EL HEREDERO CAÍDO

V.1: abril, 2018


Título original: Fallen Heir

© Erin Watt, 2018

© de la traducción, Tamara Arteaga, 2018

© de la traducción, Yuliss M. Priego, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Meljean Brook


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-16224-87-6

IBIC: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

EL HEREDERO CAÍDO

Los Royal. Libro 4

ERIN WATT

Traducción de Tamara Artega y Yuliss M. Priego



1



Sobre la autora


Erin Watt es el pseudónimo bajo el que se esconden Jen Frederick y Elle Kennedy, autoras de éxito en Estados Unidos. Su pasión por la escritura las embarcó en esta aventura creativa.

El palacio malvado es el tercer libro de la saga Los Royal, una intensa y deliciosa trilogía que ha sido comparada con Gossip Girl. El palacio malvado ha llegado a las listas de los más vendidos del New York Times y el Wall Street Journal, junto a los otros dos títulos de la saga, La princesa de papel y El príncipe roto.

Jen Frederick es escritora best seller de novela romántica, autora de las sagas Woodlands y Gridiron.

Elle Kennedy también es autora best seller de novela romántica. Sus obras se caracterizan por sus grandes dosis de suspense y sus fuertes heroínas.

CONTENIDOS


Portada

Página de créditos

Sobre El heredero caído


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29


Sobre la autora

El heredero caído


Rivales. Reglas. Remordimientos.

Los Royal acabarán contigo.


Easton Royal es un triunfador: es guapo, rico e inteligente. Su meta en la vida es divertirse tanto como pueda y nunca piensa en las consecuencias de sus actos. No necesita hacerlo.

Pero un día aparece en su vida Hartley Wright, una joven que pondrá su mundo patas arriba. A pesar de sentirse atraída por él, Hartley lo rechaza. Easton no entiende por qué, y eso la hace aún más irresistible. Hartley le dice que tiene que madurar. Y puede que tenga razón.


POR PRIMERA VEZ EN SU VIDA, LA RIQUEZA Y LA POPULARIDAD DE LOS ROYAL NO SERÁ SUFICIENTE PARA EASTON.



«Me muero de ganas de hacerme con la segunda entrega de la historia de Easton. El corazón me va a mil solo con pensar en lo que ocurrirá

Hypable


«El heredero caído es una novela preciosa, y la saga de Los Royal, una serie increíble.»

BJ's Book Blog

Capítulo 29


A las nueve en punto, la tengo.

La solución.

Salto de la cama pero necesito un momento para que el cuerpo deje de tambalearse y que el mareo se vaya. Joder. Vale, quizá no debería haberme levantado tan rápido. He estado echado durante horas, con la botella de alcohol que he birlado del despacho de papá. Nota mental: ponerme en posición vertical despacio.

Aunque no estoy borracho.

No, no estoy borracho. Solo con el punto. Puntooooo.

—Easton, ¿estás bien? —Ella asoma la cabeza por el umbral de mi puerta, y parece preocupada.

Sonrío al verla.

—¡Estoy genial, hermanita! Jodidamente GE, jodidamente NI y jodidamente AL.

—He oído un ruido. ¿Te has caído? ¿Qué se ha roto?

—Tu oído va mal —le digo—. No me he caído y no se ha roto nada.

—Entonces, ¿por qué hay una botella rota en el suelo?

Sigo la dirección de sus ojos hasta la zona baja de mi mesilla de noche. Vaya. Tiene razón. Hay una botella de whisky rota en dos en la alfombra. Ha debido de chocar contra la esquina de la mesilla de noche y partirse por la mitad. ¿Whisky? Yo estaba bebiendo bourbon.

Mi mirada se dirige al cobertor, donde he dejado la botella de bourbon. Oh. Supongo que he bebido ambas cosas.

—¿Vas a algún lado?

—No esss assunto tuyo. —Aparto la vista de la botella para buscar las llaves. Mierda, no me acuerdo de dónde están.

Rebusco entre una pila de ropa. Un tintineo en el bolsillo trasero de unos vaqueros capta mi atención.

—Ajá —grazno, y saco el llavero—. Ahí estáis.

—No irás a ningún lado. —Ella intenta coger las llaves—. No estás en condiciones de conducir.

—Vale. —Dejo que las coja y saco el móvil del otro bolsillo de los mismos vaqueros. Toco la pantalla varias veces y sonrío satisfecho.

—Ya está. Ya viene un coche.

El pequeño mapa nos informa de que mi conductor está a cincuenta y cinco minutos. O… espera, son cinco minutos. Juro que había visto dos cincos. Pero más vale que no, porque necesito pillar al padre de Hartley antes de que se dirija al aeropuerto.

—Bien —responde Ella, aliviada—. Pero, por si acaso, quiero las llaves de tu moto.

—Están en el vestíbulo. No me las llevo, lo prometo.

Aun así, me sigue, como si necesitase ver con sus propios ojos que las llaves se quedan en casa. Se lo pongo fácil al lanzárselas cuando llegamos al vestíbulo.

—Para que las guardes a buen recaudo —bromeo.

—Saluda a Hartley de mi parte —dice con la voz cargada de ironía.

Corro por el camino y llego a la entrada justo cuando llega el taxi. Le doy la dirección a la conductora y después me acomodo en la parte de atrás para llamar a Hartley.

—¿Qué quieres, Easton? —supongo que esa es su versión de «hola».

—Hola, nena. Solo quería decirte que no te marches con tu padre cuando vaya a buscarte esta noche. —Se me ocurre algo—. Si viene a buscarte. Puede que no lo haga.

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

—No digo que lo haga o que deje de hacerlo —balbuceo—. Pero si lo hace, no te vayas con él. ¿Vale?

—No te entiendo, pero he de hacerlo o Dylan irá al internado. Papá no amenaza en vano. Si dice algo, lo cumple.

—No te preocupes por eso. Me voy a encargar de todo.

Hay una pausa breve.

—¿A qué te refieres?

—Me voy a encargar de todo —repito, y sonrío para mí mismo.

