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LAS RUINAS DE LA MEMORIA

IDEAS Y CONCEPTOS PARA UNA (IM)POSIBLE TEORÍA DEL PATRIMONIO CULTURAL

por


IGNACIO GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ






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PREFACIO

La memoria se asemeja a un vasto campo de ruinas. Frágil, incompleta y laberíntica, como esas piedras desgastadas y enmohecidas que azarosamente han pervivido del naufragio de los tiempos y las civilizaciones. Pero todo es complejo y ambiguo cuando hablamos del tiempo, de la memoria y de sus ruinas: la aparente fragilidad del recuerdo es, en realidad, la esencia más sólida de nuestra conciencia, como esas piedras enclavadas en el campo de ruinas son los eslabones materiales que, por una causalidad azarosa, se han empeñado en perdurar y en hacer llegar el débil aliento de la historia a nuestros días. Dentro de esa misma ambigüedad, el laberinto de los recuerdos nos lleva muchas veces a vagar erráticos entre los fantasmas del pasado, como en uno de esos sueños de ruinas fantásticas de Piranesi. Pero, al mismo tiempo, recuerdos y ruinas, aun en su inevitable condición fragmentaria, han sido y son materia fundamental para articular consistentes o legendarios relatos entre los que tratar de encontrar respuestas a las perplejidades de nuestro presente. Por esto, esa aparente fragilidad que atribuimos a los recuerdos quizá sea más bien el miedo que nos provoca la hipótesis de enfrentarnos algún día al vacío de la memoria, a la pérdida de la memoria individual o colectiva. Este poder de la memoria lo han conocido muy bien los regímenes totalitarios de todos los tiempos cuya forma más tenaz y sistemática de aniquilación de una cultura o de una civilización ha consistido precisamente en borrar por completo sus recuerdos; esto es, ejercer el poder sobre la memoria, seguramente el modo de control y dominación más terrorífico, y a la vez el más eficaz. De ahí que, sin que sea en absoluto una exageración, hablamos de tesoro cultural, de nuestro patrimonio cultural, al mencionar a esta preciosa herencia transmitida por la memoria.

Esta herencia que hemos recibido de los tiempos pasados –seleccionada con deliberada minuciosidad o bien meramente casual en su pervivencia, incólume en su consistencia o, por el contrario, mixtificada por adulteraciones naturales, casuales o dolosas– es, por lo tanto, lo que actualmente denominamos patrimonio cultural. Éste, el patrimonio cultural, es así todo aquello que reconocemos, valoramos y deseamos conservar de ese pasado y de esa historia. Su conservación se ha revelado como una tarea esencial, a veces de índole casi religiosa, para nuestra sociedad, pues el reconocimiento y valoración de este patrimonio debe garantizar, nada más y nada menos, que la posibilidad del mantenimiento de nuestra identidad histórica como comunidad humana. Las sociedades reciben el patrimonio del pasado, lo custodian y lo transmiten a las generaciones futuras, de modo que en esta tarea no sólo interviene el pasado, la materia física o puramente espiritual que se transmite a través de este viaje por los tiempos, sino también el presente que la recibe y custodia y, asimismo, el futuro hacia el que, finalmente, encauzamos todas nuestras acciones. Por eso el concepto de patrimonio es dependiente de la relación que mantenemos con el tiempo, es deudor de las incertidumbres, crisis, repudios o reconciliaciones con el orden del tiempo. Pero en este continuo avanzar y devenir de las dimensiones temporales, el patrimonio cultural, a pesar de su aparente estabilidad de herencia recibida, en realidad no es un legado inmutable, sino que, por el contrario, responde a valoraciones sociales, ideológicas e intelectuales que son cambiantes y discontinuas, en cuanto producidas históricamente: las sociedades se vuelven y se revuelven continuamente hacia el pasado para encontrar nuevos valores y significados o para renovar o anular los actualmente vigentes. El patrimonio es así una selección subjetiva y simbólica de elementos culturales del pasado que son revitalizados, adaptados o reinventados desde y para nuestro presente.

