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El Gran Parque



COLECCIÓN TEATRO











Luisa Josefina Hernández






El Gran Parque

Ornamento

El parque I

Ornamento

El parque II

Ornamento

El parque III

Ornamento

El parque encantado


Prólogo de Fernando Martínez Monroy





Ediciones El Milagro




PRÓLOGO








Lo que hace a un artista es el dominio de la perfección técnica, pero sobre todo su interés por las personas y los hechos, por todo aquello que forma parte del mundo. Un artista se distingue por su capacidad de descubrir la dimensión de las cosas. Su afán vital es lograr que hasta la que pareciera una mínima acción a la mirada cotidiana o distraída se vuelva trascendente. El arte del dramaturgo consiste en hacer significativas las cosas, en lograr que todo alcance consecuencias en la percepción y en el alma de quien contempla el arte. Su búsqueda es la de la belleza que sólo se alcanza en la verdad. El arte funciona a través de descubrimientos, de revelaciones, y son descubrimientos y revelaciones lo que el lector-espectador hallará en las cinco portentosas obras de este volumen. A través de estas cinco obras, Luisa Josefina Hernández vuelve a demostrar su poder de artista.

Hablamos de la belleza, que no es relativa porque no ocurre en los conceptos sino que es experiencia transformadora, porque a fin de cuentas la belleza es la experiencia escalofriante de contemplar la dinámica cósmica. La belleza es el orden de la verdad, la sensación de exactitud absoluta en la que nada está sujeto al azar, ni al caos, el punto en el cual todo halla sus razones. La belleza es terrible porque nos arrebata la candidez, allí donde todo parece más cómodo si se explica a través del caos. Pero el caos es una sensación que proviene de ver un hecho parcialmente. El teatro muestra la vida ordenada desde la contemplación de la verdad, por eso nos hace partícipes de sus misterios y nos aparta de la parcialidad con la que observamos cotidianamente las cosas.

Las cinco obras que integran este volumen fueron escritas en 1999, publicadas previamente en la revista Tramoya y luego vergonzosamente ignoradas. Éstas son las obras previas a la portentosa serie de once dramas titulada Los grandes muertos, algunos de cuyos personajes ya figuran aquí en otra dimensión de sí mismos. Es de celebrar el esfuerzo que el día de hoy se hace para traerlas nuevamente a la luz. Es de esperar que lleguen a más lectores y que hallen pronto su lugar en la escena. Es asombroso todo el material contenido en las siguientes páginas, por sus planteamientos poderosos, por su sensibilidad en el tratamiento de los temas y por la sabiduría en la exposición del alma humana.

Luisa Josefina Hernández eligió cinco parques como escenarios sintéticos del mundo. Cinco parques que, como el Edén, son ambientes serenos, testigos silenciosos del carácter y las decisiones humanas. Los parques suelen ser pequeños paraísos en medio de las ciudades donde el tiempo transcurre en otro ritmo, donde los árboles serenan y su frescor produce descanso:


ANTONIO II Un parque es público y la gente viene a él con un cierto estado de ánimo. No cuando tiene prisa ni cuando debe hacer algo inaplazable. Viene cuando quiere sentarse, respirar, soñar un poco. Vienen los niños, las madres jóvenes, los viejos, los desocupados. Muchas personas mueren en los parques, su alma se va danzando en remolinos de palomas y hojas secas (p. 230).


Esta colección de cinco obras trata del parque en sí o lo plantea como parte de las circunstancias y ambientes. Un parque es un trozo de naturaleza acotada o planeada, estructurada y construida para servir de escenario a nuestra naturaleza, son cómplices del amor, de la sensualidad, de la sexualidad, testigos de promesas, de fantasías realizadas. A la manera de Chéjov en El jardín de los cerezos o de Nathaniel Hawthorne en La hija de Rappaccini, encontraremos aquí el Jardín Borda de Cuernavaca, el Parque de los Tecajetes en Xalapa, el Parque México y Chapultepec en la ciudad de México y el parque del Zócalo de Puebla. Cada obra resulta ser un alarde de estilo, un ejercicio de tono de poderoso efecto, un logro de síntesis, que es la esencia de la poesía, y un afán por plantear sus tratamientos desde una mirada compleja y compasiva que descubre zonas que, existiendo, no solemos mirar a causa de nuestros compromisos con las modas culturales. En medio de un ambiente sociocultural nutrido por el deseo de innovación y originalidad, Los parques vienen a demostrar que lo innovador estará siempre en el ejercicio creativo del alma y la contemplación, que la originalidad profunda es consecuencia, no objetivo, que nada nuevo hay en el mundo sino la intención espiritual del artista que se aventura a descubrir, nuevamente, la realidad.

