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Créditos

© 2012. María Calvo Charro

Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)

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ISBN: 978-84-313-5537-1

Prólogo

El tiempo fluye como una corriente impetuosa a ratos, apacible y risueña otras muchas veces, que puede ofrecer a primera vista cierta ilusión de movimiento y de variedad. Pero para vivir una vida que valga la pena no basta flotar a la deriva; el hombre no es un tronco en el agua, y el simple pasar del tiempo lo envejece, lo agita, lo golpea, pero no lo hace mejor. Quien no se empeña en descubrir quién es y en decidir a dónde va, quien no fija el timón y empuña los remos de su libertad para seguir su camino, acaba viendo cómo el flujo de la vida le arrastra a donde no quería llegar. La vida humana no es cuestión de estar vivo y dejarse ir.

Estas páginas son una invitación apasionada a asumir personalmente la gozosa aventura de vivir. El autor —con quien me une una amistad añeja y regocijante, que es la razón principal de que yo haga este prólogo— escribe sin el menor desinterés, sin sombra de distanciamiento o exquisitez intelectual. Escribe porque le importa decir unas cuantas cosas que sabe por su larga experiencia y que a otros muchos les importan, o les importarían si cayeran en la cuenta de ellas. Es éste un libro lleno de vitalidad, con la estructura teórica imprescindible para ayudar a entender la vida y a vivirla bien.

El lector no encontrará aquí propiamente un ensayo de antropología académica, sino más bien un acompañamiento práctico, a pie, para descubrir el misterio de la vocación como clave fundamental de la existencia humana, y para construir la propia existencia en torno a esa clave, para vivir con sentido de vocación. Esto —el sentido vocacional— significa, por supuesto, que en el mismísimo punto de partida hay una propuesta paradójica: para llegar a ser uno mismo es preciso romper la soledad del ensimismamiento.

Se empieza a vivir de verdad personalmente cuando se sale de sí mismo. Se trata, es cierto, de asumir personalísimamente el protagonismo de la propia vida, pero esto no acontece en primera persona del singular, sino en primera persona del plural. Y aquí entra Dios: el descubrimiento de sí mismo, de la propia verdad, se da definitivamente al descubrir a Dios y a los demás. Por eso el autor se esfuerza en orientar la mirada, en enseñar a mirar, para no terminar viviendo a tientas, casualmente, la libertad.

En esta perspectiva aparecen en el libro cuestiones que interesan profundamente a cualquiera: la autenticidad, el sentido de la libertad, la autoestima, el compromiso, el amor, la incertidumbre, la seguridad... y el miedo. Quizá no sea descabellado afirmar que el momento cultural, sin dejar de mostrar un punto de arrogancia en no pocos aspectos, ofrece también un muestrario prácticamente ilimitado de temores. Casi más que el anhelo de felicidad, que los clásicos identificaron como el profundo latido común a todos los hombres, domina en el fondo de tantas actitudes el miedo a perder, a errar, a no ser feliz.

Se me ocurre, por eso, que una fórmula acertada para recomendar la lectura de estas páginas podría ser: para perder el miedo a vivir. Que la vocación es la clave antropológica fundamental significa, a fin de cuentas, que toda la existencia de cada hombre, de cada mujer, que se despliega como respuesta a una llamada personal de Dios, está atravesada por el acento tierno y reconfortante de estas palabras que acompañan a cada vocación narrada en la Sagrada Escritura: ¡No temas!

Porque Dios es el coprotagonista estelar y socio mayoritario en la empresa de vivir, y en estas páginas. En realidad, hablar del hombre sin hablar de Dios no llega siquiera a la media verdad. Este libro, como el autor desearía que sucediera con la vida de cada lector, comienza en los ojos del hombre, en su mirada atenta, y acaba en los brazos de Dios. Ojalá su lectura ayude a muchos a buscar el buen comienzo para tan buen final.

Jorge Miras
12 de octubre de 2002
Nuestra Señora del Pilar

Al lector

Dicen que hay pocas vocaciones, pero sería más preciso decir que hay pocas respuestas, pues Dios no deja de llamar.

Así lo explicaba Mons. Fernando Sebastián, en una carta con ocasión del Día de Oración por las Vocaciones de 2002: «Sería más exacto decir que vocaciones sí hay, porque Dios no deja de llamar para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que no hay son respuestas. La voz de Dios se oye sólo cuando hay un cierto grado de silencio interior, es una voz íntima que resuena sólo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre el exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta. Donde no hay pregunta tampoco llega la respuesta.