—Dios. Easton. ¿Qué demonios vas a hacer ahora? ¿Qué pasa? Sabes qué, no respondas. No me importa saber lo que pasa, solo quiero que pares. Necesitas parar ahora mismo.

—No puedo. Ya estoy de camino.

—¿De camino a dónde?

—A casa de tu padre. Voy a hablar con él.

—¿¡Qué!? ¡Easton, no!

—No te preocupes, nena, está todo controlado.

—Easton…

Cuelgo, porque todos sus gritos hacen que me estalle la sien. No pasa nada porque se enfade conmigo. Dejará de estarlo cuando convenza a su padre de que la deje quedarse en Bayview. Tengo un plan. El señor Wright acepta sobornos. Así que voy a sobornarlo.

Soy Easton Royal. Me sale dinero hasta del culo.

Todo lo que tengo que hacer es darle algo de dinero al padre de Hartley y nos dejará en paz. El dinero me ha solucionado todos los problemas en el pasado. El dinero y un puñetazo en la cara. Si hace falta, yo estoy encantado de añadir la segunda parte. No sé cómo haré para que deje en paz a la hermana de Hartley, pero planeo improvisar con eso.

La conductora se para fuera. Empiezo a bajarme, pero después me doy cuenta de que el camino parece muy largo. Demasiado para ir caminando, sobre todo si tengo la opción de ir sobre ruedas.

Toco el hombro de la conductora.

—Lléveme hasta la puerta.

—Se supone que no debemos entrar en propiedades privadas —dice la mujer.

Saco varios billetes y se los enseño.

—Me están esperando.

Vacila pero finalmente claudica. ¿Ves? Problemas más dinero es igual a cero problemas. Ja.

Voy dando tumbos hasta la puerta y me apoyo en el timbre. Puedo oír que dentro el sonido se repite una y otra vez. Qué molesto. Alguien debería abrir la puerta pronto.

Cuando veo que hay movimiento empiezo a tocar el timbre varias veces para captar su atención.

Funciona. Se abre la puerta y un hombre aparece y me mira. Es de la edad de mi padre, pero tiene más canas en el pelo.

—¿Qué tal? —Lo saludo asintiendo con la cabeza—. ¿Tiene un momento?

—¿Quién coño eres? —me pregunta el señor Wright.

Me yergo y lo miro desde arriba. Es más bajo de lo que pensaba. Parecía más alto al verlo hace un rato en la puerta de Hartley.

—Easton Royal. —¿Debería saludarlo? Nah. Vayamos al grano. Meto la mano en el bolsillo trasero y saco la chequera de mi padre—. ¿Cuánto, John? —Sonrío por tener los cojones de añadir su nombre de pila.

—¿Quién coño eres? —repite.

—Tío, ya te lo he dicho. —Este tipo es corto. ¿En serio es abogado?—. Soy Easton Royal. Estoy aquí para hacer un trato contigo.

—Sal de mi porche y márchate.

La puerta empieza a cerrase, pero soy rápido y me meto en la entrada antes de que pueda bloquearme el paso.

—Esa no es forma de hacer un trato, John. —Agito la chequera en el aire—. Aquí tengo mucho. Dime lo que quieres.

—¿Dices que eres Easton Royal? —Wright se cruza de brazos y entrecierra los ojos en mi dirección—. Veamos. Tu hermano mayor tuvo problemas por distribución de pornografía infantil. El segundo mayor fue el sospechoso principal del asesinato de la amante de su padre, con la que, además, mantuvo una relación íntima. Tu padre casi entró en bancarrota con una empresa de más de un siglo, y tu madre era una drogadicta que se quitó la vida. ¿Y vienes a hacer un trato conmigo?

Abro la boca de par en par.

—¿Qué acabas de decir? —No me puedo creer lo que ha soltado este cabrón. ¿He venido con la mejor de las intenciones y tiene los cojones de insultar a toda mi familia?

—Ya me has oído. —Abre la puerta—. Saca tu falso culo Royal de mi casa y lárgate.

—¿Falso culo Royal? ¿Soy falso? Tú eres el fraude. No tienes honor. Amañas casos. Aceptas dinero, pierdes pruebas. Eres más corrupto que los criminales que metes entre rejas. —Me acerco a él hasta quedar cara a cara. Escupo al hablar.

Wright se ríe de mí.

—No lo sabes, ¿verdad?

—¿Saber que eres un cabrón? —Empujo sus hombros. Él se tambalea hacia atrás y deja de sonreír—. De hecho, eres peor que un cabrón. Los cabrones se sentirían insultados porque se les comparase contigo. Eres un maltratador infantil. El peor de todos. Incluso los presos te escupirían.

Rojo de rabia, se acerca a mí.

—No serías tan valiente de no respaldarte en el apellido Royal, ¿eh?

—Lo tengo, así que nunca lo sabremos.

—Igual que nunca sabremos si eres el bastardo de Steve O’Halloran o sangre de Callum Royal, ¿verdad?

¿Qué?

Me tropiezo y casi me caigo de cabeza al suelo de madera.

Él se ríe.

—Pero sí que lo sabemos, ¿no?

—¿S-saber qué? —digo con voz ronca.

—Que la puta de tu madre se abrió de piernas para el socio de tu falso padre.

Recibo un empujón en el costado y pierdo el equilibro, así que caigo de rodillas.

Sacudo la cabeza y alzo la vista. ¿Qué cojones dice? No soy el hijo bastardo de Steve. Soy hijo de Callum Royal. Soy un Royal.

—Te doy cinco segundos para que levantes tu pobre culo de mi casa antes de llamar a la policía —exclama Wright, furioso.

No sé cómo de repente me encuentro frente a una puerta cerrada. La miro. ¿Qué acaba de pasar? ¿Acaba de…?

Con la respiración agitada, alzo el puño y llamo a la puerta. No sé por qué, la llamada suena como la puerta de un coche al cerrarse.

—¿Qué demonios haces, Easton?

Me doy la vuelta, sorprendido. Hartley camina rápidamente por el césped cortado hacia mí. Hay un antiguo Volvo marrón en la acera, supongo que ese es el ruido de la puerta de coche que he oído.