Los cambios entre los que se debate la conciencia y asunción del pasado nos llevan a comprobar cómo el proceso de creación y recreación del patrimonio no es estático sino que, por el contrario, se trata de un proceso dialéctico, variable y altamente crítico; además, el acto de seleccionar, custodiar, pensar y actuar sobre este legado de la memoria no sólo es racional o científico –aun cuando se busque el auxilio de disciplinas tan consolidadas como la historia, la arqueología, la historia del arte o la antropología– sino que también intervienen en esta crucial tarea las creencias políticas e ideológicas o incluso, ahondando en el componente subjetivo, hasta son invocadas muchas veces las emociones y los sentimientos de pueblos, de sociedades o de comunidades de ciudadanos. ¡Cuántas veces las revoluciones han sido cantadas y proclamadas ante monumentos emplazados en lugares públicos que se convierten a partir de entonces en lugares de memoria! En este proceso dialéctico y crítico de construcción o deconstrucción de la memoria se puede llegar a producir la modificación del sentido y de los valores que atribuimos a este patrimonio. Esta alteración no se detiene en este primer eslabón que atañe al concepto, al significado o al valor atribuido al objeto, sino que puede llegar a afectar incluso a la propia transformación física de ese objeto cultural o, más allá, incluso a su desaparición, como aquellos monumentos originariamente erigidos a perpetuidad y que han sido bruscamente destruidos o condenados al olvido por dejadez o indolencia. El fanatismo destructor no es algo que permanezca en el pasado, pues todos tenemos todavía en la retina la brutal voladura con dinamita de las colosales estatuas de los Budas de Bamiyan o, con paralelismo aterrador, el derrumbamiento de las Torres Gemelas de Nueva York, atroz atentado humano, caída de un símbolo y, para otros muchos, inicio de una nueva era marcada por las incertidumbres y la desconfianza en el futuro. Pero también puede suceder lo contrario, es decir, que rituales, costumbres, tradiciones u objetos culturales que han sido atrapados dentro de la red conservacionista lleguen a perder su vitalidad originaria: hemos logrado que los vestigios de la memoria sean conservados y perduren pero, eso sí, embalsamados a modo de esos especímenes biológicos que flotan inertes en botes de formol cuidadosamente etiquetados y clasificados, como sucede con esos monumentos sometidos en exclusividad a la tiranía del turismo de masas o con aquellas ciudades históricas asimiladas a la hiperrealidad complaciente y vacua del parque temático. Pero también sucede que los objetos que integran el patrimonio cultural, extraídos de ese territorio extraño que es el pasado, reciben un bautismo iniciático cuando son declarados “monumentos” o “bienes culturales” o cuando ingresan entre las vitrinas del museo, revistiéndose así de una doble naturaleza, cultural y cultual, al mismo tiempo. Pero ese culto a la cultura necesita ser reactivado o reformulado continuamente. Esto es así porque los contextos de interpretación del pasado cambian continuamente y, en ocasiones, sobre todo en los momentos de crisis o de cambios traumáticos en las sociedades, se producen rupturas en la cadena de transmisión de este patrimonio que desde luego afectan al propio concepto de patrimonio que varía en el tiempo.