Hemos dicho en otro lugar que la capacidad que se atestigua en la obra de Luisa Josefina Hernández para lograr escribir desde diversos estilos y géneros resulta escasa en la historia de la dramaturgia, y por ello resulta tan extraordinaria. Es una cuestión de alma, sí, pero también de método, artístico y vital, ético en suma. No parte de ideologías ni de prejuicios canónicos. Para ella la teoría tiene que ver con comprender la organicidad que las grandes creaciones del drama ostentan. Así escribieron Eurípides y Shakespeare, también Ibsen y O’Neill, nada menos. No parte, como tampoco ellos, de una idea preceptista, adjetivada, por ejemplo, con el epíteto de lo contemporáneo; su compromiso es otro, sus logros... los que se pueden constatar en el libro o en la escena. Es notable una entrevista en la que, quien preguntaba, insistía en saber cuál es la “línea” que sigue Luisa Josefina en su producción; pregunta concebida, por supuesto, desde una noción histórica de las cosas, como cuando se habla de lo contemporáneo como si se tratara de un valor artístico y no de una circunstancia histórica:


—¿Y cuál sería su línea narrativa o su línea teatral?

—No tengo línea ni en el teatro ni en la narrativa. Si hay alguna intención sería la honestidad. O sea, verdades familiares, verdades políticas o verdades interiores.

—En cuanto a la forma, ¿está comprometida con algún estilo literario?

—No estoy comprometida con ningún estilo, porque resulta que el material determina el estilo. Los temas piden una realización, que viene a ser el estilo. El estilo es un instrumento de realización del tema. [...] La composición depende del talento personal, y la teoría puede enseñarse. Y esa teoría, en realidad, es esto que le voy a decir: esa teoría no es una receta, sino que es un código de palabras para designar fenómenos que más o menos pueden encontrarse en forma constante en diferentes obras de teatro.


¿Cómo descubrir la vida, si a la vida se le imponen criterios ideológicos? Los prejuicios buscan comprobarse a sí mismos, sin respetar lo que ocurre en la realidad. Si uno los investiga, si uno los sigue, la verdad, el amor nos harán descubrir su propia forma, ésa es la revelación. Pero si lo adecuamos a nuestra propia concepción cultural, el amor será transformado en un corazón simétrico y convencional, a la manera de los parques neoclásicos, donde nadie esperaba descubrir la forma natural del arbusto y éstos eran manipulados y podados para alcanzar formas al capricho de un diseño cultural.

La obra de Luisa Josefina Hernández viene otra vez a recordarnos que el arte es una responsabilidad que puede ser ejercida con grandeza y que la vida es un misterio a través de cuyas posibilidades uno puede elegir cómo ha de explayarse.

Hablaremos brevemente, a manera de presentación, de dos de las obras contenidas aquí: El Gran Parque y El parque I, con el objetivo de que el lector pueda hacerse una idea de la dimensión del material que va a encontrar. Hablaremos de dos, cuyo análisis nos revele datos importantes para el disfrute de la lectura. Su estudio necesariamente amerita un espacio aparte.



“EL GRAN PARQUE”


Esta obra comienza con una acotación magnífica, notable ejemplo de esa figura retórica denominada écfrasis, la descripción vívida, precisa de un objeto artístico. Así fue generado este jardín:


Eso es el Gran Parque, una peligrosa fantasía del hijo de un minero multimillonario que entregó mucho a la fe católica y a los pobres de toda forma de pobreza, evidente o inédita, pero mucho reservó para este hijo que, en pleno siglo XVIII e instalado en el seno de la Iglesia, pudo por ello cumplir los requisitos de su imaginación poética y de su temperamento rebelde y sensual (p. 25).


