Albert vuelve a casa. Homer Hickam

Albert vuelve a casa

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Homer Hickam

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Título español: Albert vuelve a casa

Título original: Carrying Albert Home

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Traductor: Victoria Horrillo

Diseño de cubierta: Adam Johnson

Imágenes de cubierta: © Glasshouse Images/Alamy (coche); © Lake County Discovery Museum /UIG/Bridgeman Images (caimám); cortesía de Don O’Brien (pasajeros); cortesía de The Library of Congress Prints and Photographs Division (fondo)

 

ISBN: 978-84-16502-24-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

 

Índice

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Las etapas del viaje

Introducción al viaje

Primera parte. De cómo empezó el viaje

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Segunda parte. De cómo Elsie se convirtió en una radical

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Tercera parte. De cómo Elsie hizo la Ruta del Trueno, Homer escribió un poema y Albert trascendió la realidad

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Cuarta Parte. De cómo Homer aprendió las lecciones del béisbol y de Elsie la enfermera

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Quinta parte. De cómo Elsie se aficionó a la playa y Homer y Albert ingresaron en la Guardia Costera

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Sexta parte. De cómo voló Albert

Capítulo 36

Séptima parte. De cómo Homer y Elsie salvaron una películay Albert hizo de cocodrilo

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Octava parte. De cómo Homer, Elsie y Albert superaron un huracán (uno de verdad, además del que se agitaba en sus corazones)

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Novena parte. De cómo por fin llevaron a Albert a casa

Capítulo 43

Capítulo 44

Epílogo

Posdata final

Agradecimientos

Fotografías relativas al viaje

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Frank Weimann,

que comprendió esta historia

antes que yo

 

 

Las etapas del viaje

 

 

 

Introducción al viaje

 

PRIMERA PARTE

 

De cómo empezó el viaje

 

Durante la cual Elsie y Homer deciden llevar a Albert a casa, el gallo se apunta, Homer comienza a vislumbrar el lío en el que se ha metido, Elsie baila sola y Homer y Albert atracan un banco.

 

 

SEGUNDA PARTE

 

De cómo Elsie se convirtió en una radical

 

Durante la cual John Steinbeck tiene una aparición estelar, a Homer lo confunden con otro y Elsie y Albert libran una dudosa batalla.

 

 

TERCERA PARTE

 

De cómo Elsie hizo la Ruta del Trueno, Homer escribió un poema y Albert trascendió la realidad

 

Durante la cual Elsie transporta alcohol de contrabando, Homer conoce a un poeta loco y a su concubina y empezamos a entender que Albert podría ser el símbolo de algo más trascendental.

 

CUARTA PARTE

 

De cómo Homer aprendió las lecciones del béisbol y de Elsie la enfermera

 

Durante la cual Homer y Albert juegan al béisbol, Elsie se hace enfermera y todos reciben un cruel escarmiento.

 

 

QUINTA PARTE

 

De cómo Elsie se aficionó a la playa y Homer y Albert ingresaron en la Guardia Costera

 

Durante la cual Elsie descubre cuál es su verdadero lugar en el mundo y Homer y Albert libran una terrible y sangrienta batalla contra los contrabandistas y otros forajidos del mar.

 

 

SEXTA PARTE

 

De cómo voló Albert

 

Durante la cual Homer descubre Georgia, Elsie se entrena como piloto acrobático sin cinturón de seguridad y un afligido Homer y un Albert exultante se lanzan a surcar los cielos.

 

SÉPTIMA PARTE

 

De cómo Homer y Elsie salvaron una película y Albert hizo de cocodrilo

 

Durante la cual a Homer vuelven a confundirlo con otro, Elsie ve a su marido con nuevos ojos y Albert se deja metafóricamente el pellejo interpretando a un cocodrilo en la gran pantalla.

 

 

OCTAVA PARTE

 

De cómo Homer, Elsie y Albert superaron un huracán (uno de verdad, además del que se agitaba en sus corazones)

 

Durante la cual Ernest Hemingway aparece en escena, Elsie está al mismo tiempo encantada y angustiada por casi todo, incluido Albert, y Homer se enfrenta a la ira de un huracán.

 

 

NOVENA PARTE

 

De cómo por fin llevaron a Albert a casa

 

Durante la cual Elsie debe tomar una decisión terrible, Homer no sabe cómo ayudarla pero la ayuda, Buddy Ebsen hace un cameo, Albert es llevado a casa y el viaje concluye y, en cierto modo, continúa.

 

Epílogo

 

Posdata final

 

Agradecimientos

 

Fotografías relativas al viaje

 

 

Introducción al viaje

 

 

 

 

 

Hasta que mi madre me habló de Albert, no supe que mi padre y ella habían emprendido un peligroso viaje de aventuras para llevarlo a casa. No sabía cómo habían llegado a casarse y a ser tal y como yo los conocía. Ignoraba, además, que mi madre guardaba en el corazón un amor imperecedero por un hombre que se convirtió en un célebre actor de Hollywood, y que mi padre conoció a ese hombre tras capear un poderoso huracán, no solo en los trópicos sino también en el interior de su alma. Supe de estas y de otras cosas gracias a la historia de Albert, que me reveló facetas desconocidas no solo de mis padres, sino de la vida que me brindaron y de la existencia que vivimos todos hasta cuando no entendemos el porqué.

El viaje que emprendieron mis padres tuvo lugar en 1935, el sexto año de la Gran Depresión. En aquella época vivían en Coalwood poco más de un millar de personas, la mayoría de ellas, al igual que mis progenitores, matrimonios jóvenes que se habían criado en torno a las minas de hulla. Como habían hecho anteriormente sus padres y sus abuelos, los hombres se levantaban a diario para ir a trabajar a la mina, donde extraían el carbón en bruto empleando taladros, explosivos, picos y palas mientras, encima de ellos, el techo gruñía, se resquebrajaba y a veces se derrumbaba. La muerte era un suceso tan común, que entre los hombres y mujeres de aquel pueblecito de Virginia Occidental reinaba cierta melancolía cuando se despedían cotidianamente. Y sin embargo, a cambio del salario y la casa que recibían de la empresa, se decían adiós cada mañana y los hombres se marchaban para unirse a la larga fila de mineros que, con paso pesaroso y un balanceo de tarteras, se dirigían al profundo y oscuro subsuelo.

