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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Kathleen Panov. Todos los derechos reservados.

EL FUEGO DEL AMOR, Nº 1448 - enero 2012

Título original: Once Upon a Mattress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-452-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Ben MacAllister la estudió desde el otro extremo de la mesa de conferencias.

–¿Una mala ruptura?

–¿Perdona? –repuso ella, alzando la cabeza.

Hilary Sinclair no era la clase de mujer que los hombres notarían a primera vista. A primera vista, un hombre podía pasarla por alto… incluso descartarla. La segunda vez, Ben había notado la rigidez «pedante»… la dificultad social surgida de poseer una inteligencia muy elevada.

La tercera, hizo que girara la cabeza y se preguntara por qué el mundo no le prestaba suficiente atención a Hilary Sinclair. Se reclinó en el sillón, y la madera vieja crujió bajo su peso.

–No pretendo ser grosero, pero eres muy hostil hacia los hombres más jóvenes y, desde luego, no eres feliz.

Ben era nuevo en la empresa de su padre, Camas MacAllister, pero Hilary era aún más nueva. Se había incorporado hacía diez días, y sólo hacía una semana que había empezado a analizarla.

–¿Has estado contemplando lo que has dado por hecho que era la absoluta desdicha de mi vida amorosa y has adivinado todo eso en el breve tiempo que llevo aquí? –preguntó, dejando los ojos verdes posados sobre él, como si fuera el azote de la tierra.

–Soy inteligente, no domino por completo el funcionamiento de la mente femenina, aunque creo que eso es algo imposible. Así que, respondiendo a tu pregunta, sí.

–Una mujer debe tener un hombre para ser feliz. ¿Es eso lo que crees? –le centellearon los ojos.

Le encantaba cuando la veía enfadada.

–No, pero no hace daño.

Ella enarcó una ceja oscura.

–Tienes toda la razón. Y si quieres saberlo, lo castré –luego bebió un sorbo del café comprado en Starbucks y dos gotas se filtraron sobre su blusa. Ni siquiera lo notó; simplemente, dejó la taza y clavó la vista en la hoja de papel en blanco que tenía ante sí.

Él no la creyó, pero el instinto de protección masculino lo impulsó a cerrar las piernas.

La sala de conferencias estaba vacía mientras la lluvia tamborileaba sobre el viejo tejado del almacén.

Volvió a alzar la cabeza.

–Y si no te importa, no creo que el lugar de trabajo sea el foro apropiado para conversar sobre mi vida privada.

Ben se encogió de hombros.

–Tenía curiosidad, eso es todo.

Ella martilleó sobre la mesa con el bolígrafo, sin mirarlo a los ojos.

–¿Por qué te invitó tu padre a la reunión del lanzamiento del producto? No sabía que participaría el Director de Seguridad.

Ben hizo una mueca y supo que ella lo notó.

–Teniendo a Sylvia con la pierna rota, creo que mi padre quiere que todo el mundo arrime el hombro y ayude a cubrir su ausencia. Incluso Seguridad –añadió con más sarcasmo del necesario, lo que ayudó a estropear cualquier esfuerzo de indiferencia.

«Director de Seguridad, y un cuerno». Ese puesto había sido un golpe bajo, pero podría demostrarle a su padre que lo había subestimado.

Había regresado a Dallas para ayudar a su familia, pensando que tal vez pudiera marcar una diferencia. Camas MacAllister jamás había sido su idea de estímulo, pero en esa ocasión estaba decidido a dejarse la piel. Nunca le había importado mucho la empresa; su familia era el motivo de que se encontrara allí en vez de estar completando el número treinta y siete de su «lista de cosas para hacer antes de morir».

–¿Así que vas a trabajar en el lanzamiento del producto? –preguntó ella, soslayando el sarcasmo.

–Si se me necesita, desde luego –la nueva línea Dreamscape iba a presentarse en la feria ISPA de Las Vegas en tres meses. Ben había esperado ser parte del proyecto. Ella asintió con frialdad y volvió a clavar la vista en el papel, descartándolo. Pero él aún no había acabado–. ¿El nuevo colchón está listo?

–Ciertamente –afirmó ella.

