Miquel porta perales

PAGANOS

Crédulos, fanáticos, farsantes, ignorantes, necios y vanidosos

Ni con la mejor voluntad del mundo el hombre moderno es capaz de representarse en toda su verdadera magnitud la importancia que han tenido las ideas y concepciones religiosas para la conducta, para la cultura y la civilización, y para la formación del carácter social.

Max Weber

Nietzsche profetizaba, en un futuro que para nosotros es ya en parte presente, la muerte de Dios, celebrándola –u obligándose a celebrarla, en lacerante relación de amor y odio con el cristianismo– como una liberación. No está claro que esta profecía tenga necesariamente que cumplirse… Tanto la religión como la ciencia sufren ahora la agresión de la indecente y ramplona orgía irracionalista, con toda su morralla de horóscopos, parapsicología, astrología, ocultismo, espiritismo y demás majaderías.

Claudio Magris

Mi incredulidad abarca todo lo sobrenatural y también lo utópico. 

                                                Eduardo Goligorsky

AVISO DE LA TORTUGA TERRESTRE

DIOS ESTÁ EN EL CEREBRO

De qué hablamos cuando hablamos de religión

del lóbulo parietal a Dios

LA SOCIEDAD PAGANA TRADICIONAL, EL HUMANISMO PAGANO, EL PAGANISMO MÁGICO Y EL NEOPAGANISMO FÁUSTICO

EL PAGANISMO BANAL CONTEMPORÁNEO EN UNA SOCIEDAD SECULARIZADA

ÚLTIMO COMUNICADO DE LA TORTUGA TERRESTRE

 

AVISO DE LA TORTUGA TERRESTRE

La Tortuga Terrestre, asociación que impulsa el escepticismo de convicciones firmes con el propósito de instalar al hombre en la realidad, ha decidido salir a la luz pública para poner en evidencia, con el más absoluto respeto a la libertad individual de cada cual, a quienes comulgan con una concepción mágica del mundo y del ser humano que, en el mejor de los casos, conduce a la satisfacción ilusoria o la frustración.

En este volumen, además de la descripción y análisis de la experiencia religiosa del ser humano realizada por el autor, encontrarán una serie de comunicados de La Tortuga Terrestre –tranquila, flexible, pacífica, sin dientes– que glosan críticamente a las «deidades mundanas del paganismo banal contemporáneo», por utilizar la terminología del libro. Unas deidades –Naturaleza, Animales, Cuerpo, Sociedad, Ídolos, Pueblo, Nación, Estado, Democracia, Utopía, Meditación, Virtud, Sexo, Velocidad, Deporte, Gastronomía, Magia, Azar, Frivolidad, Mercado, Internet, Yo– que son la expresión de la estulticia reinante en un presente marcado por la sociedad del espectáculo y la apariencia, que allanan la verdad.

La Tortuga Terrestre, que agradece al autor del libro el espacio cedido para expresar libremente sus ideas, invita a la ciudadanía a colaborar en la tarea de revelar y desvelar la pandemia de la credulidad –las deidades paganas contemporáneas como ejemplo– que invade Occidente. Una tarea que consideramos urgente.

DIOS ESTÁ EN EL CEREBRO

Un mundo desencantado. Una sociedad agnóstica. Un hombre descreído. No es cierto. En nuestro mundo y en nuestra sociedad, junto al Dios mayor, existen dioses menores en los que el hombre cree y confía, y a los que se encomienda, imita e, incluso, adora.

El hombre cree porque necesita creer. Porque desea superar –aunque sea ilusoriamente– las limitaciones de la vida, las limitaciones de la existencia, la limitaciones del presente y sus propias limitaciones individuales. Mientras en el mundo existan el sufrimiento, la angustia, la insatisfacción, la injusticia, la pobreza, la desorientación, los deseos no realizados o la espiritualidad, mientras en el mundo exista todo eso y más, existirá una religión que bien puede decirse que es una característica propia e intransferible de la dimensión del ser humano. Una religión, decíamos. Por mejor decir: varias religiones distintas. Sacando a colación a Max Weber, se puede hablar de religiones rituales, de salvación o soteriológicas. Hay más clasificaciones o tipos: religiones naturales, animistas, reveladas, proféticas, místicas, históricas, culturales, simbólicas o éticas. Y, por supuesto, religiones monoteístas y politeístas. Y religiones sin Dios.

