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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Merline Lovelace. Todos los derechos reservados.

CAUTIVO EN SUS BRAZOS, Nº 496 - enero 2012

Título original: Crusader Captive

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-408-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

La ciudad portuaria de El Arish, en la disputada frontera del califato de El Cairo con el Reino Latino de Jerusalén, anno domini 1152

—Ése.

Enteramente oculto su rostro tras un velo, a la manera de las mujeres de Oriente, lady Jocelyn señaló con la cabeza al desgraciado al que habían arrastrado fuera del redil de los esclavos. Fueron necesarios dos fornidos guardias armados con picas para hacerle subir al entarimado donde se celebraba la subasta. Pese a sus grilletes, su gran envergadura era un factor a tener en cuenta.

—¡Mi señora!

La protesta de su lugarteniente fue pronunciada en un susurro, sólo para los oídos de la dama. Sir Hugh había viajado a ultramar muchos años atrás, con el abuelo de Jocelyn. Últimamente su cabello se había teñido de gris, pero era poco el vigor que había perdido y nada de su habilidad en el manejo de la espada. Como Jocelyn, había adoptado las vestimentas orientales en su peligrosa incursión en la siempre oscilante frontera entre los dos reinos. La capucha de su larga túnica ocultaba buena parte de su rostro mientras se inclinaba hacia la dama a la que había jurado servir.

—Fijaos en las magulladuras de sus brazos y su cara. Hablan de una naturaleza terca, indómita. Nunca se doblegará a vuestra voluntad.

—No tiene otra elección. No si aspira a la libertad.

Eso era perfectamente cierto. Desde que el Papa de Roma había convocado una segunda cruzada siete años atrás, miles y miles de candidatos a convertirse en guerreros de Cristo habían engrosado las filas de los peregrinos a Tierra Santa. Incluso Luis VII de Francia y su esposa, Leonor de Aquitania, habían respondido a la llamada. Si bien habían regresado a Francia después de una escasamente satisfactoria campaña, sus osadas hazañas, así como sus escandalosas aventuras, se habían convertido en una suerte de leyenda en ultramar.

Por desgracia, las filas de aquellos que se aprovechaban de los viajeros que se atrevían con aquella azarosa peregrinación habían aumentado también. Eran tantos los peregrinos y los cruzados que habían caído víctimas de bandidos y piratas que los mercados de esclavos desde El Cairo hasta Damasco estaban repletos de francos de tez pálida. Incluso allí, en la misma frontera del Reino Latino que había sido su destino cuando partieron meses o años atrás, eran tantos los que habían sido subastados que los precios habían caído como pesos de plomo.

Jocelyn habría dado cualquier cosa por poder comprarlos a todos. Ella y su abuelo antes que ella habían estado enviando agentes a pujar por aquellos desventurados cautivos, hasta que la tensión fue en aumento y los fatimíes de Egipto cerraron las fronteras. Buen indicio era de su desesperación que se hubiera atrevido a realizar tan azaroso viaje para adquirir un esclavo que pudiera servir a sus secretos fines.

Si es que podía llegar a utilizarlo. Porque su lugarteniente parecía todavía más desconfiado.

—Miradlo —la urgió sir Hugh—. Debajo de esa piel magullada, es todo músculo y tendones.

Así era. Por la rendija de su velo, Jocelyn inspeccionó al esclavo del entarimado de la subasta. Bajo su cabello apelmazado y su repugnante barba, a buen seguro llena de piojos, su cuerpo espectacular revelaba a las claras que no era un simple peregrino. No era ningún humilde campesino o mercader deseoso de ganar la salvación eterna respondiendo a la llamada del Papa. Aquellos hombros tan musculosos, aquel vientre tan plano y tenso, aquellos muslos fibrosos hablaban de años de duro entrenamiento y rigurosa disciplina. Había blandido una espada, adivinó sagaz, y no una, sino muchas veces.

Pero era su actitud y su pose lo que más la intrigaba. Con los hombros erguidos y la barbilla alta, bien separados los pies, tanto como se lo permitían sus grilletes, contemplaba a la bulliciosa multitud con un brillo de desdén en sus ojos increíblemente azules. Si debía utilizar a un esclavo para lograr sus fines, reflexionó, sería una estúpida si escogiera a uno cobarde y lloriqueante.

Fue entonces cuando sus miradas se encontraron. Un gesto de desprecio se dibujó en su rostro. Jocelyn reaccionó indignada a aquella desdeñosa mueca, pese a reconocer la justa razón que la animaba. Velada y vestida con aquel aparatoso manto, la había tomado por una mujer de Oriente. Una mujer que, como las demás de aquella ruidosa multitud, se había presentado allí tanto a inspeccionar como a burlarse de los últimos prisioneros francos.