Quiso preguntarle si odiaba a todos los hombres o si debía tomárselo como algo personal. Pero antes de poder irritarla más, entró su padre y ésa fue la cuña para que Ben se sentara y mirara. Sacó sus notas para la reunión, no muy seguro de lo que iba a hacer, aunque quería estar preparado.

Su padre era el jefe indiscutido y su hermano, Allen, el heredero de Camas MacAllister.

Camas MacAllister, la última cama que jamás necesitará.

Era una pena que los matrimonios MacAllister no duraran tanto como sus colchones.

Martin MacAllister se sentó en el extremo de la mesa. Su cabello castaño, de la misma tonalidad que el de Ben, hacía poco que había empezado a encanecer, pero sus ojos oscuros estaban llenos de humor y juventud. Se reclinó en el sillón y suspiró.

En ese momento entró Allen, tarde como de costumbre, y se sentó a la derecha de su padre.

Martin MacAllister se puso las bifocales que Ben sabía que odiaba y miró la agenda de reuniones.

–Ben, me alegro de que pudieras unirte a nosotros. ¿Tienes grandes planes para hoy?

–Pensaba escribir unos nuevos procedimientos de seguridad –respondió, casi como una broma.

–Procedimientos, ¿eh? Bien, bien. Empecemos, ¿os parece?

Y durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Ben bien podría haber sido una maceta. Su padre le formuló a Hilary todo tipo de preguntas sobre el lanzamiento, desde las ruedas de prensa hasta los horarios de los planes de reuniones.

Y ni una sola sobre seguridad.

Con cuidado sacó sus notas e hizo un avión de papel.

En ese momento podría estar en Colorado, respirando el limpio aire montañoso en el rancho J&D, el número treinta y siete de su «lista de cosas para hacer antes de morir». Pero lo había postergado porque creía que era importante estar allí… por la empresa, por su familia.

Tuvo ganas de reír.

Mientras los demás se hallaban ocupados con un trabajo real, él se levantó y fue hacia las ventanas. Durante un rato, contempló el horizonte moderno de Dallas. Poco a poco se estaba volviendo loco.

El martilleo constante de la lluvia sobre el tejado debería haberlo relajado, pero lo que hacía era ponerle rígida la rodilla, la que se había roto trabajando como instructor de esquí en los Alpes.

Con gesto distraído, se frotó el ligamento pertinaz. Había pensado que volver a casa sería lo correcto. Ayudar a sus padres, quitarles un peso de encima mientras pasaban por un divorcio tan doloroso. Aunque daba la impresión de que él era el único que lo consideraba doloroso.

Martin MacAllister se sentó en el sillón frente a su hijo, con las gafas sobre el puente de la nariz.

–¿Querías verme, Ben?

Su padre no parecía angustiado; todo lo contrario, se lo veía más relajado que en años. Ben se frotó las sienes y se sentó detrás de la mesa, recordando su objetivo.

–Sí. Quiero hacer más con el lanzamiento del producto. Quizá podría coordinar, o dirigir, o simplemente ayudar.

Martin frunció el ceño, lo que era una mala señal.

–¿Sí?

–Bueno, sí –confirmó Ben.

En el cuarto reinó el silencio.

–Lo siento. Claro, ya pensaremos en algo. Me alegro de que me pidieras que viniera a tu despacho. Quería solicitar tu consejo.

Al fin. Ben suspiró aliviado.

–¿Sí?

–¿Recuerdas aquel otoño en que fuiste a Alaska como guía de pesca? He estado pensando en ir. Yo solo, perdido en ese gran territorio.

Su padre quería huir. Típico.

–Es muy divertido, papá, y sé que con lo que estás pasando ahora…

–¿Qué?

–El divorcio.

–Oh, no. Estoy bien. He quedado para comer con tu madre el miércoles. Necesitamos sacar la casa a la venta.

¿Qué?

Luchó por mantenerse sereno. Según su cuñada, la doctora Tracy MacAllister, la Doctora Amor, debería dejar atrás su ira.

Su voz sonó completamente normal cuando preguntó la causa.

–Es demasiado grande para tu madre y yo voy a comprarme una caravana.

Ben cerró los ojos. La empresa llevaba en Dallas ochenta y tres años. Por esas paredes habían pasado tres generaciones de MacAllister e innumerables colchones. Y en ese momento su padre quería comprarse una caravana.

