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EL JUEGO

DE LA ASFIXIA

Bernardo Claros

EL JUEGO

DE LA ASFIXIA

{Colección sístole}

Primera edición, marzo 2017

© Bernardo Claros Pérez, 2017

© Esdrújula Ediciones, 2017

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es

info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Ilustración de cubierta: PerroRaro

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal: GR 332-2017

ISBN: 978-84-17042-04-2

Impreso en España· Printed in Spain

1

El día en que se produjo el accidente fue un día normal. Tal vez debería decir que incluso demasiado normal, lo cual resulta extraño, pues casi siempre surge alguna circunstancia, insignificante y anodina, que altera la disciplina o el estado de ánimo de los alumnos y acaba provocando un conflicto de mayor o menor gravedad que tenemos que intentar resolver con los escasos medios de los que disponemos; pero aquella mañana de noviembre estaba transcurriendo de un modo rutinario. Nada hacía presagiar un contratiempo importante. Durante las primeras horas no se había producido el más mínimo altercado digno de mención, ningún alumno había sido expulsado de clase, no había las carreras ni peleas habituales en los pasillos de los más pequeños, ni siquiera habíamos observado retrasos significativos en la entrada al instituto o en los cambios de clase. Sin embargo, hay compañeros que temen esa calma inusual como si fuese la fatídica premonición de la tempestad inminente. «Está todo muy tranquilo. Algo va a pasar», suelen sentenciar en esos casos, inquietos por descubrir lo que sucederá, y casi nunca se equivocan en sus predicciones.

En realidad iba a comenzar diciendo «el día en que el chico se suicidó», pero oficialmente el hecho fue calificado como un accidente, aunque todo parecía indicar que su muerte se había producido de forma intencionada, sin embargo, según nos dijeron, no se podía afirmar con seguridad que existiera voluntad de suicidarse, aunque me pregunto quién puede conocer con certeza las verdaderas intenciones de un suicida.

Nadie se percató de su ausencia durante el comienzo de la jornada, o si lo hizo no le dio ninguna importancia, achacándolo tal vez a la gripe que tan elevada incidencia estaba teniendo ese otoño y que había provocado numerosas faltas de asistencia. Cuando nos dijeron de quién se trataba, traté de recordar lo poco que sabía de él. Tenía quince años y estaba en tercero de la ESO, era uno de esos chicos callados y solitarios que se sientan al fondo de la clase y no llaman nunca la atención ni para bien ni para mal, cuyo nombre tardamos varios meses en aprender pero lo olvidamos enseguida en cuanto acaba el curso. Tenía una rara habilidad para pasar desapercibido. Nadie preguntó por él, y si lo hubiera hecho no habría obtenido ninguna respuesta más que un leve gesto de indiferencia encogiéndose levemente de hombros. Decir que no era muy popular sería demasiado generoso. Ni sus compañeros ni los profesores sabíamos mucho de él ni lo pretendíamos, y tampoco nos preocupaba lo que pudiera pasarle.

Solo a media mañana, cuando ya estaban circulando demasiados rumores contradictorios por las aulas, nos reunieron a todos los profesores en el salón de actos y nos informaron de lo ocurrido. El director nos explicó que había fallecido la noche anterior, o tal vez de madrugada, pues al parecer sus padres lo hallaron ya sin vida por la mañana, cuando fueron a despertarle para ir a clase. Se encontraba con el cuerpo inerte desplomado sobre el escritorio de su habitación frente al ordenador. Al escuchar la noticia, pensamos que debía haberse producido un lamentable episodio de muerte súbita o algún fatal accidente cerebrovascular, tal vez por algún defecto congénito, que algunos achacarían al destino y otros a la mala suerte, pero más tarde los chicos comentaban que cuando lo encontraron tenía una bolsa de plástico en la cabeza, sin que supiéramos de dónde había surgido esa información ni si era fiable.

En contra de lo que podría pensarse, no se oyó un grito desgarrador cuando sus padres hallaron el cuerpo. Los vecinos no se despertaron alarmados por el llanto desconsolado de una madre abatida por el dolor ni por el sonido perturbador de las sirenas de emergencias acudiendo al rescate, puesto que ya no había nada que hacer. Todo se desarrolló en mitad de un silencio insólito. Fue una escena fría, aséptica, como si quien hubiera encontrado el cadáver fuera un profesional médico que se enfrenta cada día a la muerte sin dejar por ello de temerla, pero incapaz aún de comprender nada. No se produjo ningún intento de reanimación desesperado ni nadie profirió una maldición lanzada contra algún dios cruel. Nadie se rasgó las vestiduras ni creyó enloquecer. Nadie gritó su nombre ni sintió el deseo súbito de morir a su lado. Su muerte fue tan discreta como su vida.