Lo que veremos entonces es la historia del parque y cómo su belleza tuvo como artífice a un hombre trágico que se atrevió a ostentar un poder capaz de realizar fantasías, porque como todo personaje trágico no pudo soportar que las cosas tuvieran otro orden que no fuera el de su propio capricho.

Don Francisco Zuloaga, el rico heredero mencionado, se ha ordenado sacerdote, al igual que su difunta hermana monja, para cumplir con los deseos del padre, quien adquirió una fortuna con la que se ha dedicado a exaltar a la Iglesia. El hijo no ha podido negarse, como Hamlet, al deseo de su padre porque todo lo que éste ha hecho es considerado por don Francisco un acto de amor:


DON ALONSO … ¿Accedió usted al sacerdocio por no perder la herencia de su padre? En otras palabras, ¿fue por dinero?

DON FRANCISCO (Apasionado por primera vez.) Sí, y también por amor, por una ternura loca que yo siento por ese hombre que es capaz de trabajar veinte horas para sacar una pepita de oro y ofrecérsela a Dios. Yo no sé cómo es su Dios, pero sé cómo es su fe (p. 39).


Ejerciendo su ministerio, don Francisco se enamora de la joven Matiana y a partir de entonces no escatima acto alguno que le permita conquistarla. Matiana está comprometida, pero no enamorada, con un hombre rico y mayor. En vez de ejercer la posibilidad de negarse, se fuga el día de la boda, ya de acuerdo con don Francisco, quien le da refugio y escondite en su casa y en su jardín. Para deshacer el compromiso y la ira del novio burlado le pagan una enorme cantidad de dinero. Oculta Matiana en el Gran Parque y bajo la sospecha de su relación con el cura, no puede abandonar el lugar, aunque tampoco quiere hacerlo, seducida por este hombre que está dispuesto a poner el mundo a sus pies.

La casa abandonada de Matiana, a la cual no puede volver, es comprada y mandada a remodelar por don Francisco, quien además entrega una enorme suma a la Iglesia. Sabe que pasar por encima de sus votos es la consecuencia de haber sido obediente antes. Obediencia en contra de la propia vida, que orilló a su hermana a la muerte, presa de depresión al vivir entre las monjas... En cambio, don Francisco está dispuesto a llevar a cabo su fantasía...

Las fantasías son peligrosas porque buscan concretar algo imposible en la realidad, disfrutándolo, de alguna forma construido desde la imaginación. Pero si la fantasía encierra ya algo imposible o prohibido, su realización concreta es una transgresión total. La vida de don Francisco queda atrapada por la insoportable naturaleza de la angustia. Él, que a todas luces no es más que un hombre que se comporta de acuerdo con el ideal clasista de su época, cuya moral predominante es que el oro puede solucionar cualquier problema irresoluble, puede doblegar cualquier mandamiento eclesiástico, puede generar excepciones, pasar por encima de cualquier ley y cualquier dogma y puede construir la idea de la impunidad. Don Francisco soborna, compra, paga, construye, logra. Como el ciudadano Kane, es capaz de convertir las fantasías en realidad completa, pero luego no es capaz de vestir sus ropas de cura dentro de la casa en presencia de Matiana. No es capaz de ocultarse que lograrlo todo lo enferma, porque lograrlo todo es la felicidad realizada, pero no la alegría, y el infierno de ser esclavo de su fantasía de poder.

Se trata de un hombre rico que está pensando que tiene el gran privilegio de no tener conflicto alguno, pues si un conflicto consiste en el enfrentamiento entre un deseo y los obstáculos que la propia realidad ofrece, él puede hacer lo que le dé la gana... excepto engañarse para volver a tener paz; excepto disfrutar con plenitud de lo alcanzado, consciente de que no tendrá consecuencias. Lo que lo hunde es la conciencia del abuso que está cometiendo contra sí mismo al disponer las cosas para manipular las necesidades y ambiciones de la gente, para construir y reafirmar su propia imagen. Lo destruye en vida la conciencia de su impotencia, de su pobreza, de pisarlo todo sin nadie más que lo ponga en su lugar.

