Risari, Guia
El viaje de Lea / Guia Risari; ilustraciones de Iacopo Bruno; traducción de: Sergio Martínez. – 2da. edición - México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – (El Barco de Vapor, Roja)
ISBN: 978-607-24-2903-1

1. Novela italiana 2. Duelo – Literatura infantil

Dewey 853 R5718

A los muchachos y a los adultos que inspiraron este libro,

y a mi adorada tía Jone, que tenía terror a los gatos

y los saludaba hablándoles de usted.

A las mil preguntas que nos acompañan en la vida,

y a quien trata de responder.

LEA Y SU ABUELO vivían en una ciudad grande. Casas antiguas y parques arbolados se alternaban con algunos rascacielos y gigantescos caserones circundados por largas avenidas en las que una espesa niebla hedionda envolvía rostros y hojas. Entre los sonidos de los cláxones emergían voces, estornudos, reclamos, los rechinidos del tranvía y los chirridos de las frenadas. El ruido era tan ensordecedor que con frecuencia no se llegaba a escuchar siquiera al que caminaba junto a uno.

Para su fortuna, Lea y su abuelo vivían en el Molino, una zona en la que, en lugar de calles asfaltadas y semáforos, había pequeños huertos desordenados y terrenos abandonados. En ese barrio había sobre todo casas bajas de ladrillo con rejas oxidadas y cercas descarapeladas, se veía que necesitaban una buena rebarnizada.

Era un suburbio de obreros, artesanos, empleados y jubilados, poblado por turbas de niños que se desparramaban por los campos que alguien había cercado abusivamente y cultivaba.

Estos pequeños grupos de mocosos hacían a un lado las reglas aprendidas en casa y en la escuela, y se azuzaban con juegos violentos y peligrosos. No tenían miedo a nada y no respetaban prohibición alguna. Se retaban a darse caza y se infligían los peores castigos. Quien perdía era vendado, conducido a la espesura de la campiña y abandonado ahí, o se lo obligaba a bañarse en el arroyo fangoso donde nadaban enormes lucios que mordían como condenados. O también, al desventurado lo desvestían, lo amarraban a un árbol, y lo abandonaban a su destino. Incluso en pleno invierno.

Cuando pensaba en esos pequeños delincuentes, Lea suspiraba aliviada. Menos mal que ella era grande. Tenía doce años, una gran cabeza redonda con cabellos color amarillo limón y los ojos serios y oscuros de una adulta. No era particularmente bonita. Por otra parte, a ella no le preocupaba su aspecto. Su expresión, concentrada e inquieta, era de quien siempre está en búsqueda de respuestas a preguntas difíciles, que desconciertan.

Lea vivía en el Molino desde hacía ya tres años. Sus padres habían muerto en un accidente y ella durante un largo periodo había dejado de hablar. De nada habían servido las conversaciones con los psicólogos, la seguridad, las promesas. Había vuelto a hablar gracias a un gato.

El abuelo lo había llevado a casa una tarde y lo dejó en la cama.

—Cúralo de su desconfianza y será tu amigo para siempre.

El gato se encogió en sí mismo como si quisiera hacerse invisible. Tenía un pelo rojo intenso con algunas rayas blancas en el hocico. Los ojos eran dos naranjas maduras. Las grandes orejas apuntaban hacia delante, en espera.

—Es un gato muy sensible —explicó el abuelo—. Algún sádico lo enterró vivo y le dejó afuera solo la cabeza. Pero él logró maullar tan fuerte que lo socorrieron. Aunque desde entonces no ha emitido sonido alguno. Un poco como tú.

Lea asintió y acarició al gato.

Esa noche sucedió algo especial. Lea le había dado de comer al gato carne molida con calabazas hervidas y había dispuesto un cojín en una cesta de mimbre. Todos tenían derecho a una cama cómoda. Era muy probable que, después de lo que le había sucedido, el gato no tuviera ningún deseo de dormir con un ser humano. Ella entendía la desconfianza. Le pasaba lo mismo con los coches. Cuando escuchaba pasar uno, se estremecía y se le contraía el estómago por el miedo y la rabia.

En todo caso, el gato apreció la consistencia del cojín y la forma de la cesta y se enroscó en ella, emitiendo el sonido de una cafetera en ebullición. Tenía un ritmo regular y un efecto relajante.

Lea miró al gato y el gato la miró.

—Espero que mi presencia no te moleste. Por mi parte, yo estoy muy satisfecho —le dijo.