—¿De quién es ese coche? —pregunto confuso. Ahora mismo nada tiene sentido. Mi cabeza es una jungla de pensamientos. Hay demasiado alcohol en mis venas. Y la acusación de Wright me ha dejado helado, perturbado.

No soy el bastardo de Steve.

No lo soy.

—El coche es de José —escupe cuando llega hasta mí. Me coge del antebrazo y joder, su contacto es la hostia—. Vamos.

Me froto la nuca e intento concentrarme.

—¿Quién es José?

—Mi casero. Ahora vayámonos de una puta vez.

Abro la boca.

—Has dicho «puta». Nunca dices tacos. ¿Por qué acabas de soltar uno?

—¡Porque ahora mismo estoy hasta los cojones!

Casi me caigo ante lo fuerte que responde. Y ahí me doy cuenta de lo roja que está su cara. Tiene los puños apretados y me pega en el hombro con uno. Está furiosa.

—Estás cabreada —murmuro.

—¿Que estoy cabreada? ¡Claro que estoy cabreada! ¡Ahora mismo tengo ganas de matarte! ¿Cómo te atreves a venir a la casa de mis padres y… y qué? —Sus ojos rabiosos se fijan en la puerta cerrada—. Por favor, dime que no has hablado con ellos todavía.

Puedo mentir. Puedo mentir, la verdad. No tengo que decirle que he amenazado a su padre, él me ha devuelto la amenaza, he intentado golpearlo y él me ha dicho que no soy un Royal antes de estamparme la puerta en la cara. No es que esté aquí para contradecirme. Puedo mentir.

Pero no lo hago, porque me siento demasiado confundido, demasiado perturbado como para inventarme una historia para ella.

No soy el bastardo de Steve.

No lo soy.

—He intentado sobornarlo.

Abre la boca. La cierra. Abierta. Cerrada. Y respira de forma entrecortada, como si hubiera terminado de correr una maratón.

—Has intentado sobornarlo. —Se calla, incrédula—. Tú has intentado sobornar a un fiscal.

—Oye, ambos sabemos que le van los sobornos —protesto.

Hartley se me queda mirando. Durante mucho, mucho tiempo. Mierda. Va a explotar. Puedo ver la tormenta en sus ojos. En cualquier segundo van a empezar los truenos.

Antes de que pueda decir palabra, se abre la puerta de la entrada y aparece el señor Wright con Dylan. La niña parece asustada, pero el miedo da paso a la sorpresa cuando ve a su hermana mayor.

Sus ojos grises se abren como platos.

—¿Hartley?

—Mira bien a tu hermana —ladra Wright, señalando a Hartley—. Ella es la razón de que tengas que dejar la familia.

Hartley emite un grito ahogado.

Yo voy a encararme con el muy gilipollas pero me detengo ante la voz confusa de Dylan.

—¿Hartley? —repite—. ¿Qué pasa?

—Dylan, ven. —Hartley le indica a su hermana que se aleja de su padre—. No te van a mandar lejos. Ven conmigo y yo…

—Tú te marchas, Hartley. Ya no eres parte de esta familia. Dylan, entra y recoge tus cosas. —Su voz es fría, dura.

—No. Por favor, papá —suplica Hartley—. Por favor, no lo hagas. Haré lo que quieras. Cualquier cosa. —Intenta dar un paso hacia delante pero su padre alza la mano y la detiene.

—Entra, Dylan —ordena.

Intento parar esta locura por última vez.

—Oye, te acabo de decir que pagaré lo que quieras —le apremio al señor Wright.

—¡Cállate! —grita Hartley—. Por favor, cállate. —Se gira hacia su padre—. Por favor.

—Si le pasa cualquier cosa a Dylan, pesará sobre ti. Deberías haberlo pensado antes de abrir tu estúpida boca. —Con esa última amenaza, Wright da un portazo al cerrar.

Cuando la madera de la puerta encaja en el marco, es como si una bala hubiera atravesado el pecho de Hartley. Cae en la entrada y empieza a llorar.

Voy hacia ella.

—Nena, lo siento. —El mareo de mi cabeza se está disipando y la gravedad de lo que acaba de pasar empieza a colarse en mi mente. Toda la gravedad. Hartley. Su padre. Su hermana. Yo.

Steve.

—¿Por qué? ¿Por qué has venido? —Las lágrimas inundan sus ojos, pero no caen. Su respiración es agitada, entrecortada.

—Intentaba ayudar. —Me inclino hacia ella—. Dime, ¿qué hago?

Toma aire y tiembla.

—Estás borracho —me culpa—. Te huelo. ¿Has venido borracho y le has dicho a mi padre todo lo que te he contado?

Se me cierra la garganta y me inundan la culpabilidad y la ansiedad.

—No, es decir, sí que he bebido un poco, pero no estaba borracho.

Fija sus ojos en mí, ve mis mentiras y se levanta despacio. Le tiembla el labio inferior y la voz, pero su expresión es tan seria que siento cómo el miedo recorre mi cuerpo.

—Sí estás borracho. Y has roto tu promesa. Has empeorado la situación. Puede que tus intenciones fueran buenas, pero lo has hecho para sentirte mejor. Has pensado en ti primero y esto es lo que ha pasado. —Ahora empiezan a caer sus lágrimas. Recorren sus mejillas como un tsunami de infelicidad.

En mi interior, la vergüenza se bate en duelo con el arrepentimiento. No me gusta lo que dice y cómo me hacen sentir esas palabras. He intentado hacer lo correcto. ¿Es verdaderamente culpa mía que su padre sea un perfecto gilipollas? ¿Es culpa mía que no haya querido coger el dinero? ¿Es culpa mía que se haya inventado mentiras horribles sobre mi madre y mi padre y el asqueroso cabrón que no es mi padre…?

Empiezo a cabrearme.

—He intentado arreglar las cosas por ti. Tú ibas a escapar e ignorar el problema. Al menos yo lo he encarado. Deberías agradecérmelo.

—¿Agradecértelo? —chilla—. ¿Agradecértelo? ¿Bromeas? No eres el caballero de brillante armadura. ¡Eres el villano!