–¿Y qué pasa con la empresa?

–Tengo algunas ideas.

Ben sabía mucho sobre las ideas. En particular que podían ser peligrosas. Las sienes no dejaban de palpitarle.

–¿Qué clase de ideas, papá?

–Nada de qué preocuparte. Pero imagina esto. En un par de años, estaremos juntos de caza mayor en África. Bang… bang –sonó la alarma de su reloj–. Vaya. Tengo una reunión con Hilary para discutir unos detalles sobre la nueva línea. Una chica estupenda. Mucho potencial. Nos vemos, hijo –se detuvo en el umbral–. Y recuerda, si necesitas algo, pídelo. Todos estamos aquí para ti –entonces desapareció.

Se quedó atónito, preguntándose quién era el hombre que acababa de irse. ¿Caza mayor en África? Su padre se desmayaba viendo un poco de sangre.

Se puso a caminar por su pequeño despacho con las manos a la espalda. ¿Qué se suponía que debía hacer? Si su padre creía que no estaba capacitado para ayudar, se equivocaba.

Cumpliría con su tarea de Director de Seguridad, aunque eso lo matara.

Era un primer paso, y no muy grande. Tiempo de regresar junto a la familia. Aunque no daba la impresión de que alguien hubiera notado su ausencia.

Regresó a su escritorio y sacó dos aspirinas. ¿Por dónde empezar?

Tomó la carpeta de la mesa y leyó los informes del acceso a Inter net del personal. En la cuarta planta parecía haber una extendida predilección por las páginas de Playboy, y en la tercera se prefería las páginas con instrucciones para llevar a buen puerto las citas. Rió. Debería comprobar eso.

La aspirina comenzó a surtir efecto y se sintió lo bastante fuerte como para encarar la parte mundana de su trabajo. Abrió el cajón del escritorio y sacó un libro: Los secretos y las soluciones de la seguridad en la Red.

Empezó por el capítulo uno.

Al llegar a la página quince, estaba listo para quedarse dormido. Juntó las manos detrás de la cabeza y se reclinó en el sillón, con la vista clavada en el techo.

Se dijo que debería comprobar ese sitio de Internet. Apretó la tecla izquierda del ratón y cargó la página.

Las diez mejores frases para ligar. Soltó una carcajada mientras leía.

Eh, nena, ¿crees en el amor a primera vista o quieres que vuelva a entrar?

Demasiado manido. A él se le ocurriría algo mejor. Reflexionó unos momentos.

«¿Tengo una oportunidad contigo? No me lo digas si no la tengo, porque debería intentarlo», dijo para sí mismo.

Jamás oyó a la persona que entró en su oficina; simplemente, experimentó la sensación de que había alguien detrás.

Pinchó el icono del procesador de textos, pero demasiado tarde. Miró a su espalda.

Hilary Sinclair lo había descubierto.

Exhibía una sonrisa complacida.

Lo irritó que lo mirara como si ése no fuera su sitio. Pero ella tenía una ventaja, sabía de colchones. Y él una desventaja, no tenía ni idea de colchones.

Y para empeorar las cosas, llevaba un carmín oscuro que debería haber tenido un aire gótico pero que, a cambio, parecía invitador.

–¿Puedo ayudarte? –preguntó, sin pensar en su boca.

–¿Estás ocupado, MacAllister? No quería interrumpirte.

Ben se puso a teclear en el procesador de textos.

–Despejaba la mente. El humor es un estímulo excelente cuando la corteza cerebral se emplea en demasía.

Ella frunció los labios y entrecerró los ojos.

–¿Es eso cierto?

–No.

Los ojos verdes se entrecerraron aún más.

–Tu padre pidió que ayudaras con la organización del viaje del equipo. He apuntado los itinerarios de todo el mundo y sus peticiones para el vuelo.

El dolor de cabeza se renovó. En su lista de cosas para hacer no figuraba ser agente de viajes.

Ella se apartó el pelo oscuro de la cara.

–¿Sabemos en qué hotel hacer las reservas?

–La presentación es en el París Las Vegas. Allí también realizaremos la conferencia de prensa.

Ben lo apuntó en el bloc de notas.

–¿Línea aérea?