Lea saltó y se sentó sobre la cama. Se estudió las manos, los brazos, las piernas. No le faltaba nada. ¿El cerebro estaba aún en la bóveda craneana o se había ido a tomar el aire? Se pellizcó con fuerza una mejilla. Le dolió. Estaba despierta. Formuló mil preguntas, pero solo mentalmente. Luego de un silencio, llegó la respuesta.

—Calma, muchacha mía, calma. Antes que nada, aprende una regla. Si quieres saber algo, haz una pregunta a la vez. Y además, otro consejo: nunca preguntes cosas a las que puedes responder por ti misma.

Lea miró fijamente al gato, quien asintió.

“N-no sabía...”, balbuceó ella, siempre en su mente.

—¿Qué cosa? ¿No sabías que los gatos hablan? —el gato suspiró, mirando al cielo—. Imagino que no sabes muchas cosas sobre los gatos. No todos hablan. No es prudente. Yo, en cambio, ya he conocido lo peor. Enterrado vivo..., ¿qué más puede pasarme? Y además, a mí, tú me pareces bien.

El gato estiró las patas posteriores y sonrió. Ahora a Lea no le asombraba ya nada. Ese gato leía la mente, hablaba, sonreía. Tal vez sabía bailar en puntas. Se lo preguntó, formulando la pregunta mentalmente.

—No, eso no. Pero sí me gustan mucho la polka y el flamenco. Los adoro.

Era un gato que sabía lo que hacía. Se lamió una pata, mordisqueándose con tenacidad una almohadilla, y esperó.

El silencio duró mucho y después le preguntó:

—¿Pero no hablas nunca?

Lea hizo un gesto vago con la cabeza.

—¿Es un sí o un no?, no entiendo.

La muchacha se limitó a repetir el gesto.

—En conclusión, yo no estoy acostumbrado a los monólogos. No me gusta hablar con alguien que se queda callado. Leer en la mente es un ejercicio impreciso y fatigoso. Si quieres discutir conmigo, deberás abrir la boca. —Volteó la cabeza de pronto, ceñudo.

Lea había estado en silencio por tanto tiempo que de su boca salió solo una burbuja. Pero se repuso pronto.

—Sé hablar —dijo un poco molesta.

—Y entonces, ¿por qué siempre estás callada?

—Es que hablar no sirve de nada, no resuelve nada.

El gato escuchaba atento.

—Hablar casi siempre es inútil —continuó Lea. Hizo una larga pausa, quitándose los calcetines, doblándolos y dejándolos sobre una silla—. Cuando mis padres murieron, los llamé. Todas las noches. Nunca me respondieron. Preguntaba por qué y no recibía ninguna explicación. ¿A dónde fueron? Y sobre todo, ¿por qué se fueron? ¿Quién me lo puede decir? ¿Tú me lo puedes responder?

El gato negó con la cabeza.

—A veces —replicó—, hay que hacer las preguntas justas. Y contentarse con lo que se puede saber.

—¿Por qué? —preguntó exasperada Lea.

—No lo sé —admitió el gato—. Es así y basta.

Esa noche el gato le habló de él y de muchas otras cosas. Le explicó que encontraba las mentiras mucho más fascinantes que la verdad, por lo que no perdía la ocasión de contar una que otra patraña. Le proporcionaba mucha satisfacción observar las caras maravilladas, las bocas abiertas, la respiración en suspenso, la luz en los ojos de quien escuchaba una mentira bien hilvanada. No había verdad que pudiera competir con una mentira contada con arte.

—¿Cómo sé entonces que no me estás mintiendo? —le preguntó de pronto Lea.

—Nunca le miento a quien tiene el valor de enfrentar la realidad. A propósito, ¿por qué te llamas Lea? Si no me equivoco, viene del latín y quiere decir “leona”...

Lea le explicó que ese nombre se lo había dado su padre, quien era un apasionado de los grandes felinos.

—Aunque los pequeños tampoco están mal —observó como al pasar el gato.

—De hecho no —confirmó Lea. Ese gato era realmente hermoso: ágil, sinuoso y con el pelo rojo encendido, suave como la seda.

—¿Y tú, cómo te llamas?

—Yo, querida, tengo mil nombres y ninguno —le respondió con una expresión enigmática.

—Bien, ¡entonces te llamaré Porfirio! —exclamó Lea aplaudiendo—. ¿Te gusta?