—¿Qué? ¿Yo? —Ahora estoy furioso.

—Sí, tú. —Se tambalea hacia atrás y su pelo negro ondea tras ella—. Aléjate de mí. No quiero volver a hablar contigo en mi vida.

Sus palabras suenan definitivas. Entro en pánico y la llamo.

—Espera, Hartley, joder. ¡Espera!

Me ignora.

Doy un paso hacia delante y, aunque me da la espalda, es como si sintiera que me he movido. Se da la vuelta y me apunta con el dedo.

—No —ordena—. No me sigas. No te acerques a mí. No hagas nada.

Vuelve a girarse y corre hacia el feo Volvo que ha traído. Ni siquiera tiene el espejo retrovisor intacto, lo tiene colgando de un ángulo raro en la ventana.

Ver el coche estropeado me hace sentir mal. Imagino a Hartley llamando a la puerta de su vecino, rogándole que le preste su coche de mierda para venir y pararme antes de que arruine su vida incluso más de lo que lo he hecho.

Pero no ha llegado a tiempo. Como siempre, Easton Royal lo ha estropeado todo.

Observo inútil cómo da la vuelta por el acceso de vehículos. Quiero gritarle que vuelva, pero sé que desde allí no me oirá. Además, el motor de ese Volvo hace un ruido de la leche. Al igual que los neumáticos del otro coche en la carretera y… ¿qué otro coche?

Parpadeo varias veces.

Voy borracho y no puedo juntar todas las piezas en su sitio al instante. Mi cerebro registra cada cosa por separado.

El brillo de las luces.

El choque de metal contra metal.

El cuerpo tumbado a un lado de la carretera.

Mis piernas empiezan a funcionar. Corro, caigo de rodillas al lado de una chica que mi mente apenas reconoce como Lauren. ¿Por qué está aquí? No vive aquí.

No, sí vive por aquí. Vive al final de la calle. Pero ahora mismo está agazapada en la carretera mientras intenta despertar a mi hermano. Está tirado de costado, como si hubiese caído al suelo desde una gran altura. Su camiseta blanca está rota y salpicada de sangre. También hay sangre en el suelo.

Mucha sangre.

Me siento mal pero, de alguna forma, consigo no vomitar.

Algo se me clava en las rodillas. Es cristal. El parabrisas. El parabrisas del Rover.

—Sawyer —suplica Lauren—. Sawyer.

—Es Sebastian —digo apenas sin voz. Puedo diferenciar a los gemelos hasta con los ojos cerrados. Incluso cuando estoy borracho.

Lauren llora más.

Mi pulso se descontrola y vuelvo a mirar al Rover. Veo a mi otro hermano. Sawyer está echado sobre el volante, el cinturón le presiona el cuello y el airbag empuja su cara. Hay una línea de sangre que gotea desde su sien hasta su barbilla.

Giro la cabeza hacia el Volvo. Está relativamente intacto, aunque la puerta trasera y el morro están abollados. Se me sube el corazón hasta la garganta cuando se abre la puerta del conductor.

Hartley sale del coche tambaleándose. Está pálida, como la camiseta de Seb. Tiene los ojos como platos, pero hay algo casi vacío en ellos. Como si hubiera perdido la sensibilidad de todo.

Su mirada se centra en Sebastian. En su cuerpo espantosamente inmóvil. En su cuerpo desplomado y cubierto de sangre. Mira y mira, como si no pudiese entender lo que ve.

Finalmente, abre la boca y grita desesperada. Su chillido se mezcla con tres horribles palabras que me hielan la sangre y siento que mi cuerpo está a punto de desplomarse.

—Lo he matado.

Capítulo 1


—Recordad, no importa la función que elijáis. La suma de las diferencias está determinada por la primera y la última —concluye la señorita Mann justo cuando suena el timbre que marca el final de la clase. Es la última del día.

Todo el mundo empieza a recoger. Todos excepto yo.

Me apoyo en el respaldo de la silla y hago tamborilear el lápiz contra el borde del libro mientras evito sonreír al observar cómo la nueva profesora intenta mantener la atención de los estudiantes. Es mona cuando se sonroja.

—¡Las partes 1.a y 1.b para mañana! —dice, pero ya nadie la oye. Los alumnos salen deprisa por la puerta.

—¿Vienes, Easton? —Ella Harper se detiene ante mi escritorio y sus ojos azules me miran. Últimamente está delgada. Creo que su apetito la abandonó al mismo tiempo que lo hizo mi hermano.

Bueno, no es que Reed la abandonara. Mi hermano mayor aún sigue loco por Ella, nuestra especie de hermanastra. Si no la quisiera, habría elegido alguna universidad lejos de Bayview. Sin embargo, está en la estatal, que se encuentra lo bastante cerca como para que puedan visitarse los fines de semana.

Nah —digo—. Tengo una pregunta para la profe.

Los hombros delicados de la señorita Mann se crispan cuando me oye. Incluso Ella se ha dado cuenta.

—East… —Su voz se apaga y sus bonitos labios forman una mueca.

Veo que se prepara para darme una charla sobre la necesidad de reformar mi comportamiento. Pero solo llevamos una semana de clases y ya estoy muerto del aburrimiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer aparte de meterme en líos? No necesito estudiar. Apenas me importa el fútbol americano. Mi padre me ha prohibido volar. A este paso, nunca conseguiré mi licencia de piloto. Y si Ella no me deja en paz, me olvidaré de que es la chica de mi hermano y la seduciré porque sí.

—Nos vemos en casa —le digo a Ella con voz firme.

La señorita Mann ha coqueteado conmigo sin parar desde el primer día de clase. Una semana después de intercambiar miradas intensas, me lanzo a por ella. Claro que está mal, pero eso lo hace excitante… para ambos.

Es raro que el instituto Astor Park contrate a profesoras jóvenes y atractivas. La administración sabe que hay mucho niño rico y aburrido en busca de un desafío. El director Beringer ha tenido que tapar más de una relación profesor-alumno. Ni siquiera me baso en rumores, ya que una de esas relaciones «inapropiadas» la protagonicé yo mismo. Si es que se considera que liarse con la profesora de nutrición detrás del gimnasio es una «relación».

