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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Rochelle Alers. Todos los derechos reservados.

AMOR ROTO, Nº 1452 - enero 2012

Título original: Very Private Duty

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-453-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Hace catorce años

–No pensé que diría esto en toda mi vida, pero estoy asustada, Jeremy. Me da miedo dejarte a ti y dejar la granja Blackstone.

Jeremy Blackstone miró a Tricia, sorprendido.

–No debes tener miedo. Nueva York sólo está a tres horas de vuelo.

Tricia Parker debía marcharse de Virginia a Nueva York para empezar la carrera en menos de veinticuatro horas, dejando su mundo, el mundo protector en el que siempre había vivido, detrás.

–Vámonos de aquí, Jeremy.

Él vaciló un momento.

–Muy bien –dijo por fin, tomándola por la cintura. No habían dado media docena de pasos cuando una voz masculina los detuvo.

–¿Dónde vais?

Tricia se volvió para mirar a su abuelo.

–A dar una vuelta.

Las arrugas en la frente de Augustus Parker se hicieron más profundas.

–¿Toda esta gente está aquí por ti y tú te vas a dar una vuelta?

–Abuelo, no empieces, por favor.

Gus miró a Jeremy.

–Me gustaría hablar un momento con mi nieta. A solas.

Jeremy se apartó, con expresión grave.

–Tricia, te espero fuera.

Ella esperó un momento antes de enfrentarse con Augustus Parker.

–Abuelo, no entiendo…

–¿Qué hay que entender? ¿Cuántas veces te he dicho que no deberías salir con el hijo del jefe?

–Pero…

–Eso no te llevará a nada bueno.

Tricia levantó la barbilla, desafiante.

–Es demasiado tarde para eso, abuelo. Jeremy y yo estamos juntos y pensamos casarnos cuando termine la carrera.

–No, Tricia.

–Pero estamos enamorados.

–¿De verdad crees que el hijo del propietario de la granja más rica del estado va a casarse con la hija de una mujer que era una…?

–¿Una prostituta? –terminó Tricia la frase por él–. ¿Es eso lo que piensas de mí?

Gus inclinó la cabeza.

–No digas eso de tu madre, hija.

–¿Qué otra cosa puedo pensar? ¿Crees que soy como ella?

–No, cariño, no es eso. Es que no quiero que te hagan daño.

–Jeremy no me hará daño, abuelo. Me quiere demasiado –poniéndose de puntillas, Tricia le dio un beso en la frente–. Tengo que irme. Te veo luego.

–Prométeme que tendrás cuidado.

–Te lo prometo.

Tricia salió de la sala que hacía las veces de comedor para los peones y se encontró cara a cara con la última persona a la que quería ver: Russell Smith, tres años mayor que ella, el hijo del capataz. Alto, guapo, un hombre que sabía utilizar su atractivo, sobre todo con las mujeres.

–¿Ya te vas, guapa?

–Sí.

–Pero si he traído un regalo para celebrar que te vas a la universidad…

Tricia intentó mostrarse amable.

–Por favor, dáselo a mi abuelo.

Russell se inclinó un poco y le dio un beso en los labios.

–Lo llevaré a tu casa más tarde.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no borrar la huella de esa indeseada caricia con la mano.

–Como quieras –murmuró, con los dientes apretados, antes de dirigirse hacia Jeremy, que la esperaba apoyado en su Jeep Wrangler.

–¿Qué hay entre Smith y tú? –le espetó.

–¿De qué estás hablando?

–Russell Smith acaba de besarte. Lo he visto.

Tricia lo tomó del brazo.

–Era un beso de despedida. Y me temo que recibiré muchos más antes de irme de aquí –dijo, sonriendo–. Pero yo sólo te quiero a ti.

Tan apasionada confesión pareció tranquilizarlo.

–¿Dónde quieres ir?

–Sorpréndeme.

Jeremy la ayudó cortésmente a subir al jeep y se colocó frente al volante.

–Agárrate, cariño.