—¿Porfirio? —repitió perplejo el gato. Nunca había oído ese nombre. O tal vez en una ocasión—. Me parece que era un filósofo de la Antigüedad que sostenía la igualdad entre hombres y animales. Hoy desgraciadamente ya ninguno lo recuerda... Siempre es así con los verdaderos genios.

—Sí... —balbuceó Lea—. Es posible, es más, seguramente. Pero el nombre Porfirio viene del latín y quiere decir “rojo”, para ser más precisos “bermejo”.

El gato se miró la cola con aparente indiferencia, pero se veía que estaba muy satisfecho con ese nombre.

—Muy bien —dijo—, que sea Porfirio.

Después de haberse dado las buenas noches, Lea y el gato se durmieron. Sus respiraciones estaban casi sincronizadas: profunda la de Lea, ligera la de Porfirio. Ambos soñaron que recorrían lentamente una larga calle en subida, sombreada por árboles centenarios, mientras una brisa ligera hacía crujir las hojas sobre sus cabezas. El sol y la luna brillaban al mismo tiempo en el cielo azul, mientras las estrellas caían a tierra con un chisporroteo, transformándose en flores. De lo lejos, llegaba una musiquita alegre, una polka, que se antojaba bailar. Dos piececillos minúsculos y bien formados, luego de haber dado el tiempo con ritmo, se lanzaron a bailar. Zum-pa, zum-pa. Uno dos, uno dos... Zum-pa, zum-pa...

EL ABUELO de Lea se llamaba Obes. Era el papá de su mamá. De joven había construido carrozas de todos los tipos y para todas las exigencias: de carreras, de paseo, de transporte, de desfile. Sus carrozas eran famosas por su solidez, belleza y comodidad. Había cocheros a los que no les importaban los caballos; para ellos eran simples bestias que explotar, estúpidas y hediondas. Obes, en cambio, tenía en gran estima a los animales y adoraba a los caballos.

—Piensen un poco: un animal tan grande, bello e inteligente, que acepta llevarnos en su grupa, soportar nuestras cargas, jalar de nuestras carretas. Es realmente gentil —decía.

Bajo sus caricias cualquier caballo, incluso el más grande, empequeñecía. Obes de hecho era un gigante. Medía casi dos metros y sus manos abiertas parecían ventiladores. El oficio de carretero lo había aprendido de joven y se había transformado en una pasión. Adoraba construir carrozas y agregarles detalles únicos. Tallaba caballos alados y centauros en los lugares menos pensados, embellecía las estructuras portantes con incrustaciones y engastaba en las ruedas cuarzos y cobre que encontraba en las montañas. “No se necesita un gran esfuerzo para embellecer un objeto”, repetía. Y, a quien le reprochaba la inutilidad de ese trabajo, le rebatía diciendo que no era cierto, que la belleza servía, y mucho. El tiempo le recompensaba toda fatiga. Como confirmación de esas palabras, los conductores de sus carrozas nunca se cansaban. Sonreían y daban palmadas afectuosas en el cuello de sus animales. Parecían reconciliados consigo mismos.

—Para esto sirve la belleza —murmuraba Obes entre dientes.

Obes, como Lea, odiaba los autos. Pero esto incluso antes del accidente. Los detestaba porque apestaban, hacían un triste ruido mecánico, eran más funcionales que bellos y, sobre todo, les faltaba criterio. Si uno conducía un caballo por un precipicio, el animal se acercaba, luego detenía la carrera. Los animales obedecían —como era normal— a la prudencia de la naturaleza. Los coches no. Por eso aquel maldito auto no paró de correr a una loca velocidad hacia el barranco. Fue cuestión de un momento. Los frenos habían fallado. Por lo menos así lo contaron los testigos.

A partir de ese momento, Obes, que tenía ya una pésima relación con los automóviles, juró que nunca subiría a bordo de una de esas “tritura-personas” infernales. También había tomado otra decisión. Tal vez el tiempo no se podía detener. Tal vez. De cualquier modo, se podía fingir que no había pasado. Así, desde el día del incidente, utilizaba solo viejos calendarios. De este modo, le parecía que expresaba su rechazo a los hechos, su categórica convicción de que no había pasado nada. Sabía muy bien que no era cierto, pero no tenía la intención de aceptar la realidad sin protestar.