Yo no lo considero.

—No me importa que te quedes —arrastro las palabras para responder a Ella, cuyos pies tercos parecen pegados al suelo—, pero puede que te sientas más cómoda esperando en el pasillo.

Me fulmina con la mirada. No hay mucho que se le escape. Creció en sitios poco recomendables y controla muchas movidas. O sencillamente sabe lo pervertido que soy.

—No sé lo que buscas, pero dudo que lo encuentres bajo la falda de la señorita Mann —murmura.

—No lo sabré hasta que no mire —comento.

Ella suspira y se rinde.

—Ten cuidado —me reprende, con un tono de voz lo bastante alto como para que le llegue a la señorita Mann, que se sonroja y mira hacia el suelo cuando Ella sale del aula.

Ahogo una punzada de irritación. ¿A qué vienen sus juicios? Intento vivir mi vida lo mejor que puedo y, mientras no haga daño a nadie, ¿qué importa? Tengo dieciocho años. La señorita Mann es adulta. ¿Qué pasa si su trabajo es «profesora»?

El silencio se apodera de la sala cuando Ella cierra la puerta. La señorita Mann alisa su falda azul claro. ¡Mierda! Se lo está pensando mejor.

Me siento ligeramente decepcionado, pero no pasa nada. No soy un tío que se tenga que tirar a todas las chicas que conozca, sobre todo cuando hay tantas ahí fuera. Si una no está interesada, se pasa a la siguiente.

Me agacho para recoger la mochila cuando un par de tacones aparecen en mi campo de visión.

—¿Tiene alguna pregunta, señor Royal? —dice la señorita Mann en voz baja.

Alzo la cabeza despacio para observar sus largas piernas, la curva de sus caderas y la hendidura de su cintura donde su remilgada blusa blanca se cuela debajo de la falda, igual de modesta. Su pecho se agita mientras la examino y el pulso de su cuello se dispara.

—Sí. ¿Tiene alguna solución para mi problema en clase? —Coloco mi mano sobre su cadera. Jadea y paso un dedo sobre la cinturilla de su falda—. Me resulta muy duro concentrarme.

Ella vuelve a tomar aire.

—¿De verdad?

—Ajá. Cada vez que la miro, siento que usted también tiene problemas para concentrarse. —Sonrío un poco—. Puede que se deba a que fantasea con la idea de que la recueste sobre su escritorio mientras los alumnos de Cálculo observan.

La señorita Mann traga saliva.

—Señor Royal, no tengo ni la más remota idea de a qué se refiere. Por favor, retire su mano de mi cintura.

—Claro. —Bajo la mano hasta que mis dedos llegan al dobladillo de su falda—. ¿Aquí mejor? Porque puedo parar.

Nuestras miradas se encuentran.

Última oportunidad, señorita Mann. Ambos somos conscientes de que estoy arruinando su falda y, probablemente, también su reputación, pero sus pies permanecen anclados al suelo.

Su voz suena ronca cuando por fin exclama:

—Está bien, señor Royal. Creo que llegará a la conclusión que la solución a su problema de concentración está en sus manos.

Cuelo mis palmas bajo su falda y le ofrezco una sonrisa engreída.

—Trato de eliminar las funciones problemáticas.

Sus párpados caen en señal de rendición.

—No deberíamos hacer esto —dice.

—Lo sé, por eso es tan bueno.

Sus muslos se contraen en mis manos. Este momento travieso, saber que nos podrían pillar y que es la última mujer a la que debería estar tocando, hace que esto sea mil veces más excitante.

Deja caer las manos en mis hombros, y sus dedos agarran la americana de dos mil dólares diseñada por Tom Ford, que forma parte del uniforme del instituto, cuando intenta mantener el equilibrio. Mis dedos obran su magia. Pequeños sonidos ahogados llenan la clase vacía hasta que solo se oye su respiración agitada.

Tras un suspiro satisfecho, la señorita Mann se echa hacia atrás, se alisa la falda arrugada y se pone de rodillas.

—Tu turno —susurra.

Estiro las piernas y me echo hacia atrás. Cálculo Avanzado es la mejor clase que he tenido en el Astor Park.

Cuando termina de impartirme su clase particular me sonríe con vacilación. Su pelo roza mis muslos al acercarse para murmurar:

—Puedes venir esta noche. Mi hija se va a la cama a las diez.

Me deja de piedra. Esto podría haber terminado de muchas maneras, pero no me esperaba esta. Una docena de excusas se me pasan por la cabeza, pero antes de pueda decir algo, la puerta de la clase se abre.

—¡Dios mío!

Tanto la señorita Mann como yo nos giramos. Alcanzo a ver un mechón de pelo negro y una chaqueta del Astor Park.

La señorita Mann se levanta y tropieza. Doy un salto para sujetarla. Está débil y la ayudo a apoyarse en una mesa.

—Dios —dice, afectada—. ¿Quién era? ¿Crees que ha visto…?

¿Si ha visto a la señorita Mann de rodillas con su ropa arrugada y mis pantalones desabrochados? Pues sí. Efectivamente.

—Lo ha visto —digo en voz alta.

La confirmación la asusta más. Gime de angustia y esconde la cara entre sus manos.

—Dios, me van a despedir.

Termino de arreglarme, recojo la mochila y meto todas mis cosas de forma desordenada en el interior.

¡Nah! No pasará nada.

Pero no lo digo con mucha confianza y ella lo sabe.

—¡Sí que pasará!

Miro hacia la puerta, preocupado.

—¡Chist!, te van a oír.

—Alguien nos ha visto —sisea con los ojos brillantes por el pánico y la voz temblorosa—. Tienes que encontrar a esa chica. Encuéntrala y haz tus cosas de Easton Royal para asegurarte de que no diga anda.

¿Mis cosas de Easton Royal?

La señorita Mann continúa hablando antes de que pueda preguntarle a qué demonios se refiere.