En buena medida, la religión es lo más parecido al pasaporte que conduce –ilusoriamente o no- a la felicidad. De ahí, su existencia, su necesidad, su justificación. Para muchos seres humanos, la religión –lo simbólico, lo revelado y lo prometido más allá de la razón, la experiencia, la ciencia, la técnica, el opio marxista y el psicoanálisis a la manera del doctor Freud– cohesiona, consuela, brinda esperanza y da sentido a la vida. En un doble sentido: pertenencia a la comunidad y sujeto y objeto de la solidaridad. Por eso pervive. Como si de un ideal se tratara. La religión, por decirlo a la manera de Marcel Gauchet, no es otra cosa que «la deuda del sentido».

¿Religiones verdaderas? Miguel de Unamuno:

- «Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho».

En definitiva, el hombre cree.

Recurramos a la etimología. Credo: 1) Ofrecer el corazón, la fuerza vital, esperando una recompensa. 2) Acto de confianza que implica restitución. En suma, consuelo y salvación. Por eso, el hombre se entrega a la creencia y vive en y por la creencia. Tan es así, que la creencia, la religión y los dioses están insertados, no solo en la evolución humana, sino también en la conciencia del ser humano. En su cerebro.

 

De qué hablamos cuando hablamos de religión

Aunque nadie puede asegurar su existencia, el hombre siempre ha vivido rodeado de dioses. Lo que sí se puede garantizar es la presencia de la religión y la creencia. Mejor, de las religiones y las creencias. Y de la religión hemos de hablar en un trabajo que trata de la restauración del paganismo y lo pagano, que muestra que el Dios mayor convive con una serie de dioses menores. Si el Dios mayor y los dioses menores existen, porque la religión les da vida, la pregunta por la naturaleza de la religión y las causas que explicarían su aparición y permanencia nos permitirá averiguar las razones por las cuales el hombre precisa determinadas deidades que suelen ser destronadas o entronizadas sin solución de continuidad. En la naturaleza de la religión y sus causas, en suma, hay que buscar la clave que nos permita explicar por qué el hombre cree, confía, se encomienda, imita y adora. Y, también, practica la herejía y la iconoclastia.

No resulta fácil saber de qué hablamos cuando hablamos de religión. ¿Qué es la religión? Para empezar, una breve incursión etimológica. Lo dice el eminente filólogo, lexicógrafo y etimólogo Juan Corominas: el término «religión» deriva del latín y remite a «escrúpulo» y «delicadeza», de donde surge la expresión «sentimiento religioso» (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 1973). Si continuamos la incursión etimológica –por cierto, «religión» no procede, como suele afirmarse, de religare–, vemos que el término «religión» –construido por la civilización occidental a partir del término religio: ninguna otra civilización lo usa antes– aparece en el siglo i con dos particularidades. En un primer momento, «religión» es sinónimo de advertencias, observaciones, reglas de conducta e interdicciones que no hacen referencia a mitos ni divinidades, sino a determinadas supersticiones. En un segundo momento, el campo semántico del término «religión» se amplía, aunque se usa únicamente para referirse al cristianismo. Y no será hasta el siglo xvii cuando, en Occidente, la palabra «religión» se comienza a utilizar en el estudio de otras religiones distintas del cristianismo. El detalle: estas otras religiones se analizan con criterios propios del cristianismo.

Al respecto, bien puede decirse que el término «religión» ha sido moldeado por la civilización occidental a partir de la naturaleza –sustancia y función– del cristianismo. Podría decirse que el cristianismo es el género y la religión la especie. O que el cristianismo es la categoría y la religión la anécdota. A un sistema de creencias, dogmas, prácticas, rituales y normas de comportamiento individual y social, con su correspondiente Dios o dioses, se le otorga el estatuto de religión cuando mantiene una relación isomórfica –una semejanza de imagen y contenidos– con el cristianismo. Para el hombre occidental, el cristianismo sería la medida de lo que es la religión. Si se quiere, la religión sería la generalización de lo que es el cristianismo.

