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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Muna Shehadi Sill

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El lado más salvaje, n.º 85 - agosto 2018

Título original: The Wild Side

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-866-6

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

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Prólogo

 

Rose se sonó la nariz y añadió el pañuelo de papel al montón que tenía sobre la colcha rosa y blanca. Miró el reloj y cayó en otro ataque de sollozos. Eran las nueve de la mañana. Hacía media hora que había empezado a llorar. A ese ataque debía faltarle poco para acabar.

Al fin había llegado al punto en que podía analizar sus ataques de llanto con filosofía. Podía pasar meses sin ellos, pero tarde o temprano experimentaba alguno. Eran achacables al agotamiento, quizá a una suave depresión, a las hormonas… lo que fuera.

Al principio había pensado que se estaba volviendo loca. En ese momento consideraba sus lágrimas como una forma inofensiva y probablemente saludable de liberar tensión. Desde que forzaran su apartamento, había sufrido con más frecuencia los ataques de llanto. Esa sensación de incomodidad, de que violaban su privacidad, había permanecido, como si el intruso aún se ocultara en su casa.

Diez minutos más tarde, los sollozos fueron sustituidos por suspiros temblorosos y luego por hipos. Rose volvió a sonarse la nariz y recogió los pañuelos para ir a tirarlos al cubo. Fue hasta la ventana con una mueca en la cara cada vez que apoyaba el peso en el pie que Su Majestad Real, el príncipe Rajid, de Arabia Saudita, le había pisado la noche anterior. Un hombre encantador y un pésimo bailarín.

Pero todos tenían algún defecto. En el fondo sospechaba que no existía el hombre capaz de enamorarla con tal intensidad que hiciera que olvidara a todos los demás. Aunque en un plano superficial amaba a los hombres con los que salía. Eso era lo único que siempre se le había dado bien. Como una alcohólica o una fumadora, tenía una adicción. A los hombres.

¿Pero y el amor real, que penetraba hasta el alma? Dudaba de ser capaz de sentirlo. Quizá ese fuera su defecto.

Se secó la última lágrima de la mejilla y apartó la cortina blanca para ver si la furgoneta del otro lado de la calle seguía aparcada allí. Antes del robo y de aquella carta terrible y amenazadora, su adicción había parecido inofensiva. Ella conseguía todo lo que quería. Los hombres conseguían casi todo lo que querían. En ese momento había alguien que quería más de ella que un buen rato. Y no tenía ni idea de quién podía ser o qué podía querer. ¿Sería un ex enfadado? Unos pocos hombres habían protestado cuando ella había puesto fin a la relación, pero con la mayoría la separación había sido amistosa.

Quizá fuera por algo en el apartamento. A lo largo de los años había recibido muchos regalos. Quizá alguien le había dado la joya de la familia por error y mamá quería recuperarla.

Esperaba que fuera así de sencillo.

La furgoneta estaba del otro lado de Garden Street, como de costumbre. Ted’s TV Repair. Tembló y se tragó más lágrimas. Podía ser una paranoica, pero no lograba quitarse la sensación de que alguien la vigilaba desde ese vehículo. Debería llamar a la policía para que lo comprobara. Se sentía amenazada y claustrofóbica.

Sonó el teléfono; se sobresaltó y se ajustó aún más el albornoz. La gente que quería sabía que el sábado era el día sin teléfono. El día en que siempre rechazaba invitaciones, en una especie de perverso homenaje a los sábados sin citas que había sufrido en el instituto. Era su día para estar en pijama en casa, ver malos programas en la televisión, comer chocolate, escribir cartas que las enfermeras pudieran leerle a su madre… Su día de regresión. Sin responsabilidades sociales. Sin limpieza. Sin maquillaje. Sin hombres.

El contestador recogió la llamada. Clic. Clic. La voz patricia del senador Alvin Mason sonó en la cinta.

—Vamos, Rose. Sé que estás ahí. Contesta. Es importante.

Rose frunció el ceño. La voz sonaba extraña… tensa. Poco habitual en él. Habían salido durante unos meses, hacía aproximadamente un año, antes de que decidiera que tendría más éxito político como hombre casado, por lo que se lanzó a la caza de una esposa adecuada.

Contestó.

