Y entonces reapareció el mundo de la mitología clásica. Había viajado hasta la entrada del Inframundo, bebido las aguas del Olvido y no las de la Memoria. Ahora recibía mi castigo. Debía volver a la tierra y aprenderlo todo de nuevo.
MICHAEL JACOBS
El ladrón de recuerdos
Viaje por río a través de Colombia
Título original: El ladrón de recuerdos. Viaje por río a través de Colombia
Título de la edición original: The Robber of Memories. A River Journey Throught Colombia, © Granta Publications, 2012
Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: junio de 2018
© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones bajo acuerdo
de Granta Books
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© del texto: herederos de Michael Jacobs
© de la traducción: Martín Schifino
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación y versión digital: Valentín Pérez Venzalá
ISBN formato ePub: 978-84-17594-00-8 | IBIC: WTL; 1KLSC
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EL LADRÓN DE RECUERDOS
VIAJE POR RÍO A TRAVÉS DE COLOMBIA
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MICHAEL JACOBS
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TRADUCCIÓN
DE MARTÍN SCHIFINO
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COLECCIÓN
FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS
Nº10
Prólogo.
El escritor recuerda
Primera parte.
Un verano remoto
Segunda parte.
Río arriba
Tercera parte.
Los desaparecidos
Epílogo.
Carnaval
Lecturas
Agradecimientos
En memoria de
Brendan Jacobs (1920-2011)
y Tom Rae (1954-2011)
«…y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena,
uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión
de la memoria.»
El amor en los tiempos del cólera
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Aun hoy recuerdo los ojos del gran escritor como los vi aquella noche, primero llenos de vida, después por turnos pensativos, vacíos o cansados, mientras los músicos tocaban sin reparar en ello, agasajándolo continuamente con los vallenatos de su juventud caribeña. Por un momento tuve la certeza de que se había quedado dormido. Su cabeza llevaba un rato sin marcar el compás de la música, y sus párpados carnosos parecían bien cerrados. Me quedé sentado a su lado como un acólito tímido y sobrecogido, sudando por el entusiasmo y el calor. Entonces noté que no dormía en absoluto. Tenía los ojos entreabiertos y me clavaba una mirada socarrona, como si se preguntara quién era yo. Por unos instantes, me dio la sensación de haberme vuelto él mismo en su juventud, mientras él se había convertido en un viejo caimán que me miraba adormilado y casi invisible desde la orilla de un río tropical, con los ojos asomando del agua turbia y captándolo todo.
Lo había visto por primera vez la noche anterior. Era enero de 2010, y acababa de empezar un festival literario en la ciudad costera de Cartagena de Indias. Algunos conocidos del circuito internacional de festivales habían entrado en contacto con amplios sectores de la endogámica elite social de Colombia. Todo conato de debate intelectual se había esfumado a la caída de la noche, cuando el colorido pueblo colonial mostraba su alma hedonista en una serie casi ininterrumpida de fiestas. Los juerguistas más curtidos acababan en el Bazurto Social Club, un famoso local nocturno en un barrio lleno de expatriados, prostitutas, turistas con poco dinero y amantes del cutrerío encantador.
Recalé allí un poco antes de medianoche. Los bebedores se desbordaban hasta la calle, como buscando cobijo de los animados ritmos africanos de champeta que palpitaban en la sala interior de techos altos. Entré. Me abrí paso entre bailarines trenzados en abrazos eróticos, dejé atrás a los estudiantes amontonados que bebían cerveza y por fin llegué a la barra. Unos cuantos editores y periodistas jóvenes se habían reunido allí para charlar y beber ron. Uno de ellos, un amigo inglés, me dijo que echara un vistazo al fondo del bar.
—Cuando veas quién vino, no te lo vas a poder creer —dijo con una sonrisa beoda.
Al fondo, entre unas cuantas personas sentadas a una mesa larga, reconocí a un poeta granadino, a su esposa, la novelista de éxito, y a un periodista cultural afincado en Madrid que acababa de publicar un libro de memorias literarias titulado Egos revueltos. A continuación lo vi a él, sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie, totalmente quieto, mirando el aire lleno de humo. El legendario escritor colombiano.