Esta breve incursión etimológica e histórica nos allana el camino para responder la pregunta sobre la naturaleza de la religión. Si antes se preguntaba qué es la religión, ahora hay que preguntar qué supone la religión para el hombre occidental. Y decimos occidental, porque las religiones orientales no son, propiamente hablando, religiones, sino doctrinas filosóficas. «La filosofía del alma», en palabras de Friedrich Nietzsche.

Dos tradiciones interpretativas sobre la relación entre la religión y el hombre: la filosófica y la crítica. La primera reflexiona sobre el hecho en sí; la segunda lo valora y juzga.

La tradición filosófica –ciñéndonos a la época contemporánea– habla de la consciencia y la esencia absoluta (Georg W. Hegel), de la percepción del infinito y del sentimiento de dependencia del hombre (Friedrich Schleiermacher), de un estado del alma y de un hombre impregnado por un ser superior (Henri Bergson), de la cuestión del sentido (Max Weber), de una experiencia irreductible de lo sagrado (Rudolf Otto), de la relación del hombre con la trascendencia (Mircea Eliade), de la vertiente mística del hombre (Ludwig Wittgenstein), del poder de lo que es sobrenatural (Jean Wahl), de una forma de aceptación de la muerte (Bronislaw Malinowski), de la unión con el origen (Ernst Bloch), de un estado anímico (Clifford Geertz) o de lo que íntimamente nos concierne (Paul Tillich). Un cierto grado de inefabilidad, no vamos a negarlo.

Por su parte, la tradición crítica –ciñéndonos también a la época contemporánea– habla de una proyección del hombre (Ludwig Feuerbach), del suspiro de la criatura agobiada y del opio del pueblo (Karl Marx), de una enfermedad (Friedrich Nietzsche), de una construcción del intelecto humano (Edward Tylor), de un conjunto de factores significativos interdependientes (Claude Lévi-Strauss), de una enfermedad del lenguaje (Max Müller), de una neurosis colectiva (Sigmund Freud) o de una práctica que favorece la reproducción de los individuos (Edward Wilson). Un cierto maniqueísmo corregido por buenas intenciones sociológicas, no vamos a negarlo.

Conviene profundizar en «qué supone la religión para el hombre» que nos preguntábamos antes. Contrariamente a lo que suele afirmarse, la religión –la idea es de Yuval Noah Harari, Sapiens (2011)– es uno de los grandes cohesionadores, junto a la moneda y el imperio, de la humanidad. Contrariamente a lo que suele decirse, la religión no solo ha fomentado la unión, sino también el orden y la convivencia en sociedades frágiles propensas al conflicto y la ruptura social. Aunque hoy nos parezca sorprendente, las leyes emanadas de una trascendencia religiosa han conseguido, históricamente hablando, dotar de estabilidad a muchos sistemas sociales. Y esta misma trascendencia fue capaz de dictar una serie de normas, valores y conductas que ayudaron a conseguir una vida mejor y más digna para el género humano. En no pocas ocasiones, la intervención de la trascendencia ha sido mucho más positiva –balsámica, incluso– que la de algunos profetas, armados o desarmados, que han poblado la tierra. Cosa que deberían aceptar, no solo los creyentes, sino también los agnósticos y los ateos.

Y a quien diga que la religión ha servido al poder, hay que darle la razón para, inmediatamente, quitársela. Aunque, lo contrario también es cierto. Una realidad compleja que no admite la simplificación. Veamos. Si es cierto que en las sociedades agrarias la religión legitimó el sistema, no es menos cierto que surgieron cultos opuestos a la violencia del poder. Si es cierto que en Oriente Próximo aparece la idea de la limpieza étnica, no es menos cierto que los profetas de Israel fueron los guardianes del igualitarismo. Si es cierto que durante los primeros años del cristianismo los seguidores de Jesús eran una alternativa a la dominación de Roma, no es menos cierto que cuando Pablo llevó el mensaje a las ciudades, predicó que los cristianos debían obedecer a las autoridades romanas.

Con el tiempo, el cristianismo se expandió gracias a su ideario igualitario; pero una vez alcanzada la condición de religión oficial del Imperio, se transformó en su ideología legitimadora. Unos años después, la espiritualidad y la hospitalidad monásticas recuperaron el ideal primigenio. Y por lo que hace a las guerras religiosas de la Edad Media, hay que advertir que los cruzados, mayoritariamente, no se movían por motivos religiosos, sino económicos en una época de tránsito entre el feudalismo y el precapitalismo.