—Aquí estoy.

—¿Cómo te encuentras, Rose?

Volvió a fruncir el ceño. No parecía que le importara mucho cómo se encontraba. Y habría jurado que oía un camión en la distancia. ¿Acaso uno de los políticos más ilustres de Massachusetts llamaba desde una cabina?

—Bien. Suenas horrible. ¿Desde dónde lla…?

—Me enteré de la irrupción violenta en tu casa —casi tuvo que gritar por encima del ruido de otro motor—. No se llevaron nada.

—No —enroscó el cable en torno al puño. ¿Cómo lo sabía?—. También recibí una carta, hace dos días. Ponía que tuviera cuidado.

El senador de las familias sanas soltó un juramento obsceno. Durante un momento dulce, Rose se permitió sentir placer por el instinto protector que despertaba en él. Luego se burló de su propia mentalidad de Cenicienta.

—Se suponía que esto… —volvió a jurar.

Ella se quedó absolutamente quieta. «Santo Cielo. Es parte del asunto».

—¿Sabes algo del incidente? —apenas reconoció su propia voz. No era la de la chica dulce y sexy que todo el mundo creía, sino dura y áspera. La de una mujer adulta que temía por su vida.

El senador respiró hondo, de forma audible, incluso por encima del ruido del tráfico.

—Rose…

Ella cerró los ojos; el cuerpo comenzó a temblarle.

—Rose… —repitió con voz serena y mortalmente seria—. Me parece que deberías irte durante una temporada.

 

1

 

Riley Anderson se sentó frente a Charlie Watson, capitán del Departamento de Policía de Boston y principal partidario de los establecimientos de comida grasienta de la ciudad. Con las manos juntas sobre la mesa, lo saludó y permaneció con la espalda recta, observando a Watson con ecuanimidad, sin querer demostrar interés o suspicacia. Los polis no quedaban con investigadores privados en cafeterías de mala muerte y perdidas a menos que estuvieran metidos en problemas.

—La cuestión es… —se llevó a la boca la última patata frita y miró con melancolía el plato vacío—. La cuestión es: no recurriría a ti a menos que no tuviera otra alternativa. Hay bastantes hombres en el departamento que podrían llevar esto.

Riley asintió, sin morder el anzuelo, quieto. Mantener la quietud y observar conseguían que la gente revelara cosas que no planeaba contar… si ocultaba algo en primer lugar.

Watson bebió un trago de refresco y plantó el vaso en la mesa en lo que él consideró que era un gesto poderoso. Entrecerró los ojos, que eran de un azul incongruente, en su rostro pálido y fofo.

—La verdad es que tenemos una situación en la que hay involucradas personas importantes. Muy importantes. Y otra situación en la comisaría. Muy mala. No puedo arriesgar…

—Capitán —Riley enarcó una ceja, el único signo de impaciencia que se permitió mostrar—. Al grano.

Watson aplastó el envoltorio de la hamburguesa y lo soltó sobre su plato, sin dejar de mirar en ningún momento a Riley.

—De acuerdo, ¿quieres la historia clara? Te la daré. No me gusta recurrir a ti… no me gusta nada. Pero tenemos una filtración en la comisaría. Alguien ha desarrollado una boca demasiado grande, y esa bocaza pone en peligro la investigación. No puedo confiar en nadie. En ti sí confío. No me gustas, pero confío en ti.

Riley asintió. Charlie Watson ni le caía bien ni confiaba en él, pero probablemente ese no era el mejor momento para decirlo.

—¿Cuál es el trabajo?

—Involucra el apartamento de un mujer llamada Rose. Simplemente Rose. Como Cher es solo Cher —se apartó unos mechones de pelo que se habían liberado de la gomina que usaba para inmovilizarlo—. Creemos que puede haber recibido una propiedad robada, casi seguro sin que ella misma lo sepa. Estamos ansiosos de devolverle esa propiedad a… a los dueños anteriores. Ella denunció una entrada forzada a su casa hace poco, sin que se llevaran nada. Alguien sabe o sospecha que Rose está en posesión de los artículos. Vigilamos su casa por si ese alguien da otro paso, pero no quiero que ningún detective meta la nariz allí hasta no saber en quién puedo confiar.