Sabemos, por lo tanto, que el patrimonio cultural puede llegar a asumir un papel crucial como elemento de identificación social y colectiva, y por eso, cuando este legado realmente importa como elemento de vertebración y cohesión simbólica de la sociedad, puede llegar a ser especialmente susceptible de instrumentalización o incluso de manipulación. Las dictaduras, por ejemplo, imponen sus símbolos, fuerzan una determinada lectura de la historia que se expresa a través de una memoria impuesta y congelada en patrimonio inmutable, y los regímenes que las suceden tratan de reconducir estas interpretaciones, aunque, como todos sabemos, esto se produce no sin tensiones. Pero a pesar de esta importancia del patrimonio para la construcción de identidades no es ésta su única dimensión. También nos damos cuenta de que el patrimonio cultural ha sido y por supuesto sigue siendo un medio crucial para el conocimiento del mundo y de enriquecimiento espiritual: seguimos experimentando esa gozosa elevación al oír una cantata de Bach, al sumergirnos en la silenciosa soledad de Fra Angelico o al deambular absortos por las naves de una catedral gótica. Pero, en el otro extremo de la balanza, cada vez se percibe con más frecuencia que el patrimonio es también un recurso económico que genera riqueza y que, como se dice muchas veces con tono celebrativo, devuelve a la sociedad con creces los ingentes medios invertidos para su conservación. Pero, incluso más allá, también puede concebirse el patrimonio cultural como un importante medio de entretenimiento dentro de la actual sociedad del espectáculo, pasando por lo tanto, como vemos, de la esfera puramente contemplativa y desinteresada del mundo espiritual a la esfera de la utilidad activa y pragmática propia de nuestras sociedades del hipercapitalismo avanzado.

Es cierto que en nuestros días, a diferencia de otros tiempos, la conservación del patrimonio cultural –afortunadamente, tendríamos que decir– es unánimemente aceptada y reclamada por la mayor parte de la sociedad. Cualquier noticia que alerte sobre una posible amenaza a un monumento, sobre la pérdida de una obra de arte o el riesgo de desaparición de una fiesta tradicional recibe inmediata cobertura de los medios de comunicación y saltan las alarmas; incluso nuestra sociedad, tan desencantada ante muchas otras causas e invocaciones, en cambio sí que se moviliza con frecuencia en defensa de su patrimonio. Al mismo tiempo, observamos que el patrimonio se ha erigido en los últimos tiempos en una categoría muy presente –casi omnipresente podríamos decir– en la vida cultural y social y en las políticas públicas de las distintas instancias administrativas. Todo esto ha llevado a un espectacular incremento de la patrimonialización en nuestros días. Los patrimonios se multiplican y tememos que algún patrimonio se pierda o se pase por alto, que corra el riesgo de quedarse fuera del catálogo, cada vez más extenso, del patrimonio que ya no sólo se dedica a inventariar obras de arte, monumentos o ciudades históricas; en efecto, la red del patrimonio se extiende y se expande y abarca nuevas categorías como el patrimonio natural –con la exitosa noción de paisaje cultural–, el patrimonio vivo –las especies animales y vegetales–, el patrimonio inmaterial –las tradiciones y conocimientos populares–, hasta hablarse incluso hoy en día en los medios de comunicación del patrimonio genético o del patrimonio ético… La patrimonialización o la musealización se han expandido en el espacio pero también en el tiempo, pues el patrimonio ya no se repliega en el pasado, sino se acerca a nuestro tiempo y casi toca ya el presente. Llegados a este punto, parece que todo pueda ser patrimonio, si así lo reconoce o exige la sociedad, una institución, una asociación o un grupo cualquiera de personas que sientan ese patrimonio como propio e importante para su identidad. Esta inflación patrimonial demuestra el éxito actual del patrimonio, pero, como toda superabundancia, puede llegar a ser excesiva y desvirtuar la eficacia de la propia acción conservadora del patrimonio. Esta aceptación universal de la que, como vemos, actualmente goza el patrimonio convertiría en una tarea redundante el intento de realizar aquí un nuevo alegato de defensa del patrimonio, pues éste o no lo necesita o bien, cuando es atacado u hostigado, suele encontrar buenos abogados defensores que muchas veces actúan de oficio ante la popularidad que alcanzan determinados ámbitos de la cultura en nuestra sociedad. Baste con comprobar las eficaces campañas en defensa del patrimonio y las cada vez más frecuentes y activas asociaciones e instituciones públicas y privadas que velan por su integridad, pero también dan testimonio del éxito mediático del patrimonio las largas colas formadas ante espectaculares exposiciones de arte, el entusiasmo que despiertan los hallazgos arqueológicos o el auge alcanzado por el turismo cultural con cifras siempre crecientes. El pasado podemos afirmar que está de moda y el patrimonio goza de popularidad en estos momentos. Pero, ante esa masiva aceptación del patrimonio, que puede llegar a ser sobreabundante, adelanto que tampoco deberá buscar el lector en estas páginas nostálgicos lamentos provocados precisamente por el éxito de masas de los fenómenos culturales y la definitiva desaparición de esa forma de contemplación reposada y serena del viajero que ha sido privado del deleite exclusivista del goce solitario ante el arte y la cultura al convertirse el patrimonio, como decimos, en un fenómeno de masas.