—No pueden despedirme. No pueden. ¡Tengo una hija a la que mantener! —Su voz vuelve a temblar—. Arréglalo. Por favor, vete y arréglalo.

—Vale —concedo—, lo arreglaré.

No tengo ni idea de cómo, pero la señorita Mann parece a punto de sufrir un colapso nervioso.

Vuelve a gemir.

—Y esto no puede volver a pasar, ¿lo entiendes? Nunca.

Me parece genial. Su ataque de pánico me ha cortado el rollo y las posibles ganas que tuviera de repetir. Me gusta que mis líos acaben de forma tan placentera como empiezan. Una mujer que se arrepiente no es sexy, así que hay que asegurarse al comienzo de que realmente quiere algo contigo. Si se replantea el interés, no sigas por ahí.

—Lo pillo —digo, y asiento.

La señorita Mann me mira fijamente con ojos suplicantes.

—¿Por qué sigues aquí? ¡Vete!

Correcto.

Me cuelgo la mochila del hombro y salgo de clase. Una vez en el pasillo, hago una breve inspección. Está más abarrotado de lo que debería. ¿Por qué están todos en el pasillo? Las clases han terminado, por el amor de Dios. A casa, gente.

Mis ojos se posan en Felicity Worthington en el preciso momento en que echa para atrás su pelo rubio platino. Claire Donahue, mi ex, me observa con sus ojos azules llenos de esperanza; desea volver conmigo desde que empezó el instituto. Esquivo su mirada y ante mis ojos aparecen Kate y Alyssa, las hermanas Ballinger. Ninguna tiene pelo negro. Escaneo el resto del pasillo pero sigo sin tener nada.

Estoy a punto de darme la vuelta cuando Felicity se inclina para decirle algo al oído a Claire.

Y en el espacio que antes ocupaba la cabeza de Felicity, la veo. La chica tiene la cabeza metida en su taquilla, pero su pelo es inconfundible, tan negro que casi parece azul bajo la luz fluorescente.

Empiezo a caminar hacia ella.

—Easton —oigo que dice Claire.

—No te humilles —le aconseja Felicity.

Las ignoro y sigo caminando.

—Hola —digo.

La chica aparta la mirada de su taquilla. Unos ojos grises sorprendidos se cruzan con los míos. Un par de labios rosas se abren. Espero su sonrisa —la respuesta que obtengo del 99 % de las mujeres, sin importar la edad—, pero no llega. En su lugar, me echa todo su pelo en la cara cuando se da la vuelta y sale corriendo por el pasillo.

La sorpresa ralentiza mi respuesta. Eso y que no quiero que se forme público. Cierro su taquilla como quien no quiere la cosa y sigo sus pasos a través del pasillo. En cuanto doblo la esquina yo también empiezo a correr. Dado que mis piernas son mucho más largas, consigo alcanzarla fuera de la zona de taquillas.

—Eh —digo mientras me pongo frente a ella—. ¿Dónde está el fuego?

Ella se detiene en seco y está a punto de caerse. La sujeto de los hombros para asegurarme de que no se cae de bruces.

—No he visto nada —espeta y se libera de mis manos.

Miro por encima de su hombro para asegurarme de que no tenemos público. El pasillo está vacío. Bien.

—Claro que no. Por eso huyes como el niño al que han pillado con la mano dentro del tarro de las galletas.

—Técnicamente eres tú el de la mano dentro del tarro de galletas —replica. Después cierra la boca al darse cuenta de lo que ha admitido—. Pero yo no he visto nada.

—Ajá.

¿Qué hacer con esta monada? Qué lástima que se suponga que debo amedrentarla para que no diga nada.

Doy un paso hacia delante y ella se mueve a un lado. Sigo caminando para acorralarla contra la pared. Me agacho hasta que mi frente queda a escasos centímetros de la suya. Estoy tan cerca que huelo la hierbabuena de su chicle.

La señorita Mann ha dicho que lo arregle. Y tiene razón. Se suponía que lo que ha pasado en clase iba a ser divertido. Eso es lo único que quiero: divertirme, no arruinar la vida de la gente. Me lo he pasado bien haciendo travesuras, cosas equivocadas. Ha estado guay juguetear con la posibilidad de que nos pillen.

Pero no entra dentro de la categoría «diversión» que la señorita Mann pierda su trabajo y que ella y su hija se queden sin hogar.

—Entonces… —digo en voz baja.

—Eh… Royal, ¿no? —interrumpe la chica.

—Sí. —No me sorprende que me conozca. No me enorgullezco, pero los Royal hemos liderado el instituto durante años. Menos mal que he evitado el rol de líder. Ahora Ella es la Royal al mando. Yo solo soy su esbirro—. ¿Y tú eres…?

—Hartley. Mira, te prometo que no he visto nada. —Alza la mano como si jurase decir la verdad y nada más que la verdad.

—Si eso fuera cierto no habrías escapado, Hartley. —Le doy vueltas al nombre en mi cabeza. Es raro, pero soy incapaz de reconocerlo. Su cara tampoco me suena. El Astor no tiene muchas caras nuevas. He estado con la mayoría de estos capullos desde que tengo memoria.

—Lo digo en serio. Soy como los emojis de los tres monos. —Hartley sigue con su endeble defensa. Se tapa un ojo con una mano y con la otra, la boca—. No veo, escucho ni digo maldades. Aunque lo que tú has hecho no son maldades. O lo que puede que hayas hecho. Aunque no he visto nada. Sea malo o bueno.

Encandilado, pongo mi mano sobre su boca.

—Parloteas mucho.

—Nervios de primer día de instituto. —Se estira la americana del uniforme y alza la barbilla—. Puede que haya visto algo, pero no es asunto mío, ¿vale? No voy a decir nada.

Me cruzo de brazos y mi propia americana se tensa sobre mis hombros. Parece que quiere pelear. Me encanta, pero tontear con ella no me dará los resultados que necesito. Le imprimo a mi voz un tono amenazador y espero que el miedo paralice su lengua.

—Lo cierto es que no te conozco. ¿Cómo voy a tomarte la palabra?