Ya instalado el capitalismo, el protestantismo, que auspiciaba la regulación del comercio, se enfrentó a las prácticas de usura protagonizada por cristianos y judíos. Y durante la Guerra de los Treinta Años, católicos y protestantes lucharon frecuentemente en un mismo bando contra sus correligionarios. Conclusión: fuera el unanimismo cuando se trata de analizar qué supuso la religión –las creencias, si se quiere– para el hombre.

Otra vez la pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de religión? A quien busque una definición, hay que advertirle que la mayoría de pensadores que han estudiado la naturaleza de la religión y del hecho religioso en sí –William James, Georg Simmel o Max Weber– no han propuesto ninguna definición habida cuenta de la complejidad de la empresa. La excepción, Émile Durkheim: «Una religión es un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas, creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral, denominada iglesia, a todos aquellos que se adhieren».

Y bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de religión? Hay que reconocer que esta pregunta no tiene una sola respuesta. Siendo esa la realidad, no tiene mucho sentido empeñarnos en proponer una –solamente una– definición de lo que pueda ser la religión. Con la religión ocurre lo mismo que con la cultura: hay tantas definiciones como definidores. Pero, si nos fijamos en las dos tradiciones que han estudiado el hecho religioso y su relación con el hombre –la filosófica y la crítica–, sí podemos admitir un par de cosas: que la religión tiene que ver con algo situado más allá de la experiencia; y que la religión es una construcción humana. Y todavía hay otra cosa de capital importancia que podemos admitir: la experiencia religiosa –sea cual sea– es universal.

Se puede sostener, pues, que el ser humano es un homo religiosus. Se puede sostener que la religiosidad –sea cual sea su expresión concreta– es una característica del ser humano. Una facultad del ser humano. Una manifestación íntima del ser humano. De ahí, la dificultad de reducirla a una definición. Por sus palabras, vivencias, esperanzas y hechos los conoceréis.

del lóbulo parietal a Dios

En los estudios sobre la naturaleza humana, existen un par de tradiciones que conviene reseñar al inicio de este apartado. Veamos. Por un lado, encontramos una tradición que, de los clásicos que giran alrededor de la Ilustración (Jean-Jacques Rousseau, Claude-Adrien Helvetius o Étienne de Condillac) hasta los científicos contemporáneos (Steven Rose o Stephen Jay Gould), pasando por los conductistas (John B. Watson o Burrhus F. Skinner) o marxistas (Jean-Paul Sartre), sostiene que el elemento fundamental de la naturaleza humana es la nurture, o sea, la crianza, la educación, la cultura. Pero, hay otra tradición en la que encontramos antropólogos como Claude Lévi-Strauss y científicos y pensadores como Richard Dawkins, Daniel Dennett o Steven Pinker, que afirma que la clave reside en la nature, es decir, en la naturaleza, la biología. Una tradición que reivindica que hablamos, pensamos, creemos, imaginamos, actuamos, amamos, agredimos o nos ayudamos, porque existe un conglomerado de neuronas que está ahí. ¿El hombre? Un ser condicionado por su realidad biológica. O, si se quiere, una república de cien mil millones de neuronas que imprimen carácter con independencia –o casi– de la educación, la cultura y el ambiente. Estas dos tradiciones también se manifiestan en el estudio de la relación entre la religión y las creencias, por un lado, y el hombre por otro.

Dicho lo cual, surge una pregunta obligada: ¿cuál es el origen de la religión y las creencias? ¿De dónde surgen las religiones y las creencias?

Por decirlo resumidamente, dos son las teorías que se han barajado para explicar el origen del hecho religioso: antropológicas/sociológicas y psicológicas/neurológicas. Vayamos por partes.