El director nos dijo que, según indicaciones expresas de la Delegación de Educación y de la policía, no debíamos hablar del tema con nadie y mucho menos con los medios de comunicación, que sin duda no tardarían en aparecer en cuanto se conociese la trágica noticia. La Dirección del centro sería la encargada de dar las oportunas explicaciones en caso de que fueran requeridas y ya se habían puesto en contacto con los padres del fallecido para expresarles sus condolencias y ponerse a su disposición para todo aquello que necesitaran. Tampoco debíamos comentar el suceso con los alumnos. Ni siquiera era conveniente que habláramos del tema entre nosotros ni con nadie más, ni hacer demasiadas preguntas, por respeto a la familia. Uno de los profesores quiso saber el motivo de tal mutismo, pero la única respuesta que obtuvo fue que eso era lo que habían considerado oportuno por recomendación de la policía hasta que se aclarasen las circunstancias concretas del fallecimiento, y por si aquello no nos convencía, nos aseguró que de no hacerlo corríamos el riesgo de que se nos abriera un expediente disciplinario por el que podrían aplicarnos las sanciones correspondientes. Cuando preguntamos si se conocían las causas de la muerte nos dijo que estaba bajo investigación policial y no se descartaba ninguna hipótesis.

Algunos compañeros propusieron suspender de inmediato las clases en señal de duelo durante el resto de la mañana o al día siguiente, pero el señor inspector de zona, debidamente informado con antelación, había ordenado «que se mantuviera la más estricta normalidad», dando instrucciones explícitas de que todo debía proseguir la rutina habitual de cada día sin que se produjera ninguna alteración en el funcionamiento ordinario del centro, pero los alumnos decían que no era un día normal porque faltaba un compañero, aunque en realidad el chico no tuviera demasiados amigos en el instituto, más bien ninguno, y apenas hablara con nadie. La mayoría simplemente veían en el hecho una buena oportunidad para perder algunas clases y se sintieron contrariados por no lograr su objetivo.

Por lo poco que recordaba de él, era uno de esos muchachos reservados y huraños que se encierran en sí mismos como protección frente al rechazo y se evaden de sus problemas con particulares ocupaciones solitarias en las que ponen todo su empeño sin obtener resultados destacables. Lo recuerdo siempre vestido de negro, con camisetas de grupos heavy y botas militares, muy delgado y de piel muy clara, la cara llena de granos, el flequillo caído sobre un lado de la frente tapándole un ojo y la mirada temerosa y desafiante. Solía sentarse en la última fila, casi siempre solo, y no mostraba ningún interés por las explicaciones del profesor ni por nada de lo que ocurriera en clase. Apático y tímido, no participaba nunca en los debates ni aportaba nada a las actividades en grupo, sino que la mayor parte del tiempo se dedicaba a hacer dibujos en su cuaderno aislándose del resto de compañeros. Cuando, a requerimiento del profesor, se veía obligado a intervenir, se mostraba nervioso y dubitativo, mantenía la mirada baja y emitía un tono de voz apenas audible, con un ligero tartamudeo, respondiendo siempre del modo más conciso posible. A pesar de las indicaciones que se nos dieron, era inevitable que alumnos y profesores hablaran del tema, aunque la mayoría no tenía nada que decir de él, pues apenas le conocían. «Era un poco raro», afirmaban quienes le habían tratado algo más, «extraño», «introvertido», «friki», fue como se atrevieron a calificarlo, lo que por un momento me hizo pensar de un modo desconcertante en el adolescente tímido y solitario que yo fui.

Ni siquiera se nos permitió interrumpir las clases para hacerle algún tipo de homenaje, sino que tan solo se informó de manera escueta por megafonía a los alumnos de lo sucedido sin entrar en detalles y se guardó un minuto de silencio en el patio al finalizar el recreo, tras lo cual todos volvimos a las aulas para continuar la jornada «con total normalidad», cumpliendo rigurosamente con las instrucciones dadas. Me di cuenta entonces de que el concepto de normalidad era algo muy diferente de lo que yo creía y que tal vez debía ser distinto para cada persona.