Por eso se puede decir que si no hay vocaciones es porque en un nivel más profundo, no hay sentido vocacional de la vida. Nuestros jóvenes no tienen tiempo de preguntarse para qué están en este mundo, qué es de verdad vivir, qué es lo que puede dar verdadero valor a su vida, lo que les puede llenar el corazón y darles la felicidad a largo plazo. Por eso es más exacto decir que no es que no haya vocaciones, lo que no hay es proyecto realmente libre y personal de la propia vida. Se vive impersonalmente, dejándose llevar, sin tener el valor de salirse de la fila para pensar, proyectar y definir la propia vida».

Las consideraciones que contiene este libro no buscan añadir nada nuevo al tratamiento teológico, jurídico o antropológico de la vocación. Sencillamente, tratan de ayudar a «salirse de la fila», de ofrecer un poco de luz a tantas personas que alguna vez se han planteado o llegarán a plantearse el sentido de su existencia: para qué estamos en el mundo. Quieren transmitir una experiencia vivida a lo largo de muchos años, contrastada en muchas conversaciones, que podría ayudar a entender mejor que la existencia del hombre, mi existencia, se configura y se despliega como respuesta de la criatura a una llamada de Dios Creador y Redentor.

En el primer capítulo de estas consideraciones he tratado de exponer sucintamente un tema que me apasiona y que llevo en el corazón. Así lo he expuesto durante varios años a los alumnos de Ética del tercer curso de Derecho: el tema del «encuentro».

Cuando mi libertad se topa con la verdad (Dios, los demás, la realidad de las cosas...) se produce un encuentro decisivo para la existencia personal. Si se vive en la apertura necesaria para concurrir a esa cita, para dejarse encontrar, el encuentro con la verdad necesariamente apasiona, enamora, lleva a vivir con plenitud de sentido, de voluntariedad y, por eso, de libertad. Responder a la vocación personal es tanto como vivir la propia existencia con verdad y en libertad.

Para ilustrar esta cuestión fundamental he tratado de sintetizar en muy pocas páginas algunas ideas de los autores (Guardini, López Quintás, Polo, etc.) que me han ayudado a comprender las condiciones y actitudes necesarias para el encuentro de mi verdad y de Dios, sin las cuales difícilmente llegará el hombre a ser plenamente hombre y, por lo tanto, a ser hijo de Dios. También en las reflexiones que propongo sobre la vida entendida como vocación ha influido la lectura y meditación de textos de otros autores, como Torelló, Frankl, Yepes, Pigna, Thibon, Llano, etc., sin olvidar a quien ha sido mi gran maestro y Padre en todo lo referente a la vocación: Josemaría Escrivá de Balaguer, a quién la Iglesia acaba de canonizar.

El segundo capítulo expone la doctrina de siempre sobre la existencia y la vocación cristiana. En ella procuro ofrecer algunas consideraciones que ayuden a que cada uno las personalice, la interiorice, en su meditación personal. Son reflexiones que nacen de la vida misma, de la sinceridad personal, y que espero contribuyan a orientar la vida de quienes las lean.

He visto necesario, en ese capítulo, entrar a deshacer un equívoco que frecuentemente se da entre los que se plantean su vocación. Unos entienden la vocación como inclinación; otros como la llamada misma de Dios; otros como un camino concreto a seguir. Y el resultado final es pensar que sólo tienen vocación aquellos que sienten inclinación por un camino concreto, de manera que los demás (la mayoría), son personas tan ocupadas que no pueden dedicarse a perder el tiempo en otras cosas, viendo la vocación como una complicación añadida a la ya de por sí complicada vida cristiana. ¡Qué gran error!

Si se comprende en su verdadera dimensión, la vocación cristiana implica un compromiso que sola­mente puede ser de Amor, y ese compromiso —vivir comprometidamente, deberse a es lo que muchos rechazan por miedo a cerrar posibilidades que el futuro pudiera ofrecer. Todas esas situaciones anímicas —miedos, sospechas, temores— se tratan en el capítulo tercero bajo el título «obstáculos y dificultades».

He dejado para el final, como cuarto capítulo, lo que para un hijo de Dios debe aparecer como la reacción más natural, al mismo tiempo que sobrenatural ante la llamada: la consideración del Amor de Dios. Con la fuerza del Amor, ¡podemos!

Debo reconocer que, en caso de tener que elegir epígrafe para aconsejar como prioritario, no dudaría en indicar el titulado «Ojos y mirar ingenuos». En él he intentado animar a ver nuestra realidad y la realidad de las cosas con la mirada de Dios, porque la vocación es siempre iniciativa y llamada de Dios. Nosotros podemos ayudarle con nuestras disposiciones si nos esforzamos en llevar una vida sencilla y mirar con su mirada.