¿Cuál es entonces el propósito de este ensayo? Podemos decir que parte de la sospecha de que este fulgurante éxito del patrimonio en nuestros días tal vez nos esté indicando, en efecto, un cambio profundo en la conciencia y asunción del pasado, un deseo acuciante del espíritu humano por conocerse a sí mismo y orientarse en el laberinto de la memoria y del tiempo; pero también puede que todo ello, en realidad, sea una ilusión aparente o tan sólo una de las caras del poliedro, pues en la actual fortuna del patrimonio en realidad parece que intervienen con causas muy diversas. Dicho de otro modo, nos preguntamos si el auge de los discursos de la memoria y la expansión abarcadora del patrimonio se debe a la consolidación en nuestra época de una nueva conciencia de historicidad asociada a un nuevo orden y sentido del tiempo o es más bien producto de la nostalgia provocada por la caída de la confianza en las promesas de un futuro que ha dejado de ser ese horizonte brillante para convertirse en una amenaza sombría; pero incluso, en la prolongación de esta duda, nos puede asaltar el presentimiento de que todo puede llegar a ser también, en última estancia, algo más frívolo, pues podemos entenderlo también un fenómeno derivado de nuestra sociedad de consumo que todo lo engulle y que llega a atrapar al pasado para capturarlo y convertirlo en un producto más de entretenimiento y marketing. Como vemos, las preguntas que suscitan la memoria y el patrimonio no reciben respuestas biunívocas sino que desembocan en un debate abierto en el que anticipo –y no por mero deseo, conveniencia o prudencia– tendremos que considerar en principio todas las posiciones como válidas, si de verdad queremos llegar a escrutar mínimamente este campo. En este ensayo trataremos de explorar, por lo tanto, las formas en que nuestras sociedades actuales consideran el pasado a través de la definición y uso –y quizá abuso– del patrimonio. No cabe duda de que se trata de un tema de gran amplitud y por eso el subtítulo que encabeza este texto anuncia desde el primer momento que aquí convocamos parte de los “conceptos e ideas” que hemos considerado fundamentales para adentrarnos esa (im)posible tarea de configurar una teoría del patrimonio cultural; esta ambigüedad deliberada a la que aludimos con esa posibilidad frustrada también estimamos que requiere una explicación, pues este cometido pensamos que es ciertamente imposible en cuanto sería ilusorio intentar fijar un solo sentido siquiera para el propio sujeto de estudio, el patrimonio, pues, como hemos dicho, éste es un concepto cambiante que está sometido a una constante reformulación, lo que impide configurar un corpus teórico único y cerrado; por eso, ante esa imposibilidad de la teoría limitamos nuestro discurso a formular una posible reflexión –entre otras muchas que podrían escribirse– articulada en torno a esas ideas o más bien conceptos fundamentales –me refiero especialmente a los de memoria, historia y patrimonio– que, por supuesto, han sido y son sumamente comentados y utilizados de muy diversas formas. Los cuatro capítulos en los que hemos estructurado el plan de esta obra nos pueden orientar algo más acerca de los objetivos y límites que nos hemos propuesto.