Tricia se sujetó a la barra metálica mientras el jeep literalmente se comía la carretera. Poco después, paraban en un claro en los pastos del norte, bajo un grupo de hermosos sauces llorones, junto a un riachuelo. Usando los faros como iluminación, Jeremy colocó una manta en el suelo y apretó la mano de Tricia.

No quería que se fuera de la granja, pero se marcharía de allí unos días más tarde…

–Eres tan importante para mí –murmuró, sobre sus labios.

Tricia estaba ocupada desabrochando los botones de su camisa mientras él, hábilmente, bajaba la cremallera de su vestido.

–No digas nada… Sólo quiéreme.

Sin dejar de besarse, se desnudaron el uno al otro, dejando la ropa tirada por todas partes. Tomando su cara entre las manos, Jeremy la tumbó sobre la manta con cuidado, como si fuera una delicada porcelana. Sus jadeos ahogaban los sonidos nocturnos del hermoso valle, situado entre Blue Ridge y las montañas de Shenandoah.

Tricia respiraba el aroma de su piel, mezclado con una colonia masculina, enredando los dedos en su pelo negro azabache. Le gustaba todo en él: sus misteriosos ojos grises, su cuerpo, sus labios, su voz, que raramente levantaba.

El masculino torso, cubierto de vello, rozaba sus pechos haciéndola sentir escalofríos. Ese roce calentaba su sangre y provocaba un incendio líquido entre sus piernas. Sabía sin ninguna duda que aquella noche, la última vez que estuvieran juntos en mucho tiempo, no sería como otras que habían compartido en el pasado.

Jeremy abrió sus piernas con la rodilla y deslizó su sexo dentro de la carne palpitante. Los dos suspiraron de placer.

Tricia cerró los ojos, disfrutando de aquel miembro duro dentro de ella. Tenía miedo de moverse porque no quería que terminase antes de que hubiera empezado. Pero su amante empezó a moverse, despacio al principio, más deprisa luego.

–Más rápido, Jeremy –musitó, temblando cuando las convulsiones empezaron a crecer con cada sacudida.

Enterrando la cara en su cuello, él apretó los dientes, intentando controlar su pasión.

–No –murmuró, con voz estrangulada. Tricia clavó las uñas en la dura carne de sus nalgas.

–Por favor…

Jeremy sabía que sería absurdo luchar contra lo inevitable y empezó a moverse cada vez más rápido, hasta que no supo dónde terminaba él y empezaba ella. Se habían convertido en uno solo en todos los sentidos.

Llegaron al final al mismo tiempo, la sensación dejándolos sin aire, más fuer te que nunca. Después, se quedaron inmóviles, sus corazones latiendo al unísono.

Jeremy la deseaba de nuevo, pero sabía que si lo hacia querría hacerlo otra vez y otra y otra. Siempre había sido así con Tricia. Se había convertido en una droga para él… una de la que no quería desengancharse.

Diez minutos después de haber borrado las huellas de su encuentro en el riachuelo, se vistieron y llegaron a la casita donde Tricia había crecido, una casita situada dentro de la granja Blackstone, dedicada a la cría de caballos, de la que su abuelo había sido capataz hasta que se retiró.

Todas las luces estaban encendidas y Russell Smith y Augustus Parker, su abuelo, estaban dándose la mano en el porche.

–¿Qué hace Russell en tu casa? –preguntó Jeremy.

–No tengo ni idea –contestó Tricia en voz baja–. ¿Nos vemos en el desayuno?

–Claro que sí, cariño. Espera, te ayudo a bajar.

Tricia esperó hasta que él dio la vuelta al jeep. Esos detalles tan anticuados le resultaban encantadores.

–Buenas noches, mi amor –dijo después, enredando los dedos en su cuello para besarlo.

–Buenas noches, cielo.

Jeremy esperó hasta verla entrar en casa, pero cuando iba a arrancar la voz de Russell lo detuvo.

–Espera un momento, Blackstone.

–¿Qué quieres?

–Quiero darte las gracias.

–¿Por qué?

Russell sonrió cínicamente.

–Por ponérmelo más fácil.

–¿De qué estás hablando?

