en ningún momento, se ocultaría, trataría de ser invisible y, sobre todo, si la pillaban, debía decir que no sabía quién la había llevado hasta allí. Él nunca la había visto.

Alba quedó impresionada al ver el interior de la enorme suite. El color granate dominaba en las paredes y un gran cabezal tallado dejaba a sus pies una cama con capacidad para más de cuatro personas. El cocinero le indicó que entrara en un armario casi tan grande como su apartamento, repleto de numerosos trajes, zapatos negros y más de veinte camisas.

—Esta chaqueta vale más que todo el mobiliario de mi casa —dijo, mirando la marca de una americana de color azul marino.

El cocinero le quitó la prenda de las manos y la regresó a su lugar.

—No toques nada. No digas nada. No hagas nada.

—Sí, ya lo sé. Soy invisible. —Comenzó a sacar su material de la mochila.

—Dentro de una hora volveré a por ti.

—¿Tengo que estar encerrada? Así no obtendré nada útil para mi reportaje. Necesito espacio, movilidad. No pienso conformarme con un par de fotos de mi hombre entrando a buscar algo y saliendo de la habitación.

—He escuchado que habrá una reunión en el salón principal de la suite. Lo que hagas para llegar hasta allí y no ser sorprendida es cosa tuya. —Le indicó una puerta lacada en blanco—. Y recuerda, si te pillan, yo no te he visto.

—De acuerdo.

Cuando se quedó a solas en el interior del vestidor, trató de pensar cómo haría para llegar al salón de la suite sin ser descubierta. Pero solo llegó a la conclusión de que aquel «topo» que Guijarro le había buscado no debía tener muchas misiones secretas e importantes en su currículum, porque esconderla en un armario no tenía nada de arriesgado. De haber tenido vía libre, ella habría buscado otro lugar para sorprender a su hombre.

El chasquido de la puerta al cerrarse la puso en alerta. Alba preparó su grabadora, sacó del bolsillo superior de su chaleco la cámara digital y con manos temblorosas se acercó al enrejado del vestidor.

«Ahí está mi hombre», se dijo, nerviosa como una becaria, al ver una silueta que se paraba en el centro de la habitación. Supo que era él nada más ver su pelo oscuro y su adusto perfil. Observó con el corazón en un puño que otra persona más entraba en la habitación y dejaba sobre la cama un maletín de cuero marrón, mientras él se frotaba la nuca con una mano. Iniciaron una rápida conversación en su idioma, un italiano fluido e incomprensible. El diálogo duró poco y el otro hombre, que hablaba de espaldas a ella ocupando toda su visibilidad, se marchó enseguida. La luz se filtró de nuevo por la rejilla del armario y Massimo Fabrizzi fue suyo de nuevo.

Sí, era él. La misma figura corpulenta y atlética de la fotografía, aunque parecía que tuviera algunos años más que entonces. Debía medir cerca de un metro noventa. Se fijó en la elegancia de sus movimientos al quitarse la americana. La camisa negra hacía resaltar el bronceado natural de su piel y Alba tuvo que reconocer que estaba disfrutando ante el striptease del mafioso. Sobre todo, cuando comenzó a desabrocharse los botones y descubrió un musculoso y bronceado hombro… y después el otro. Aguantó la respiración cuando Massimo inició el suave tarareo de un aria en italiano, lo vio descorrer la hebilla del cinturón y, lentamente, bajar la cremallera sobre la protuberante curva de la bragueta de los vaqueros.

La donna è móbile… —se deshizo de los pantalones, colocándolos perfectamente doblados sobre la colcha—, qual piuma al vento…

¡Oh, sí! Su bronceado era natural. Los músculos de sus piernas eran firmes, sus caderas estrechas, bien formadas. Su pecho ancho, fuerte, su vientre plano… ¡Virgen Santa!, aquello no podía estar pasándole de verdad. Parecía que él estuviera mirándola, como si adivinara su presencia y se desnudara de una manera espectacular solo para que ella se deleitara.