Limitándonos a la época contemporánea, las teorías antropológicas/sociológicas del origen de la religión –por añadidura, del origen de las creencias–, que se formulan a partir de observaciones y estudios in situ del comportamiento de pueblos como los de la costa de África occidental o los indoeuropeos, hablan de un fetichismo que venera objetos inanimados o animales y que evoluciona hacia el politeísmo, de un hombre primitivo esencialmente racional pero incapaz de entender la realidad, cosa que comportaría la invención de espectros y espíritus que cobrarían vida propia, de una concepción mítica del hombre que atribuye el estatuto de Dios a determinados fenómenos naturales –el cielo, el sol, la luna, el viento, la lluvia, las estaciones anuales, los volcanes, etc.– previamente personificados, de la institucionalización de un cuerpo y un alma, que permite hablar en términos de dualidad, y de una filosofía –una concepción del mundo– que irá tomando cuerpo y forma a partir de todo ello.

Esta manera de entender el hecho religioso –que cuenta con nombres de prestigio como Auguste Comte, Herbert Spencer, Max Müller o Edward Tylor–, sostiene que el hombre primitivo, al ser incapaz de formular inferencias correctas de los hechos de la naturaleza, llegaba a conclusiones erróneas que justificaban la religión y los dioses. Un ejemplo: el hombre primitivo, al contemplar algunas manifestaciones de la naturaleza que no entiende, que aparecen y desaparecen, como por ejemplo el sol, la luna o el trueno, construiría ideas como la de invisibilidad, misterio, dualidad, infinito, omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia que se encuentran en religiones y creencias. Cosa parecida pasaría con el origen de la vida: el hombre primitivo, al desconocer la relación entre copulación y fecundación, imaginaría un ente superior trascendente, una especie de deus ex machina, que intervendría, de una u otra manera, en una cosa tan personal e íntima como es la reproducción humana.

Y hablando del ser humano, la dualidad propia de las religiones entre cuerpo y alma de la que hablábamos antes, se vería corroborada por unos sueños y determinadas patologías psicológicas, entonces inexplicables, que avalarían la existencia de otras vidas y de personas poseídas por los dioses.

¿De dónde surge la idea de la existencia de Dios o los dioses? Dios y los dioses serían el producto evolutivo de unos espectros –antepasados o personas notables de una comunidad– que, con el transcurrir de las generaciones, se van divinizando. El proceso: los alimentos, vestidos, recuerdos, ofrendas y objetos depositados en las tumbas para agradar a los fallecidos, se transformarían poco a poco en ceremonias, ofrendas o sacrificios dirigidos a unos dioses de los cuales se espera respuesta. «El culto de los pasados es la raíz de toda religión», concluye Herbert Spencer. Una cuestión cultural. Nada innato. La nurture, se decía antes.

En esta explicación, la evolución jugaría su papel. En efecto, el sentimiento religioso sería una consecuencia, indirecta o directa, del desarrollo evolutivo de las facultades cognitivas del ser humano en el proceso de adaptación al medio. Así, el ser humano se acomodaría –una suerte de síndrome de Estocolmo, por decirlo a la manera Robert Wright en La evolución de Dios, 2016– a las creencias del grupo con el objetivo de sobrevivir.

Por otro lado, hay quien sostiene que las creencias religiosas han sido impulsadas directamente por la selección natural en pro de la adaptación al medio (Jesse M. Bering, El instinto de creer, 2012). ¿En qué consistiría la función de la religión? El autor responde: la inhibición del engaño. O lo que es lo mismo: la religión, bajo amenaza del poder sobrenatural, consigue que las personas se comporten de acuerdo a determinados valores de una sociedad determinada. Así aparece el llamado efecto Reyes Magos. Al respecto, Jesse M. Bering experimenta:

 

De las explicaciones antropológicas/sociológicas a las psicológicas/1neurológicas

 

La alternativa explicativa psicológica/neurológica –biológica, si se quiere: la nature– apela a la ciencia. Y la ciencia toma la palabra con nombres, entre otros muchos, como Pascal Boyer, Daniel Dennett, Richard Dawkins, Dean Hamer, Robert A. Hinde, Ramon Maria Nogués, Steven Pinker, Francisco J. Rubia, Adolf Tobeña o Edward O. Wilson.

Diversos estudios neurobiológicos han mostrado que los creyentes –de la religión que sea– tienen una imagen antropocéntrica de su Dios. Y no solo eso, sino que este Dios manifiesta una manera de percibir, entender, razonar, valorar y actuar parecida o idéntica a la humana. El Dios de los unos y los otros –por muy diferente que sea– es siempre una realidad corpórea sobrenatural que, por lo demás, ofrece a los hombres un determinado código de conducta que indica qué se debe hacer para subsistir, vivir moralmente y convivir de forma cohesionada. Los hombres, en justa reciprocidad, rinden culto a su Dios.