Su bigote era inconfundible, al igual que su tupido cabello rizado y con entradas, sus gafas grandes y oscuras, sus ojos hundidos. Pero nada más ver esa cara casi tan icónica para mí como la del Che Guevara pensé que se trataba, no de quien todos creían, sino de un doble, un impostor, alguien contratado para prestar un toque paródico a aquella velada literaria. Bien podía ser una de esas estatuas vivientes que pasan horas inmóviles para atraer la atención de compradores y turistas. Apenas se movía, haciéndolo solo cuando los inevitables admiradores se acercaban con timidez para pedirle un autógrafo o expresar su devoción. Entonces el brazo se activaba brevemente y una sonrisa seca aparecía en su cara, como si hubieran echado una moneda en un recipiente dispuesto a sus pies.
Bien pensado, su presencia a esas horas en un bar popular poco tenía de sorprendente. Era un hombre del pueblo, amante de los bajos fondos, con el encanto de una estrella del fútbol. Lo más notorio era que por fin hubiera vuelto a Cartagena. Casi se trataba de la reaparición del Mesías. Aunque tenía una casa en el centro colonial, apenas abandonaba su hogar adoptivo en la ciudad de México. Evitaba notoriamente los festivales literarios y no había estado en Cartagena desde 2006, cuando su llegada había causado serios atascos en las calles del casco antiguo. Tenía poco más de ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo había oído varios rumores sobre su muerte inminente.
Sin embargo, el hombre sentado en el Bazurto Social Club no daba muestras de mala salud, aunque sí de soledad y desconexión de sus acompañantes. Quizá la enorme fama lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo en su vejez en lo que habían predicho sus libros: el patriarca otoñal, el coronel a quien nadie le habla, el general en su laberinto, la encarnación de cien años de soledad. En ese momento, mientras lanzaba miradas furtivas al fondo del bar, noté otra cosa. El escritor presentaba un aspecto que yo había advertido a menudo en mis padres ya mayores: una ligera apariencia de enfado y perplejidad, como si deseara que todos cuantos lo rodeaban se largaran, como si hubiera tomado la horrenda conciencia de que no tenía ni idea de quién era esa gente y qué hacía en su compañía. Mi padre había muerto de alzhéimer en 1998, tras perder todo recuerdo de sus dos hijos y de lo que había hecho en su vida. Mi madre, por entonces a pocas semanas de su noventa cumpleaños, padecía demencia senil en estado avanzado.
Mientras me preguntaba si al escritor le esperaba el mismo destino que a mis padres, me planteé la posibilidad de ir a saludarlo, como hacían muchos otros de los presentes en el bar. Sospechaba que el encuentro sería tan fugaz e intrascendente como tocar una reliquia sagrada, pero al menos sería capaz de decir que le había estrechado la mano a uno de los gigantes de la literatura moderna. Un conocido del festival me pasó una botella de cerveza, así que abandoné el plan. Me sumé a los bebedores que estaban junto a la barra. No pensé que se me presentaría otra oportunidad de conocer al escritor.
Pero nuestros caminos volvieron a cruzarse la noche siguiente, en una fiesta organizada por un millonario venezolano en un boutique hotel situado en el corazón turístico de la Ciudad Amurallada. Casi todos los invitados, vestidos con finas prendas de algodón, se hallaban en la azotea, dando sorbitos a sus cócteles y admirando la vista de cúpulas iluminadas por reflectores. La escena tenía el glamur irreal de una publicidad de ron, con su apropiada cuota de gente bella y bronceada. Al cabo de unas dos horas, en las que oí poco más que bromas y recónditos cotilleos literarios, me recogí en mis pensamientos, apartándome de la conversación general, hasta que una novelista marroquí, que había abandonado brevemente nuestro grupo, regresó temblando de emoción. Había ido en busca de los aseos y se había topado con un pequeño patio, donde había visto al escritor al que llamó sencillamente «él». El escritor acababa de terminar de cenar y estaba rodeado de amigos y familiares. Una banda de vallenatos iba a arranca a tocar. Le habían hecho señas de que se acercara a su mesa. Había hablado con el hombre en persona.
—Fue amable a más no poder.