No dejaría nunca de preguntarse Jocelyn si el desprecio de aquella mirada fue lo que selló su destino… o el suyo propio. O si la decisión que tomó fue fruto del desobediente carácter que tanto había deleitado a su padre, causando al mismo tiempo la consternación de tantas amas y niñeras como la habían cuidado. Fuera cual fuera el motivo, su decisión fue firme. Aquel hombre serviría a sus propósitos, se prometió en silencio, tanto si le gustaba a él como si no.

Y, a pesar de sus harapos y de su pelo mugriento, Jocelyn tenía que admitir que aquel alto e indomable cautivo era mucho más agradable a la vista que la mayoría de los varones. Ciertamente lo era más que el primer hombre al que la habían prometido en matrimonio. Moreno y de cara adusta, lord Reynaud contaba ya con cuarenta inviernos frente a los cinco de ella cuando fue acordado su compromiso. Pero a la niña Jocelyn le había regalado golosinas y bagatelas, y ella había asumido como normal la idea de desposarse con un hombre más cercano en edad a la de su abuelo que a la suya.

Había constituido su deber, al fin y al cabo. Desde que fue lo suficientemente mayor como para comprender tales asuntos, Jocelyn había sabido que debía asegurar una alianza con un caballero lo bastante poderoso como para conservar las tierras y el formidable castillo que se asomaba al Mediterráneo, ambos herencia suya desde su nacimiento. Y lord Reynaud había sido por un tiempo ese guerrero fuerte y temido.

Pero cuando una flecha le atravesó un ojo en el sitio de Antioquía, el abuelo de Jocelyn tuvo que buscarle otro esposo. Esa vez se trató de un señor mucho más joven, que no menos valiente. El risueño y divertido Geoffrey de Lusignan había venido a ser la encarnación de los sueños infantiles de Jocelyn. Con gran deseo se había desposado con él, pero en aquel entonces había sido considerada demasiado joven para consumar el matrimonio. El corazón casi se le rompió de dolor cuando Geoffrey cayó también en la batalla.

Después de aquello, había madurado con rapidez en cuerpo y mente; tanto que su abuelo consintió por fin en que conociera el lecho de un esposo. Había estado negociando otra estratégica alianza cuando sucumbió de disentería, con lo que su doliente nieta se había convertido en vasalla de Balduino III, rey de Jerusalén.

¡Y qué turbulento vasallaje había sido aquél! Doce meses largos de intrigas políticas, con Jocelyn justo en medio. Apenas algo mayor que la propia Jocelyn, Balduino se había pasado la mayor parte de aquel año defendiendo su reino contra los enemigos que lo hostigaban por todos los frentes. Al mismo tiempo, se había visto forzado a luchar con denuedo para arrebatarle el poder a su madre. La reina Melisenda había gobernado el reino de Jerusalén durante más de dos décadas y se resistía a entregar las riendas a su hijo, ahora que por fin había alcanzado la mayoría de edad. Tan intensa había sido la lucha que Balduino se había visto obligado a poner sitio a la reina madre y a sus leales seguidores en Jerusalén, antes de que ambos acabaran firmando una tentativa paz.

Como una de las más ricas herederas del reino, Jocelyn se había convertido en un simple peón; o más bien en un desventurado ratón entre las garras de aquellos dos leones reales. Tantos habían sido los matrimonios que le habían propuesto antes de que se viera inmersa en el enfrentamiento entre el rey y su testaruda madre, que hasta había perdido la cuenta.

Pero aquel último… ¡Y pensar que tanto Melisenda como su hijo favorecían por igual aquel último proyecto de matrimonio!

Bajo el manto que la envolvía, un estremecimiento le recorrió la espalda. Entendía las complicadas intrigas que habían enfrentado a cristianos contra cristianos en un reino que, ante todo, debía luchar por su supervivencia. Debería haberlas entendido al menos, habiendo nacido en el turbulento Oriente. Y lo que era más importante, comprendía perfectamente la necesidad de alianzas estratégicas, allá donde fuera posible, con los poderosos señores sarracenos.

Pero estaba dispuesta a morir antes que meterse dócilmente en la cama del emir de Damasco. Ali Ben Haydar era conocido en todo Oriente por su predilección por las dulces y tiernas vírgenes. Una vez que desfloraba a una, la encerraba en su harén y ya rara vez volvía a llamarla a su lecho. Más de trescientas esposas y concubinas languidecían en un suntuoso aburrimiento.