Mientras sus maridos se afanaban en las minas, las mujeres de Coalwood se esforzaban por mantener las casas que les procuraba la empresa limpias del sempiterno polvo. Humeantes trenes cargados de carbón pasaban por las vías tendidas a escasos metros de las casas, levantando densas nubes de un polvillo sofocante y negro como el ébano que se colaba dentro por más que cerraran a cal y canto puertas y ventanas. La gente de Coalwood respiraba polvo con cada inhalación y lo veía ascender en una neblina gris cuando caminaba por las calles. El polvo se alzaba de las almohadas cuando apoyaban en ellas la cabeza cansada y se elevaba en una nube centelleante cuando apartaban las mantas tras una noche de descanso. Las mujeres se levantaban cada mañana para luchar contra el polvo, y al día siguiente volvían a levantarse y le plantaban cara de nuevo tras mandar a sus maridos a la mina para que siguieran generando más polvo.

Criar a los hijos era cosas de mujeres. En aquellos tiempos, la escarlatina, el sarampión, la gripe, el tifus y diversas fiebres sin identificar barrían rutinariamente las zonas mineras, matando por igual a niños fuertes y débiles. Había muy pocas familias que no hubieran perdido algún hijo. La incertidumbre cotidiana por sus maridos y vástagos hacía mella en las mujeres. Habían de pasar pocos años para que la dulzura ingenua y espontánea de las muchachas de Virginia Occidental se tornara en el duro y áspero cascarón que caracterizaba a las mujeres de las comarcas mineras.

Ese era el mundo que habitaban Homer y Elsie Hickam, mis padres antes de ser mis padres. Un mundo que Homer aceptaba. Y que Elsie aborrecía.

Pero era lógico.

Ella, a fin de cuentas, había pasado una temporada en Florida.

 

 

Mi hermano Jim y yo nacimos mucho después de que mis padres hicieran el viaje que narra este libro. Pasamos nuestra niñez en Coalwood durante las décadas de 1940 y 1950, cuando el pueblo, en pleno crecimiento, empezaba a disfrutar de comodidades tales como el teléfono y las calles asfaltadas. Hasta había televisión y puede que, sin ella, yo jamás hubiera oído hablar de Albert. El día que tuve por primera vez noticia de su existencia, estaba tumbado en la alfombra de nuestro cuarto de estar viendo una reposición de la serie de Walt Disney sobre Davy Crockett que había hecho de este pionero el personaje más popular de los Estados Unidos, más popular incluso que el presidente Eisenhower. No había, de hecho, casi ningún niño en Norteamérica que no quisiera tener la gorra de piel de mapache característica de Davy, y eso me incluía a mí, aunque yo nunca la consiguiera. A mi madre le gustaban demasiado los animales salvajes para caer en esa crueldad absurda.

Mi madre entró en el cuarto de estar cuando Davy y su amigo Georgie Russell estaban cruzando el bosque a caballo por nuestra pantalla de veintiuna pulgadas en blanco y negro. Georgie iba cantando una canción sobre Davy, el rey de la frontera, que con solo tres años había matado a un oso con sus propias manos. Era una melodía pegadiza y, como millones de niños en todo el país, yo me la sabía de memoria. Tras pasar un momento mirando la televisión en silencio, mi madre dijo:

—Yo lo conozco. Fue él quien me regaló a Albert.

Luego dio media vuelta y volvió a entrar en la cocina.

Como estaba concentrado en Davy y Georgie, su comentario tardó un momento en penetrar en mi cerebro infantil. Cuando pusieron los anuncios, me levanté para ir en su busca y la encontré en la cocina.

—Mamá, ¿has dicho que conoces a alguien de la serie de Davy Crockett?

—A ese hombre que estaba cantando —contestó mientras echaba un pegote de manteca en una sartén.

Yo deduje por la masa grumosa que había en una fuente cercana que íbamos a cenar sus famosas tortas de patata.

—¿Georgie Russell, dices? —pregunté.

—No, Buddy Ebsen.

—¿Quién es Buddy Ebsen?

—El que estaba cantando en la tele. Baila muchísimo mejor que canta. Lo conocí en Florida cuando vivía con mi tío Aubrey, el rico. Cuando me casé con tu padre, Buddy me mandó a Albert como regalo de bodas.

Yo nunca había oído hablar de Buddy ni de Albert, pero sí había oído hablar con frecuencia del tío Aubrey, el rico. Mi madre siempre añadía el adjetivo «rico» a su nombre a pesar de que afirmaba que había perdido todo su dinero al desplomarse la bolsa en 1929. También había visto una fotografía del tío Aubrey el rico: apoyado en un palo de golf, carirredondo y mirando hacia un sol radiante con los ojos entornados, el tío Aubrey el rico lucía una gorra de visera a lo Gran Gatsby, un elegante jersey encima de una camisa con el cuello desabotonado, pantalones bombachos y zapatos de cordones marrones y blancos. Detrás de él había una minúscula caravana de aluminio que al parecer le servía de hogar. Yo tenía la sospecha de que el tío Aubrey el rico no necesitaba mucho dinero para ser rico.

Intentando aclararme, pregunté:

—Entonces… ¿conoces a Georgie Russell?

—Si Buddy Ebsen es Georgie Russell, ya lo creo que lo conozco.

Me quedé boquiabierto. Casi mareado. Ardía en deseos de contarles a los otros chicos de Coalwood que mi madre conocía a Georgie Russell, lo cual era casi como conocer a Davy Crockett en persona. ¡Ahora sí que iban a envidiarme!

—Albert estuvo con nosotros un par de años —continuó mi madre—. Cuando vivíamos en la otra casa, calle arriba, enfrente de la subestación. Antes de que nacierais tu hermano y tú.

—¿Quién es Albert? —pregunté yo.

A mi madre se le enterneció la mirada un momento.

—¿Nunca te he hablado de Albert?

—No, señora —dije yo mientras oía el final del anuncio y el estallido de unos mosquetes de chispa.

Davy Crockett había vuelto a la acción. Orienté una oreja en su dirección.