Nerviosa, se limpió las manos sudorosas en los pantalones. Aquella especie de calor que la había sorprendido cada vez que miraba su fotografía por las noches se estaba extendiendo entre sus muslos como si fuera pólvora. La vista de aquel cuerpo casi desnudo le robaba el aliento, prácticamente estaba babeando en el interior de un armario. Al pensar en el lugar en el que se hallaba, recordó que estaba allí para cubrir un excitante reportaje y… vaya si lo iba a conseguir. Se acercó la cámara a la cara, los dedos le temblaban, tomó aire e inició una ráfaga de fotografías que duró varios segundos.

—Muy bien, Fabrizzi —le animó con suavidad—. Así, gírate un poco… un poco más hacia mí…eso es…

Enormes gotas de sudor perlaban su frente. Jamás hubiera imaginado que pudiera tener ante sí una visión semejante y que solo ella pudiera captarla. Estaba excitada por el momento, por lo insólito de la situación y por el erotismo que desprendía aquel tipazo perfecto y musculoso. Su dedo frenó en seco cuando vio que se llevaba la mano a la cinturilla de los calzoncillos azules y se felicitó por poder captar la escena como toda una profesional, ya que se trataba de un extraordinario primer plano. Pero lo peor fue cuando vio caer al suelo el bóxer que cubría sus atributos, coincidiendo con el final de la canción.

—… E di pensier.

Se cubrió la boca con la mano para amortiguar la exclamación pero él alzó la cabeza y no lo hizo de forma casual. Parecía un fiero león, inclinando su cuerpo hacia delante y supervisando las puertas enrejadas del vestidor, lentamente, muy lentamente.

Era enorme, todo él… a pesar de estar en reposo. No quiso imaginar cómo sería verlo excitado y en pleno estado de deseo, por lo que procuró acallar el jadeo nervioso que salía tontamente de sus pulmones, cosa que consiguió a expensas de casi morir asfixiada en el intento. Pero no pudo desviar la mirada de tan magnífica visión que, una vez liberada de la tela azulada, se estiraba hacia ella en todo su esplendor, como una retadora tentación.

Fabrizzi se acercó más al armario y olfateó como un sabueso, moviendo las aletas de la nariz y pegándose a la madera.

«¡Mierda, el perfume!», se dijo, arrepentida por su descuido.

Él pareció fijar la mirada en sus ojos desde el otro lado, aunque sabía que era imposible que la viera, pero con toda certeza la estaba oliendo. De repente, unos golpes en la puerta obraron el milagro. Massimo se giró en esa dirección y ella respiró, aliviada.

Avanti, Angelo —ladró en un tono seco que nada tenía que ver con el sensual tenor de hacía unos segundos.

Giró sobre sus pies y se alejó, mostrando dos glúteos morenos y prietos que se contraían a cada paso que daba para acercarse a la cama, cubrió sus hermosos atributos con un albornoz blanco de los que ofrecía el hotel por cortesía y se quedó esperando con los brazos cruzados.

Un joven alto y atractivo se puso en su campo de visión y ambos cruzaron unas palabras en su idioma, por lo que recobrando su espíritu periodístico se aseguró de que la grabadora captara todo lo que decían. También aprovechó para observar las espaldas anchas y el culo prieto que reclamaba su atención bajo el albornoz. Procuró centrarse en el hombre más joven. Curiosamente, se encontró con los mismos ojos grises que minutos antes la taladraban desde el otro lado de la puerta. Sus cabellos eran también oscuros, aunque un poco más castaños, y sus rasgos eran menos duros, pero viriles como los de su Fabrizzi. Supuso que sería su hermano menor y sonrió ante la idea de que ya considerase a aquel Apolo como suyo.