¿Por qué ocurre lo que ocurre? ¿Quizá la cultura? No. La psicología, la biología, la neurología, así como esa disciplina científica conocida como neurorreligión, sostienen que existe un homo religiosus y una religio naturalis que no serían la manifestación de la experiencia religiosa en sí, sino el resultado de un cerebro evolucionado que, por razones adaptativas, ha incorporado –cosa que no ocurre en ninguna otra especie animal– el modelo religioso de comportamiento en la manera de ser, pensar y hacer del hombre. Más: el modelo ético de comportamiento –autoconsciencia, altruismo, solidaridad, amor al prójimo, compasión o sentimiento de culpa–, al cual el hombre da carta de naturaleza, podría surgir del cerebro. En concreto, del lóbulo parietal.

Así, Steven Pinker contempla la posibilidad de que el deísmo sea compatible con una interpretación evolutiva de la mente y la naturaleza humanas. Y añade que el alma –la sensibilidad, la razón, la voluntad– no es otra cosa que una actividad cerebral gobernada por las leyes de la biología (La tabla rasa, 2004). Por su parte, Pascal Boyer sostiene que el pensamiento y el comportamiento religiosos –una ilusión– son la expresión de las capacidades mentales propias del hombre como también lo son la música, la familia o la organización social (Y el hombre creó a los dioses, 2007). En definitiva, Dios y la religión estarían –se localizarían– en el cerebro del ser humano.

En el cerebro, pero ¿dónde? El biólogo y antropólogo biológico Ramon Maria Nogués, buen conocedor de la denominada neurorreligión, excepcionalmente informado, nos da cuenta y razón del asunto en su trabajo Dioses, creencias y neuronas (2007). La religión –por extensión, las creencias– tiene una base neuronal. Existen estructuras neurales específicas que responden ante la experiencia religiosa. Concretando: existe una zona cerebral, en la sección posterior del lóbulo parietal –denominada área de orientación y asociación–, que está relacionada con experiencias religiosas y tendría la función de delimitar cognitivamente los límites físicos del Yo, distinguiendo entre el individuo y cualquier otra realidad exterior. Dicha área, en situaciones de alta sensibilidad religiosa, se caracteriza por su baja actividad, cosa que indicaría una situación mental de identificación transpersonal. De hecho –según señala el autor basándose en estudios científicos–, existirían cuatro áreas de asociación que cobran un protagonismo especial en el curso de la experiencia religiosa: área de asociación visual, área de orientación y asociación, área de atención y asociación, y área verbal-conceptual de asociación que establece el contacto de los lóbulos temporal, parietal y occipital. Al respecto, el lóbulo temporal responde significativamente en los estados de consciencia alterados como, por ejemplo, en situaciones religiosas intensas.

En este sentido, nuestro autor, citando a Andrew Newberg y Eugene G. D´Aquili, señala que la mente «es mística por defecto» cuando, en la experiencia religiosa, combina el sistema vegetativo, el sistema límbico y las funciones analíticas complejas del conjunto del cerebro. Pero, hay más: los operadores mentales. Una suerte de algoritmos que utiliza el cerebro para ordenar la percepción de la realidad, que se activan de forma especial en la experiencia religiosa. En concreto, ocho operadores mentales que Ramon Maria Nogués enumera. A saber:

Operador holístico

Permite ver el mundo como totalidad. Capacidad de visión de conjunto de la realidad.

Operador reduccionista

Permite observar el conjunto dividido en elementos. Capacidad analítica.

Operador abstractivo

Permite la formación de conceptos a partir de la observación de partes individualizadas. Capacidad de abstracción. Fundamental en la formación de teorías científicas, conceptos filosóficos, creencias religiosas e ideologías políticas.

Operador cuantitativo

Permite la cuantificación del mundo real y la estimación de elementos cuantitativos en las funciones de supervivencia como la distancia. La mente matemática.