Mi madre, viendo el tirón que tenía la tele, me despidió con un ademán.

—Luego te lo cuento. Es bastante complicado. Tu padre y yo… En fin, lo llevamos a casa. Era un caimán.

¡Un caimán! Abrí la boca para preguntar algo más, pero ella meneó la cabeza.

—Luego —repitió, y volvió a sus tortas de patata.

Yo, por mi parte, volví con Davy Crockett.

Mamá cumplió su promesa y con el paso de los años me contó muchas veces cómo habían llevado a Albert a casa. Mi padre, azuzado por ella, me contaba también de tarde en tarde su versión de los hechos. Sus relatos, casi siempre desordenados y aderezados con pequeñas variaciones desde la última vez que yo los había escuchado, evolucionaron hasta convertirse en la historia vívida pero mítica e inconexa de una joven pareja que, junto con un caimán muy especial (y un gallo que no venía a cuento) tuvieron una aventura maravillosa mientras viajaban hacia el Sur bajo un sol dorado como el de un pintor paisajista y una poética luna de azogue, o así me lo imaginaba yo.

Después de que mi padre se fuera a dirigir las minas de carbón del cielo y mi madre lo siguiera para decirle a Dios cómo tenía que ocuparse del resto de Sus asuntos, una voz dentro de mi cabeza, tenue pero insistente, me decía que debía escribir la historia de su viaje. Cuando hice caso de sus susurros y comencé a juntar todas las piezas, entendí el porqué. Al igual que una hermosa flor se despliega para saludar al nuevo día, así se me reveló una verdad oculta. La historia de cómo mis padres llevaron a Albert a casa era algo más que un fantasioso relato de una aventura de juventud. Ensamblada por completo, era su testimonio del mayor (y quizá el único) verdadero don divino: esa emoción extraña y maravillosa que llamamos torpemente «amor».

 

Homer Hickam (hijo)

PRIMERA PARTE

De cómo empezó el viaje

 

 

1

 

 

 

 

 

Cuando Elsie salió al jardín a ver por qué su marido la llamaba a gritos, vio a Albert tumbado panza arriba en la hierba, con las patitas abiertas y la cabeza echada hacia atrás. Pensó que le había sucedido algo espantoso pero cuando el caimán levantó la cabeza y le sonrió, Elsie comprendió que estaba perfectamente. Sintió un alivio palpable, casi arrollador. A fin de cuentas, Albert era casi lo que más quería en el mundo. Se arrodilló y le rascó la barriga mientras él agitaba las patas de gusto y enseñaba una sonrisa llena de dientes.

A sus poco más de dos años, Albert medía más de un metro veinte, lo cual era mucho para su edad, según afirmaba un libro sobre caimanes que había leído Elsie. Estaba cubierto por una gruesa capa de escamas de exquisito color verde oliva, con unas franjas amarillas a los lados que, según decía el libro, desaparecían con el tiempo. Tenía a lo largo del lomo, hasta la punta misma de la cola, una serie de aristas levantadas, y el vientre liso y de color crema. Sus expresivos ojos eran dorados, pero de noche brillaban con un atractivo tono de rojo. Tenía una cara preciosa, con las fosas nasales perfectamente colocadas sobre la punta del morro para poder respirar mientras descansaba en el agua y un enternecedor prognatismo superior que dejaba al descubierto varias filas de dientes de un blanco deslumbrante. Era, en opinión de Elsie, el caimán más guapo de la historia.

Albert, naturalmente, también era listo, tan listo que seguía a Elsie por la casa como un perro y, cuando ella se sentaba, se le subía al regazo y se dejaba acariciar como un gato doméstico. Era una suerte que así fuera, porque Elsie ya no podía tener perros ni gatos debido a la tendencia de Albert a tenderles emboscadas saliendo repentinamente de debajo de la cama o del pequeño estanque de cemento que le había construido el padre de Elsie. Lo cierto era que nunca se había comido a un gato ni un perro, pero había estado a punto. Tan a punto, que ambas especies habían declarado territorio prohibido la casa y el jardín de los Hickam al menos por el plazo de un siglo.

Tras sonreír a su «pequeñín», como le gustaba llamarlo, Elsie se fijó en su marido, que había dejado de gritar y la miraba con una expresión que a ella le pareció de ligera irritación. Tampoco pudo evitar fijarse en que iba vestido de forma un tanto extraña, lo que la llevó a preguntar:

—Homer, ¿dónde están tus pantalones?

Homer no contestó de manera directa. Dijo:

—O el caimán o yo. —Y luego lo dijo otra vez, lentamente y en voz baja—. O… el caimán… o… yo.

Elsie suspiró.

—¿Qué ha pasado?

—Estaba sentado en el váter haciendo mis cosas cuando tu caimán ha salido de la bañera y me ha agarrado de los pantalones. Si no llego a quitármelos y a salir corriendo al jardín, seguro que me habría matado.

—Yo diría que si Albert quisiera matarte, lo habría hecho hace mucho tiempo. Bueno, ¿qué quieres que haga?

—Elegir. O él o yo. Ya está dicho.

Ya estaba dicho. ¿Cuánto tiempo, se preguntó Elsie, llevaba cociéndose aquello? Sin embargo no tenía más respuesta a aquella pregunta que la que dio:

—Me lo pensaré.

Homer no daba crédito.

—¿Vas a pensarte si te quedas conmigo o con ese caimán?

—Sí, Homer, eso es justamente lo que voy a hacer —respondió Elsie y, después de darle la vuelta a Albert, le hizo señas de que la siguiera—. Vamos, pequeñín. Mamá tiene un pollo riquísimo para ti en la cocina.

 

 

Homer miró a Elsie con incredulidad mientras su mujer conducía a Albert dentro de casa. Jack Rose, vecino y compañero de mina, se acercó a la valla y carraspeó educadamente.

—Vas a coger frío, hijo —dijo—. Quizá deberías ponerte unos pantalones.

La cara de Homer se volvió de color púrpura.

—¿Lo has oído?

—Es probable que lo haya oído todo el mundo a este lado de la calle.

Homer comprendió que iba a convertirse en objeto de guasa. Los mineros no desperdiciaban ninguna oportunidad de bajarle a uno los humos, y el hecho de que Homer hubiera salido al jardín en calzoncillos perseguido por el caimán de su esposa iba a ponérselo muy fácil.