¡Pero ella no! Balduino y su madre tendrían que buscarse a otra virgen que enviar al emir. Estaba dispuesta a utilizar a aquel sucio y desaliñado esclavo como instrumento de su liberación.

—Ése —ordenó de nuevo a sir Hugh—. Rápido. Ofreced oro al traficante antes de que abra la subasta. Quiero estar de vuelta al otro lado de la frontera antes de que caiga la noche.

—Mi señora…

—¡Que vayáis, os digo!

Jocelyn había ejercido de castellana de la fortaleza de su abuelo casi desde el día en que cambió las faldas cortas por las largas. Sus vasallos y sirvientes conocían cada gesto suyo, cada tono. Aquel en concreto no admitía discusión: ni siquiera del caballero que había servido como lugarteniente durante tantos años.

—Bien, mi señora.

Sir Hugh hizo una seña a los jinetes que los habían acompañado en el paso de frontera. Había escogido cuidadosamente a cada hombre. Descendientes como eran de orientales, llevaban ropas nativas para encubrir el hecho de que habían jurado lealtad a un señor de la nación de los francos. El abuelo de Jocelyn había reclutado a numerosos hombres como aquéllos, que a la sazón la servían a ella con fiera e inquebrantable devoción. Así eran de retorcidas, complejas y siempre cambiantes las lealtades de ultramar.

—Sulim, Omar y tú vendréis conmigo —ordenó Hugh—. Hanrah, escolta a nuestra señora a donde están los caballos y esperadme allí.

Jocelyn lanzó una última mirada a su futura adquisición. Los oblicuos rayos del sol de la tarde doraban su cuerpo. Su cuerpo grande, de anchas espaldas, erguido y desafiante.

Una duda la alanceó de pronto. Una duda y algo más. Algo que le constriñó el pecho, encendiendo un inusual fuego en su vientre. Pese a su condición de virgen, reconoció la extraña sensación. Ninguna joven llegaba a mujer en un castillo repleto de gente sin entender lo que llevaba a las granjeras a levantarse las faldas ante los mozos de cuadra, o a los caballeros a solazarse con las criadas de cocina. Era deseo, puro y simple, de un tipo que Jocelyn sabía que le acarrearía una pesada penitencia cuando se lo confesara al capellán del castillo.

Eso si acaso llegaba a confesarlo. Porque su plan era tan peligroso y sus intenciones tan escandalosas, que hasta el momento sólo se lo había confiado a sir Hugh. Su conciencia no le había permitido poner a más gente suya en peligro, ni siquiera al amable aunque siempre distraído capellán que le servía de confesor.

De repente, la enormidad de lo que estaba a punto de hacer estuvo a punto de abrumarla. ¿Acaso estaba loca por pensar que podía cambiar el curso de su futuro? ¿Por imaginar que podía incluso desafiar a un rey? Poco faltó en aquel instante para que abandonara aquel plan que sir Hugh se empeñaba en calificar de extremadamente insensato y azaroso.

Pero su lugarteniente ya se había apartado de su lado y se abría paso entre la multitud, hacia el entarimado de la subasta. Jocelyn se mordió el labio, vaciló durante un segundo más y finalmente giró sobre sus talones.

Simon de Rhys ignoró el crudo dolor de sus heridas y permaneció rígido de vergüenza. Las moscas revoloteaban sobre su cabeza y mordían las marcas que el látigo le había dejado en la espalda. Los grilletes de las muñecas y los tobillos se le clavaban en la carne. No dijo ni una palabra cuando un hombre de rostro atezado, vestido de la cabeza a los pies con un manto con capucha, dejó caer unas monedas en la palma del traficante de esclavos.

De las muchas indignidades que había sufrido durante el último año, aquélla era la peor.

Aunque reacio, había respondido a la llamada de su padre en su lecho de muerte. Su padre, cuyas intrigas y maquinaciones habían hecho perder a su familia tierras y honor. Con cínica incredulidad había escuchado a Gervase de Rhys arrepentirse de sus numerosos pecados… y ofrecer a su hijo más joven a la orden de los caballeros templarios como penitencia.

Simon había hecho todo lo posible por ignorar aquella promesa hasta que el santo obispo de Claraval le recordó que podía perder su alma si no cumplía con el voto ofrecido de su padre. Y había peleado como una fiera cuando los piratas abordaron el barco que los transportaba a él y a un numeroso grupo de viajeros a Tierra Santa, para luego soportar la mordida del látigo de sus captores mientas intentaban domeñarlo.