Si nos viéramos con sus ojos, como Él nos ve, habríamos descubierto nuestra vocación. Dios siempre nos ve como algo muy bueno, como hijos predilectos suyos, como personas de las que se ha enamorado antes de formar el mundo: nos ha puesto en la existencia por Amor, y nos llama a realizar nuestra vida plenamente como una enamorada correspondencia al Amor. Esto es, a ser santos. Peter Kreeft, en su libro Cómo tomar decisiones, tiene un hermoso capítulo titulado «La sencillez» cuya lectura recomiendo encarecidamente.

Como se podrá observar, la mayoría de las citas son de Juan Pablo II y de san Josemaría Escrivá, pero también las hay de autores clásicos y modernos, cuyos libros citados he procurado recoger en la bibliografía final, para hacerlos fácilmente accesibles a los interesados en leer más sobre algunos aspectos que aquí se desarrollan menos.

Quiero dejar constancia de mi agradecimiento más sincero a cuantos me han ayudado con sus consejos: los profesores Jon Borobia, Juan Ignacio Bañares y Pablo Casas. Al que ha sido mi interlocutor más habitual, Jorge Miras, sin cuyo asesoramiento y profunda intuición poética, este libro no habría visto la luz. Y también al futuro brillante economista que será Borja Granado, por su pericia en el ordenador.

* * *

En una ocasión, conversando con un sacerdote mayor y experto en humanidad, le pregunté cuál pensaba que sería la causa por la que a los jóvenes de hoy les cuesta ser generosos para entregarse por Dios y por los demás. Su respuesta fue: porque sólo el Buen Pastor da la vida por sus ovejas.

Reconozco que esta reflexión, hecha con naturalidad sobrenatural, hizo resonar con especial fuerza unas palabras de san Josemaría Escrivá que, en su momento, dieron tanta luz a mi vida que se me grabaron para siempre. Las propongo ahora como pórtico por el que cada uno pueda hacer pasar su cabeza y su corazón para adentrarse en estas consideraciones con la perspectiva adecuada: «Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él» (Via Crucis, Estación XIV).

Este libro va dedicado a mi hermana Piluca.

Introducción

Cuentan que, en cierta ocasión, una señora se acercó al Santo Cura de Ars para preguntarle cuál sería su vocación. El Santo le respondió sin vacilar: «Señora, tenga por seguro que su vocación es ir al Cielo».

Esta invitación que Dios nos hace a la vida eterna es el puerto que todo hombre ha sido llamado a alcanzar. Pero, así como cualquier viaje largo exige un itinerario preciso, con hitos y etapas bien determinados, esa llamada de Dios encierra en sí otras muchas llamadas que, durante nuestra existencia terrena, nos van orientando, según un itinerario personal, del mejor modo posible para llegar al destino.

Son muchos los que, sin mérito de su parte, han recibido de Dios gracias y dones constantes, que les han puesto en situación de entender y querer las cosas del espíritu, de adquirir una buena formación humana y espiritual. El amor de Dios por ellos es evidente: todo en su vida parece una paciente preparación por parte del Señor para facilitarles la generosidad. Sin embargo, al concretarse la llamada de Dios, no ven nada: parece que están ciegos (o deslumbrados por demasiadas luces).

Y es que no es difícil que suceda lo que a cierto romano que vivía junto a la Basílica de San Pedro y había sido bautizado en ella, pero nunca había vuelto a entrar desde entonces. Algo así nos puede pasar: estamos tan cerca de Dios y nos comportamos como si no lo estuviéramos, o como si fuese algo que se da por descontado, tan cotidiano y rutinario que no suscita mayor interés.

Debemos despertar, dejarnos despertar para no tratar los tesoros que Dios ha puesto en nuestra existencia como realidades sin valor.

Hay que pedir la gracia de saber encontrar ese tesoro escondido en los profundos repliegues de nuestros corazones, como aquel hombre de la parábola evangélica, que descubrió en un campo un tesoro tan valioso que fue rápidamente y liquidó todos sus bienes para poder hacerse con él. O aquel otro, tratante de gemas, que un día descubrió una perla tan hermosa que comprendió que valía la pena vender cuanto tenía con tal de conseguirla.

Es cierto que ya somos amados por Dios, que nos ha elegido para ser sus hijos por pura benevolencia: Él nos ha amado primero, dice san Juan. Tenemos el tesoro a nuestra disposición. Pero es necesario llegar a descubrirlo y poseerlo interiormente: este don sólo muestra todo su valor cuando lo aceptamos conscientemente, cuando nos enamoramos tanto al descubrirlo que dejamos que configure toda nuestra vida.

Hace muchos años, conversando con un joven estudiante, se me presentó una situación que después me he vuelto a encontrar repetidas veces. Podríamos decir que lo tenía todo en esta vida: inteligente, trabajador, buen cristiano —buen hijo y buen compañero—, gozaba de muy buena salud, era deportista, tenía amigos que procuraba acercar a Dios. Estaba feliz, satisfecho. Además era consciente de que todo eso se lo debía a Dios. Conociéndole bien, le pregunté si se había planteado la posibilidad de entregar su vida a Dios. Me explicó que él estaba muy a gusto así, y que ya hacía muchas cosas por Dios y los demás.