La amenaza funciona porque Hartley traga saliva.

—Yo… yo no diré nada —repite.

De repente, me siento mal. ¿Por qué asusto así a una chica? Pero entonces me viene a la cabeza la expresión atemorizada de la señorita Mann. Tiene una hija y Hartley solo es otra compañera rica. Puede manejar un pequeño aviso.

—¿Sí? ¿Y si alguien, el director Beringer, por ejemplo, te pregunta? —Inclino la cabeza desafiante, y mi voz se vuelve más y más amenazante—. ¿Qué harás entones, Hartley? ¿Qué dirías?

Capítulo 2


Mientras Hartley valora mi pregunta, yo la observo. Es poquita cosa comparada con mi metro ochenta y cinco, probablemente le saco unos treinta centímetros. No tiene mucho de lo que presumir respecto a su delantera, y calza unos mocasines feísimos. El calzado es lo único exento de normas en el código de vestimenta, nuestra única expresión de individualidad. Los tíos van por ahí con deportivas o botas tipo Timberland. La mayoría de las chicas eligen algo elegante como unas bailarinas de Gucci o unos tacones de suela roja. Supongo que lo que Hartley pretende es aparentar que le importa una mierda. Lo pillo.

Todo lo demás en ella es normal. Tiene un uniforme estándar. Su pelo es liso y largo. Su cara no es lo bastante llamativa como para despertar curiosidad. Ella, por ejemplo, está buenísima. Mi ex, Claire, acaba de ser nombrada la debutante del año. Esta chica, Hartley, tiene ojos grandes como los del manga y una amplia boca. Su nariz es un poco respingona en la punta, pero ninguno de sus rasgos se comentará en ninguna revista del corazón del tipo de Vida sureña.

Dicha nariz se arruga cuando por fin responde:

—Bueno, pensemos en lo que sí he visto ahí atrás, ¿vale? Es decir… técnicamente he visto a una profesora coger algo del suelo. Y un estudiante estaba… eh… sujetándole el pelo de la cara para que pudiera ver mejor. Ha sido un gesto muy dulce. Y amable. Si el director Beringer me preguntase, le diría que eres un ciudadano ejemplar y te nominaría como estudiante de la semana.

—¿En serio? ¿Dirías eso? —Me dan ganas de reír, pero podría arruinar la efectividad de la amenaza que necesito transmitir.

—Lo juro por Dios. —Y pone su pequeña mano sobre el pecho. Tiene las uñas cortas y no luce la perfecta manicura que caracteriza a la mayoría de las tías del Astor.

—Soy ateo —le informo.

Frunce el ceño.

—Te haces el difícil.

—Oye, no soy yo el que se las da de mirón.

—¡Estamos en un instituto! —Alza la voz por primera vez—. ¡Debería poder echar un vistazo al aula que quisiera!

—O sea que admites que me has mirado. —Me resulta complicado no sonreír.

—Vale. Ahora sé por qué te lo tienes que montar con una profesora. No hay chicas normales que quieran aguantarte.

Ante su declaración exasperada, me rindo con la maniobra de intimidación porque no me puedo aguantar más la sonrisa.

—No lo sabrás hasta que lo pruebes.

Me observa.

—¿Estás tonteando conmigo? ¿En serio? Definitivamente, paso.

—Pasas, ¿eh? —Me relamo el labio inferior. Sí, estoy tonteando con ella, porque por muy normal que parezca, me provoca curiosidad. Y yo, Easton Royal, estoy destinado por las leyes del universo a perseguir todo aquello que me despierte la curiosidad.

Hay un destello de fascinación en sus ojos. Breve, pero siempre he sido capaz de notar si una tía piensa que estoy bueno, si se imagina cómo sería estar conmigo.

Hartley lo está pensando ahora mismo, con total seguridad.

Venga, nena, pídeme salir. Toma lo que quieras de mí. Me encantaría que una tía me agarrase de las pelotas, literal y figuradamente, y me dijese que le pongo. Sin rodeos. Sin juegos. Pero, a pesar de todo ese tema del empoderamiento de la mujer, me parece que la mayoría de las tías quieren que los tíos las persigamos. Vaya mierda.

—¡Puaj! —Trata de alejarse—. En serio, Royal, muévete.

Coloco ambas manos sobre la fría madera a ambos lados de su cabeza atrapándola del todo.

—Y si no, ¿qué?

Esos ojos grises brillan y vuelven a picar mi curiosidad.

—Puede que sea pequeña, pero tengo la capacidad pulmonar de una ballena, así que si no te mueves liberaré al Kraken oral hasta que todo el instituto venga a este pasillo para rescatarme.

Me echo a reír.

—¿El Kraken oral? Eso suena bastante pervertido.

—Creo que a ti todo te suena pervertido —dice secamente, aunque una sonrisa amenaza con asomar en las comisuras de su boca—. Ahora en serio, solo he abierto la puerta porque intento cambiarme a la clase de Cálculo de la señorita Mann. Pero guardaré tu pequeño secreto, ¿vale? —Abre los brazos—. Entonces ¿qué eliges, Kraken oral o echarte a un lado?

No parece que las amenazas vayan a funcionar con Hartley, sobre todo porque no soy capaz de concretarlas. Mi estilo no es intimidar a las tías, sino hacerlas felices. Así que tendré que confiar en su palabra. Por ahora. Hartley no parece de las que se chivan. Y si lo hiciera, puedo apoyarme en mi cartera. Puede que papá tenga que donar otra beca para sacarme de este lío con la señorita Mann; ya lo hizo una vez por Reed y Ella. Creo que se me debe un poco de herencia.

Sonrío y me aparto.

—Oye, si quieres entrar en Cálculo Avanzado —señalo la clase al final del pasillo—, te recomiendo que vayas a hablar con ella ahora. Ya sabes… —Le guiño un ojo—. La pillas con la guardia baja.

Hartley se queda con la boca abierta.

—¿Insinúas que la chantajee? ¿Que le diga que solo me quedaré callada si aprueba mi traslado?

Me encojo de hombros.

—¿Por qué no? Tienes que velar por tus intereses, ¿no?