Pero aquello… Aquello acababa con lo poco que le quedaba de su orgullo. Apretando la mandíbula, intentó no pensar en los ricos trofeos que su fuerte brazo había ganado en torneos y justas. Ni en los rescates que había recibido de los caballeros a los que había vencido en batalla. Ya no era Simon de Rhys, campeón de incontables lides. Había entregado todas sus posesiones terrenales a la iglesia, tal y como debían hacer los miembros de la orden de los Caballeros Pobres de Cristo y del Templo de Salomón. Y eso que él todavía era un simple aspirante al ingreso. De hecho, no había tenido tiempo de someterse a los secretos rituales de iniciación antes de embarcar para los Santos Lugares. ¡Y ahora se veía esclavo de los mismos infieles a los que había jurado derrotar! Aquel amargo e inexorable hecho lo remordía por dentro como una bandada de cuervos que le estuvieran devorando las entrañas.

Tenso y rígido, ignoró las protestas que se alzaban en la multitud mientras las monedas cambiaban de manos, ignoró el dolor de su lacerada espalda, lo ignoró todo hasta que su nuevo amo le ordenó con un imperioso gesto que lo siguiera. Con un tintineo de cadenas, cojeó de regreso al redil, con los demás cautivos.

Una vez allí, el traficante le soltó los grilletes de los pies. No se inmutó cuando el hombre sacó a martillazos las varillas que los aseguraban, pese al terrible dolor que abrasaba sus tobillos ensangrentados. Con los dientes apretados, juntó sus manos todavía encadenadas y pensó en un último, desesperado acto. Estaba demasiado débil por la carencia de alimento para meterse en batalla, pero sí que podía blandir la cadena que colgaba de sus grilletes y asestar un golpe mortal…

No podría escapar. No en aquel mercado tan lleno de gente. Pero moriría luchando, y eso era lo que había jurado hacer cuando aceptó la promesa que se vio obligado a hacer a su padre y señor. Ya había entrelazado los dedos y se disponía a atacar cuando su nuevo amo le espetó una seca orden:

—Seguidme.

Simon pestañeó asombrado. ¿Había oído bien? Aquel hombre… ¿se había dirigido a él en su propia lengua? ¿En un depurado acento que inequívocamente lo señalaba como de la nación franca?

—¿Quién eres?

—Lo descubrirás a su debido tiempo —gruñó el hombre—. Vamos, debemos apresurarnos.

Los pensamientos de Simon daban vueltas y más vueltas en su cerebro, como un perro persiguiendo su propio rabo. Todavía podía blandir la cadena. Todavía podía aplastar uno, dos o tres cráneos antes de que consiguieran reducirlo. O bien seguir a aquel hombre y ver a dónde quería llevarlo…

Lo llevó con un pequeño pero bien armado pelotón de jinetes que esperaban a la sombra de las murallas de la ciudad. El pulso de Simon se aceleró a la vista de un corcel árabe de color negro y aspecto de correr más que el viento. Y volvió a acelerársele cuando descubrió quién lo montaba.

La mujer del mercado de esclavos. Pese a su manto con capucha y al velo que sólo dejaba al descubierto sus ojos, la reconoció de inmediato. Sobre todo por su estatura y su porte erguido, que la había destacado entre las demás: como si estuviera acostumbrada a mantener bien alta la cabeza entre hombres, y no a inclinarse de manera servil.

No le había pasado desapercibida la manera en que lo había mirado, como una verdulera que contemplara el producto de la jornada. ¿Sería la esposa del hombre que lo había comprado? ¿Su hija? ¿Esperaría acaso que se inclinara ante ella y tocara el suelo con la frente? No mientras aún le quedara aliento en el cuerpo, se prometió con la misma mueca desdeñosa que había esbozado cuando la vio en el mercado de esclavos.

La mujer entrecerró los ojos, pero no dijo ni una palabra mientras su nuevo amo le señalaba el pequeño e inquieto caballo bereber de color pardo, cuyas riendas sujetaba.

—Monta —le ordenó secamente el hombre—. Y acomódate bien en la silla. Tenemos un largo camino por delante.

—¿Adónde vamos?

—Eso no es asunto tuyo. Monta.

Pese a sus manos inmovilizadas, Simon montó con la agilidad de alguien más habituado a moverse a caballo que a pie. No poco le irritó que no le permitieran empuñar las riendas, de las que rápidamente se apoderó un infiel de turbante blanco.

Apenas se había calzado los estribos cuando su nuevo amo abrió la marcha, con la mujer cabalgando a su lado. Simon y el infiel que llevaba su montura de las riendas fueron los siguientes, con dos jinetes más con turbante cerrando el pelotón.

Se detuvieron ante las puertas de la ciudad, donde el hombre que lo había comprado entregó discretamente un puñado de monedas a los centinelas que custodiaban la entrada. Una vez rebasadas las cabañas de adobe que rodeaban la población, continuaron por un ancho camino, a cuya derecha se alzaban empinadas colinas alfombradas de olivos. A la izquierda se extendía el mar, interminable.