Hablaron algo más, hasta que el mafioso y ella volvieron a quedar a solas. El tal Angelo entró en el salón de la suite, donde sería la reunión. Ella rezó para que el impresionante objetivo de su misión no abriera el armario y sus plegarias fueron escuchadas. Al parecer, las noticias que le había traído el joven habían acabado con sus sospechas, por lo que se alejó hacia el cuarto de baño.

Nada más escuchar el sonido de la ducha, y que entonaba una nueva canción, recogió sus bártulos y salió del armario. Sus credenciales se enrollaron con el cable del micrófono y varias perchas con trajes incluidos cayeron al suelo, junto a la grabadora, pero arregló el desaguisado y procuró dejar todo tal y como lo encontró. Ya estaba a punto de salir de la habitación cuando unas voces en el salón de la suite la hicieron retroceder. Se acercó con cuidado a la puerta y prestó atención. Sabía que estaba a punto de meterse en otro lío, pero no podía permitir que allí ocurriera algo importante y perdérselo por cobarde.

—No lo vamos a tolerar —dijo un anciano en castellano. Alba se ocultó tras las cortinas de terciopelo granate—. Los Ferrante y los Gambino no podemos esperar toda una vida a ver qué ocurre con Rocco, y los accionistas griegos tampoco. Esta reunión de unos pocos socios es absurda, Angelo, y lo sabes.

—Espere a escuchar a Massimo —le aconsejó en el mismo idioma el joven, que debía ser el hermano del mafioso.

—¿Para qué? Para que nos haga callar o algo peor. Estamos perdiendo la paciencia y tú nos prometiste que buscarías una solución si no lo hacía él.

—Pero este no es el lugar adecuado para hablar de ese asunto. —El menor de los Fabrizzi hablaba en susurros y Alba trató de no perder el hilo de la conversación—. Mi hermano…

—Tu hermano es un hombre honrado —intervino otro hombre, también de edad avanzada y de enormes entradas en el pelo.

—Don Luciano, usted lo conoce mejor que nadie, dígaselo al señor Ferrante —le pidió a modo de súplica.

Mantenere la pace! —Don Luciano Gambino hizo lo que Angelo le pedía y trató de apaciguar al socio contrariado, con suavidad—. Don Massimo ostenta el poder y sabe cómo utilizarlo, debemos ser pacientes y esperar. Tras la muerte de su abuelo…

—Tras la muerte de mi abuelo, yo soy el único responsable de mi familia.

La voz grave de Massimo los sorprendió a todos, incluida Alba que dio un respingo tras la cortina.

—Estad tranquilos. Rocco no interferirá en nuestros negocios y todo seguirá como hasta ahora. ¿Alguna duda más? ¿No? Pues hablemos en italiano. Las cosas de la familia en el idioma de la familia.

El señor Ferrante guardó silencio, como todos los demás, hasta que Angelo les indicó que tomaran asiento.

—Don Massimo, con el debido respeto, sabemos que usted es un hombre justo y calmado —intervino de nuevo el llamado don Luciano y, afortunadamente para Alba, volvió a hacerlo en castellano—. Las familias que viven en España le respetan porque es un digno mandatario.

—Así es —aseveró otro de los hombres que asistían a la reunión—. Estamos orgullosos de cómo ha manejado esta etapa de transición, impidiendo que hubiera luchas internas o que volvieran los viejos tiempos de venganzas e inseguridad para nuestras familias.

—Ve al grano, Rafael. —La voz de Fabrizzi sonó aburrida, demasiado paciente.

—Don Massimo —le pidió el que parecía tener más valor que los demás—, debería tomar una decisión.

—Ya la he tomado, mi querido Luciano.

El anciano que hablaba por los Gambino cabeceó al tiempo que daba golpes en el suelo enmoquetado con el bastón, como si estuviera en desacuerdo.

—¡Vamos, dadme un respiro!

—Su familia es la más grande y usted nos representa ante la Comisión. No queremos que la gente de Rocco forme parte de nuestros negocios, no podemos permitir que el consigliere que designó…

—Nadie discute mis decisiones. —Massimo alzó una mano y el hombre guardó silencio—. Y la persona que elije a mi consejero soy yo. No lo olvides, Luciano.