Después, el orientador del centro estuvo hablando un rato con sus compañeros de clase para tratar de calmar su inquietud y ahí se acabó todo. Sin embargo, en contra de lo esperado, los alumnos no se mostraron demasiado afectados por la situación. Me llamó la atención que ni siquiera vi a ninguno derramar una sola lágrima, nadie gritaba ni se lamentaba por la pérdida, como se supone que ocurre en estos casos, cuando sin embargo había visto a muchos de ellos llorar en otras ocasiones por cualquier tontería sin importancia. Incluso vi cómo reían haciendo bromas macabras algunos estúpidos a los que tuve que reprender por su actitud. Lo achaqué al estado de shock en que debían encontrarse debido al fuerte impacto que con toda seguridad les produjo la noticia y que les hacía reaccionar de un modo inusual.

Al día siguiente por la tarde, comprobé cómo una pequeña representación de la directiva acudió al entierro, pero apenas pude distinguir a alumnos u otros profesores en el funeral. Finalmente se determinó que la muerte se había producido por un fallo cardíaco, que es lo que suele decirse en estos casos, cuando no se pretende indagar más, y con eso bastó para cubrir el expediente. La policía confirmó la existencia de la bolsa de plástico, por lo que parecía evidente que el chico se había suicidado asfixiándose con ella, aunque me resultara extraño pensar cómo podía haberlo hecho. Trataba de imaginarle agonizando, aferrándose a la vida con sus últimas fuerzas, o tal vez sintiéndose aliviado al poder por fin librarse de sus preocupaciones. Me preguntaba cuáles serían los pensamientos fugaces que pasarían por su mente en esos instantes finales, las escenas de su vida que recordaría, el miedo o la duda repentina que surgirían en el momento definitivo, pero se me hacía imposible imaginar esa situación, incluso, al tratar de hacerlo, me provocaba un intenso malestar físico que se manifestaba en una agobiante sensación de ahogo en el pecho y un ligero estremecimiento por todo el cuerpo que me obligaba a intentar alejar inmediatamente esas imágenes perturbadoras de mi mente.

Según dicen, la muerte por asfixia es una de las peores formas de morir que existen, pero me pregunto quién puede saberlo. Cuando el oxígeno deja de fluir a los pulmones por la obstrucción de las vías respiratorias o cualquier otro motivo, en un primer momento la frecuencia cardíaca se acelera de forma brusca; entonces, pasados unos segundos, se extienden ligeras convulsiones por todo el cuerpo que van en aumento hasta que llega un punto en el que ya no hay retorno. Después de poco más de un minuto aumenta la sudoración, se reduce el flujo sanguíneo cerebral, la lengua es mordida con fuerza y una espuma blanca surge por la boca y la nariz, los esfínteres se relajan y en algunos casos aparece la micción y defecación, en ocasiones también se produce una erección e incluso el individuo puede llegar a eyacular. Transcurridos un par de minutos, la falta de oxígeno en la sangre provoca el desmayo y daña los órganos vitales de forma irreversible, tras lo que ocurre la parálisis muscular y alrededor de los tres minutos sobreviene el paro cardíaco.

Su muerte me hizo recordar algunos casos similares leídos en la prensa de adolescentes que habían decidido suicidarse. De hecho nos sorprendería saber que es mucho más frecuente de lo que creemos, pero los medios de comunicación no se hacen mucho eco de ellos para no alarmar a la sociedad y así evitar que se produzcan nuevos casos similares por imitación. A pesar de eso, nunca imaginé que aquello pudiera ocurrir en mi entorno más cercano. Y sin embargo, si piensas en la cantidad de chicos que no ven sentido a su vida, que acuden cada día al instituto atemorizados y no encuentran su lugar en este mundo, lo raro es que no ocurra más a menudo. Debe de ser porque el instinto de supervivencia es tan fuerte que te hace soportar los peores tormentos, y eso provoca que, aunque no haya ningún motivo para hacerlo, aún queramos, de un modo incomprensible y sin sentido, seguir viviendo.

En un primer momento la noticia nos sacudió con fuerza, a pesar de que nadie tenía una relación demasiado estrecha con él, pero la muerte de un adolescente es algo que no entra dentro de lo imaginable y más aún si se produce de forma violenta y traumática, pues a pesar de que sabemos que es algo que puede ocurrir en cualquier instante y de lo que nadie está nunca a salvo, seguimos pensando que era demasiado joven para morir. Nos preguntamos una y otra vez por los motivos, sabiendo que no los hay, y nos apoyamos en tópicos y frases hechas, mil veces repetidas, para poder seguir adelante con nuestra rutina, porque no entendemos nada de lo que ocurre ni nos atrevemos a intentarlo y solo hallamos un sentido insuficiente en la constante repetición de las tareas cotidianas.