El texto parte de la exposición de una serie de cuestiones introductorias necesarias para un acercamiento a lo que hemos denominado la cultura del patrimonio cultural. Se prolongará así en estas primeras páginas cuanto hemos ya avanzado respecto a la actualidad de la memoria y el patrimonio, esto es, el presente del pasado o el pasado como presente que conduce incluso a una determinada “obsesión memorialista”, como se detecta en numerosas pautas de comportamiento de nuestra sociedad. A continuación se nos presenta la necesidad de precisar las confluencias y diferencias entre la memoria y la historia, pues aunque ambas nutren al patrimonio, lo hacen desde sus propias dimensiones cognoscitivas y emocionales. Por último, antes de adentrarnos en los capítulos temáticos, hemos creído conveniente revisar la teoría de los valores atribuidos al patrimonio tomando como pauta el texto escrito hace más de un siglo por el historiador austriaco Aloïs Riegl que hablaba de un culto moderno a los monumentos –el que había protagonizado la cultura historicista del siglo XIX– y que, tras los cambios producidos en el siglo XX, debería revisarse y adaptarse a lo que hemos denominado el actual culto hipermoderno a la cultura del pasado propio del siglo XXI.

El capítulo primero vincula el patrimonio cultural a la explosión de las identidades. El patrimonio cultural está indisolublemente unido al territorio y a la memoria, al espacio y al tiempo, dimensiones todos ellas fundamentales para la construcción de identidades. El patrimonio nos permite catalogar la riqueza de nuestro tesoro cultural, inventariar lo que tenemos, pero también es fundamental para encontrar nuestra identidad, es decir, para describir y tomar conciencia de lo que somos. Para ello se parte del análisis de uno de los valores inherentes y más antiguos asociados al monumento, el que Riegl denominó el valor rememorativo intencionado, esto es, la voluntad de perpetuación de la memoria que se asocia al monumento. Cuando este valor se hace explícito e intencionado en su origen, nos permite observar con claridad cómo los mecanismos de la memoria y del olvido son volubles y complejos y afectan poderosamente al patrimonio hasta el punto que el monumento tiende a ser sustituido actualmente por el memorial, por el lugar de memoria, como estimulación de la anamnesis colectiva, esto es, como representación o traída a la memoria de algo pasado, proceso fundamental para que el patrimonio exista o, al menos, sea significativo y esté dotado de sentido para el presente. El origen de la definición moderna e institucional del patrimonio, la que fue generada en el siglo XIX, sirvió para consolidar la estructura ideológica del Estado-nación, y se escribieron así las historia-memorias nacionales –o nacionalistas– que se expresaban en el Patrimonio de la Nación; pero, desde este origen institucional del patrimonio observaremos cómo este carácter unitario, impositivo y excluyente se ha debilitado cada vez más ante la emergencia de memorias parciales, fragmentarias, particulares, sometidas, relegadas o recuperadas que cada vez reclaman más atención y legitimidad, hasta el punto que el Estado-nación y sus instituciones culturales y administrativas cada vez tienen menos voz en el momento decisivo y decisorio de establecer la definición del patrimonio y, por consiguiente, en la imposición de sus valores para constreñirse cada vez más a la tarea técnica de conservar y mantener lo que diversos actores sociales han considerado patrimonio en un momento dado y en un contexto social y cultural determinado.

La cuestión de la autenticidad ha sido y es uno de los temas clave de todas las teorías o reflexiones sobre el patrimonio cultural. Las nociones de original, copia o falsificación están entre las más asimiladas y a la vez más debatidas dentro del pensamiento occidental. Pero veremos cómo los límites de la autenticidad, a poco que ahondemos en ello, son lábiles y es difícil establecer si ésta reside en la materia del objeto, en el mantenimiento de su forma o en la vinculación cierta de la obra a su autor. Pero no solamente nos detendremos en esta discusión y en sus pliegues interpretativos –a veces bastante sutiles– sino que también nos parece importante, quizá incluso más dentro del sentido general de este ensayo, tratar de dilucidar si el valor de autenticidad y el aura de la obra original en realidad sigue siendo un valor predominante en las estimaciones del patrimonio, incluso en el ámbito occidental, o más bien –en esta época de reproducciones masivas, mecánicas y virtuales– se asiste a un cuestionamiento del original o incluso, más allá, a un éxito de la réplica frente al original.