Riley apretó los dientes. Sacarle información al capitán era como jugar a las veinte preguntas. Se adelantó y fijó a Watson bajo su mirada.

—¿Qué debo buscar?

—Arte —el capitán hurgó en el bolsillo hasta sacar un frasco con antiácidos, sin mirar a Riley a los ojos—. Un retrato en miniatura antiguo. Con marco lleno de joyas. Se supone que vale una fortuna, pero ¿qué diablos sé yo de arte? Sin embargo, es más que eso. Queremos que seas el nuevo amigo especial de Rose para averiguar qué es lo que ella sabe.

Riley relajó la mandíbula, obligándose a ser paciente.

—¿Quién es Rose y dónde encaja en todo esto?

Watson miró alrededor, como si la pareja mayor que había en un lado y la madre agotada con cuatro hijos en el otro pudieran ser agentes de incógnito. Apoyó los codos en la mesa, adelantó el corpachón y le indicó a Riley que se acercara.

—Se supone que no es más que un bombón que sale con alguien diferente cada noche. Ya conoces el tipo. Hablamos con algunos de los tíos con los que salió. Y todos tenían una descripción diferente de ella: ropa, pelo, color de ojos, hasta personalidad. Pero decididamente es la misma Rose. Esta tía se reinventa a sí misma por completo para el hombre con el que está en ese momento. ¿Lo entiendes? Sale con ellos un tiempo, ellos se quedan coladitos, la llenan de regalos, y luego pasa al siguiente. Cuando denunció la entrada en su piso, se metió a mi detective más duro en el bolsillo en diez minutos.

Watson soltó un silbido de admiración que crispó a Riley. ¿Qué diablos había que admirar en una mujer así?

—De modo que un imbécil apesadumbrado le regaló el retrato para enriquecerla.

—¡Ja! No es probable —Watson se golpeó el muslo con la mano—. Sin duda para enriquecimiento físico de él.

Riley quiso hacer una mueca de disgusto. Justo el tipo de mujer que querrías llevar un domingo a cenar a la casa de tu madre. Pero el caso lo intrigaba por algún motivo que aún no terminaba de localizar. Watson sabía mucho más de lo que le estaba contando.

—¿Quiénes eran los dueños anteriores del retrato?

—Ahí es donde te dejo al margen, Anderson —puso los ojos como dos rendijas—. Es un asunto policial. Entra en la casa de ella y encuentra el retrato. Infórmame a mí de tus progresos. No llames a la comisaría, no hables con nadie más de esto. Si entre mis hombres se extiende la noticia de que te has involucrado, tendré un motín.

Riley asintió. El caso debía de alcanzar algo más que a unos ricos amantes de arte que anhelaban recuperar su precioso retrato. Quería conocer los detalles.

Movió la mandíbula para contener una sonrisa. A Slate le encantaría. El camarada de armas, socio y mejor amigo de Riley en ese momento, se hallaba en la granja familiar en la costa de Maine, lamentando la muerte de su madre de cáncer.

Riley y Slate habían conformado una competente y muy condecorada unidad de combate de marines que se había ganado el respeto de sus compañeros y superiores por igual. Géminis. Los gemelos. Habían desarrollado tal vínculo, que rara vez necesitaban hablar cuando se hallaban en una misión. Si el instinto de Riley demostraba tener razón, y primero tendría que investigar un poco para comprobarlo, el caso podría inducir a Slate a regresar a la civilización después del largo año dedicado a cuidar de su madre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que trabajaron juntos.

Riley asintió.

—Lo haré.

—No es un encargo duro. Por tu aspecto, no creo que te cueste intimar con esa tal Rose.

Se quedó en el restaurante justo el tiempo suficiente para acordar los términos de la misión. Luego abrió la puerta y se dirigió hacia la calle Cambridge y respiró profundamente el aire cálido de finales de junio. Decidió que por la tarde lo mejor que podía hacer era ir a comprobar el edificio donde vivía Rose, formular un plan, investigar, y si descubría algo que valiera la pena, enviarle a Slate un telegrama.

La inconfundible sensación de estar siendo vigilado hizo que titubeara un momento en sus pasos. Aguardó hasta llegar a la fachada de ladrillos de un edificio, y luego se dio la vuelta con la pared a la espalda.