Porque el suicidio de un adolescente es una señal inequívoca de alarma, una prueba evidente de que algo falla, de que hay errores imperdonables en nuestra sociedad que ponen de manifiesto que el sistema ha fracasado, que no sirven las normas caducas que nos hemos dado para convivir y que todo lo que creímos seguro no lo es en absoluto, pero callamos ante la tragedia, porque nadie habla de las cosas que importan, preferimos olvidarlo y pasar página, mirar hacia otro lado, ser discretos, ignorar los motivos reales por los que algo así ocurre, pues no sabemos cómo evitar que vuelva a suceder y no le ponemos ningún remedio mientras continuamos avergonzados con nuestras aburridas vidas permitiendo que se produzca la desgracia una y otra vez.

Cuando algo así sucede, se repiten las mismas palabras gastadas, los gestos de negación impotentes, los silencios culpables, y nos engañamos con argumentos tramposos que hagan asumible la pérdida, pues no conocemos otra forma de defendernos ante lo incomprensible y, en contra de lo que cabría esperar, todas esas costumbres ridículas siguen siendo eficaces, pero nos hacen formularnos preguntas incómodas a las que en el fondo no pretendemos responder.

Sin embargo, en esta ocasión, yo quise obtener respuesta a mis dudas, no conformarme con las razones comunes que apenas consuelan, desconfiar de la versión oficial de los hechos y aventurar hipótesis arriesgadas, porque algo desconocido dentro de mí hizo que se despertase la curiosidad por saber lo que en realidad le había pasado a Ismael.

2

Aquella misma mañana, Sara me llamó muy alterada para decirme que la casa se había inundado. Tenía el día libre en el trabajo, así que salió a hacer la compra y se entretuvo un poco más de lo normal. Antes había pasado por el banco, donde tuvo que esperar más de una hora de cola para pagar unos recibos. De vuelta a casa se detuvo a echar gasolina y a comprar unas flores. Cuando por fin regresó, después de casi tres largas horas de ausencia, se encontró con que el agua alcanzaba ya un palmo de altura. Mientras me lo contaba, pensé que probablemente se habría dejado algún grifo abierto, ya que solía olvidarse las luces o la tele encendidas y la calefacción puesta, por lo que no era la primera vez que le pasaba algo parecido. Tuve que respirar hondo y morderme la lengua para no decirle nada ofensivo de lo que pudiera arrepentirme y que acabara convirtiéndome en culpable y a ella en víctima. Me alegré de haberme enterado por teléfono y no encontrarme la sorpresa al llegar a casa, lo que habría hecho sin duda más difícil que pudiera contener mi rabia y habría provocado una discusión de consecuencias mucho más imprevisibles. «Salva todo lo que puedas», le dije tratando de calmarla. «Yo iré lo antes posible». Pero con todo lo que había ocurrido en el instituto, eso no fue hasta pasadas las tres y media.

Cuando llegué a casa, me preparé para hallar un completo desastre. Inhalé mi medicación justo antes de entrar para prevenir un posible ataque de asma ante la caótica situación que esperaba encontrar. Sin embargo todo parecía estar bajo control. No había ni rastro de agua por ningún sitio y Sara dormía plácidamente en el sofá con la tele encendida a todo volumen. No quise despertarla, así que apagué la tele y me puse a revisar los desperfectos. Recorrí la planta baja, examinando cada habitación con detenimiento, haciendo recuento de las pérdidas sufridas y tratando de calcular cuánto iba a costarnos arreglar aquello. A simple vista, los daños no parecían demasiado importantes. Se podía apreciar en las paredes la mancha de la altura alcanzada por el agua, y había un montón de libros y cajas apilados en la planta de arriba a salvo de la humedad. Algunas cosas, sin embargo, se habían mojado y no estaba seguro de que pudieran recuperarse. Por esta vez parecía que habíamos conseguido superar el accidente sin consecuencias demasiado graves, pero aquello me produjo una gran sensación de inseguridad. Imaginé qué habría ocurrido de haber perdido aquellas cosas, que era todo lo que teníamos, aunque en realidad la mayoría eran objetos inservibles, viejos trastos olvidados que no nos decidíamos a tirar a la basura, ya que teníamos la estúpida costumbre de guardarlo todo sin motivo. Era una especie de antigua superstición que no nos atrevíamos a quebrantar, como si hacerlo pudiera conllevar alguna terrible desgracia que acabara destruyendo nuestra relación.