—Échame una mano, Jack —le suplicó—. No se lo cuentes a nadie.

—De acuerdo —contestó Rose afablemente—, pero de la parienta no te garantizo nada. —Señaló con la cabeza por encima del hombro, hacia la ventana, desde donde la señora Rose los miraba con una gran sonrisa.

Comprendiendo que estaba sentenciado, Homer bajó la cabeza.

Esa noche, durante la cena, Homer hizo una pausa mientras se comía sus alubias rojas con pan de maíz.

—¿Te lo has pensado ya? ¿Lo de Albert y yo?

Elsie no lo miró.

—Todavía no.

Homer estaba visiblemente acongojado.

—Los otros mineros me van a dar bien la murga porque me haya hecho salir en calzoncillos.

Elsie siguió sin mirarlo. Miraba fijamente sus alubias, como si le estuvieran transmitiendo algún mensaje.

—Tengo una solución —dijo—. Deja la mina. Sal de ese sucio agujero y vámonos a vivir a un sitio más limpio.

—Soy minero, Elsie. Es mi oficio.

Ella lo miró por fin.

—El mío no.

Elsie durmió toda la noche de espaldas a Homer y a la mañana siguiente, después de prepararle el desayuno y entregarle la tartera, no le dio un beso, ni le deseó que volviera a casa sano y salvo. Homer estaba seguro de que era el único minero de todo Coalwood que ese día se fue al trabajo sin que su mujer le deseara buena suerte, y esa certeza le pesó como una losa. Además, un minero llamado Collier Johns se burló de él por haber salido al jardín sin pantalones. Dándoselas de socarrón le preguntó:

—¿Tanto miedo te da el caimán de Elsie que se te caen los pantalones del susto, Homer?

A lo que los otros mineros del turno respondieron con una carcajada general acompañada de palmadas en las rodillas. Homer debería haber respondido con un comentario divertido u obsceno, era lo que esperaban todos. Pero no dijo nada, lo que le quitó toda la gracia al chiste y acabó con las pullas. Los mineros comenzaron a sospechar que Homer había caído enfermo, incluso enfermo de gravedad. Más tarde se hablaría mucho de ello en las escaleras del economato de la empresa. Llegaron a la conclusión de que el origen de su enfermedad era su esposa, una chica muy rara que, aunque encantadora, era de las que podían arruinarle a uno la vida exigiéndole más de la cuenta.

Pasaron dos días más antes de que Elsie saliera al jardín, donde Homer estaba sentado en una silla oxidada que había rescatado de la chatarrería de la empresa. Se plantó delante de él y, tras respirar hondo, anunció:

—Voy a deshacerme de Albert.

Homer dijo aliviado:

—Estupendo. Gracias. Lo llevaremos al río. Allí estará bien. Tendrá montones de pececillos que comer y algún que otro perro o un gato que se acerque a beber.

Elsie apretó los labios, una expresión que –Homer lo sabía muy bien– significaba que estaba molesta.

—En el río moriría congelado en invierno —dijo—. Hay que llevarlo a casa, a Orlando.

Era una proposición sorprendente.

—¿A Orlando? ¡Santo cielo, mujer! ¡Orlando debe de estar a mil doscientos kilómetros de aquí, o más!

Elsie levantó la barbilla con aire desafiante.

—Como si son doscientos mil.

—¿Y si me niego?

Su mujer respiró hondo otra vez.

—Lo llevaré yo misma.

Homer casi sintió temblar la tierra bajo sus pies.

—¿Y cómo lo harías?

—No lo sé, pero ya se me ocurrirá algo.

Derrotado al instante, Homer preguntó:

—¿Hay que llevarlo hasta Orlando? ¿No podríamos dejarlo en una de las Carolinas? Allí hace calor, o eso he oído.

—Hasta Orlando —contestó Elsie—. Y cuando lleguemos allí habrá que buscar el sitio perfecto.

—¿Cómo vamos a saber cuál es el sitio perfecto?

—Albert lo sabrá.

—Albert es un reptil. No sabe nada.

—Bueno, él al menos tiene excusa, ¿no?

—¿Estás diciendo que yo no sé nada?

—Estoy diciendo que ninguno de los dos sabe nada. Que seguramente todo lo que creemos que es cierto no tiene ni pizca de verdad. Puede que ni diciendo tú un millón de cosas y yo otro millón nos acerquemos ni de lejos a lo que realmente es verdad.

—Eso no tiene sentido.

—Es la respuesta más sincera que puedo darte.

Después de que su esposa volviera a entrar en casa, Homer se quedó meditando en su destartalada silla. Aquella fue una de las primeras veces en toda su vida en que sintió miedo. Una semana antes, el techo de la mina había retumbado como un disparo de rifle y una gigantesca plancha de roca había estado a punto de aplastarlo, y sin embargo ese incidente no le había asustado lo más mínimo. No se lo había contado a Elsie, pero no le cabía duda de que lo sabía. Elsie parecía saber todo lo que intentaba ocultarle. Él en cambio –se confesó Homer a sí mismo– sabía muy poco de la mujer con la que se había casado y que le había metido el miedo en el cuerpo al amenazar con marcharse a Florida con él o sin él.

Comprendió que solo podía hacer una cosa: pedirle consejo al hombre más eminente que conocía, el incomparable William «capitán» Laird, héroe de la I Guerra Mundial, titulado en ingeniería por la Universidad de Stanford y amo y señor de Coalwood.

Y así, aun sin saberlo él, comenzó el viaje.

 

 

2

 

 

 

 

 

Después de hacer todo un turno bajo tierra, Homer se duchó en los baños de la mina, se puso un mono limpio y unas botas de calle y le dijo al oficinista que quería ver al capitán. El oficinista le indicó la puerta y el capitán bramó «¡Entre!» cuando Homer tocó a la puerta. Con la gorra en las manos, se acercó a la mesa. El capitán, un hombre enorme, con las orejas como las de un elefante africano, levantó la vista y arrugó el ceño.

—¿Qué demonios pasa, hijo?

—Es mi mujer, capitán.