Como Orestes en Las Euménides, en su delirio y en su angustia construye los absurdos argumentos con los que las deidades han de defenderlo... aunque él sabe que eso nunca ocurrirá. ¿Quién podría defenderlo si él es el más grande? ¿Quién podría ayudarlo si él es el más poderoso?

Los que estaban cercanos a él lo observan y lo abandonan. Al final de la obra, cuando ha logrado quedarse a solas con Matiana en el jardín magnífico, apenas comienza su infierno, su tragedia.

Matiana es un antecedente de Amanda Baeza, en La amante, segunda obra de Los grandes muertos, pero a diferencia de Amanda carece de la dimensión y la conciencia de lo que está ocurriendo. Ambas, en su belleza y poder de seducción, se han hecho cómplices de la destrucción del hombre amado. Juan José Fierro de Lugo (en Los grandes muertos) abandonará ese movimiento destructor por la muerte de Amanda. Don Francisco pasará la vida en él.

También hay aquí antecedentes de La naturaleza (también de Los grandes muertos), donde una pareja, siendo sacerdote él también, sucumben al reconocer la imposibilidad de sostener su situación sin hacer un daño tremendo a sus hijos y a sus compromisos éticos. Don Francisco ganará su vida comprando los derechos eclesiásticos que limpiarán la mancha, imperdonable en esa sociedad, de la bastardía y la traición a los votos. Él ha sido obediente y transgresor, ha triunfado en una situación cultural falsa, lo que lo atormenta no es un problema moral de los que se transforman con el tiempo, sino algo eterno más poderoso, que es la dimensión humana frente a la fatal decisión de superarla.

De su vida queda como testimonio ese pedazo de paraíso que él compuso, como Prometeo, pensando que había desplazado al orden infinito que los humanos denominamos Dios:


ISMAEL Todo ha cambiado mucho.

ISIDORA Dios es el mismo (p. 78).



“PARQUE I”


El Parque de los Tecajetes en Xalapa, un martes de carnaval. Presenciamos la coronación de los reyes del carnaval: Británico, un muchacho de hermosa figura, disfrazado, con los recursos de la pobreza de su familia, de Luis XIV de Francia. Será coronado junto a Chona, una muchacha hermosísima de buena familia.

Estamos ante una obra oscura y brillante a la vez, que juega en los misteriosos terrenos de lo simbólico. El ambiente es desconcertante por los disfraces de todos los personajes; el tono, hilarante a veces, violento sobre todo en cuanto al cuerpo deshecho de mamá Dulce debido a los múltiples embarazos que ha tenido que soportar a causa de la irresponsabilidad de su marido, a quienes todos llaman el Causante, causante de la ruina de su mujer y de muchos estragos semejantes en múltiples mujeres. Hay un tercer elemento del tono, que es la sexualidad ansiosa que todo lo puede de los jóvenes en medio de un parque que ofrece escondites donde los anhelos sexuales pueden ser saciados en medio de una naturaleza exuberante a cualquier hora del día.

Los nombres de los personajes femeninos tienen alusiones sexuales implícitas. El primero es el de doña Dulce, Dulcinea, el nombre con el cual Don Quijote decidió concebir como princesa a una mujer que no lo era. Los otros son Encarnación y Concepción, que aluden a misterios católicos y al mismo tiempo al júbilo de vivir y a la reproducción de la especie. Los hombres refieren a conceptos con los cuales suelen ser asumidos por las mujeres: el Causante, de todas las fantasías y desgracias femeninas; el rey, que es el hombre mirado desde el enamoramiento, el que con su presencia y su alcurnia se ha de elevar por encima de la condición de la enamorada, y finalmente, el Hombre Invisible, en quien debiera convertirse todo marido cuando la verdad se ha instalado entre la pareja.

La doble desaparición de Chona y Británico en medio de los festejos es el meollo de la trama y la causa de angustia de doña Dulce, quien sabe perfectamente que, en esas circunstancias, no hay que perder de vista a las hijas y, si fuera posible, no permitirles ninguna ilusión, pues el Causante lo ha envilecido todo desde antes de su nacimiento. Lo que podría ser alegría, disfrute, juego, y honra a la naturaleza, queda destrozado, manchado por la “estatua de mierda” que es el Causante y sus actos.