—Por supuesto —carraspeó, tratando de enmendar el desliz—, nadie pone en duda que usted es el único que ha sabido mantener los viejos valores de la omertà y que los ha adaptado a los tiempos modernos. Usted es nuestro jefe.

—Y también soy la Comisión, no lo olvides, Luciano.

—Sí, sí… claro. Pero los muchachos están inquietos. Ayer mismo recibí una clara amenaza por traición, y hace un par de semanas, cuando uno de los hijos de Carlo Moretti viajó a Estados Unidos, se enfrentó a Rocco. Dicen que estaban delante sus asociados de Boston y que, cuando Rocco aseguró que la alianza entre las dos familias era indiscutible, Toni Moretti le abofeteó.

—¡Eso es una sentencia de muerte! —intervino Angelo, impresionado.

—Estoy al corriente. —Massimo le dio unas animosas palmadas en el hombro—. Me encargaré de solucionarlo. Y ahora, tratemos los asuntos importantes.

—No podemos olvidarnos de los inversores europeos, don Massimo. Los contratos con los griegos han finalizado, también los de Francia, y se niegan a firmar otros hasta que el asunto de los Gianello haya quedado aclarado. Quieren una prueba de que Rocco no pertenecerá a la familia, sobre todo ahora que se sabe que anda de negocios con el Gatto, ese terrorista turco que trafica con armas. Este cúmulo de contrariedades suma millones de euros que se dejan de producir en los astilleros.

Alba decidió que con las fotografías y aquella conversación ya tenía material más que suficiente como para llenar todas las portadas de tirada nacional e internacional. Los negocios de los que comenzaron a hablar en italiano no le interesaban ni a ella ni a Guijarro por lo que salió de habitación con sigilo y buscó la salida como si el diablo fuera tras ella. Aunque tenía que reconocer que todavía sentía aquellos ojos grises clavados en los suyos.

 

 

A la mañana siguiente, Alba fue recibida en la agencia con una explosiva ovación. Todos sus compañeros la felicitaron y la secretaria le comunicó que Guijarro la esperaba en su despacho. Ella le devolvió la sonrisa y cruzó la redacción con paso lento. La hora de su ascenso había llegado, aunque temía el precio que tendría que pagar por él. Había pasado toda la noche inmersa en una horrible pesadilla en la que un Fabrizzi desnudo, con una ametralladora en las manos, la perseguía para pedirle explicaciones.

Cuando entró en el despacho, su jefe le indicó que se sentara frente a él. Ella se había vestido con ropa acorde a la situación. Ahora era una periodista que estaba en lo más alto del mundillo noticiero y no debía parecer una estudiante. De modo que se había puesto un vestido de punto en tonos azulados y un elegante abrigo blanco que se ceñía a su esbelta silueta. No era muy alta pero sus piernas eran largas y sus curvas lo bastantes sugestivas como para obligar a más de un hombre a clavar los ojos en ella, aunque no era consciente de aquel efecto. Más bien opinaba que le sobraban algunos kilos, los cuales se amontonaban en sus caderas y en sus senos.

—Has triunfado, Alba, eres la mejor. —La sorprendió su amiga María, entrando en el despacho como una tromba, tan rubia, tan guapa y explosiva como siempre.

—La agencia IFM ha triunfado —rectificó el hombre, exponiendo sobre la mesa numerosas portadas de las más prestigiosas revistas.

—Ya, jefe, de eso quería hablarle. No veo mi firma por ninguna parte. —Ella esparció las portadas, mostrándoselas—. Se supone que mi nombre saldría en letras mayúsculas. Sin embargo, los titulares dicen que la nueva novia de Fabrizzi ha vendido las imágenes a la agencia. ¿Qué novia?