—¿Elsie? ¿Qué pasa con Elsie?

—Quiere que la lleve a ella y a su caimán a Orlando.

El capitán se recostó en la silla y contempló a Homer.

—¿Esto tiene algo que ver con el hecho de que salieras corriendo al jardín en calzoncillos?

—Sí, señor, así es.

El capitán ladeó la cabeza.

—Muy bien, hijo, yo siempre estoy dispuesto a escuchar una buena historia, y tengo la sensación de que esta puede ser interesante.

Tras ocupar la silla que le ofreció el capitán, Homer le contó cómo Albert le había perseguido hasta el jardín y lo que había dicho él y lo que había dicho Elsie. El capitán, que le escuchaba atentamente, abandonó su expresión divertida y, entornando los ojos, adoptó poco a poco otra de puro interés. Cuando Homer concluyó su relato, dijo:

—¿Sabes lo que creo que es esto, Homer? Es el sino, o le anda muy cerca.

Homer había oído hablar del sino pero no estaba seguro de lo que era y así se lo dijo. El capitán se inclinó hacia delante y su mole se cernió sobre Homer como si de ese modo quisiera sofocar sus dudas.

—Hay veces en que nos toca acometer empresas que son absurdas y que sin embargo tienen todo el sentido del mundo. ¿Te parece que lo que digo tiene sentido?

—No, señor.

—Claro que no. Pero eso es el sino. Nos obliga a cambiar de rumbo bruscamente, a tomar caminos extraños y a apartarnos de lo que hemos aprendido que era la vida y su fin. Puede que este viaje sea tu ocasión de descubrir esas cosas, ni más ni menos.

—¿Está diciendo que debería ir?

—Sí, en efecto. Te doy ahora mismo tus vacaciones anuales de dos semanas y tienes mi permiso para pedir cien dólares a la empresa para financiar el viaje.

—¡Pero eso es mucho dinero! No podré devolverlo.

—Claro que sí. Eres uno de esos hombres que siempre se las arreglan para pagar una deuda y la pagan. Ahora, hablemos de Elsie. ¿Le has dejado claro que es la persona más importante de tu vida?

—Supongo que no, capitán —contestó Homer sinceramente—, pero desde luego lo es. —Se rascó la cabeza—. El problema es que no sé si yo soy la persona más importante de su vida.

—Bueno, puede que por eso se te haya concedido este viaje, para que averigüéis los dos qué clase de pareja estáis destinados a ser. ¿Cuándo os vais?

—No sé. Hasta ahora no estaba seguro de que fuera a ir.

—Marchaos por la mañana. Cosa que se demora, cosa que no se hace. —El semblante del capitán se tornó sombrío—. Que conste que voy a echarte de menos. Gracias a ti esos botarates de la Tres Oeste están sacando buen carbón y es muy probable que vuelvan a las andadas en cuanto tú te vayas. —Se encogió de hombros—. Pero me las arreglaré. ¡Un joven camino de la aventura en climas tropicales! Ojalá estuviera en tu lugar.

—Si le digo la verdad, capitán —contestó Homer—, tengo la sensación de que este viaje va a ser una de las experiencias más penosas de mi vida.

—Es muy posible —convino el capitán—, razón de más para que tengas que hacerlo. Dicho esto, dentro de dos semanas quiero verte otra vez en la Tres Oeste con la cara bien radiante.

Homer se levantó, dio las gracias al capitán, que le obsequió con un saludo militar, y salió al aire polvoriento sin reparar en la fila de hombres del turno de tarde que se dirigía hacia el ascensor de la mina. Siguiendo la pauta lógica que le había enseñado el capitán, tomó rápidamente un par de decisiones. Llegar a Florida desde Virginia Occidental con una esposa y un caimán era una tarea ardua. Lo primero que decidió fue descartar el viaje en tren o en autobús. En ninguno de esos medios de transporte aceptarían un caimán como pasajero. No, tendrían que ir en coche hasta Florida. Por suerte tenía un buen coche: un Buick de 1925, un descapotable de cuatro puertas que le había comprado hacía poco al capitán.

Su siguiente decisión lo condujo al economato de la empresa, donde compró a crédito un barreño de buen tamaño. A continuación fue a la ventanilla de la paga y pidió cien dólares en dos billetes de cincuenta. Cuando iba hacia su casa con el barreño al hombro, llamó la atención de varias señoras que estaban sentadas en sus porches. Sus maridos eran mineros del turno de noche, y ellas disponían de un poco de tiempo para sentarse a ver pasar a la gente. La mayoría lo saludó al pasar y una que era nueva en el pueblo hasta le preguntó si no quería pararse un momento a tomar un té helado. Homer las saludó a todas respetuosamente llevándose una mano a la gorra, pero no se detuvo. Era un joven muy apuesto, Homer Hadley Hickam: medía un metro ochenta y dos y se peinaba el pelo liso y negro hacia atrás con fijador en crema Wildroot. Tenía las espaldas anchas y los músculos de un minero, y una sonrisa ladeada y unos ojos muy azules que despertaban el interés de numerosas mujeres. A él, en cambio, no le interesaban ellas desde que había conocido a Elsie Lavender y se había casado con ella.

Metió el barreño en el asiento trasero del Buick, que estaba aparcado delante de la casa, y entró para informar a su mujer de las decisiones que había tomado. Tras asomarse al dormitorio y no encontrarla allí, descubrió a Elsie (su nombre completo era Elsie Gardner Lavender Hickam) sentada en el suelo de linóleo agrietado del cuarto de baño. Tenía la espalda apoyada contra la bañera y estaba abrazando a su caimán, que la miraba con absorta adoración. Elsie, además, estaba llorando.

Sin contar las películas tristes y las cebollas, Elsie solo había llorado de verdad en otras dos ocasiones, que recordara Homer: una cuando aceptó casarse con él y otra cuando abrió la caja que contenía a Albert y leyó la tarjeta de un tipo al que había conocido en Florida, llamado Buddy Ebsen. En ambos casos Homer seguía sin saber por qué. Y como no estaba seguro de cómo debía reaccionar a aquel tercer arrebato de llanto, dijo, lógicamente, lo que no debía:

—Si no tienes cuidado, esa cosa todavía te arrancará un brazo.