A plena vista, en la sala de Obes, destacaba una gran foto de Iselina y Milón. Había sido tomada el día de su matrimonio. La pareja iba a bordo de un pequeño carruaje recubierto de angelitos tallados y de flores, con la cabeza del caballo veteado frente a la de ellos como testigo de bodas. Era una foto muy graciosa. El verla ponía a Obes de buen humor.

“Mientras vivieron fueron felices”, se decía y trataba de hacérselo entender a Lea, quien ya no tenía confianza en nadie.

—Abuelo, ¿de qué sirve ser feliz si después uno se muere? Y con nosotros la vida, nuestros proyectos... Es como si todos tuviéramos una fecha de caducidad. Es horrible. ¡No estoy de acuerdo!

—¿Y qué cosa quieres hacer, Lea?

Lea se encogía de hombros: un poco no lo sabía y un poco sí. Solo debía ejercitarse en la práctica de aquello que había rebautizado “el distanciamiento”. Excavar un abismo tal entre ella y los otros de modo que ningún acontecimiento pudiera tocarla.

Como si leyera dentro de ella, Obes la abrazaba.

—Quédate conmigo, quédate con nosotros, Lea. Tal vez se sufre un poco, pero al menos se vive.

La convencía no tanto con palabras, sino sacándola a pasear en la carroza de paseo, un carruaje tan bello que Obes no había querido vender. Era de una madera ligera pero resistente, en el que había talladas rosas, cabezas de caballo y peces.

—Con una carroza como esta, mi niña, puedes correr sobre la tierra o sobre el mar.

Cuando era pequeña, Lea se lo creía; ahora un poco menos, pero la carroza seguía gustándole muchísimo. El tiempo de una carrera borraba todos los sufrimientos y ponía entre paréntesis todos los porqués.

Tras la casa, se extendía un vasto terreno invadido de hierbas y arbustos silvestres. Un jardinero meticuloso seguramente habría tenido algo que objetar sobre su estado, pero el jamelgo gris que habían salvado del matadero lo consideraba una óptima residencia. En verano o en invierno, se la pasaba pastando, caminando en zigzag, o incluso quedándose inmóvil mirando las moscas. Le gustaban los paseos, la calma y el agua mineral. Se lo habían vendido con el nombre de Wild Horse, pero ellos lo rebautizaron como Sirio, porque de noche miraba siempre al cielo.

Cuando salían en carroza, Obes le confiaba las riendas y el fuete, le calaba un sombrerito, y se acomodaba. “Llévame”, le decía, y ella, con un chasquido y un cuarteo de riendas, guiaba la carroza, siguiendo el torrente pantanoso que se iba poniendo más claro hasta que parecía casi bello. El viejo se sentaba erguido, las manos sobre las rodillas, los ojos cerrados y musitaba una canción sin abrir la boca. La voz se le quedaba en la garganta, baja como el sonido de un oboe.

Lea sabía que en esos momentos su abuelo pensaba en la abuela Margit. Se habían conocido desde niños y ella adoraba la música. Margit había sido bordadora y se parecía a Obes: había embellecido todo lo que pasaba entre sus manos. Para ella, incluso un calcetín tenía derecho a detalles que lo hicieran único. Sobre los pantalones bordaba aves fabulosas encaramadas en los muslos y grandes flores variopintas sobre los bolsillos; sobre las casacas, animales parlantes, caballeros, minotauros.

Una de las piezas más hermosas que Margit había confeccionado había sido un regalo de su compromiso con Obes: un chaleco de terciopelo para las grandes ocasiones. Tenía recamado un cortejo de hombres, mujeres, animales, flores que escapaban, seguidos por una anciana sonriente de aspecto inofensivo. Obes nunca se lo ponía, pero con frecuencia iba a mirarlo al armario y le decía a Lea que para él era casi como estar frente a un cuadro y que esa escena tenía un significado profundo, aunque no sabía bien cuál.

Lea había conocido a la abuela. Margit le había enseñado a bordar los pañuelos. Tenía de todos los colores para cada ocasión. Salvo para la tristeza. Cuando estaba melancólica, Margit prefería dejar que le corrieran las lágrimas por las mejillas y esperar. Más tarde que temprano la tristeza terminaba por irse. Sobre todo si Obes estaba junto a ella. Él tomaba cualquier dolor, lo estrujaba y lo arrojaba.

—No es necesario tenerlo a un lado. Es un sentimiento abrumador que no da lugar a otros —explicaba.

Porfirio encontraba la estrategia de Obes muy sabia y la aprobaba. Era la única manera de seguir viviendo.