Es asombrosa la capacidad para expresarlo todo a través de la acción y de la imagen. Es sorprendente el tratamiento novedoso de los temas. La capacidad reflexiva de la autora revela, en los mismos asuntos y las mismas personas, zonas insospechadas que, de hacerse conscientes en lo cotidiano, mostrarían la exactitud y la simplicidad del mundo y la manera en que la ideología complica las cosas. La idea del mundo ha sido aprendida, pero en tanto que el mundo no es como lo vemos, puede aprenderse nuevamente cada vez, hasta conseguir imágenes más exactas. La obra de Luisa Josefina Hernández es dramáticamente reflexiva, pero no argumentativa. Sus planteamientos en acción son dialécticamente complejos. Estas obras son perturbadoras porque después de leerlas llegamos a asumir la complejidad cósmica y nos descubrimos a nosotros mismos ciegos, con la enorme posibilidad de hallar a la vida sentidos claros y serenos.

Luisa Josefina Hernández logra sacarnos de nuestro lugar para mostrarnos uno más amplio, abundante en posibilidades, para asumir que el disfrute de la experiencia artística hará que nuestra vida nunca vuelva a ser la misma. Su capacidad de imprimir fuerza y vitalidad radica precisamente en poder descubrir nuevas zonas en aquello que creíamos dominar. Esto es el poder de un artista: conmover.


FERNANDO MARTÍNEZ MONROY










El Gran Parque


PERSONAJES








DON FRANCISCO ZULOAGA
47 años


DOÑA MARÍA MATIANA
22 años


DOÑA ISIDORA
45 años


ISMAEL
35 años


DON ALONSO SUÁREZ
40 años


Una cadena de indios, que siempre se ven a lo lejos



LUGAR
El Gran Parque.



ÉPOCA
La última cuarta parte del siglo XVIII.



Música, sólo de fondo, tal vez sólo para los oscuros.
Alguna elegante y arrebatada música de clavecín;
un violín vendría bien.










I

De tan hermoso, casi imposible describir el Gran Parque. Sorprendente resulta descubrirlo situado en el centro de una notable ciudad novohispana de fama paradisiaca por su clima efervescente, fértil, hospitalario. Ciudad distinguida porque desde los días de la Conquista española los jefes, los príncipes y los nuevos ricos, con nuevos títulos y sin ellos, construyeron y vivieron en ella sus más entrañables fantasías.

Eso es el Gran Parque, una peligrosa fantasía del hijo de un minero multimillonario que entregó mucho a la fe católica y a los pobres de toda forma de pobreza, evidente o inédita, pero mucho reservó para este hijo que, en pleno siglo XVIII e instalado en el seno de la Iglesia, pudo por ello cumplir los requisitos de su imaginación poética y de su temperamento rebelde y sensual. El Gran Parque ocupa una gran manzana que parecería de casas con portón a la calle principal, si no llamara la atención el hecho de que por la derecha las casas colindan con la iglesia guadalupana y por la izquierda con una alta barda que se prolonga hasta formar un enorme cuadrilátero dibujado por calles estrechas y empedradas. Una vez adentro nos encontramos con el vestíbulo enrejado, parte de un cuadrilátero pequeño en proporción con el inmenso jardín; se trata de una bellísima casa señorial de exquisitas proporciones, con su patio central que a su vez deja ver otra reja justo frente a la de la entrada, y de esta segunda reja en adelante queda sólo el asombro, el fulgor de estas fuentes ovales escalonadas sabiamente según la perspectiva, con juegos de agua y alineadas en forma de cruz que descienden por el paseo central hasta una piscina encantadora y también se cruzan para dejarse ver desde una casa totalmente oculta, construida a la derecha de la casa principal, una casa de gran rango, pero mucho más cálida que arrogante, donde todavía late la vida. Una casita sorprendente, de suelos perfectos, de exquisitas ventanas, de luces encantadoras mañana y tarde, con un pequeño jardín al lado, en nada comparable al jardín gigante de árboles exóticos, importados de lugares lejanos, un jardín que se corta por las fuentes y se plantea en rigurosas y sorprendentes avenidas, derramándose en fuerza y en belleza. Si la ciudad no fuera famosa por sus huéspedes y sus paisajes, valdría la pena visitarla sólo por este jardín. A un lado de la casa menor nos sorprende un estanque donde se puede y se pudo remar, hablar no sé qué cosas. El parque magnífico no ha podido, pese a su magnificencia, perder el sello fatal del extravío.