–De Tricia. Tú me la has dejado preparada. No me gustan las vírgenes porque siempre se te enganchan, pero con Tricia es diferente. A ella no le importa compartir su cuerpo con los peones mientras pueda seguir saliendo con el hijo del jefe.

Después, se dirigió a su furgoneta, aparcada frente a la casa.

Jeremy no quería creer lo que había dicho aquel canalla, pero lo había visto besar a Tricia… ¿Y qué estaba haciendo en su casa? Ella le había dicho que no había nada entre ellos, pero… ¿y si estaba mintiendo?

Sólo había una forma de averiguar la verdad, pensó. Un segundo después, llamaba a la puerta. Pero abrió Gus, el abuelo de Tricia.

–Pensé que ya os habíais despedido.

–Me gustaría hablar con ella un momento, si no le importa.

Gus sacudió la cabeza.

–No, Jeremy. Ya has hecho bastante daño.

–Perdone, pero ¿qué es lo que he hecho?

El anciano sonrió.

–No me caes mal, Jeremy, y respeto mucho a tu padre. Pero creo que es mejor que dejes a mi nieta en paz.

–No puedo hacer eso. Tricia y yo…

–No hay un «Tricia y tú». Abre los ojos, hijo. Tricia está con Russell Smith. Piensa ir a verla a Nueva York el mes que viene y ha venido a traerle esto –Gus metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita de terciopelo, que abrió después para mostrarle su contenido.

Jeremy miró el anillo de diamantes. Era cierto. Russell no había mentido. Se acostaba con Tricia…

Y Tricia se acostaba con los dos.

Jeremy asintió con la cabeza, el corazón partido.

–Tiene razón, señor Parker. Buenas noches.

Jeremy metió ropa interior, calcetines, camisetas y un par de vaqueros en una bolsa de viaje y cerró la cremallera. Moviéndose como un autómata, se obligó a sí mismo a poner un pie delante de otro para bajar la escalera. En la puerta, vio a su padre saliendo del salón.

Sheldon miró la bolsa de viaje con extrañeza.

–¿Vas a algún sitio?

Jeremy tragó saliva. Tenía la garganta seca.

–Sí, papá. Voy a pasar un par de días en Richmond. Volveré el domingo por la noche.

–¿Estás bien, hijo?

–Sí, claro.

Su padre asintió con la cabeza.

–Conduce con cuidado.

Jeremy se despidió y cerró la puerta sin decir nada más.

Tricia despertó temprano y se duchó en tiempo récord. Quería desayunar con Jeremy, como habían quedado, antes de que él se fuera a la pista con los entrenadores. Sheldon Blackstone, su padre, estaba sentado frente a una de las mesas y Tricia se acercó al propietario de la granja con una sonrisa en los labios.

–Buenos días, Sheldon.

–Buenos días, Tricia.

–¿Has visto a Jeremy?

–Mi hijo no está aquí.

–¿Dónde está?

–Se ha ido a Richmond.

Tricia lo miró, sorprendida.

–¿Cuándo se ha ido?

–Anoche.

–¿Anoche?

–Sí, pero dijo que volvería dentro de unos días.

–Gracias –murmuró ella, atónita.

Le había mentido. Jeremy le había prometido despedirla en el aeropuerto, pero estaba claro que había cambiado de opinión.

Quizá, pensó, su abuelo tenía razón. No debería haber empezado una relación con el hijo del jefe.

Tricia salió del comedor con la cabeza alta, intentando controlar las lágrimas. Y se prometió a sí misma que jamás intentaría ponerse en contacto con Jeremy Blackstone a menos que él la llamase primero.

Y ésa era una promesa que pensaba cumplir.

Capítulo Uno

El presente

Con los ojos bien abiertos, el corazón latiendo a toda velocidad y las rodillas temblando, Tricia Parker miró al hombre que estaba tumbado en el sofá de los Blackstone.

Apenas reconocía a Jeremy con esas magulladuras en la cara y un ojo hinchado. Con camiseta y pantalones cortos, estaba sin afeitar, la pierna izquierda cubierta con una escayola hasta la rodilla, los dedos de la mano izquierda entablillados.