Poco después todos bajamos y nos amontonamos en un rincón del patio, donde nos quedamos hablando, escuchando los vallenatos, fingiendo no mirarlo a él, pero esperando de manera inconsciente una señal o excusa para acercarnos a su círculo. Reconocí a su esposa, uno de sus hermanos y un amigo mío corpulento, con cara angelical, que dirigía la Fundación de periodismo creada por el escritor. Cuando la música se detuvo un momento, ese amigo, una personalidad local muy querida, con una risa cordial, modales enérgicos y la capacidad de salirse siempre con la suya sin perder el encanto, cruzó miradas conmigo, me llamó por señas, rechazó mis tímidas protestas y me llevó delante del escritor.
—Michael —le dijo— es un inglés que está obsesionado con el río Magdalena.
Era una de las típicas exageraciones fantasiosas de mi amigo, basada en la vaga confesión que le había hecho alguna vez de querer remontar hasta su nacimiento el río más largo de Colombia. Mi conocimiento del Magdalena procedía solo de los libros. Desde la infancia había devorado los relatos de los primeros exploradores de Sudamérica, para quienes el Magdalena era la puerta de entrada al misterioso interior del continente. Pero mi creciente interés en el río se originaba esencialmente en la pasión que sentía por Colombia. No visité el país hasta 2007, pero entonces tuve la sensación inmediata y desconcertante de haberlo conocido casi toda la vida, en gran parte porque me recordaba la España de la que me había enamorado al comienzo de mi adolescencia.
Desde entonces me había empapado de la historia y cultura colombianas, cuyos decursos eran inseparables del trazado del Magdalena. No solo el río atravesaba el corazón del país sino que, hasta los años cincuenta del siglo pasado, había sido la gran arteria de Colombia, la avenida principal para el comercio y los viajeros, el vínculo entre los mundos diametralmente opuestos de la costa y los Andes. Y cuanto más pensaba yo en el río, más representativo me parecía del espíritu de Colombia y, por extensión, de todo aquello que encontraba fascinante, seductor, extraño y perturbador en el conjunto de Suramérica.
El Magdalena era un río sumido en contradicciones. Había inspirado pioneros estudios de botánica, contribuido a crear el realismo mágico y alumbrado mucha de la música más exuberante del mundo latino. También había sido el azote de los primeros viajeros, el foco del periodo de los disturbios civiles conocidos en Colombia como La violencia y el escenario de tal deforestación y contaminación que había acabado convertido en un embarazoso testimonio de la destrucción del planeta.
Cuando se sacaba el tema del Magdalena en Colombia, la respuesta, reveladoramente, alternaba entre el lamento, la nostalgia y el anhelo. La gente soñaba con un periodo de la historia en el que la belleza del río no estuviera manchada por la violencia y el abandono. Los ancianos hablaban sin cesar sobre el Magdalena de su juventud.
Ante la mención del río el viejo escritor sentado en el patio del boutique hotel reaccionó con una profundidad emocional que no me esperaba. Sonrió de inmediato, le brillaron los ojos y me agarró la muñeca como si no quisiera soltármela. Miró a su hermano, como si fuera un niño que pidiera un favor, y sugirió invitarme a su casa, donde estaría encantado de conversar conmigo sobre el Magdalena, el río de la vida, el único motivo por el que deseaba volver a ser niño, para viajar otra vez por su cauce.
Los demás presentes en el patio, sorprendidos por la atención que me dedicaba el escritor, empezaron a acercarse, impacientes por saludarlo. Uno de ellos le dijo que sus libros le habían hecho dedicar su vida a la literatura; otro se presentó como el primer traductor de Cien años de soledad al catalán. El escritor asentía con la cabeza en silencio, sin soltarme la muñeca, como esperando el momento de retomar nuestra conversación.
—Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo —acabó diciendo, como si no hubiera nadie más en el patio—… los caimanes, los manatíes.
La banda regresó e interrumpió sus ensoñaciones con los sonidos de cantos, acordeones, maracas y tambores. El escritor me aferró la mano aún más fuerte mientras me conminaba a quedarme con él para escuchar a los músicos, los cuales, como leyéndole el pensamiento, tocaron entonces una canción famosa sobre un hombre que se transformaba en caimán y se iba al carnaval de Barranquilla, en la desembocadura del Magdalena: «Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla», entonaron con un ritmo cada vez más acelerado que, poco después, hizo que el escritor se pusiera de pie y desafiara la vejez con un leve arranque de baile y alegría.