Por el sol que colgaba bajo sobre las azules aguas, Simon supo que se dirigían hacia el norte. ¿Pero adónde exactamente? Frunciendo el ceño, se esforzó por recordar lo poco que sabía de la geografía del Oriente.

El Reino Latino de Jerusalén era poco más que una estrecha lengua de tierra que se apretujaba entre el desierto, las montañas y el mar. Una tierra continuamente acosada, arrancada a la fuerza a sus habitantes nativos durante la primera cruzada, hacía ya medio siglo. Por lo poco que había logrado averiguar de sus captores, Simon sabía que la ciudad que acababan de abandonar estaba más o menos cerca de la frontera del reino. Si aquella pequeña tropa continuaba cabalgando hacia el norte, corrían peligro de acercarse demasiado. O lo suficiente, al menos, para que él pudiera encontrar refugio si lograba escapar.

Cuando lograra escapar, se corrigió, decidido. No había llegado hasta allí para pasar el resto de su vida encadenado. Tal vez fuera el quinto hijo de un barón menor y de pésima reputación, pero había ganado más batallas de las que había perdido. Y aquélla, se prometió con gesto resuelto, aún no había acabado.

Sus esperanzas de huida fueron aumentando al ritmo del galope de su caballo, para poco después evaporarse como las olas que se estrellaban en las cercanas rocas de la costa. Las noticias viajaban con harta lentitud entre Oriente y Occidente. Los infieles muy bien podían haberse apoderado de los confines meridionales del Reino Latino, al igual que habían tomado el principado de Edesa al norte, la pérdida del cual había motivado precisamente la segunda cruzada. Por lo que Simon sabía, era posible que incluso los más sagrados lugares de Tierra Santa, el templo del Santo Sepulcro de Jerusalén, hubiera caído ya en manos infieles.

El simple pensamiento le revolvió el estómago. Pero había llegado ya demasiado lejos: no había vuelta atrás. Para cumplir con la promesa de su padre y salvar su propia alma, debía encontrar alguna manera de completar la última etapa de su viaje e ingresar en las filas de los templarios. Estaba revisando mentalmente varias estrategias cuando su nuevo amo se irguió en su silla.

—Fatimíes —gruñó, alzando la voz lo suficiente como para que pudieran oírlo por encima del inquieto rumor del mar.

Simon entrecerró los ojos contra el resplandor del sol y descubrió a lo lejos una patrulla a caballo. Sus cascos cónicos y las inscripciones árabes de su estandarte color rojo sangre no llamaban a error. Imaginó que su nuevo amo se acercaría a ellos, quizá incluso les entregaría algunas monedas como peaje por utilizar aquel camino. Para su asombro, fue la mujer quien llevó la iniciativa.

—Llevan el estandarte del regimiento personal del sultán —la oyó musitar Simon—. Si nos interceptan, no podremos sobornarlos como hicimos con los guardias de las puertas de la ciudad.

—Sobre todo si os reconocen, mi señora —asintió el hombre.

Así que la mujer velada era de la nación de los francos, y además persona de categoría. Simon apenas tuvo tiempo de asimilar aquella asombrosa información antes de que la mujer se volviera para mirar al grupo. Y por un fugaz instante pudo distinguir el brillo de determinación de sus ojos castaños mientras parecía calibrar el temple de su séquito.

—Conozco bien estas colinas —dijo con tono urgente—. Fueron feudo de Guy de Bures antes de que los fatimíes se las arrebataran. Pasé un verano entero aquí con la esposa de Guy y sus hijas. Seguidme.

Antes de que cualquiera pudiera protestar, clavó los talones en los flancos de su montura y el esbelto caballo árabe saltó fuera del camino. Inclinándose hacia delante en su silla, lo puso al galope hacia los olivos que trepaban por la empinada colina.

Maldiciendo entre dientes, el hombre que Simon suponía era el lugarteniente de la mujer picó espuelas y partió tras ella. Simon se vio obligado a su vez a aferrarse a la silla con las piernas como un desventurado mono, mientras el resto del grupo los seguía también. Retorcidos y nudosos troncos de árbol, ennegrecidos por el tiempo, desfilaron veloces a su lado. Añejas ramas adornadas con hojas de plata se agitaron frente a su rostro. Agachó la cabeza para evitar un par de ellas, fue azotado por una tercera.

Por encima del fragor de los cascos en el pedregoso suelo, escuchó un grito distante. Un vistazo por encima del hombro le confirmó que la tropa del sultán les estaba dando caza. Su ojo bien entrenado detectó de inmediato que estaban bien pertrechados y que sus monturas eran excelentes.