Guijarro expelió el humo de su cigarro y tras formar una cortina espesa ante él, esperó pacientemente a que se disipase. Lo hizo con la calma de alguien que sabía que acababa de subir de nuevo a la cumbre, a pesar de tener el alma sucia como el tiro de una chimenea.

—Créeme, Alba, he analizado la situación en profundidad y, dado el impacto de esas fotografías, es mejor que lo enfoquemos desde el punto de vista del anonimato.

—¡Estos primeros planos no tienen desperdicio! —María le mostró una portada.

La fabulosa imagen de un Massimo Fabrizzi, musculoso y en calzoncillos, se mostraba en primera plana. Otra fotografía lo exponía desabrochándose la camisa y otra más bajándose los pantalones.

Alba no pudo evitar sentir un estremecimiento al evocar aquellos excitantes momentos en los que él se desnudaba para ella y de los que no había podido desprenderse en toda la noche. De alguna manera, ver a su hombre medio desnudo ante los ojos de su amiga y de su jefe la hacían sentir extraña.

—Ahora, deberías tomarte unas vacaciones para saborear el éxito —añadió Guijarro dando unos golpecitos impacientes en la mesa.

—¿Unas vacaciones? ¿Se puede saber qué mosca le ha picado? No me ha dado un día libre desde que empecé a trabajar para IFM. —Se puso en pie y se enfrentó a él.

—Siéntate —le pidió con suavidad. Ella obedeció—. Ese hombre está furioso, Alba, y viene de camino a la oficina. Su desnudo ha tenido una repercusión enorme.

—¿Enorme? Eso me recuerda otra cosa —lo interrumpió María, alzando una de las revistas en la mano—. No me digas que no llegó a quitarse los calzoncillos porque no me lo creo. Esos pantaloncitos deben dejar oculto algo tan enorme como para jugar al billar sin taco. ¿No hiciste más fotografías?

—No, lo siento —mintió Alba sin saber el motivo. O tal vez sí.

—Chicas, chicas, no os alborotéis —intervino su jefe mientras supervisaba por última vez las portadas de revistas de distintos países—. Estos primeros planos —indicó la imagen de Fabrizzi bajándose los pantalones— han sido suficientes para que los editores nos los quiten de las manos. El mérito es de nuestra Alba, pero el reconocimiento es para la agencia y las cosas irán me…

Guijarro no pudo terminar la frase. Alguien muy enfadado entró como un tornado en el despacho, seguido por los gritos de «señor, no puede pasar sin permiso».

Capítulo 3

 

Alba sintió en la espalda los mismos ojos que la habían perseguido en sus sueños durante toda la noche.

—¿Es usted el culpable de esta afrenta? —Massimo lanzó una revista sobre la mesa.

Se había parado a su lado, pero miraba a su jefe sin reparar en que estaba acompañado, afortunadamente. Se alegró de que le pidiera explicaciones a él, ya que como acababa de decir, era la agencia la que tendría el reconocimiento de la exclusiva.

Su valioso abrigo oscuro le rozaba las piernas al moverse y también uno de sus brazos al hablar. La fuerza de su rabia contenida llenaba el pequeño despacho y ella se había quedado petrificada.

—Señor Fabrizzi, tranquilícese…

—Exijo una explicación. Se lo voy a repetir, editor de pacotilla: ¿quién es el responsable de esto? Al parecer tengo una novia y no me he enterado. —increpó con voz dura y en un perfecto español en el que apenas era perceptible su acento italiano.

Su respiración estaba tan agitada que parecía un sabueso furioso.

María, que no se había movido de su sitio, tocó a su amiga en el hombro y le sugirió en un susurro que se marcharan.

—Sí, será mejor que le dejemos a solas, señor Guijarro. —Alba puso una de sus caras más inocentes e hizo amago de levantarse de su silla, pero él se lo impidió sujetándola por el brazo.

—No es necesario que se marchen, este asunto solo me llevará un segundo.