Intenté animarle haciéndole considerar los muchos dones que había recibido; que Dios tiene derecho a pedirnos el corazón entero; le razoné la parábola de los talentos, y muchas más cosas. Insistía en que él tenía la conciencia tranquila, y en que lo único que quería era ir al Cielo. Se me ocurrió preguntarle entonces si le parecía que amaba a Dios por ser Él quien es... Después de pensarlo un poco, me dijo, medio conmovido, que a él Dios, por sí mismo, le traía un poco sin cuidado, que ya cumplía los mandamientos.

La historia terminó bien. Yo me quedé pensando: ¿Qué le había pasado? ¿Se amaba mucho a sí mismo? ¿Muy poco a Dios? ¿Quizá no había descubierto lo que significaba que él era el amado y escogido de Dios?

Así como los pedagogos hacen notar que para enseñar física a Carlitos hay que conocer la física y a Carlitos, de la misma manera, para tener un encuentro con Cristo, que en eso consiste la vocación, conviene tener en cuenta al mismo tiempo el contenido objetivo de la llamada del Evangelio, la grandeza misma de la vocación divina, y la situación existencial de aquellos a quienes se dirige. Si sólo se tiene en cuenta a los destinatarios, se corre el riesgo de mutilar la riqueza y trascendencia de la llamada a la santidad y halagar las tendencias espontáneas, sinceras, pero a menudo alicortas, de la subjetividad.

Se debe tener muy en cuenta, ciertamente, la situación subjetiva de los destinatarios, pero sin hacer de su situación existencial la medida, ni menos aún la fuente, del contenido de la llamada. Quedarse en la subjetividad no deja de ser una vía inevitablemente estrecha.

Es cierto que Cristo es capaz de colmar el corazón del hombre («Venid a mí todos los que estáis cargados y agobiados y yo os aliviaré» [Mt 11, 28]) y que sólo Él nos atrae desde lo más íntimo de nosotros mismos (¿»A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna» [Jn 6, 68]). Pero el Señor es infinitamente más que el instrumento de nuestra plenitud: es el Hijo del Padre, digno de ser amado por sí mismo y no, en primer lugar, porque él colma nuestros deseos. La llamada que cada uno recibe por el simple hecho de ser criatura es más que un mero colmar los deseos del hombre; es ante todo, la libre manifestación de la gloria de Dios.

El que yo ame a una persona podría deberse a que me atrae y me hace feliz. Esto es legítimo. Pero una persona humana es mucho más que un medio para mi completo desarrollo, por eso si amo a alguien, debería ser por sí mismo, por su propia personalidad. Esto mismo debemos aplicarlo a Jesucristo, pero en grado sumo.

La «nueva sensibilidad» posmoderna, que es ambiental y por eso contagiosa, lleva fácilmente a considerar lógico que «mi visión» de las cosas sea la que establezca la medida de lo que Dios quiere de mí, totalizando todo en función y alrededor del yo. Como si los demás, y Dios mismo, fueran sólo el marco de mi yo, un simple momento de mí mismo.

Qué importante es descubrir que yo soy yo porque Dios me tutea. Que valgo, que importo porque Dios me ama. Que soy libre porque Dios me invita a ser coautor con Él de una historia maravillosa: de nuestra historia.

Con frecuencia muchos se conforman con una natural buena disposición: ¡Si yo soy bueno! Es como si les costara indeciblemente dejar entrar en su biografía un planteamiento trascendente —¿qué piensa Dios de mí y de mi vida?—, quizá por miedo a complicarse. No terminan de caer en la cuenta de que esos valores naturales que se dan en su vida pueden y deben asumirlos como dones recibidos. San Pablo, que de esto sabía un rato, nos invita a preguntarnos: «¿qué tienes que no hayas recibido?». Dones recibidos, de valor incalculable, que podrían dar un fruto maravilloso si no los dejamos enterrados.

Algunos parecen sospechar —como aquel personaje que, lleno de miedo a las complicaciones, enterró el talento recibido— que preguntarse por la propia vocación y responder a ella generosamente supondría añadir otro aspecto de lucha y sufrimiento, de vida dura, a la ya exigente vida cristiana... ¡Qué gran equivocación! Muchos de los idolillos que nos hemos creado, a los que servimos realmente —nuestra imagen, nuestra autonomía, nuestro prestigio, nuestras ambiciones...—, suponen más esfuerzo y entrega que el verdadero amor de Dios. Y nada puede consolarnos del vacío tremendo que dejan en el alma cuando descubrimos, quizá tarde, que no han valido la pena.