Me propuse comenzar al día siguiente, sin más demora, a colocar nuevas estanterías en el desván para guardar todas esos trastos y sustituir las viejas cajas de cartón por otras de plástico, aunque sabía que, por mucho que me esforzara, no conseguiría eliminar por completo el riesgo de que se produjera un nuevo accidente. Siempre me había gustado pensar que lo tenía todo bajo control, que nada malo podía pasarnos, y por primera vez en mi vida me sentí inseguro en mi propia casa y tuve miedo. Me daba cuenta de que no podía hacer nada para esquivar la adversidad, como si nunca hubiera pensado en la posibilidad real de perderlo todo y solo en ese momento cayera en la cuenta de que, llegado el momento inevitable de la catástrofe, todos mis esfuerzos serían inútiles y que era solo cuestión de tiempo que eso ocurriera, por lo que me dije que quizás lo mejor fuera sentarme a esperar tranquilamente que volviera a suceder.

Cuando despertó, le pregunté a Sara por lo que había pasado. Según me contó, había estallado una tubería en la cocina debido a las bajas temperaturas y al mal estado de la instalación, por lo que el agua había empezado a manar con fuerza inundando la planta baja. Estábamos sufriendo una ola de frío inusual. Aunque oficialmente aún no había comenzado, el invierno se había vuelto a adelantar y, como siempre, nos encontró desprevenidos. Uno ya sabe que en esta ciudad solo hay dos estaciones, y ambas extremas, pero eso no te concede ninguna ventaja, te sigue sorprendiendo año tras año porque son inimaginables la una en la otra, mientras seguimos empeñados en dejar demasiado terreno a la improvisación con la débil esperanza de que nunca ocurra nada y, por una simple cuestión de inercia, todo permanezca igual.

Después de cortar la llave de paso y llamar a los bomberos, empezó a achicar agua como pudo utilizando un par de cubos. Los bomberos tardaron demasiado mientras ella intentaba poner a salvo lo máximo posible. Cuando al fin llegaron, todo quedó controlado en pocos minutos. Dijeron que era algo frecuente en esta época del año, que se estaban produciendo numerosas roturas similares en la ciudad debido al brusco descenso de las temperaturas, pero aunque no fuera habitual eso no lo convertiría en importante ni excepcional, podía pasarle a cualquiera o tal vez a nadie y seguiría dando exactamente lo mismo. No teníamos el privilegio de la singularidad, por más que nos creyéramos diferentes, y aun así seguíamos pensando que nuestras pequeñas desgracias cotidianas eran siempre mayores que las ajenas.

Le dije entonces, intentando tranquilizarla, que no se preocupara, que yo me ocuparía de arreglar aquel desastre, pero en realidad no tenía ni idea de por dónde empezar. Avergonzado por mi primer impulso acusador, quise decirle algo reconfortante, unas palabras de consuelo y reconocimiento por su esfuerzo para salvar nuestras pertenencias, algo que la ayudara a no sentirse responsable de lo sucedido, pero no se me ocurría nada adecuado, todo lo que había pensado en el coche tratando de relajarme de camino a casa me parecía ahora inoportuno y resultaba demasiado ridículo repetido en mi cabeza, así que me quedé mirándola en silencio durante unos segundos, espiando su gesto distraído mientras me esforzaba en vano por descifrar sus pensamientos. Se había ido encerrando en sí misma, protegida por un mutismo inquebrantable que hacía impensable cualquier intento de aproximación por mi parte. Puede que hubiera muchas cosas de las que necesitábamos hablar, pero no sabíamos cómo hacerlo, por lo que casi siempre preferíamos no decir nada para evitar decir demasiado. Nuestro lenguaje común, ese que habíamos ido construyendo a lo largo de los años y el único con el que podríamos tratar de entendernos, carecía de una larga lista de palabras, casi todas referidas al modo particular en que nos sentíamos, por lo que éramos incapaces de transmitir grandes zonas de nuestra conciencia, y eso nos alejaba de forma irremediable.