Operador causal

Interpreta la realidad como secuencia específica de causas y efectos. Aparece en la experiencia inmediata y en las reflexiones filosóficas o religiosas así como en la dilucidación de las causas que explican la existencia y el universo. El cómo y el porqué.

Operador binario

Facilita la elaboración de opiniones, similitudes y semejanzas. Capacidad para organizar el mundo físico y sus relaciones.

Operador existencial

Informa de la percepción de lo real. El sentido de la existencia.

Operador de valor emocional

Asigna un valor emocional a la percepción y el conocimiento. Determina las cualidades del entorno y dibuja los escenarios vitales. El sentimiento de lo que ocurre.

Estos operadores, de forma conjunta, generarían el llamado imperatus cognitius compuesto por mitos, doctrinas, prácticas rituales, referencias religiosas o formulaciones metafísicas simbólicas que «constituyen arquitecturas mentales imprescindibles sin las cuales no es posible vivir para la mayoría de los humanos». Los lóbulos frontales posibilitarían la creación de realidades simbólicas indispensables para el equilibrio mental del ser humano. Y la experiencia religiosa –la «buena experiencia religiosa», afirma Ramon Maria Nogués– tendría, citando a Francisco J. Rubia, sus consecuencias positivas: sensación de unidad y consecuente disolución o «pérdida» del Yo, pérdida del sentido del tiempo y del espacio, sensación de contacto con lo sagrado, sensación de objetividad y sensación de acceder a verdades profundas de una manera instintiva más allá del razonamiento, superación del dualismo y las contradicciones, pérdida del sentido de causalidad, inefabilidad, sensación de bienestar, paz y alegría, percepción como de luz o fuego, transitoriedad, cambio positivo de conducta.

A quien exija pruebas a la neurorreligión, los cultivadores de la disciplina responden: la actitud meditativa –fundamental en la creencia religiosa y otras creencias– tiene reflejo en la actividad eléctrica encefálica e implicaciones en el sistema vegetativo, que se traducen en la ralentización cardiaca. Por lo demás, la meditación reduce el cortisol y el ritmo respiratorio al tiempo que se relaciona con los óxidos nítrico y nitroso, que tendrían que ver –¿drogas psicoactivas?– con los estados de consciencia.

A los aspectos neurofisiológicos de la meditación, hay que añadir sus funciones mentales: activa la memoria, tranquiliza o apacigua, relativiza el «Yo» y amplifica la paz interior, supera el dualismo en la comprensión de la realidad, y facilita una consciencia cósmica que se caracteriza por la aceptación del mundo real, la renuncia a los hábitos negativos, la compasión, la vivencia de lo contingente con patrones sagrados, la atención al mundo interior, la flexibilidad vital, la reconciliación de los opuestos, la responsabilidad en relación a los otros y la gratuidad de la vida. Concluye Ramon Maria Nogués que «religiones y espiritualidades, disciplinas de maduración y escuelas humanistas» podrían expresar «la unidad y la variabilidad de la gran aventura de la hominización en la gran aventura (espiritual, educativa, civilizadora, religiosa, cultural) de la humanización».

Atención especial merece el genetista molecular Dean Hamer y su investigación de las bases genéticas de la espiritualidad (El gen de Dios, 2006). Anoten el subtítulo del original en lengua inglesa: «Cómo Dios está inscrito en nuestros genes». El autor llega a la conclusión de que hay suficientes indicios para afirmar que la espiritualidad –experiencias trascendentales o iluminaciones místicas– es un instinto que podría transmitirse por vía genética. Que se hereda. Dice:

«Tenemos una predisposición genética para las creencias espirituales que se expresa en respuesta a, y modulada por, la experiencia personal y el ambiente. Considero que estos genes actúan influyendo las capacidades del cerebro con vista a diversos tipos y formas de consciencia que constituyen la base de las experiencias espirituales».

La prueba: el gen VMAT2 que predispone a la espiritualidad. La religión: mientras «la espiritualidad es genética», la religión «tiene que ver con la cultura, las tradiciones, las creencias y las ideas». Conviene retener la distinción entre espiritualidad-gen y religión-cultura.

Por lo demás, merece destacarse el trabajo de Francisco J. Rubia, especializado en la fisiología del sistema nervioso y autor de dos textos ciertamente interesantes como La conexión divina