Un hombre. Impecable. Bulto de pistola. Agente del gobierno.

Separó un poco los pies, con expresión neutral mientras el otro se acercaba. Su instinto había demostrado tener razón mucho antes de lo que había anticipado. Que apareciera nada más terminar la entrevista con Watson solo podía significar una cosa. Lo que ese hombre quería tenía que ver con Rose «la devoradora de hombres» y el amigo coleccionista de arte.

—Ted Barker, FBI —sacó unas credenciales del gobierno del bolsillo—. Y usted es Riley Anderson, investigador privado, ex marine destinado en las fuerzas de reconocimiento, una mitad de la unidad Géminis.

—Sí —lo miró con expresión impasible, sorprendido de ver lo que parecía un atisbo de admiración y respeto en la cara del otro—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Nos gustaría hablar con usted —se guardó la placa y le hizo una señal al Lincoln Towne negro que había del otro lado de la calle—. Creemos que puede ayudarnos.

 

 

—¿Qué? —Penny hizo una mueca incrédula—. ¿Quieres conocer a un psicópata controlador y sádico que pueda arruinarte la vida? —preguntó en el momento en que aparecían los créditos de la película Nueve semanas y media.

—No, no, no —Melissa apartó las palomitas de maíz del regazo y estiró los pies descalzos delante de ella, tratando de calmar la necesidad emocional de acción física—. Me gustaría disfrutar de esa clase de excitación, de ese peligro. Quiero que la pasión me domine, aunque no sea algo sensato. Quizá por eso mismo.

—Tú y toda la población del mundo desde que el hombre camina erguido. Sé realista, Melissa. No son cosas que suceden. Cuando llegas al sexo, tú y el señor Quien Sea ya conocéis demasiado el uno del otro. Siempre hay un equipaje, siempre un juego de poder, o como mínimo te empieza a preocupar si el muslo está bien colocado, si el brazo entorpece o si tardas demasiado en alcanzar el orgasmo y él comenzará a impacientarse —se subió las gafas rectangulares sobre el puente de la nariz—. Verse dominada por la pasión es para las películas. Créeme.

—¿Y qué me dices de tener sexo con un hombre al que no conoces? ¿Alguien con quien aún no tienes equipaje? —soltó, conmocionada por admitir que reconocería semejante acto, incluso ante su mejor amiga. Un demonio hambriento había invadido hacía poco su personalidad para devorarle el sentido común.

—¿Eh? ¿Quieres arriesgarte a compartir las sábanas con un chico que resulte ser el Asesino en Serie de las Enfermedades?

—De acuerdo. Debes saber que deseo una relación profunda y satisfactoria como todo el mundo. Algún día quiero casarme y sé qué clase de hombre puede hacerme feliz. Pero el matrimonio es como fue la vida durante los cinco años que salí con Bill. Una intimidad cómoda, citas predecibles, las mismas peleas de siempre por los mismos temas de siempre —hizo un gesto—. Eso lo entiendo. No espero que sea una pura excitación toda la vida. Pero ahora no estoy casada. Quiero algo diferente, una aventura superficial, estimulante y fabulosa con alguien que sepa que no es para mí.

Penny se quedó boquiabierta.

—¿Desde cuándo eres la señorita Caliente?

Melissa se incorporó y dobló las piernas.

—No lo sé. Estoy cansada de ser sensata, responsable y predecible. Para variar, me gustaría ser otra persona.

—¿Quién, Mata Hari? —puso los ojos en blanco.

—¿Por qué no? —estiró los brazos por encima de la cabeza y sonrió—. Después de tantos años con Bill y de sufrir los meses posteriores a que me dejara, me siento viva. Como si hubiera estado dormida y acabara de despertar.

—¿Eso de «hoy es el primer día del resto de tu vida»? —la observó por encima de la montura de las gafas.

—Gracias por tomarte en serio mi crisis de los veintimuchos años.

—Vamos, cariño, sabes que me importa. Lo que pasa es que creo que el sexo no representa ninguna cura para lo que te aqueja.

—Entonces, ¿cuál es?

—Amor —Penny asintió con énfasis—. Necesitas enamorarte.