3

En menos de una semana ya nadie hablaba del accidente. Entre los profesores enseguida regresaron las conversaciones triviales sobre el comportamiento irredimible de los alumnos y los comentarios escandalizados por las barbaridades que habían escrito en algún examen. En clase, los chicos discutían como de costumbre sobre los mismos asuntos, unos hacían planes para el fin de semana mientras otros dormitaban sobre las mesas. Todo recobró el ritmo vertiginoso del día a día, el trasiego de los cambios de clase, el alboroto en los pasillos entre horas, las carreras y empujones de los pequeños, los partidos de fútbol improvisados en el recreo, los que se esconden en los servicios a fumar, los gritos jubilosos de la salida... La realidad se mostraba una vez más terca e inexpugnable ante la desgracia. No dejamos que nada alterase nuestro pequeño universo particular. Si en algún sitio había ganas de vivir era allí y nadie estaba dispuesto a escuchar a agoreros invitados a la fiesta hablando sobre la muerte y otros imprevistos.

Los primeros días, su silla vacía al fondo del aula aún me hacía sentir incómodo. Mi mirada se dirigía con frecuencia hacia ella de forma inconsciente, lo que provocaba que perdiera la concentración. Una mañana, al llegar a clase, nos encontramos con que su silla y su mesa habían desaparecido y eso nos permitió sentirnos mejor en adelante. Una vez más demostramos nuestra asombrosa capacidad para olvidar lo que no nos afecta de forma directa y por tanto no nos interesa, o al menos lo fingíamos bastante bien. Si alguien esperaba otra reacción es porque no se entera muy bien de cómo funcionan las cosas por aquí.

En los días siguientes, se contaban historias de fallecimientos de alumnos producidos en nuestro instituto, o que habíamos escuchado de otros centros, como el chico que se desplomó en plena clase de informática o aquel otro que se arrojó al vacío desde un puente. Salieron a la luz casos de suicidios o muertes repentinas en los que se confundía ficción y realidad, hasta que todo se fue diluyendo como si se tratara tan solo de viejas historias que se cuentan sin saber muy bien si son reales, y la muerte de Ismael no fuera sino una leyenda urbana más. Parecía como si no hubiera pasado nada. En cierto modo era honesto actuar así y no empezar a preocuparse por él entonces, cuando no lo hicieron en absoluto mientras estaba vivo, ya que nadie se interesó jamás por lo que le ocurría ni hizo nada por intentar ayudarle. No habría sido justo que empezaran a salirle amigos por todas partes ahora que ya no los necesitaba. Odio esa hipocresía barata que se encarga de elogiar a los fallecidos aunque se trate de auténticos capullos.

Los medios de comunicación apenas se hicieron eco de la noticia y pudimos salir airosos del trance. Una muerte fortuita no despierta el mismo interés que un suicidio y eso nos concedió una mayor tranquilidad. Solo apareció alguna nota breve en la prensa local, arrinconada en la sección de sucesos, en la que no se daban demasiadas explicaciones, confundiéndose entre la multitud de tragedias cotidianas cuya proliferación nos hace incapaces de asumirlas. De cara a los trámites judiciales, un accidente también se soluciona de forma más sencilla. Nadie investiga sus motivos, ya que es algo muy difícil de determinar y que pertenece al ámbito de lo privado, por lo que es preferible no hablar de ello para respetar así el dolor de la familia. Es tan solo cuestión de mala suerte, por lo que no hay necesidad de buscar culpables, lo que tampoco serviría de nada.

El señor inspector del distrito educativo nos reunió para informarnos de que el centro había actuado en todo momento de un modo correcto y que en ningún caso se había cuestionado su implicación en el desarrollo de los hechos, ni antes ni después de que se produjeran. Nos felicitó por nuestra actitud conciliadora y colaboración, dando por cerrado el caso sin más indagaciones. Ante las diversas preguntas que se le plantearon, insistió mucho en que no se podía relacionar lo sucedido con un episodio de violencia escolar, a pesar de que algunos «sectores interesados» habían intentado hacerlo, ya que «el alumno afectado», al que nunca se refirió por su nombre, no se había visto envuelto en ninguna situación de violencia física o psicológica que así lo indicase. «Es posible que se produjera algún hecho aislado, pero eso no puede considerarse acoso», añadió abriendo así la puerta a la duda. Además, la forma en que se había producido la muerte del chico hacía evidente que se trataba de un lamentable accidente cuyas circunstancias concretas no era asunto nuestro aclarar, por lo que debíamos respetar la intimidad de la familia y no remover más el tema. Todo se había solventado de manera eficaz y ni el nombre del centro ni nuestra labor como docentes habían resultado manchados en tan comprometida tesitura, por lo que todos debíamos «congratularnos por el trabajo realizado y por la correcta resolución del incidente», concluyó con una amplia sonrisa.