Este tema que hemos apuntado como colofón de la discusión sobre la autenticidad nos permitirá establecer un puente hacia el tema tratado en el tercer capítulo. En efecto, la fascinación por la réplica permite que el patrimonio –tanto el original como su copia– se adentre en la sociedad de consumo. Lugares como Las Vegas, que tomamos como referente de esta cultura hipermoderna, son en realidad no lugares –según conocida expresión de Marc Augé– que se nutren de imágenes alimentadas por los medios de comunicación y que recurren indiscriminadamente al patrimonio cultural para crear en torno suyo una poderosísima industria del entretenimiento. El turismo de masas, en paralelo, igualmente sumerge al patrimonio en la esfera de la economía, la productividad y la rentabilidad. El modelo de mercado y sus mecanismos de gestión y explotación no cabe duda que se ha expandido hasta comprender en sus dominios al universo de la cultura y del patrimonio cultural. La esteticidad difusa y el presentismo dominantes convierten al patrimonio en un elemento más del entretenimiento de masas. De este fenómeno –que podríamos llegar a valorarlo como contaminación, sumisión o adaptación– es decir, de esta inevitable asimilación del pasado y del patrimonio desde la óptica del consumo pensamos que se desprenderán importantes consecuencias en la conceptualización misma del patrimonio que será muchas veces “desideologizado”, privado de su densidad histórica, para convertirse en mero soporte de una imagen vacía o en reclamo de las florecientes industrias del turismo y del entretenimiento de masas.

El patrimonio cultural siempre se define en las encrucijadas del tiempo y el lugar, entre las concepciones de la memoria y la historia que dotan o privan de sentido al patrimonio, como concluimos en el último capítulo. Del cruce con el tiempo, con la delectación sensible y espiritual del tiempo, surgió el tema de la ruina que tanta similitud ontológica mantiene con la memoria, aunque aquí pensamos que la ruina en realidad se sitúa al margen o como un capítulo excepcional del patrimonio, pues aquélla tiene que ver más con el tiempo puro o sensitivo del espíritu, que con el tiempo racional de la historia al que más bien se refiere el patrimonio o, al menos, el sentido dominante –o institucional– que alcanza éste en nuestros días: ese valor de antigüedad que vaticinaba Riegl se convertiría en el nuevo valor de masas del siglo XX pensamos que en realidad ha quedado como residuo minoritario para el deleite de ciertas sensibilidades. También la representación gráfica del patrimonio nos remite a su conceptualización temporal, pues el tema clásico de la imagen monumental transmite una mirada traspasada de temporalidad, desde las visiones románticas del monumento plenas de nostalgia hasta la plasmación del instante del impresionismo que marcó un inicio para la mirada contemporánea del pasado, celebrativa y fugaz. Por eso terminaremos este recorrido con la estimación que la actual cultura del fragmento realiza del patrimonio, esto es, el patrimonio como espejismo espectral de la historia en la actual sociedad de la simulación que juega con esos fragmentos del pasado que constituyen las ruinas de la memoria. Con ello se cierra este recorrido: podemos decir que de una manera circular, casi en contradicción con la idea lineal del tiempo y en simpatía con el eterno retorno del uróboros, esa serpiente que se muerde la cola a sí misma y gira en círculo hasta el infinito. Aunque, en realidad, la naturaleza carece de historia y se limita a mantener reiterativamente sus movimientos cíclicos y la dimensión temporal, el orden del tiempo sólo pertenece al hombre que posee una historia individual y una historia de la humanidad, una dimensión no sólo psíquica sino espiritual, pues sólo pertenece a la naturaleza humana la conciencia de su propio pasado, presente y futuro.