Elsie levantó la cara y al verla, a Homer se le encogió el corazón. Sus ojos castaños, normalmente radiantes, estaban hinchados y rodeados por un cerco rosado, y sus pómulos altos y prominentes (que según ella eran herencia de su sangre cheroqui) estaban mojados por las lágrimas.

—No va a hacer nada de eso —dijo—, porque Albert me quiere. A veces pienso que es el único en esta vida que me quiere.

Acordándose del consejo del capitán, Homer dijo:

—Tú eres la persona más importante de mi vida.

—No, no lo soy —replicó ella—. Ni de lejos. Primero está el capitán. Y después la mina.

—La mina no es una persona.

—En tu caso, como si lo fuera.

Homer no quiso discutir, sobre todo porque sabía que tenía las de perder. Así que le dijo algo que sabía que podía hacerla muy feliz, o que zanjaría aquel asunto de una vez por todas.

—Mañana por la mañana nos vamos a Florida —anunció.

Elsie se apartó de la mejilla un mechón mojado.

—¿Es una broma?

—El capitán me ha dado permiso para ir, con tal de que vuelva dentro de dos semanas. He comprado un barreño galvanizado en el economato para meter a Albert. Está en el asiento trasero del Buick. También he pedido un adelanto de cien dólares. —Se hurgó en el bolsillo y sacó los dos billetes.

La cara de pasmo de Elsie sacó a Homer de dudas: ahora sí le creía. A fin de cuentas, uno no pedía dos billetes de cincuenta dólares a la empresa si no tenía la firme intención de usarlos.

—Si todavía quieres ir, creo que deberías recoger tus cosas —dijo.

Elsie observó un momento a su marido, luego se levantó y puso a Albert en la bañera.

—Está bien —dijo—. Eso voy a hacer. —Rozó a Homer al pasar a su lado para ir a la habitación.

Al oír abrirse la puerta del armario y un instante después el tableteo de las perchas, Homer sintió que un pequeño ataque de pánico le subía por la espalda y se le agarraba al hombro. Cuando miró a Albert, el caimán parecía estar calibrándolo con la mirada.

—Todo esto es culpa tuya —le dijo Homer—. Y de ese Buddy Ebsen, maldita sea su estampa.

 

 

3

 

 

 

 

 

Cada mañana, cuando se despertaba y abría los ojos con un parpadeo, Elsie se sorprendía un poco al descubrir que era la esposa de un minero. A fin de cuentas eso era justamente lo que había querido evitar al tomar un autobús con destino a Orlando apenas una semana después de graduarse en el instituto. Nada más apearse del autobús había sabido que su decisión era la acertada. Fue como si entrara en un país maravilloso, bellísimo y soleado. Su tío Aubrey fue a recibirla a la estación, la acomodó regiamente en el asiento trasero de su Cadillac y la condujo como si fuera una reina a su casa, la casa más bonita que Elsie había visto nunca, aunque en la fachada hubiera un cartel de se vende. Su tío le explicó que había perdido un montón de dinero en la Depresión pero que estaba seguro de que, si Herbert Hoover seguía llevando el timón, dentro de poco volvería a nadar en la abundancia.

Elsie consiguió trabajo sirviendo mesas en un restaurante, se apuntó a una escuela de secretariado y empezó a relacionarse con gente joven muchísimo más interesante que la que había conocido hasta entonces. Le gustaba sobre todo un chico, un tipo alto y desgarbado llamado Christian «Buddy» Ebsen cuyos padres tenían una academia de baile en el centro de Orlando. Buddy se interesó por ella desde el principio. A diferencia de otros, que se burlaban de ella por su acento de Virginia Occidental, Buddy siempre fue educado y amable, siempre la escuchaba con atención, y era muy divertido. Incluso la llevó a conocer a sus padres y le enseñó a bailar todos los bailes modernos.

Pero Elsie sabía por experiencia que las cosas buenas no siempre duran y, efectivamente, Buddy se marchó con su hermana para ir a Nueva York, donde tenía intención de hacer fortuna como actor y bailarín profesional. Después de unos meses sin recibir ni siquiera una carta suya, Elsie tuvo que reconocer ante sí misma que probablemente Buddy no iba a volver. Se sentía sola, tenía nostalgia de su hogar y, tras acabar sus estudios de secretaria, tomó el autobús de regreso a Virginia Occidental. No para quedarse, le dijo al tío Aubrey, sino solo para hacer una visita, una visita que duraba ya tres años y durante la cual, casi inexplicablemente, se había casado con un minero llamado Homer Hickam compañero de estudios suyo en el instituto de Gary.

A la mañana siguiente de perseguir Albert a Homer hasta el jardín, Elsie había visto a su marido marcharse al trabajo y luego se había encerrado en el baño para hacerle unas carantoñas a su caimán, que habitaba casi siempre en la bañera. Albert había sido un regalo sorpresa de Buddy: llegó una semana después de la boda, dentro de una caja de zapatos con agujeros y atada con un cordel. Dentro, además de un lindo caimancito de no más de un palmo de largo, había una nota. Espero que seas siempre feliz. Una cosa de Florida para ti. Con cariño, Buddy.

¡Cuántas veces había diseccionado Elsie aquel mensaje! Se preguntaba si Buddy le deseaba que fuera feliz porque creía que sin él no podía serlo. ¿Y por qué le había enviado una cosa de Florida que viviría años y años si no era porque quería que pensara en él a todas horas? Y luego estaba lo que era quizá lo más importante de todo, aquellas palabras escritas en su cursiva enlazada: con cariño.

Elsie acarició distraídamente a Albert mientras pensaba en el otro hombre de su vida, que casualmente era ahora su marido. La primera vez que vio a Homer, estaba jugando de alero en el equipo de baloncesto femenino del instituto de Gary. Estaban en el gimnasio del instituto y las chicas del equipo contrario eran del instituto de Welch, la sede del condado. Durante una pausa en el partido, levantó la vista hacia la fila de arriba de las gradas y posó la mirada en un chico de cara afilada que la observaba de un modo que la puso algo nerviosa. Perdió un pase que le lanzó una compañera y tuvo que esforzarse para recuperar la pelota. Luego, sin pararse a pensar, prescindió de las normas, se pasó la pelota entre las piernas, se giró, dio un codazo a la chica que la marcaba, avanzó y lanzó a canasta con una sola mano, contraviniendo todas las reglas del baloncesto femenino. El árbitro tocó el silbato y a la entrenadora de Welch casi le da un soponcio al ver la audacia de aquella chica que se atrevía a tocar a otra jugadora y hasta a avanzar con la pelota. Elsie hizo caso omiso del revuelo. Estaba buscando al chico por el que se había lucido, pero se llevó una decepción al ver que ya se había marchado.