Me observa durante un buen rato. Daría lo que fuera por saber lo que se le pasa por la cabeza. No me ofrece nada.

—Sí, supongo —murmura—. Nos vemos, Royal.

Hartley pasa por mi lado. Voy tras ella sin prisa y observo que llama a la puerta y entra en la clase de la señorita Mann. ¿Hará lo del chantaje? Lo dudo, pero si lo hace, aprobarán su traspaso pronto. La señorita Mann haría cualquier cosa con tal de que Hartley no nos delate.

Aunque he cumplido mis órdenes de «arréglalo» —o al menos eso creo—, no me voy del pasillo. Quiero asegurarme de que no pasa nada malo entre Hartley y la señorita Mann. Así que permanezco a la espera en el pasillo, donde mi amigo y compañero, Pash Bhara, me espera.

—Tú —dice, y pone los ojos en blanco—. Se suponía que me ibas a llevar a casa. Te he estado esperando abajo un cuarto de hora.

—Mierda, tío, me he olvidado. —Me encojo de hombros—. Pero todavía no nos podemos ir, estoy esperando a alguien. ¿Te importa esperar unos minutos más?

—Vale, no pasa nada. —Se queda a mi lado—. Oye, ¿te has enterado de que quieren traer un nuevo quarterback?

—¿En serio?

El viernes pasado perdimos el primer partido de la temporada y, por la forma de jugar de nuestra línea ofensiva, deberíamos acostumbrarnos. Kordell Young, nuestro quarterback titular, se rompió la rótula en el segundo partido y nos dejó con dos novatos que parecen salidos de Dos tontos muy tontos.

—El entrenador cree que con tantas lesiones y tal necesitamos a alguien.

—Tiene razón, pero ¿quién querrá venir una vez empezada la temporada?

—Los rumores apuntan a que alguien de North o de Bellfield.

—¿Por qué esos institutos? —Intento acordarme de los quarterback de ambos colegios pero me quedo en blanco.

—Supongo que tienen la misma estrategia ofensiva. El tío de Bellfield no está mal. He coincidido con él de fiesta varias veces. Es demasiado formal, pero decente.

—No supone un problema. Más alcohol para nosotros —bromeo, pero empiezo a sentirme ansioso. Hartley lleva demasiado tiempo en el aula. La señorita Mann solo necesita cinco segundos para escribir su nombre en la hoja de traslado.

Miro a través de la pequeña ventana de la puerta, pero solo veo la nuca de Hartley. La señorita Mann está fuera de mi campo de visión.

¿Por qué tarda tanto? La señorita Mann tendría que haber accedido a la petición de Hartley sí o sí.

—Pues sí. —El móvil chapado en oro de Pash vibra en su mano. Mira el mensaje y me enseña el teléfono—. ¿Saldrás esta noche?

—Puede. —No le presto atención. Vuelvo a echar un vistazo al interior del aula. Esta vez Pash se da cuenta.

—Tío, ¿en serio? ¿La señorita Mann? —dice mientras arquea las cejas—. ¿Ya te has cansado de las tías del Astor? Podemos tomar el avión de tu padre e ir a Nueva York. Empieza la semana de la moda y la ciudad estará llena de modelos. O podemos esperar a que llegue el nuevo quarterback y nos presente a algunas tías. —Me guiña el ojo y me da un ligero codazo—. Aunque no hay nada como lo prohibido, ¿eh?

Me irrita que lo haya adivinado y mi respuesta es algo seca.

—Te equivocas. Es demasiado vieja.

—Entonces, ¿de quién se trata? —Pash trata de mirar sobre mi hombro, pero me valgo de mi envergadura para bloquearle la vista.

—Nadie. Hay una tía dentro y espero que se marche para comprobar que tengo los deberes bien apuntados.

—Los deberes están en internet —dice, y eso no ayuda.

—Ah, cierto. —Pero no me muevo.

Y, claro, Pash se muestra todavía más curioso.

—¿Quién está dentro? —pregunta, y trata de empujarme para mirar.

Decido echarme a un lado para que investigue, porque si no lo hago, no dejará de molestarme.

Pash pega la nariz a la ventana, mira durante un rato largo y finalmente dice:

—Ah. O sea que estás aquí para ver a la señorita Mann.

—Eso he dicho. —Pero ahora estoy confuso. ¿Por qué ha descartado a Hartley tan rápido?

—Vale, me aburro. —Mira su móvil de nuevo—. Te espero abajo, en el parking.

Cuando se gira para irse, la curiosidad me gana.

—¿Y por qué no podría ser la otra tía? —pregunto.

Él se da la vuelta pero continúa caminando hacia atrás mientras contesta:

—Porque no es tu tipo.

—¿Cuál es mi tipo?

—Tías buenas. Pechugonas. Que estén buenas —repite antes de desaparecer tras la esquina.

—Guau —dice una voz seca—. Me parte el corazón que tu amigo crea que soy fea y plana como una tabla.

Casi doy un salto del susto.

—Dios. ¿No podrías hacer algo de ruido cuando te acercas?

Hartley me sonríe y se ajusta la mochila al echar a andar.

—Eso te pasa por merodear fuera de clase. ¿Por qué sigues aquí?

—¿Ya te has encargado de todo? —pregunto y empiezo a caminar a su lado.

—Sí. —Hartley hace una mueca—. Supongo que ha deducido que he sido yo quien os ha pillado porque la rapidez con la que ha accedido a todo lo que le he pedido ha sido vergonzosa. Me siento mal.

—No deberías. La profe ha cometido un error y ahora paga por ello. —Pretendía hacer una broma pero me ha salido un comentario cruel, lo pillo en cuanto Hartley frunce el ceño.

—No ha ligado consigo misma, Royal.

—No, pero eso me habría puesto a cien —intento bromear de nuevo, pero ya es demasiado tarde.

—Lo que tú digas. —Hartley abre la puerta de las escaleras y accede al rellano—. En cualquier caso, nuestros negocios han concluido. Encantada de hablar contigo.

Corro tras ella. En realidad, la persigo escaleras abajo.