–La más barata. Volaremos el domingo por la noche, aunque Allen ha pedido un vuelo para el sábado porque quiere jugar en el casino. Tu padre quiere alquilar una moto y recorrer Las Vegas durante su estancia, y yo no busco nada especial, me contentaré con lo que consigas.

–¿Ventanilla o pasillo?

–¿Perdona?

–¿Allen y tú queréis asiento de ventanilla o de pasillo?

–Pasillo.

–¿Alguna necesidad dietética especial? –adrede, enarcó una ceja.

–Me gustaría un plato sin carne.

–¿Vegetariana?

–No, gracias. Las verduras no coinciden conmigo.

–¿Qué te parece un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada? Podría ser más suave para tu organismo.

Ella respiró hondo y Ben siguió el movimiento ascendente y descendente de la blusa.

–El sarcasmo está fuera de lugar en un entorno profesional.

Con el movimiento de sus pechos en mente, Ben se preguntó si también consideraría fuera de lugar las erecciones.

Carraspeó.

–Y yo que creía estar siendo considerado.

–¿Puedo dar por hecho que esta tarea no se encuentra más allá de tu capacidad y que podrás incorporarla… –miró en dirección al monitor– en tu apretada agenda?

Habló como si fuera una maestra corrigiendo a un alumno descarriado. Ben jamás había tenido fantasías con maestras, pero las imágenes aparecieron en su cerebro… imágenes que podrían causarle problemas con Hilary Sinclair.

Lo analizó durante un momento. No era su tipo, aunque con eso no quería dar a entender que se limitaba sólo a un tipo de mujer, pero tenía algo que lo atraía. Ahí había alguien que evidentemente necesitaba una remodelación vital. No sonreía bastante, no parecía feliz. Jamás había visto a una mujer más necesitada de rescate que Hilary Sinclair.

Y Ben, que en la vida había rescatado algo, se hallaba cautivado.

La vida era demasiado corta para obviar semejantes regalos del cielo.

–Me gusta tu blusa, Hilary –comentó.

Vio que al fin había obtenido éxito. Su recompensa fue un rubor profundo. De forma bastante confusa, la rígida señorita Sinclair sacó un pastillero del bolsillo y se llevó un caramelo de menta a la boca; entonces, al recordar los modales, depositó el pastillero sobre la mesa.

Ben no miró los diminutos caramelos; de hecho, se sentía fascinado por las curvas de ella. Y por esos ojos enormes y líquidos. Hilary exhibía la expresión de alguien a quien habían sorprendido en la cama equivocada.

Pasó el dedo índice lentamente por el borde de la mesa, imaginando qué había debajo de esa blusa. No había nada como cruzar la línea para hacer que las cosas fueran interesantes. Su sonrisa se amplió y el miembro viril se le puso más duro.

–He de irme –dijo, dando media vuelta para huir.

Observó la falda arrugada mientras ella se lanzaba hacia la puerta.

–Oh, Hilary –ella se volvió y se apoyó en el umbral, con el pánico visible en esos maravillosos ojos felinos–. Te olvidas los caramelos.

Capítulo Dos

A Hilary jamás le habían gustado las manchas de humedad. Eran incómodas, feas y podían conducir a un ataque prematuro de moho. Contempló el techo y vio cómo el punto se ensanchaba. En el exterior, la tormenta bramaba, y en el interior la aprensión crecía al mismo ritmo que la mancha.

Encendió la radio con la esperanza de bloquear la agitación interior. El tono sosegado de la doctora Tracy, la Doctora Amor, llenó el aire.

–Siguiente llamada.

–Hola, doctora Tracy, he tenido problemas con mi novio…

¿Novio? Una palabra con un sonido tan inocente… En una ocasión había tenido novio, y ni Mark ni ella habían experimentado problemas. Desde luego, él había roto el noviazgo de siete años, lo que algunos podían considerar un problema.

Pero a ella le gustaba contemplarlo como una bendición.

En ese momento estaba libre y despreocupada, e iba camino hacia un estilo de vida nuevo y mejorado.

Y en cualquier momento ese estilo de vida iba a sufrir una gotera.

Maldijo a la inmobiliaria, apartó la alfombra y observó el parqué levemente combado que había justo debajo.