Sintió que le ardía el pecho ante la cercanía de la batalla. Cerró con fuerza sus manos encadenadas, como si estuviera empuñando una lanza o una espada. Intentó decirse que no debería importarle a qué manos fuera a parar: un esclavo siempre era un esclavo. Y sin embargo todo su ser se rebelaba ante la idea de ser capturado inerme e indefenso, si acaso iba a producirse la batalla. Maldiciendo entre dientes, continuó agarrándose como pudo a la silla… hasta que el corazón se le subió de pronto a la garganta.

Habían alcanzado la cumbre de la colina. En un instante de absoluta incredulidad, Simon descubrió que el cerro desaparecía cortado por lo que parecía una grieta insondable. La honda fisura se extendía interminable en ambos sentidos. Y la única manera de cruzarla era un puente de cañizo y tablas que no parecía capaz de soportar el peso de un cerdo recién destetado, para no hablar del de un caballo con su jinete.

La mujer tiró de las riendas y frenó su montura. Cuando Simon la vio pasar una pierna por encima del pomo de su silla y desmontar ágilmente, lo primero que pensó fue que iba a rendirse. En lugar de ello, sin embargo, se dedicó a dar apresuradas garantías a todos de que el puente resistiría.

—Aguantará nuestro peso. He cruzado ese puente más de una vez con sir Guy y su esposa. Esperad a que pase yo primero y seguidme luego.

—¡No, mi señora! —el lugarteniente de rostro atezado se descalzó los estribos. Desmontando, la apartó respetuosamente—. Pasaré yo antes.

Simon contempló con el aliento contenido cómo el hombre empezaba a cruzar el puente con el caballo de la rienda. Aquella maldita cosa parecía como si fuera a desplomarse a cada segundo, llevándose consigo a hombre y animal.

Contra todo pronóstico, alcanzaron el otro lado. Y apenas habían vuelto a pisar tierra firme cuando la mujer los siguió. Lo cruzó también sin problemas, al igual que uno de los jinetes de turbante.

Quedaban Simon y los otros dos. El primero le hizo desmontar. El segundo le entregó las riendas al tiempo que desenfundaba una cimitarra.

—Vamos —ordenó con tono amenazante.

Simon no temía las alturas. Había trepado muchas veces por una torre de asedio y combatido en lo alto de las murallas de castillos. Y sin embargo vaciló, indeciso.

Podía blandir su cadena, desarmar al jinete y buscar refugio entre los olivos con la esperanza de escapar tanto de esa tropa como de la otra que estaba subiendo la colina. O podía ponerse en manos de la mujer que esperaba al otro lado, pensó mientras volvían a cruzarse sus miradas.

Aquellos ojos castaños de expresión feroz parecían desafiarlo, atraerlo a Dios sabía qué destino. Con la deprimente sensación de que estaba poniendo algo más que su vida en las manos de la más extraña e imprevisible mujer que había conocido nunca, Simon empezó a cruzar el puente con el pequeño caballo bereber de la rienda.

Se tambaleó bajo su peso, pero aguantó. Simon se obligó a poner un pie delante de otro sin dejar de mirar a la mujer. Ni él ni ella parecieron respirar hasta que ganó el otro lado.

Tan pronto como lo consiguió, cruzaron los otros dos. Mientras tanto, la tropa perseguidora se acercaba. Estaban ya a un tiro de flecha cuando el lugarteniente desenvainó su espada. De dos tajos cortó las sogas que anclaban el puente a los postes por el lado derecho. Las planchas bascularon hacia ese lado, oscilando como un marinero borracho colgado de una jarcia.

—Ya no podrán cruzar —comentó con gran satisfacción.

—Ciertamente que no —convino regocijada su señora. Haciendo un remolino con su aparatosa capa, demostrando tanta agilidad como elegancia, agarró el pomo de su silla y montó sin ayuda alguna—. A los caballos —ordenó, alzando la voz por encima del fragor de cascos que se acercaban—. A casa, a Fortemur.

Dos

Para cuando el pequeño pelotón llegó a la barbacana de la enorme fortaleza que se aventuraba sobre el mar, el sol se había convertido en un globo rojizo sobre el horizonte y Simon tenía que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la cabeza alta.

Por lo que podía recordar, lo único que había comido desde que lo arrastraron fuera del barco dos días atrás habían sido unas pocas migajas de pan agusanado. Pero aún peor que el hambre que lo devoraba por dentro era el ardor que le abrasaba la espalda. El látigo con puntas de hierro de sus captores había mordido su piel casi hasta el hueso.