Luego volvió a acomodarse en el asiento, repartió apretones de manos y palabras afectuosas a los músicos y se desentendió nuevamente del mundo. Mis acompañantes decidieron ir a otro bar en otro lugar de la ciudad, pero yo me quedé donde estaba, paralizado por el deseo que había manifestado el escritor de que no me fuera y por la esperanza de descubrir algo sobre él, aunque solo fuera mirando sus ojos. Pasé allí otras dos horas, hasta que por fin la música paró y el escritor y su familia se levantaron para marcharse. En un tono cansado, se despidió de mí y repitió la invitación de que fuera a conversar con él en su casa de Cartagena. El hermano me escribió un número de teléfono.
Crucé obnubilado el espacio ancho y abierto que separaba la Ciudad Amurallada del barrio de Getsemaní, más humilde. Me volvía a cruzar con mis amigos sobre las dos de la madrugada en un tugurio atestado y con un ruido ensordecedor llamado el Quiebracanto. Estaba impaciente por contarle a alguien mi encuentro; lo amable y humano que era el escritor en persona, la apariencia que daba de poder detectar las pretensiones y los absurdos ajenos y el hecho de que tenía el tipo de humildad y sencillez fundamental que, me gustaba creer, indicaban una verdadera grandeza.
Al cabo conseguí atraer la atención de un grupito de jóvenes literatos bogotanos que se habían refugiado del estruendo en una plataforma de madera en el exterior. No se mostraron especialmente conmovidos al oír lo que les conté.
—Te lo habrás cruzado en uno de sus días de lucidez —dijo una periodista conocida por hacer francos relatos de su vida amorosa—. Lo más probable es que mañana se haya olvidado de todo lo que te dijo. No se va a acordar ni de quién eres.
Su pérdida de memoria, según ella, era un tema que no se tocaba en Colombia, pues era sencillamente inconcebible que el gran icono nacional sufriera un destino tan humillante.
—Olvídalo —agregó, con una de sus provocadoras sonrisas.
Pero no lo hice. Aunque nunca volví a ver al escritor —nadie atendió a mis llamadas en el número que me dio su hermano—, me quedé pensando en aquella noche de Cartagena y en mi descubrimiento. De regreso en Europa, donde mi madre continuaba perdiendo el sentido de la realidad, como mi padre quince años antes, releí Cien años de soledad. La novela adquirió una resonancia más amplia a la luz de lo que acababa de averiguar. Con anterioridad, algunas partes del libro, como la pérdida de la memoria que padecen los habitantes de la aldea imaginaria de Macondo, o la guerra civil, disputada durante tanto tiempo que ninguno de los dos bandos puede recordar por qué luchan, me había parecido reflexiones sobre la propensión de una nación a olvidar, pero ahora se me antojaron ejemplos adicionales de los asombrosos poderes premonitorios del autor.
Y encontré un nuevo significado en la famosa primera frase de la novela acerca de un coronel que, frente al pelotón de fusilamiento, recuerda el día remoto en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Ahora imaginé que el coronel era el escritor mismo, encaminado hacia el final de una vida que había olvidado casi por completo, pero aún capaz de sacar a la luz, desde algún recoveco oscuro, ciertos recuerdos llenos de magia, extrañeza y maravillas. Me acordé de él rememorando el Magdalena.
«Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo…». Al pensar en esas palabras, recordé sus ojos tal y como los había visto más tarde esa misma noche, cuando se habían convertido en los ojos de un caimán, que se abrían de vez en cuando para mirarme de un modo que me hizo imaginar que nada escapaba a su atención, y que penetraban en mi interior y me leían el pensamiento, y me ofrecían su bendición para iniciar un viaje que ya había comenzado esa noche en mi cabeza, remontando un río que era también una metáfora de la memoria, hacia un mundo exuberante de maravillas y peligros, hacia zonas del pasado tan brillantes como oscuras, hasta el nacimiento alto y remoto del Magdalena, en los páramos de los Andes, junto a las costas del olvido.