No le gustaba la inseguridad. Sabía que era una mujer capaz e inteligente, una verdadera luchadora. Sin embargo, esa tarde, cuando Ben MacAllister le había dedicado un poco de su abundante encanto, había experimentado el intenso deseo de ir a que le hicieran la manicura.

Los hombres como él no se fijaban en las mujeres como ella. Tenía carisma, era atractivo y a sus oídos habían llegado las historias de todos los sitios en los que había estado.

Entonces, ¿por qué fijarse en ella?

«Inconcebible». Ningún simple hombre la reduciría a una masa trémula y gelatinosa. Y gracias a Mark, no se debía confiar en los hombres… en ninguno.

Mientras pensaba en su ingenuidad, cayó la primera gota. Grande y gorda.

Corrió hacia lo que algún día sería su cocina nueva y restaurada y buscó un cubo. Lo encontró debajo del fregadero. Lo llevó al salón y, sintiéndose autosuficiente, lo situó debajo de lo que en ese momento era un chorro constante de agua. Luego plantó las manos en las caderas, dispuesta a enfrentarse a los dioses de las tormentas.

«Tomad eso».

Haría falta algo más que un simple goteo para abrir agujeros en su futuro.

Se limpió las manos y se sentó delante del sitio en el que finalmente colocaría el televisor. Aún no podía permitírselo… Mark se había llevado el de ambos en la ruptura.

En unos diez días lo tendría, justo cuando recibiera su primer sueldo de Camas MacAllister.

Escuchó mientras la doctora Tracy explicaba con calma a quien la llamaba que se estaba engañando acerca de su nuevo novio. Que jamás llegaría a ser algo y que debería dejarlo.

Sabio consejo. ¿Dónde había estado la doctora Tracy cuando a ella la dejaban en Atlanta?

En Dallas, por supuesto.

Su nuevo hogar, aunque no se lo parecía. Aún.

Le encantaba su nueva casa. Se hallaba situada en Kessler Park, un coqueto barrio justo al sur de Dallas. La casa era pequeña, como la de Mark en Atlanta. Tenía suelos de madera que soltaban un fresco aroma a pino. Quizá se pareciera demasiado a la casa de Mark, pero la suya tenía tres habitaciones en vez de cuatro. Salón, cocina y, en cuanto moviera todas las cajas, incluso un dormitorio. Por supuesto, necesitaba algunos retoques. Pero estaba dispuesta a hacer lo necesario para empezar de nuevo.

Una vida nueva, una casa nueva.

Luego miró el techo y suspiró. Y un tejado nuevo.

No podía llamar a nadie, porque su tarjeta de crédito estaba en las últimas. Aguardaría a que pasara la tormenta. Y si tenía algo de suerte, sería pronto.

Retumbó el trueno y se sobresaltó, todavía un poco nerviosa por estar sola. Lo que necesitaba era compañía. Fue a su futuro dormitorio y hurgó en las cajas hasta que encontró la vieja caja de papel que atesoraba desde la infancia. Levantó la tapa y al fin sacó a su viejo y leal amigo. La tormenta bramó a su alrededor y ella se aferró a su viejo pero impecable peluche de Benjamin Franklin.

Cuando tenías un padre en las Fuerzas Aéreas, un sujeto con capa roja o Barbies parecidas no encajaban. Thomas Jefferson, Betsy Ross, John Wayne… ésas eran las leyendas.

Regresó al salón sintiéndose un poco mejor con Benjamin a su lado. Era la primera vez que estaba realmente sola, y aunque había sido un comienzo vacilante, las cosas se arreglarían.

Eso esperaba.

Contempló al hombre sabio sentado en su regazo. «Claro que sí, ¿verdad, Ben?»

Si tan sólo dejara de llover.

Un crujido ominoso salió de las entrañas de su tejado.

No quería verlo.

Crack.

Eso la obligó a mirar. Una viga reforzada sobresalía a través del centro de su techo, y más allá sólo se veía el cielo gris oscuro.

Y, desde luego, la lluvia.

Maldijo al estilo que su padre, el coronel retirado de las Fuerzas Aéreas, Douglas Sinclair, hubiera aprobado.

Por las dudas, repitió los juramentos.

Benjamin le devolvió la mirada, sus ojos azules risueños detrás de las gafas de montura de metal.