A ella no se le ocurrió moverse, sobre todo porque los dedos que la sujetaban la soldaban a la silla.

—Tranquilícese, señor Fabrizzi. —Guijarro trató de iniciar un dialogo amistoso—. ¿Un cigarro? —Le mostró la pitillera abierta.

El siciliano ignoró el ofrecimiento. Extrajo del bolsillo una tarjeta y, seguramente, sin darse cuenta, comenzó a hablar en un italiano incompresible. Ella se fijó en lo tentadora que seguía pareciéndole aquella boca que el día anterior había entonado con voz sexy la famosa ópera de Verdi. Cuando su amiga volvió a tocarla en el hombro, ambas musitaron una disculpa y escaparon del despacho a toda prisa mientras su jefe comenzaba a justificarse.

—Por una vez me alegro de no ser más que una simple periodista de segunda —dijo Alba una vez que entraron el ascensor.

—Estoy nerviosa, ¿lo puedes creer? —dijo María, extrañada, mientras se apoyaba en la pared metálica—. Reconócelo, el padrino de las películas a su lado parece un querubín.

—Te aseguro que he sentido el frescor del cemento en mis pies cuando aprisionó mi hombro. —Alba se estremeció con un escalofrío—. ¿Te fijaste en su forma de abalanzarse hacia adelante? Parecía dispuesto a atacar a alguien, mejor dicho, a Guijarro.

Salieron del ascensor.

—Necesito beber algo fuerte.

—Sí, yo también —reconoció colgándose del brazo de su amiga y saliendo al exterior.

Media hora después, y tras dos cafés bien cargados en el bar de la esquina, donde solían almorzar, recordaban el incidente como una anécdota.

—A estas horas, Al Pacino ya habrá asesinado a Guijarro y se habrá marchado con su armamento a Sicilia —dijo Alba, sacando unas monedas del bolso.

Sabía que solo trataba de quitarle hierro a la situación, pero la imagen amenazante del mafioso no la abandonaba. Continuaron frivolizando, deseosas de poder olvidarse de lo ocurrido, hasta que miró el reloj y se puso en pie.

—Tengo que regresar a la oficina para recoger mis bártulos. ¡Uf!, mañana salgo de viaje en una nueva misión, porque Guijarro está loco si piensa que voy a tomarme unas vacaciones sin saber qué ocurrirá con el tema de las portadas.

—¿Dónde te toca ir esta vez?

—Tendré que pasar cuatro días inolvidables en una apacible granja de cerdos.

—¡Puaj! —María hizo una mueca—. Un día eres la estrella y al otro te rebozas en fango. Este hombre no tiene término medio.

—Ya ves. Por eso digo que no veremos la gloria ni en sueños.

Salían del local cuando toparon de bruces con dos corpachones inmensos y enfundados en sendos abrigos oscuros que entraban con una velocidad avasalladora.

—¡Eh!, tenga más cuidado —protestó María, dando un traspiés.

Scusi —repuso una voz grave.

No hizo falta que alzara la cara para mirarlo. Aquella voz estaba dentro de su cabeza desde hacía veinticuatro horas. El mafioso la sujetó por la cintura al verla tambalearse y ella carraspeó. Sobresaltada, se aferró a sus antebrazos, y mirarlo fue mucho peor: observó una emoción turbulenta en sus ojos grises que la hizo estremecerse antes de separarse de su cuerpo.

—¿Otra vez usted, señorita? Le ruego que me disculpe por incomodarla. —La obsequió con la sonrisa más maravillosa y sensual que había visto en su vida.

Massimo la sostenía con delicadeza por los codos, como si temiera que fuera a desmayarse, y la imagen del mafioso desnudo regresó a su mente como un fogonazo.

—¡Oh, no, ahora no! —susurró al sentir que sus mejillas se teñían de un inoportuno rojo vergüenza.

—¿Le he hecho daño? —La preocupación de su voz baja y aterciopelada era más que evidente.

—No, no se preocupe.