Sólo su entrenamiento como enfermera impidió que perdiera la compostura al ver al hombre al que había entregado su corazón cuando era una adolescente.

Cada vez que regresaba a la granja Blackstone, una parte de ella buscaba al hijo de Sheldon Blackstone, pero era como si sus caminos no estuvieran destinados a cruzarse… hasta aquel momento.

Catorce años después.

–¿Qué le ha pasado? –preguntó con voz ronca.

Los ojos de Sheldon estaban fijos en su hijo, que no se había movido desde que lo colocaron en el sofá.

–Ha tenido un accidente… de trabajo.

Tricia sabía que Jeremy pertenecía a la unidad antidroga del FBI. Se había graduado en Stanford y, en lugar de volver a la granja, decidió alistarse en los marines. Un mes después de terminar su entrenamiento militar solicitó un puesto como agente especial en el FBI.

Tricia se acercó para ponerle una mano en la frente. Estaba fría.

–¿Desde cuándo está así?

–Le pusieron un sedante antes de subirlo al avión en Washington –contestó Ryan Blackstone, el hermano mayor de Jeremy y veterinario de la granja.

–Estoy hablando de sus lesiones.

–Mañana hará dos semanas –contestó Sheldon–. Va a necesitar una enfermera las veinticuatro horas al día.

Tricia se volvió para mirar al propietario de la granja afroamericana de cría de caballos más importante de Virginia. Los años habían sido amables con Sheldon, viudo desde hacía años. Alto y fuerte, el padre de Jeremy seguía teniendo el pelo negro azabache, con algunas canas en las sienes. Y unos ojos extraordinarios, de color gris claro.

–Quieres que yo cuide de él.

Sheldon inclinó la cabeza.

–Sí.

–Pero sólo voy a estar aquí un mes –objetó Tricia, que trabajaba como enfermera en una clínica pediátrica de Baltimore y tenía cuatro semanas de vacaciones–. ¿No sería mejor contratar a otra enfermera?

–Lo haría si tú no estuvieras aquí. Estoy seguro de que Jeremy responderá mucho mejor al tratamiento si tiene cerca una cara conocida. Por eso he decidido traerlo a la granja.

Una vocecita le avisó de que no debía acercarse a Jeremy otra vez. Quería decirle que no a Sheldon, pero no podía hacerlo. Había crecido en aquella granja y la tradición era que unos cuidaban de otros.

–Muy bien –dijo por fin.

Los dos hombres dejaron escapar un suspiro de alivio.

Ryan la tomó del brazo para llevarla al comedor. Era un Blackstone sin la menor duda: su altura, su complexión, los ojos grises, los pómulos altos, la nariz aquilina, la boca de labios carnosos. Casi todas las chicas de la granja habían soñado casarse con él algún día, pero Tricia no. Ryan tenía cuatro años más que ella y era demasiado serio. Ella había elegido a Jeremy. Eran de la misma edad, igual de despreocupados y, a veces, igual de atrevidos.

Catorce años antes, Jeremy tenía fama de conductor temerario, de peleón y de mal hablado, pero también había sido el hombre que le mostró lo que era la pasión.

–¿Cuáles son sus lesiones, Ryan?

–Tiene roto el tobillo, dos dedos dislocados y una conmoción cerebral. Lleva sujeto el tobillo con clavos.

Tricia asintió.

–¿Hay algo más que deba saber? Quizá por qué le han sedado.

Ryan sonrió.

–Sabía que no iba a poder engañarte. Con Jeremy tienes un sexto sentido, lo sé. Parece como si estuvierais conectados de alguna forma… aunque hayáis estado separados tantos años.

Tricia sintió un escalofrío. Una vez, mucho tiempo atrás, Jeremy y ella eran capaces de adivinar lo que pensaba el otro.

–Te equivocas, Ryan. De ser así, habría sabido que le había pasado algo. ¿Qué es lo que no me cuentas?

–Tiene pesadillas… despierta cubierto de sudor por lo que le pasó a él y a sus compañeros antes de que los rescataran.