Y, sin embargo, tanto su instinto como su entrenamiento se negaban a rendirse. Con un férreo esfuerzo de voluntad, bloqueó su mente a la sensación de dolor y clavó la mirada en los estandartes rojinegros que tremolaban en el alto castillo central. No reconocía las armas que llevaban bordadas, como tampoco el escudo grabado en piedra de la barbacana exterior.

Una vez traspuesto el portal y cruzado el puente levadizo, descubrió desanimado que la fortaleza era merecedora de su nombre: Fortemur. Muros fuertes tenía de sobra. Y guardias también. Distinguió pares de saeteras en la decena o más de torreones que separaban cada lienzo de la muralla, mientras más lanceros con tabardos rojinegros patrullaban por los adarves.

Las torres presentaban un diseño singular que debía tanto al estilo oriental como al occidental: eran hasta parecidos a los alminares desde donde los infieles llamaban a la oración. Daban un cierto aire de fantasía al imponente castillo central, que disimulaba al mismo tiempo sus bien organizadas defensas.

Advirtió que las murallas exteriores e interiores estaban bien separadas, con huertos y frutales plantados en el ancho terreno intermedio. Tierras que podían alimentar a sus defensores durante un prolongado asedio: al menos hasta que la primera línea de murallas hubiera caído. Luego, conjeturó Simon, los defensores del castillo podrían alzar las esclusas que contenían el mar para convertir los huertos en un verdadero foso.

Los patios de armas merecieron la misma reacia aprobación. Tanto los interiores como los exteriores parecían hervir de actividad, desde los palomares hasta la forja del herrero o las cocinas, que parecían bombear al aire el sabroso olor de la carne asada. Para cuando la tropa se detuvo frente a las cuadras y la dama desmontó, el estómago de Simon suspiraba por un pedazo de lo que se estuviera asando en aquellas parrillas.

La señora apenas le dedicó una mirada antes de bajarse la capucha y murmurar una orden a su lugarteniente.

—Que le den de comer y lo bañen. Y que después lo lleven a mi cámara.

Simon apenas la oyó. Aunque el velo de seda le cubría la mayor parte del rostro, se quedó boquiabierto cuando descubrió la gruesa trenza que le caía sobre un hombro. Era de un rubio tan claro como el oro, y casi igual de luminoso. Como un sol invernal reverberando en un lago helado. Jamás había visto nada parecido.

Con no poco esfuerzo apartó la mirada de la dama para clavarla en su lugarteniente. Él también se había quitado la capucha. Lo arrugado y atezado de su rostro se debía más a la edad que al sol: sólo en ese momento se dio cuenta Simon de ello. Hebras de plata salpicaban sus sienes. Y la cicatriz que le nacía en la oreja para perderse bajo el cuello de su túnica hablaba de un hombre que se había enzarzado en más de una batalla.

—¿Queréis que le quitemos los grilletes o se los dejamos puestos? —preguntó a su señora con un tono teñido de inequívoca desaprobación.

La dama concentró su atención en Simon y lo miró de la cabeza a los pies. Tal y como le había ocurrido en el mercado de esclavos, él se tensó bajo sus escrutadores ojos.

«¡Por los huesos de San Bartolomé, sí que es atrevida la muchacha!», exclamó para sus adentros. Su descarada mirada habría suscitado una respuesta más que receptiva por su parte en otras circunstancias. Había conocido el lecho de toda clase de damas y doncellas antes de que la promesa de su moribundo padre lo hubiera condenado a la observación de los tres votos: pobreza, obediencia y castidad. Y sin embargo jamás se había topado con una mujer como aquélla, lo suficientemente fuerte como para cabalgar sin descanso durante horas. Y lo suficientemente autoritaria como para mandar a un veterano de mil batallas que parecía saltar a una orden suya.

—Quítaselos. Pero tienes mi permiso para reducirlo si se muestra violento.

—Espero por su bien que no sea así.

Simon comprendió que aquella malhumorada respuesta lo había tenido a él como verdadero destinatario. Y la dama también lo sabía. Asintió con la cabeza y se volvió para marcharse.

—Asegúrate de utilizar la escalera de la torre —ordenó, volviéndose de pronto.

—Así lo haré.

Simon vio cómo se alzaba las faldas y rodeaba un montón de basura y despojos, espectáculo inevitable en el patio de unos establos llenos de caballos, cerdos y aves de corral. No pudo sino advertir que tenía un tobillo muy fino, antes de volverse de nuevo hacia su lugarteniente.

—Soy Hugh de Poitiers —se presentó por fin el hombre—. Antiguo servidor de Leonor de Aquitania. Hace más de veinte años que estoy obligado por juramento al señor de estas tierras.