Al día siguiente estaba esperándola junto a su taquilla.

—Me llamo Homer Hickam —le dijo—. ¿Te apetece venir conmigo al baile de este viernes?

Fue entonces cuando Elsie se fijó en sus ojos. Eran los ojos más azules que había visto nunca y había en ellos una especie de fuego frío. Casi sin darse cuenta de lo que hacía le dijo que sí, lo que significaba que tendría que decirle al capitán del equipo de fútbol que había cambiado de idea.

Sorprendentemente, cuando llegó el viernes Homer no se presentó. Elsie fue sola al baile y tuvo que bailar con otra chica sin acompañante mientras veía al capitán del equipo de fútbol bailando con la jefa de animadoras. Se moría de vergüenza. Durante los dos meses de clases que siguieron, vio a Homer por los pasillos del instituto y en un par de asignaturas, pero le ignoró. Lo peor de todo era que él también la ignoraba a ella. Luego, tres días antes de la graduación, la paró en el pasillo y le preguntó:

—¿Quieres casarte conmigo?

Elsie se irguió, apretándose los libros contra el pecho.

—¿Por qué iba a querer casarme contigo, Homer Hickam? ¡Ni siquiera viniste al baile al que me invitaste!

—Tuve que trabajar. Mi padre se rompió el pie en la mina y me tocó a mí ir a echar carbón en la cinta transportadora para salir del apuro.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Pensaba que te habrías enterado.

Elsie negó con la cabeza, perpleja ante su estulticia. Luego giró sobre sus talones y se alejó.

—Nos casaremos —le gritó él—. Es el destino.

Pero Elsie mantuvo la cabeza erguida y no se volvió. No creía que hubiera nada marcado por el destino, excepto que ella iba a largarse de las minas en cuanto tuviera ocasión, y eso fue exactamente lo que hizo. Durante más de un año, llevó la vida con la que siempre había soñado. Paseó tomada del brazo de un chico guapo y distinguido, respiró aire puro y se empapó de sol. Luego, sin saber cómo, todo se torció y se encontró de vuelta en Virginia Occidental. Y antes de que le diera tiempo a escapar de nuevo, su hermano Robert la informó de que el superintendente de la mina de Coalwood quería hablar con ella en su despacho.

—¿Por qué quiere verme?

—Porque sí. No deberías cuestionar a un gran hombre como el capitán Laird.

Robert la llevó en coche a la oficina de la mina, la hizo entrar en el despacho y se marchó cuando el capitán lo despidió con un gesto de la mano.

—Siéntese, por favor —dijo educadamente el capitán.

Elsie se sentó delante del enorme escritorio de roble y del hombre majestuoso sentado tras él. No dijo nada porque no sabía qué decir. El capitán le sonrió.

—Le he pedido que viniera para poder hablarle de un joven que trabaja para mí. Es un hombre muy emprendedor, destinado a ascender hasta la cumbre misma del oficio de la minería. Creo que usted lo conoce bien. Es Homer Hickam.

Elsie solo se sorprendió a medias. Sabía, porque su hermano se lo había contado, que Homer trabajaba para el capitán.

—Sí, lo conozco —confesó.

La sonrisa del capitán no vaciló.

—Es usted una joven encantadora. Entiendo perfectamente que Homer la desee, pero me temo que le ha roto usted el corazón, lo cual repercute negativamente en su trabajo. ¿No podría ayudarlo a él, a mí y a esta empresa casándose con él? Es una petición muy sencilla. Con alguien tiene que casarse.

—Señor… —comenzó a decir Elsie.

—Por favor, llámeme capitán.

—Muy bien. Verá, capitán, Homer me gusta, de veras que sí, pero hay un chico en Florida que… Ahora mismo está en Nueva York persiguiendo la fama y la fortuna, pero creo que me quiere y es posible que vuelva.

El capitán se recostó en su silla con aire contemplativo y dijo:

—Un hombre que se larga a Nueva York en vez de casarse con usted ha de ser muy informal. Tan informal, de hecho, que imagino que allí se lo está pasando en grande. He estado en Nueva York muchas veces. Allí hay mujeres, Elsie, mujeres como usted no se imagina. Algunas hasta tienen el pelo de color platino. —Al ver que a Elsie le temblaban los labios y se le humedecían los ojos, el capitán preguntó suavemente—: ¿Sabe cómo me casé yo con mi mujer?

Cuando Elsie le confesó con voz ahogada que no lo sabía, el capitán le contó cómo había pretendido sin descanso a la mujer que ahora era la encantadora señora Laird y que, tras pedírselo una docena de veces, ella le dijo que se casaría con él únicamente si llevaba en el bolsillo una pastilla de tabaco de mascar Brown Mule. Y, ¿sabes qué?, ¡la llevaba!

—Eso es el sino, Elsie. Es lo que hizo que ella dijera lo que dijo y que yo tuviera lo que tenía. ¿Entiendes? —Salió de detrás de la mesa, se sentó a su lado y le dio unas palmaditas en la rodilla—. Déjate guiar por el sino, porque es la voluntad del Universo.

Elsie intentó entender lo que era el sino, pero le costó algún trabajo. Siempre había creído que era Dios quien hacía que sucedieran las cosas. Nunca se le había ocurrido que hubiera otra cosa flotando por el aire que también hacía lo mismo.

—Mira, hija —continuó el capitán—, ¿por qué no aceptas al menos ver a Homer en Welch este sábado por la noche? Quizá podríais divertiros un poco. No estaría tan mal, ¿verdad que no?

—Supongo que no, señor —convino Elsie.

—Muy bien. Os veréis delante del cine Pocahontas el sábado a las siete de la tarde. ¿Podrás llegar?