Ahora, en el foro, donde se puede todo y nada, vemos la perspectiva de fuentes en descenso, funcional quizá la más cercana, y árboles, todas las formas notables que da la naturaleza, que son todas. A los lados, montadas en carros móviles si así conviene, fijas si hay espacio, encontramos dos zonas. Zona I: la del párroco, sus libros; recordemos que es licenciado en artes y doctor en teología. Son necesarios dos sillones y una mesa con licorera. No es su lugar preferido, simplemente adecuado para recibir visitas. Zona II: fracción de pared donde está la puerta de madera gruesa que da al dormitorio de Matiana y un pedazo de terraza donde hay una banca de madera y desde donde se ven plenamente el jardín y una hilera de fuentes.

El doctor Francisco Zuloaga, párroco de la iglesia guadalupana, contigua, se encuentra sentado en la banca de la zona II. Es un hombre delgado, moreno, de facciones iberas muy marcadas; los terribles ojos negros, la nariz afilada, la boca bien formada, caprichosa, la barba firme. Abundantes cabellos castaños y lacios, bien ceñidos al cráneo. Allí, en los cabellos, puede notarse una señal, un aviso de que él no es lo que pretenden los otros. Esta cabellera no oculta tonsura y, si vemos los retratos de los religiosos de cualquier época, todos lucen el sacrificio de lo que la buena presencia considera indispensable. Hasta el más bello rostro sufre con la ausencia de cabellos. Este párroco, por el momento, no piensa en sacrificios. Viste la indumentaria completa de un sacerdote listo para oficiar una misa de bodas. Nada que merezca la presencia de altas autoridades de la Nueva España, ni del obispo, cuya morada y catedral quedó al paso de dos siglos en la acera de enfrente y ahora es un convento franciscano.

Se trata del matrimonio de María Matiana Velásquez con un terrateniente acomodado, don Enrico Antonio del Solar. Ella es huérfana y vive con su tía Isidora Velásquez Dueñas, hermana de su padre. Matiana cumplió 22 años. Su tía, que pudiera ser su madre, tiene 45 y es soltera.

Son las siete de una tarde encantada y amarillenta, cantan los pájaros, el ruiseñor repite y repite sus variaciones temáticas. Don Francisco, a pesar del atuendo, está sentado con la pierna cruzada y apoya la cabeza en su mano. Por su rostro tenso se ven pasar pensamientos y no ideas. Doblan las campanas. Un redoble especial para las bodas. Don Francisco se pone en pie y cuando quizá el público presente y el imaginario que está en la iglesia espera que él se apresure a cumplir con sus obligaciones, él comienza a despojarse de sus ropas simbólicas con un esmerado cuidado, doblando, viendo que nada se maltrate ni se arrugue, como el monaguillo perfecto que sin duda fue. Apenas ha terminado de quedarse con una sotana sencilla, que a fin de cuentas lo rejuvenece, cuando escuchamos pasos, crujir de telas, palabras sueltas, una risa sofocada. Aparece Matiana en traje de bodas: buenas telas, bien elegido el modelo y el peinado; con ella viene su tía Isidora, mujer guapa, vestida con sencillez; pertenece a una clase alta empobrecida que por ello encuentra acomodo en la burguesía creciente que ya no aspira a los títulos de nobleza y que tiene o tendrá otra forma de ver la vida. Es estricta, pero con sus propios principios. Este momento tiene para ella un valor emotivo y social sólo comparable al que vive don Francisco, quien, lo sepa o no con exactitud, quema sus naves. Ella las suyas, pero lo sabe.

Matiana, en cambio, viene reluciente de belleza, sí, pero mucho más del placer aventurero desconocido para ella hasta ahora; viene sonrosada, sonriente, también nerviosa. Por supuesto que su carácter es atrevido y bordea la extravagancia.