—¿Quién es él?

—Ella —sir Hugh señaló con la cabeza a la mujer que se alejaba—. Soy vasallo de lady Jocelyn.

Simon lanzó otra rápida mirada a la dama.

—¿Ella es la señora? ¿No tiene esposo? ¿Ni padre, ni hermano que la proteja?

—Me tiene a mí —le espetó el caballero.

—No lo he dicho en tono de ofensa. Pero una fortaleza de este tamaño…

—El abuelo de lady Jocelyn murió el pasado otoño, antes de que pudiera arreglarle un ventajoso matrimonio. El rey Balduino la tomó bajo vasallaje real y le asignó a uno de sus hombres como administrador. Al muy ingenuo le gusta creer que la tiene dominada. Te sugiero que no cometas el mismo error.

De modo que la dama era una heredera. Un trofeo viviente que entregar a un fiel vasallo. A juzgar por el aspecto del castillo, debía de ser un trofeo bastante valioso.

Simon sabía bien, de hecho lo sabía toda la cristiandad, que la constante lucha para conservar los territorios arrebatados a los sarracenos en la primera cruzada habían causado la caída en combate de más de un señor feudal. Y sus hijos seguían cayendo asimismo bajo la espada o la lanza. Como resultado, grandes feudos pasaban a manos de herederas con muchísima mayor frecuencia que en Europa. Abundaban las historias sobre ricas viudas entregadas a segundos maridos casi antes de que el primero hubiera sido enterrado.

Semejantes rumores habían atraído a caballeros sin tierras y a hombres de armas sedientos de aventuras a buscar tanto esposa como fortuna en ultramar. El propio Simon había acariciado la idea, pero ya no. Tanto lo uno como lo otro eran algo vedado a los caballeros templarios. Todo lo que arrebataban en sus saqueos, todos los beneficios que rendían sus vastas posesiones tanto allí como en Europa, pertenecían a la orden.

—¿Cuál es tu nombre? —quiso saber sir Hugh.

—Simon de Rhys, quinto hijo de Gervase de Rhys.

—Gervase de Rhys —el caballero frunció el ceño—. ¿Qué es lo que he oído de él?

«Que tuvo y perdió su honor, sus tierras y el respeto de sus hombres», pensó Simon con amargura. «Que andaba con rameras y se embriagaba y se apoderaba con malas artes de lo que no podía conseguir con la fuerza de su brazo». No por casualidad había abandonado el ruinoso feudo de su señor padre tan pronto como fue lo suficientemente fuerte como para blandir una espada… para no volver hasta que fue convocado a su lecho de muerte. Tenso, se limitó a responder:

—Lo ignoro.

—¿Qué edad tenéis? —el lugarteniente adoptó en seguida un tono de respeto, una vez enterado de su condición de caballero.

—Veintiséis.

—Supongo entonces que ya habéis ganado vuestras armas.

—Hace ya diez años.

—¿Tan joven? —sorprendido, el viejo guerrero le lanzó una penetrante mirada—. ¿Qué señor os nombró caballero?

—Henri, duque de Angulema.

—De ése sí que he oído hablar. Era un hombre bueno. Si os hizo caballero, debisteis de haberos ganado su respeto —Hugh se frotó la barbilla durante unos segundos, mientras continuaba taladrándole el alma con la mirada—. Desapruebo rotundamente aquello que os tiene reservado lady Jocelyn —dijo al fin—, pero entiendo por qué lo hace. Tanto si colaboráis en sus planes como si no, oídme bien, De Rhys. Os desollaré y os arrancaré las tripas si se os ocurre tocarle un solo pelo de la cabeza.

—Yo…

—¡No me importa lo que penséis o digáis! —blandió delante de su nariz un puño enguantado en una cota de malla—. Sólo quiero que sepáis que perderéis la vida si le hacéis el menor daño. ¿Me entendéis?

—Sí.

—Entonces id a que os den de comer y os bañen, como ha dejado ordenado mi señora. Después os llevaré a su cámara.

En su espaciosa cámara de la torre, Jocelyn paseaba de un lado a otro con los nervios a punto de estallar.

Hasta la muerte de su abuelo, había compartido habitación con las demás damas solteras del castillo. Cuatro, a veces hasta seis, habían dormido en la gran cama de dosel, dedicadas durante el día a coser, leer o a tañer el laúd. Ahora que se había trasladado a la cámara del señor, Jocelyn disfrutaba del inusitado lujo de una absoluta intimidad. ¡Una intimidad que le permitiría hacer aquello a lo que estaba decidida aquella noche!