—Oh, por favor. Ya estuve enamorada de Bill. Mira adónde me condujo.

—¡Ja! Bill era un hábito, no amor. Date tiempo. Mira alrededor. Pregúntale a tus amigas. Pero no a mí. Si yo conociera a un tipo adorable, soltero y decente, no dejaría que te acercaras a él —se levantó—. He de irme. Mañana a primera hora he de estar en la tienda del museo. Esperamos un cargamento enorme de mini estatuas de El Pensador para la exposición de Rodin.

Melissa acompañó a su amiga a la puerta; luego se quedó en el pasillo, escuchando las risas procedentes del apartamento de enfrente. Rose debía haber llevado a su cita a casa esa noche. No paraba nunca.

Una vez más sintió ese extraño anhelo. Una especie de combinación de lujuria, furia y pánico. Como si estuviera atrapada en un ascensor con John Cusack sin saber si tirarse encima de él, abrir las puertas con la fuerza de Superwoman o dejarse controlar por la claustrofobia.

La puerta del apartamento de Rose se abrió. Melissa retrocedió y con culpabilidad cedió a su lado de mirona al cerrar y pegar el ojo a la mirilla.

Salió un hombre de piel cetrina, con esmoquin, probablemente arrebatador en el pasado, pero en ese momento con un atractivo de mediana edad, tirando de una mujer risueña detrás de él. Melissa abrió mucho el ojo. Esa noche Rose parecía salida de una película de los años cuarenta. El pelo, sin duda una peluca, le caía con cuidado alrededor de la cara en ondas oscuras. Lucía un vestido inusualmente discreto de color rojo que resaltaba su piel blanca, ceñido a la cintura y con una falda amplia que llegaba hasta el suelo. Esa noche resplandecía con entusiasmo juvenil.

Cada vez que cambiaba de hombre, cambiaba de aspecto.

Deseó tener la habilidad de probar una personalidad nueva, de experimentar, de jugar. Por uno o dos meses. Más, sabía que se hartaría. Pero dos meses de fiesta salvaje e ininterrumpida, con una pasión desbocada, estarían bien.

El hombre abrazó a Rose y la acorraló contra la pared, para besarla en la boca, en la cara, en las manos, y luego estropearlo todo emitiendo un ruido perruno. Puso cara de náuseas y oyó el chillido de falsa indignación de Rose:

—Oh, Su Majestad.

Melissa tampoco necesitaba un aristócrata. Le bastaba con un buen semental que funcionara toda la noche.

Se dejó caer en el sofá. ¿A quién quería engañar? ¿Un hombre distinto cada noche? Pero uno sería estupendo. Un hombre con quien no tuviera ataduras, que le pusiera el reloj en marcha, con el que pudiera explorar cosas que Bill jamás le había enseñado. Uno que hiciera algo más que ponerse encima de ella, gruñir y sudar, apartarse, musitar una o dos palabras cariñosas y ponerse a roncar.

Pero Bill ya era historia. Ese era el momento adecuado. Si Rose tenía la capacidad de reinventarse a sí misma, ella también. No por nada era directora adjunta de marketing del Museo de Bellas Artes.

Tomó el último número de Cosmopolitan y lo hojeó, prestando atención al estilo y a la actitud de las modelos. ¿Por dónde empezar? Si quería irse de orgía, aunque solo fuera mentalmente, entonces debía asegurarse que conseguía un estilo con el que pudiera vivir. Clavó el dedo en la foto de una modelo esbelta, con un mohín en los labios y una mata de pelo oscuro. El traje negro y ceñido la hacía parecer informal, elegante, sexy e inocente al mismo tiempo, justo lo que quería Melissa.

Ya solo le quedaba un problema. ¿Dónde iba a encontrar a ese hombre? ¿Ese que se prestaría a las investigaciones con ella? ¿El que la ayudaría a explorar su feminidad y a superar cualquier inhibición y la llevaría a sitios a los que nunca…?

—Oh, , Su Majestad —desde el pasillo, la voz de Rose irrumpió con claridad en la fantasía de Melissa.

Esta sonrió. ¿Qué más podía pedir? La nueva Melissa era un hecho. Tenía el deseo, los medios… y a la mentora perfecta justo en el apartamento de enfrente.