—Sí, señor. Puede llevarme uno de mis hermanos.

Quedaron en eso, y su hermano Charlie la llevó en su cafetera a Welch y allí la dejó. Homer llegó puntual, entraron en el cine sin apenas hablar y vieron la película, que, si no le fallaba la memoria, era una de Tarzán, el hombre mono. No se tomaron de la mano. Después, esperaron delante de los almacenes Murphy’s a que Charlie la recogiera. Fue entonces cuando, sin pararse en preámbulos, Homer le pidió una vez más que se casara con él.

—No —contestó Elsie.

—Por favor —dijo él—. El capitán ha dicho que nos daría una casa, y yo pronto seré capataz. Viviríamos bien.

Desde que había hablado con el capitán, Elsie estaba terriblemente triste por Buddy y se había dejado llevar por su imaginación. Lo veía en Nueva York saliendo con un montón de mujeres despampanantes y pasándoselo pipa mientras ella languidecía de melancolía, primero en Florida y ahora en los odiosos montes Apalaches. Llevada por un impulso, decidió dejar la proposición de Homer en manos del destino, como le había aconsejado el capitán. Se oyó decir casi como en un sueño:

—Si tienes una pastilla de tabaco de mascar Brown Mule en el bolsillo, me caso contigo.

Homer pareció apenado.

—Ya sabes que no masco tabaco.

Elsie sintió un destello de alivio.

Homer se hurgó en el bolsillo y sacó una bolsita con un dibujo de una mula marrón. Olía fuertemente a tabaco dulce.

—Pero acabo de recoger esto en el suelo de los aseos de la mina. He pensado que a lo mejor era de uno de tus hermanos.

Elsie se quedó mirando la bolsita, miró luego los ojos chispeantes de Homer y se dio por vencida. Fue una de las pocas veces en su vida en que hizo tal cosa.

—Me casaré contigo —dijo, y al instante rompió a llorar.

Imaginaba que Homer se había tomado su llanto por una muestra de alegría, pero en realidad era otra cosa muy distinta. Lloraba por sí misma, por lo que era y por lo que sería a partir de entonces: la esposa de un minero. Después de aquello, se fueron sucediendo los días, llegó la boda y pasó en un suspiro. Apenas recordaba haber dicho las palabras delante del pastor, ni haberse deslizado en el dedo el anillo barato que se puso verde en menos de una semana.

Después escribió a Buddy para decirle que, si por fin volvía de Nueva York, ya no la encontraría en Orlando, sino en Coalwood, Virginia Occidental, casada con otro hombre. Él respondió enviándole a Albert, a quien Elsie crio en el fregadero de la cocina hasta que se hizo demasiado grande, y entonces lo trasladó a la bañera del baño de arriba, el único que había en la casa. Mientras Homer estaba en el trabajo, que era casi todo el día, ella se sentaba con el pequeño caimán y le cantaba canciones. También le daba de comer bichos y, cuando fue lo bastante grande, trozos de pollo que le regalaba el carnicero del economato. Lo sacaba a pasear por el jardín con una correa, como si fuera un perrito, y los mineros que iban camino del trabajo se paraban el tiempo justo para echarse el casco hacia atrás y mirarlo pasmados. Su padre vino a cavar un agujero en el jardín de atrás y lo revistió de cemento para que Albert tuviera un pequeño estanque en el que bañarse en verano. Como Homer estaba tan atareado extrayendo carbón, durante su primer año de casados Elsie pasó más tiempo con Albert que con su marido, y tenía la impresión de que a Homer en realidad no le importaba.

Albert no tardó en hacerse tan grande que comenzó a pasearse lentamente por la casa, a subirse de vez en cuando al sofá y a volcar las lámparas con la cola. Cuando estaba contento o emocionado, hacía un ruido que sonaba a ye-ye-ye. Se arrojaba al regazo de Elsie y se enroscaba a su alrededor cada vez que tenía oportunidad, poniéndose patas arriba para que le rascara la panza cremosa. Lo único que le daba miedo eran los truenos. Una noche en que los truenos sonaban como si alguien estuviera tocando el timbal, salió de la bañera, abrió la puerta del dormitorio con el hocico y se metió en la cama. Cuando Homer se dio la vuelta y se encontró con los ojos rojos y brillantes de Albert, se levantó de un brinco y huyó despavorido. Tropezó al bajar por la escalera y cayó por encima de la barandilla, pero la mesita de cerezo de la salita de estar amortiguó su caída. Elsie, que oyó el estrépito y los gemidos subsiguientes, abrazó unos minutos a Albert antes de levantarse para ver cómo estaba Homer. Él le dijo desde el suelo de la salita que estaba bien menos por un golpe en la cadera, pero que la mesita no había salido tan bien parada y, dado que era propiedad de la empresa, tendrían que pagarla si no había modo de arreglarla.

—De todos modos nunca me ha gustado esa mesa —dijo Elsie y, cuando remitieron los truenos, acompañó a Albert a la bañera y volvió a la cama.

Mientras estaba allí, escuchando cómo Homer intentaba reparar la mesa, se le ocurrió una idea. «Si pudiera llevar a Homer a Florida», pensó, «quizá cambiaría y se parecería más a Buddy».

Ahora, después de que Homer hiciera aquella proposición sorprendente, Elsie contempló su armario, pensando qué debía meter en la maleta. Se daba cuenta de que tal vez eso que el capitán llamaba «el sino» le estaba dando otra oportunidad de dejar las minas atrás. No había creído que Homer fuera a estar dispuesto a llevar a Albert a su casa, pero ahora que había accedido pasarían varios días en la carretera, tiempo suficiente para que intentara convencerlo, por el bien de su matrimonio, de que no regresaran a Virginia Occidental.

Y si eso no daba resultado, tal vez cuando viera lo bonita que era Florida se convencería él solo de que los dichosos montes Apalaches no eran más que una fea serie de trampas.

Pero ¿y si eso tampoco funcionaba?

En fin, cruzaría esa tabla tendida sobre el riachuelo cuando llegara el momento, pero ya creía saber la respuesta.

Esta vez, cuando saliera de las minas, no volvería jamás, hiciera lo que hiciese su marido.