MATIANA (Con una carcajada.) ¡Doctor Zuloaga, está hecho! No se casa el señor Enrico Antonio con la joven Matiana.

ISIDORA (Seria.) Buenas noches, doctor Zuloaga.

D. FRANCISCO (Gravemente.) Bienvenidas sean. Están en su casa. Me imagino que no hubo tropiezos en su...

MATIANA Fuga. ¡Fuga! ¡Fuga se llama! ¿Se imagina lo que estará pasando en la iglesia? (Se ríe.) ¡La cara de don Enrico Antonio del Solar!

D. FRANCISCO (Tenso.) Siéntense ustedes. (Les ofrece la banca, permanece en pie, toca una campanilla de sonido claro y agudo, dos veces. Casi inmediatamente aparece Ismael por el jardín, persona de categoría, bien vestido, más que su patrón y las señoras, de buen habla, culto, con estudios, mestizo, 35 años. Ismael coloca en el suelo una lámpara de acero.)

ISMAEL Buenas noches, señor. (Hace una inclinación para las señoras.)

D. FRANCISCO (Serio a más no poder.) Voy a pedirte un favor: ten la bondad de ir a la parroquia por la calle, no por la sacristía, y allí le dices al señor párroco don Alonso que sigo indispuesto y no deseo ser molestado. Luego regresa aquí para enterarnos de la situación. No hables con nadie aparte del párroco.

Ismael asiente y sale de prisa. Don Francisco suelta una carcajada corta, luego se reprime.

ISIDORA (Quien alberga apenas una sospecha.) Parece usted muy divertido, doctor Zuloaga.

D. FRANCISCO (Rápido.) ¿Ustedes no lo están?

MATIANA ¡Yo sí! (De pronto ve el parque resplandeciente. Tía... (Se pone de pie.)

ISIDORA (También asombrada.) Ya lo veo, sí. Qué... maravilla.

MATIANA Yo creía que detrás de los muros estaban los establos.

D. FRANCISCO No guardo aquí carros ni caballos.

ISIDORA Este parque debe ser el más hermoso de... no sé... la Nueva España.

MATIANA Y así oculto. Doctor Zuloaga, está usted lleno de sorpresas.

D. FRANCISCO Así es.

ISIDORA Esto debe exigir una gran cantidad de cuidados...

D. FRANCISCO Tengo un jardinero chino y una cuadrilla de veinte que trabajan al amanecer. Nunca se les ve ni se les oye.

MATIANA (Con admiración.) ¡Una cuadrilla de veinte jardineros!

Don Francisco contesta como disculpándose, pero en realidad con intención de impresionarla.

D. FRANCISCO También lavan el estanque, cambian el agua de los peces. Y, claro, mantienen limpia la piscina.

MATIANA ¡Piscina para nadar!

ISIDORA (Irónica.) Y estanque para remar, me parece.

Don Francisco, atento a las reacciones de Matiana.

D. FRANCISCO Así es.

MATIANA Y yo creí... no sé, alguna vez me parecía escuchar desde el atrio de la parroquia el ruido de una construcción... albañiles.

D. FRANCISCO Así era. Esta casa se terminó hace apenas quince días. Se hizo en, déjeme ver, tres meses.

ISIDORA (Con un átomo de mala fe.) ¿Con cuántos obreros?

D. FRANCISCO (Sonriendo.) No sé. (Lo piensa, ríe.) La verdad es que sí sé. Doscientos. (Matiana e Isidora callan. Si quería apabullarlas, lo ha logrado, pero tampoco quiere parecer vulgar porque no es vulgar.) La verdad es que una construcción así puede llevarse un año y hasta dos; digo, normalmente. (Ha resultado evidente que él tenía prisa. Matiana está impresionada con el poder y sin duda con la riqueza. Isidora acentúa su desconfianza, su mirada es enigmática.)

MATIANA (Sentándose junto a su tía.) Si yo viviera frente a este parque o, mejor dicho, dentro de este parque, no podría pensar en nada más. Como en este momento. (Pausa. Como si escuchara.) No, no puedo pensar en nada.

D. FRANCISCO